Mi primera lección sobre la física de las dunas tuvo lugar en 1998 durante una expedición al Sahara. A fin de tomar fotos aéreas en esta región inaccesible. Aprendí a manejar un paramotor, una de las aeronaves más ligeras y lentas que existen. No llega a los 45 kilos de peso; en vuelo alcanza una velocidad máxima de unos 50 kilómetros por hora. Y no tiene ruedas.

Atraviesan el Sahara infinitas filas de dunas llamadas barjanes, palabra que en el grupo de lenguas turcas significa "en forma de media luna"

Para pilotar (y aterrizar) este parapente propulsado con un pequeño motor adquirí una serie de conocimientos, pero no caí en que necesitaría otro muy concreto para sobrevivir en el Sahara: saber leer las dunas. Igual que el marinero busca en la superficie del agua el anuncio de una borrasca repentina, yo tuve que aprender a anticiparme a los flujos de aire invisibles que creaban las dunas. Un despiste, y podría verme atrapado en una turbulencia, o en una corriente descendente con consecuencias fatales.

Atraviesan el Sahara infinitas filas de dunas llamadas barjanes, palabra que en el grupo de lenguas turcas significa «en forma de media luna». Aquellas dunas me intrigaron al leer un libro de Ralph Bagnold, un oficial del Ejército Británico que en las décadas de 1920 y 1930 fue el primero en recorrer el desierto Líbico en vehículos motorizados. Bagnold describía los barjanes como si fuesen seres vivos: se mueven, se reproducen, mantienen una estructura y se adaptan al entorno. Se me ocurrió que sería interesante fotografiarlos desde lo alto.

Pero primero tenía que llegar hasta ellos. Viajé a la región con el francés Alain Arnoux, campeón de paramotor. Alcanzar los barjanes nos llevó cuatro días en todoterreno: partimos de N’Djamena, la capital de Chad, y condujimos hacia el norte. Las dunas también habían viajado, en su caso hacia el oeste desde Egipto y Sudán. Nos guiaba un viejo mapa francés que indicaba la presencia de dunas con paréntesis de cierre, todos ellos apuntando en la dirección del viento.

En cuanto me elevé sobre el desierto, caí bajo su hechizo y empezó así lo que se convertiría en un proyecto de 15 años fotografiando los desiertos más extremos del mundo.

Cuando llegamos a la depresión de Mourdi, mi compañero de viaje me dio una mala noticia. A voz en grito para hacerse oír por encima del vendaval, Alain me dijo que era imposible volar en aquellas condiciones. Así que nos dirigimos a un barján de 15 metros, un buen refugio donde hacer noche. Nos despertamos de madrugada. El viento que la víspera azotaba la cresta de la duna apenas era una brisa. Despegué al alba, corriendo cuesta abajo por la ladera de barlovento de la duna. Al elevarme 150 metros, me sentí como un insecto sobrevolando la arena. Los barjanes se extendían hasta el horizonte, entrelazándose, separándose, procreando.

No tardé en ponerme nervioso. El viento, mucho más rápido que yo, me empujaba hacia atrás. Era como intentar nadar río arriba contra una corriente que avanza más rápido de lo que tú puedes nadar. Para un piloto es una experiencia aterradora. No ves lo que hay detrás, y alate­rrizar, tienes 45 kilos de peso a la espalda y un ala colosal sobre la cabeza empeñada en empujarte hacia atrás.

La fricción del terreno frena el viento, así que descendí a menos de 15 metros sobre las crestas dunares para avanzar. Al cabo de una hora incluso allí abajo el viento empezó a arreciar y rachearse. El sol calentaba el suelo, creando burbujas de aire caliente que en su ascenso quebraban el flu­jo regular de aire que barría la superficie. Cuando remonté para localizar nuestro campamento, empecé a volar a favor del viento y de pronto me encontré avanzando a más de 110 kilómetros por hora, una velocidad alarmante. De nuevo encaré el viento y quedé detenido como una cometa a una altura de 60 metros por encima del campamento.

Alain se situó rápidamente por debajo de mí. Leyó la duna como un libro abierto: el viento arreciaba hasta el vértice de la cresta y luego retrocedía. Intentar aterrizar cerca de los coches, aparcados en el arco interior de la duna, sería un suicidio. El paramotor es un ala que se hincha de viento; en medio de las turbulencias podría perder tensión y arrugarse. Era mejor aterrizar en la cara de barlovento de la duna, pero cabía la posibilidad de que una racha nos metiese de nuevo en el remolino de viento. Alain optó por lo más sensato y aterrizó, evitando la turbulencia, en la explanada de tierra contigua a la duna, donde enseguida me reuní con él.

Sigo temiendo las tormentas de arena, que pueden levantarse de improviso, pero he aprendido a aterrizar en medio de ellas

Acababa de darme una clase magistral. Por mi parte, tras 26 expediciones aéreas sobre distintos desiertos, he acumulado mis buenos créditos de posgrado. He descubierto que es más seguro, y no menos hermoso, sobrevolar las dunas en la serenidad de las primeras horas de la mañana. Y he aprendido a tener paciencia y a elegir la estación adecuada. En el Sahara, por ejemplo, otoño es la mejor época porque los vientos son relativamente flojos y la temperatura, fresca. Sigo temiendo las tormentas de arena, que pueden levantarse de improviso, pero he aprendido a aterrizar en medio de ellas: cuanto antes y como el rayo. Montado en un aparato que vuela más deprisa de lo que yo corro, también he aprendido que las dunas son mis amigas. Son blandas y siempre indican una buena zona de aterrizaje. Con ellas no necesitas un hombre del tiempo que te diga de dónde viene el viento.

He creado unas normas sencillas: cuanto más pequeña sea la duna, más efecto tiene el viento sobre ella, de modo que su orientación indica de dónde sopla el viento. Siempre que puedas, aterriza en la cara insolada de la duna de arena; en la umbría suele haber corrientes descendentes que te hacen caer a plomo. Es menos peligroso volar sobre arena blanca que sobre arena oscura; esta última absorbe el calor y luego lo desprende en grandes burbujas de aire caliente.

Y por último, siempre es mejor estar en tierra deseando estar en el aire que estar en el aire deseando estar en tierra.