Amanece una límpida mañana de verano sobre los tejados de pizarra de Degioz, un pequeño pueblo del norte de Italia. En una cafetería diminuta, Luigino Jocollè comparte las noticias locales con otros cuatro hombres mientras degustan un capuccino. Pero no hablan de deportes ni de política. «¡Tres nidos! –exclama Jocollè–. ¡Tres nidos en menos de un kilómetro! Lo nunca visto.» Hablan de sus vecinos. Una pareja de quebrantahuesos –una especie que vuelve a criar en estado salvaje un siglo después de que el último ejemplar desapareciese de los Alpes– se ha instalado cerca de dos parejas de águilas reales. El regreso de una especie majestuosa y el avistamiento de dos superdepredadores viviendo tan cerca sería motivo de júbilo en muchos lugares, pero en el Parque Nacional del Gran Paradiso, donde naturaleza y cultura cohabitan en un cuidadoso equilibrio, es un tema cotidiano.

Establecido en 1922, el Gran Paradiso es el parque nacional más antiguo de Italia. Comparado con los parques estadounidenses, es diminuto: poco más de 70.000 hectáreas en los Alpes Grayos, a caballo entre las regiones del Piamonte y el Valle de Aosta, en el montañoso noroeste del país. Sin embargo, esa superficie, sumada a la del contiguo Parque Nacional de la Vanoise, en territorio francés, constituye una de las áreas protegidas más grandes de Europa Occidental.

Si se viaja en coche desde Turín, uno percibe claramente dónde comienza el parque. Después de una hora de viaje, las autopistas se transforman en zigzagueantes carreteras de montaña que se adentran en un paisaje salido de Sonrisas y lágrimas: montes nevados, prados alpinos, valles esculpidos por ríos y glaciares. El sonido del agua es incesante. El aroma a pino, omnipresente. En el corazón de la civilizada Europa, el parque que los italianos llaman paraíso es un edén terrenal.

Pero la mano humana también ha intervenido en el paisaje, dejando huellas antiguas y modernas: petroglifos del neolítico, ruinas romanas, castillos medievales y también paneles solares y presas hidroeléctricas. Desde la Segunda Guerra Mundial gran parte de la población ha abandonado la zona para trabajar en las ciudades. Así y todo, todavía hay unos 8.400 habitantes reparti­dos en los 13 municipios del parque, que convi­ven con más de 50 especies de mamíferos, 100 de aves y casi 1.000 de plantas y flores. Más los 1,8 millones de turistas que lo visitan cada año.

Dominado por el macizo montañoso homónimo, de 4.061 metros de altura, el Gran Paradi­so es hoy un reducto de alta montaña para la conservación natural, la investigación científica y la preservación cultural. Pero su irónica historia comienza en el siglo XIX. Y la protagoniza una cabra salvaje.

«Si no fuese por el íbice, el Gran Paradiso no existiría», dice Pietro Passerin d’Entrèves. Este profesor de zoología de la Universidad de Turín conoce bien la historia de la región, donde reside su familia desde 1270. Desde el siglo XVI hasta el XIX, me cuenta, el íbice de los Alpes se cazó para aprovechar su carne, sus cuernos, su sangre y un hueso que los supersticiosos usaban para hacer amuletos. En 1821 quedaban menos de 50 ejemplares. Por eso en 1856, tras el fracaso de una iniciativa de protección, Víctor Manuel II fundó un coto real en el que se preser­vase la especie… para su propio disfrute. El rey de Saboya era un consumado cazador, y encontraba su presa favorita en el ágil íbice. Se abrieron caminos, se construyeron refugios, se incorporaron aldeas al nuevo territorio. Se contrató a cazadores –legales y furtivos– para crear un cuerpo de guardas. Y se pagó a los vecinos para que organizasen la cacería anual del rey.

En 1900, cuando Víctor Manuel III subió al trono, la población de íbices había ascendido a 2.000 individuos. Pero la guerra se apoderó de Europa, y el nuevo rey estaba demasiado ocupado para cazar. Así, en 1920 transformó el coto de caza en un refugio natural verdadero que donó al Estado. Dos años después la zona fue declarada parque nacional. La creación del parque generó contenciosos entre el Estado y los propietarios de la tierra, pero la caza del íbice dejó de ser un problema: en los últimos diez años solo se ha dado parte de unos pocos casos. Eso se debe a que la economía del lugar se basa en el ecoturismo, y al hecho de que el parque destina 58 guardas a patrullar las 71.043 hectáreas repartidas en cinco valles distintos.

Mientras el sol disipa los últimos jirones de niebla matutina, uno de esos guardas asciende por una antigua vereda de cazadores desde Valsavarenche, un valle tapizado de pinos, hacia el fragoso collado de Nivolet. Giovanni Bracotto se detiene en este paso de montaña para señalar las ruinas de establos que puntean las laderas y pastos a los que se accede tras salvar un pedregal. «Hace cien años aquí teníamos una economía agraria –dice–. La hierba era más nutritiva y la leche, más buena. Muchas cosas han cambiado.»

Entre ellas, la labor de los guardas. Trabajando en solitario de sol a sol –14 horas en verano–, reparan los caminos, ayudan a los senderistas y monitorizan los 59 glaciares (menguantes) del parque. También llevan un registro de la fauna y la flora. Bracotto y su equipo ayudan a los científicos a marcar e inventariar la población de íbices y rebecos norteños, la otra cabra salvaje del parque. El pasado mes de septiembre su inventario de íbices –2.772– confirmó una tendencia vigente desde hace dos decenios: en lo que se refiere al animal emblemático del parque, hay problemas en el Gran Paradiso.

El atardecer cubre los Alpes con su manto de sombras, y Achaz von Hardenberg despega los prismáticos de los ojos. El biólogo del parque, alemán de origen, aguarda al borde del valle de Levionaz, dispuesto a pesar íbices. Durante el día grupos de cuatro y cinco ejemplares recorrían el collado y pacían en lo alto de las laderas del circo glaciar. Pero a estas horas hacen caso omiso del lamedero de sal que él ha colocado junto a la báscula electrónica. «Dónde se habrán metido», murmura.

En 1993 habría sido imposible no verlos: había casi 5.000 en el parque, el máximo histórico. Des­de entonces la cifra no ha dejado de menguar. Nadie sabe por qué, aunque hay diversas teorías. Von Hardenberg tiene dos: una es que ac­tualmente crían las hembras de más edad, cuyas camadas tienen menos posibilidades de salir adelan­te, y la otra se basa en el cambio climático. Antes había hierba abundante a mediados del verano, cuando las hembras paren. Ahora que nie­­va menos, la hierba brota antes y los recién nacidos reciben menos alimento y una leche menos nutritiva, por lo que tienen menos posibilidades de sobrevivir hasta la edad reproductiva.

Von Hardenberg confía en que el análisis de los datos tomados por satélite –donde se aprecia que la vegetación de prado alpino ha cambiado en los últimos tres decenios– ayude a resolver el misterio. Pero el del íbice es un misterio secular, afirma. Hay fósiles que delatan su antigua presencia en la costa de Apulia. También los intestinos de Ötzi, la momia de 5.300 años de antigüedad descubierta en 1991, demuestran que ingirió carne de íbice en su última comida.

«Sin embargo, después de tanto tiempo, aún no están adaptados del todo a vivir aquí arriba –dice Von Hardenberg–. En la prehistoria se cazaban en las tierras bajas, lo que quizá los empujó a cotas elevadas. Con el paso de los milenios se adaptaron al clima riguroso, pero aún no toleran bien las nieves copiosas del invierno.»

El íbice es la razón de ser del Gran Paradiso, pero ni mucho menos es el único residente notable. En los montes gnéisicos situados a mayor altitud que Nivolet, un investigador llamado Luca Corlatti sigue los pasos del rebeco norteño, no tan famoso como el íbice pero más numeroso: unos 8.000 individuos en el último recuento. En las verdes laderas de Orvieille, Caterina Fe­­rrari descifra la personalidad y las estructuras sociales de la marmota. Y a bordo de una balsa en el lago Djouan, Rocco Tiberti ha capturado miles de salvelinos, una especie que no ha dejado de engullir insectos y otros organismos nativos desde que fue importada en la década de 1960.

Y luego está el lobo. En 2007, más de un siglo después de su exterminación, se vio una manada de siete lobos en el valle de Aosta. Ellos fueron señalados como los culpables cuando unos pastores perdieron varias ovejas. En 2011 la manada desapareció –«probablemente fue abatida», dice Von Hardenberg–, pero el año siguiente llegó una nueva pareja, esta vez al fértil valle de Soana. El pasado otoño había al menos cinco. Bruno Bassano, veterinario y director científico del parque, afirma que los lobos son una bendición: mantienen a raya la población de zorros y jabalíes, en beneficio del equilibrio ecológico. Pero los vecinos están divididos. Algunos ven en este carnívoro una amenaza atroz para su ganado. Otros, una fuente de ingresos. En una tienda de Piamprato venden camisetas con simpáticos dibujos de lobos, expuestas al lado del prosciutto.

A Anna Rotella no le preocupa. Una mañana de julio, ella y su compañero, Claudio Duguet, ordeñan decenas de ovejas y cabras blancas en Valsavarenche. «Solo los ignorantes temen al lobo –dice ella–. Los agricultores y ganaderos informados sabemos que no es el demonio. Solo tiene hambre, como todo bicho viviente.» En la cara piamontesa del parque, la familia Longo –Beppe, Lina, su hijo Claudio y la novia de este, Licia– también niega tener problemas con los lobos. Viven en una casa de piedra donde todo se hace como hace cien años. El teléfono móvil es la única concesión a la modernidad. Entre cacareos y cencerreos, Beppe y Claudio retiran seis ruedas de queso de un caldero de hierro donde hierve la leche recién ordeñada, mientras Licia lava la ropa a mano en una tina.

En el valle vive una decena de familias como esta. Es una existencia equilibrada al céntimo: la venta de sus productos lácteos paga el alquiler y poco más. Pero, como dice Lina, es un modo de vida tan impagable como inmemorial.

De regreso en el café de Degioz, Luigino Jocollè afirma que hoy en día no hay suficiente dinero para los parques nacionales, y demasiada burocracia. En un momento en que la legislación medioambiental choca con los códigos de edifi­cación y los intereses empresariales, mantener la mezcla única de cultura y conservación propia del parque puede ser difícil. Lo cual no es nuevo. Jocollè lo resume así: «En el Gran Paradiso siempre tenemos que buscar el equilibrio entre las prioridades sociales y las naturales».