Se queda observándola mientras la camioneta en la que viaja da tumbos sobre los baches de la carretera. El félido aparece degollado, las patas ensangrentadas penden inertes. «Antes de entrar en este trabajo, ni pensaba en los animales», dice.

Hoy Kumire, de 33 años, lo mismo que las demás Akashinga –el equipo de guardabosques netamente femenino al que pertenece–, se cuenta entre las más feroces defensoras de los animales. Las guardas son una de las herramientas de la Fundación Internacional Antifurtivismo, la entidad sin ánimo de lucro que gestiona el Área de Vida Salvaje de Phundundu, una antigua zona de caza deportiva de 300 kilómetros cuadrados situada en el ecosistema del valle del Zambeze, en Zimbabue. La región en la que se enclava ha perdido miles de elefantes en las últimas dos décadas debido a la caza furtiva. Las Akashinga («las valientes» en la lengua shona) patrullan Phundundu, que limita con 29 poblaciones. La proximidad entre humanos y animales conduce a conflictos como el del leopardo de la foto, que Kumire acude a solventar.

Una vez en el lugar de los hechos, Kumire se sumerge con calma y seguridad en una muchedumbre airada. Diez hombres heridos se van acercando a ella. Uno lleva un apósito en la mejilla; otro, un brazo envuelto en algodón manchado de sangre. Ocho más se arremolinan en torno a ella con rasguños y punzadas. Los agentes de conservación ya han recogido los despojos del leopardo y acusan a los hombres heridos de haber cometido una infracción, lo que indigna a la gente. Los heridos aducen que el leopardo atacó, pero, a la vista de la levedad de sus lesiones, las guardas no se creen que sea un caso de legítima defensa sin que mediase provocación. Matar animales salvajes sin autorización es delito. Pero la piel, los dientes, las garras y los huesos del leopardo –muy cotizados en el mercado negro– equivalen al sueldo de un mes en la depauperada economía de Zimbabue.

Convivencia animales y personas

Con los despojos recuperados y las circunstancias que rodean la muerte del leopardo debidamente documentadas, la siguiente labor del equipo es recordar a la comunidad que su misión es ayudar en la convivencia entre animales y personas. Las mujeres cargan a los heridos en la camioneta y los trasladan al dispensario de la zona.

Matar animales salvajes sin autorización es delito. Pero la piel, los dientes, las garras y los huesos del leopardo equivalen al sueldo de un mes en Zimbabue

Escenas como esta son la esencia de la misión de las Akashinga y una realidad que conoce bien su fundador, Damien Mander, un australiano exmilitar de las fuerzas especiales que lleva más de diez años entrenando guardas en Zimbabue. Su experiencia en Iraq y en la primera línea de la guerra contra la caza furtiva en África le han enseñado que el cambio –sea la paz entre personas o la actitud frente a la fauna salvaje– es imposible si la comunidad no se implica con convencimiento.

Con esta filosofía de anteponer los intereses de los lugareños, Mander recurrió a las aldeas que circundan Phundundu –y específicamente a sus mujeres– para nutrir las filas de las Akashinga. Tras varios años entrenando a guardas hombres, llegó a la conclusión de que en algunos aspectos las mujeres eran más adecuadas para el puesto.

Mander llegó a la conclusión de que en algunos aspectos las mujeres eran más adecuadas para el puesto. Eran menos receptivas a los sobornos de los furtivos y más competentes a la hora de reconducir situaciones potencialmente violentas.

Ellas eran menos receptivas a los sobornos de los furtivos y más competentes a la hora de reconducir situaciones potencialmente violentas. También sabía que las mujeres trabajadoras de los países en desarrollo invierten el 90% de sus ingresos en la familia, frente al 35 % que dedican los hombres. En este sentido, las guardas son la demostración de un principio clave del conservacionismo: la fauna tiene más valor para la comunidad si está viva que si muere a manos de los furtivos.

Mander buscó mujeres que hubiesen pasado por un trauma: huérfanas del sida, víctimas de agresiones sexuales o de violencia doméstica. A Kumire la había abandonado su marido con dos hijas a su cargo. ¿Quién mejor para proteger animales explotados, razonaba Mander, que mujeres víctimas de la explotación? Articuló su curso de selección inspirándose en la instrucción de las fuerzas especiales, sometiendo a las mujeres a tres días de ejercicio incesante diseñado para poner a prueba su capacidad de trabajar en equipo aun estando cansadas, hambrientas, heladas y empapadas. De las 37 que empezaron el curso, 16 fueron seleccionadas para el programa de entrenamiento; solo abandonaron tres. Hace años Mander dirigió un curso parecido con 189 hombres. Al término de la primera jornada habían abandonado todos menos tres. «Creímos que íbamos a hacerles pasar [a las mujeres] un infierno –recuerda Mander–. Y resultó que ya lo habían pasado antes».

Mujeres contra el furtivismo

A la mañana siguiente en el campamento de las Akashinga –diez o doce tiendas plantadas en una ladera–, las mujeres desayunan y Mander las pone al tanto de los dos registros que van a realizar esa noche: uno en la casa de un hombre que supuestamente posee un rifle sin licencia con el que caza animales salvajes, y el otro en la vivienda de un sospechoso de caza furtiva que intenta vender una piel de leopardo. Pasan la mañana preparándose, asegurándose de que cada guarda conoce su posición. Luego Mander se pone al volante, cuatro guardas saltan a la trasera junto con un agente de policía local que supervisará el registro, y parten.

Pasa de la medianoche cuando por fin llegan a la casa del sospechoso de tenencia ilícita de armas. Mander entra a toda velocidad en el recinto y se detiene con un frenazo. Las guardas se apean de un brinco y ocupan las posiciones ensayadas. Una de ellas llama vigorosamente a la puerta. Al cabo de un rato el sospechoso les franquea el paso y se encuentran con las pieles secas de varios duikers, una especie de antílope de pequeño tamaño. Esposan al hombre y lo suben a la camioneta.

Las guardas llevan cerca de 24 horas en pie, pero el vendedor de piel de leopardo sigue suelto. «No estamos cansadas –dice Kumire–. No nos cansamos hasta haber cumplido con nuestro trabajo».

Cuando por la mañana regresen a la base, ya habrán detenido al supuesto cazador de leopardos. La noche siguiente capturarán a un presunto cazador furtivo de elefantes. Entre una y otra detención seguirán patrullando y retirando trampas tendidas por los furtivos. Resultados como estos demuestran a Mander que su instinto no se equivocaba. «Con mujeres como estas, todo puede cambiar».