Más de un centenar de personas muertas. Miles de heridos. Más de medio millón de hectáreas calcinadas. Biodiversidad arrasada. Dolor. Destrucción. Ruina. Los fuegos que en junio y octubre de 2017 asolaron con extrema virulencia los montes del noroeste de la península Ibérica evidenciaron la aparición de una nueva generación de incendios claramente vinculados al cambio climático, según recoge el informe de WWF «El polvorín del noroeste» de 2018. Superincendios incontrolable y letales, que volvieron a repetirse en julio del año pasado en Mati, Grecia.

El cambio climático está intensificando los regímenes de los grandes incendios más rápido de lo esperado: hemos pasado de no tener este tipo de fuegos a tener los tres incendios más grandes de Europa en apenas dos años y en la misma región. Estos devastadores superincendios se nutren de la coyuntura de una serie de circunstancias que se retroalimentan, proporcionando las condiciones perfectas para que ese brutal conglomerado de partículas incandescentes se propague a gran velocidad y de forma desbocada.

«Los incendios forestales constituyen una grave y creciente amenaza para Europa, especialmente para los países del arco mediterráneo –afirma Lourdes Hernández, ambientóloga experta en incendios forestales y coordinadora de este informe de WWF–. Cada año el 85 % de la superficie que arde en el continente se quema en Portugal, España, Francia, Italia, Grecia y Turquía».

400.000 hectáreas quemadas

En el sur de Europa se produce una media de más de 52.000 siniestros al año, lo que se traduce en más de 400.000 hectáreas o, dicho de otro modo, el 0,6 % de la superficie forestal total de la región. «A pesar de tratarse de una tendencia en general decreciente en el número de incendios y superficie quemada desde la década de 1980, cada vez con más frecuencia se dan las condiciones meteorológicas perfectas para que se produzca una crisis incendiaria inabordable, que pone en serio peligro a la población», añade Hernández.

Portugal es el país del arco mediterráneo más castigado por los incendios forestales: en los últimos 30 años se ha concentrado en el país vecino el 35% de los fuegos y el 39% de la superficie total quemada. Le siguen España, con el 24% de los siniestros y el 26 % de superficie quemada, Italia (con el 15% y el 18%, respectivamente) y Grecia (con el 18% y el 13%). Los países menos afectados son Turquía (con el 5% y el 2%) y Francia (con el 3% y el 2%).

El cambio climático está intensificando los regímenes de los grandes incendios más rápido de lo esperado. En el sur de Europa se produce una media de más de 52.000 siniestros al año

Entre las causas que favorecen la proliferación de esta plaga están la despoblación rural, el abandono de los usos del suelo, la ausencia de gestión forestal, un modelo urbanístico caótico y una arraigada cultura del fuego. Un pack que, en conjunción con el calentamiento global, ha convertido el territorio del arco mediterráneo en un inmenso polvorín, donde este tipo de incendios ha dejado de ser un problema exclusivo del ámbito forestal o rural para convertirse en una verdadera emergencia social. Pero no solo aquí. También en 2017, año en que se batieron récords de temperaturas extremas en todo el mundo, en otros países como Chile, Canadá, Estados Unidos (en especial en el estado de California, donde ardieron 560.000 hectáreas y murieron 47 personas) o Australia proliferaron a su vez grandes fuegos que, incontrolables, segaron vidas, dejaron centenares de heridos, obligaron a evacuar a miles de personas y causaron incuantificables daños materiales y ambientales.

Como es sabido, los incendios en la península Ibérica y en el resto del Mediterráneo no son algo nuevo. Todo lo contrario. «El fuego ha sido uno de los principales modeladores de sus paisajes –señala Hernández–. El problema es que los drásticos cambios socioeconómicos han transformado el paisaje para convertirlo en un polvorín. Hoy, a pesar de disponer de medios de extinción altamente cualificados y eficaces, se registran incendios cada vez más peligrosos en el sur de Europa».

Como consta en el informe de WWF, en esta área las oleadas de incendios se van sucediendo desde hace muchos años, y en lo que va de siglo se han producido episodios especialmente críticos para algún país mediterráneo en 2005, 2007, 2008 y 2012. Sin embargo, en 2017 y 2018 el modus operandi del fuego fue diferente. En 2017 los focos se originaron en junio y octubre, fuera de la temporada considerada como habitual (es decir, julio y agosto) y se expandieron a gran velocidad de forma explosiva y extrema, siguiendo unas trayectorias impredecibles, saltando centenares de metros y desbordando la capacidad de los medios de extinción.

En 2017, indica el estudio, en España «el número de grandes incendios se incrementó casi en un 200 % respecto a la media de los diez años anteriores. Y en Portugal ardieron cerca de 440.000 hectáreas, un 400% más respecto al mismo período». Los resultados fueron catastróficos. En nuestro país esos superfuegos causaron la muerte de cuatro personas en Galicia, y en Asturias y León miles de hectáreas ardieron en múltiples incendios simultáneos que pusieron en peligro a numerosas poblaciones. Pero en Portugal y Grecia fue mucho peor: 64 personas fallecieron en el dramático incendio acaecido el 19 de junio en la zona de Pedrógão Grande, y en octubre otras 43 morían víctimas de distintos fuegos que se originaron en Coímbra, Guarda, Castelo Branco y Viseu. En 2018, en Mati, Grecia, perdieron la vida 99 personas. El coste de apagar los incendios en el arco mediterráneo, recalca el estudio, supera los 2.000 millones de euros anuales, de los cuales unos 1.300 (el 65%) se invierten en España. Y añade: «La mayor parte de los fondos destinados a los bosques en los presupuestos autonómicos y nacionales se destinan a la extinción del fuego».

En 2017 el número de grandes incendios se incrementó casi en un 200 % respecto a la media de los diez años anteriores

Pero… ¿cuál es la causa de que se originen tantos incendios en este territorio? «Desde luego, los montes mediterráneos no arden por sí solos –dice Hernández–. En la región se estima que detrás del 96% de los casos se halla la mano humana. Tan solo el 4% de los siniestros se producen por causas naturales».

Esas primeras chispas intencionadas se provocan, según WWF, por causas variadas. Destacan las quemas ganaderas para la regeneración de pastos o la quema de rastrojos, pero también se provocan fuegos con el fin de despejar zonas para favorecer la caza menor, suprimir la vegetación para buscar los mojones que delimitan las parcelas, eliminar la fauna para evitar daños agrícolas o, directamente, por venganza. «Además de una muy arraigada cultura del fuego en el medio rural, existen graves conflictos sociales y económicos que continúan sin ser resueltos desde hace décadas», recoge el informe.

Una vez el fuego prende, las llamas encuentran a su paso condiciones especialmente favorables a su propagación. En primer lugar, un territorio inflamable, moldeado por el fuerte despoblamiento de las áreas rurales del interior y de montaña y por unas determinadas condiciones bioclimáticas. Según datos de WWF, «Galicia y el norte y centro de Portugal tienen los peores indicadores demográficos de la fachada atlántica europea. Casi el 40 % de los municipios gallegos perdieron más del 20% de su población entre 2000 y 2015». Este escenario ha conllevado el abandono de las actividades agrarias tradicionales: cultivos, pastoreo y explotación forestal.

El informe de WWF concluye que esta nueva generación de superincendios asociados al cambio climático requiere un cambio total en la forma de afrontar la lucha contra el fuego. «Las Administraciones Públicas están abordando el problema de los incendios del mismo modo que hace 40 años, pero el problema ha cambiado radicalmente», advierte Hernández. Dedicar más recursos a la extinción no solventará el problema. La estrategia de lucha contra los incendios tiene que abordar cada una de las causas y apostar por una prevención real. Como reducir la alta siniestralidad (en Asturias solo se investiga un 9% de los incendios) y hacer que el territorio sea menos inflamable y más resiliente al cambio climático. Eso conlleva, entre otras cosas, «planificar los usos del territorio, intervenir sobre la propiedad abandonada, incentivar los usos compatibles con la conservación de la naturaleza, apostar por la ganadería extensiva y desarrollar políticas de desarrollo rural que fijen la población, creen empleo y, en definitiva, frenen el despoblamiento».

Una tarea de lo más urgente, porque todo indica que estos temibles superincendios que arrasan múltiples lugares del planeta (en California la tasa de incendios de 2018 fue incluso peor que la de 2017, y en el norte y centro de Europa están ya en alerta ante estos nuevos incendios asociados al cambio climático) constituyen una temible tendencia que solo podremos revertir si, unidos, afrontamos la raíz de este enorme problema. El medio ambiente nos lo está pidiendo a gritos. ¿Acaso estamos sordos?