Mientras aguardamos en el interior hermético de nuestro sumergible, el DeepSee, la tripulación del Argo grita órdenes en la cubierta, como en una película sin sonido. Poco después somos lanzados del bote, a la deriva, un punto minúsculo en la inmensidad del Pacífico. El piloto Avi Klapfer inunda los tanques de lastre y nos hundimos en una vorágine de burbujas. Es como caer en una copa de champán, y nos sentimos algo mareados. Un buzo atraviesa la cortina de burbujas para dar los últimos retoques a la carcasa de la cámara instalada en el exterior del sumergible. Junto a ella están el sistema hidráulico, los propulsores y cientos de piezas esenciales para nuestra seguridad.

Dentro de la esfera de 1,50 metros del DeepSee vamos tres personas: Klapfer, el fotógrafo Brian Skerry y yo, apretujados entre los sistemas de comunicación, válvulas de presión, mandos de pilotaje, tentempiés, cámaras, bolsas especiales para orinar…, todo cuanto necesitamos para alcanzar un monte submarino llamado Las Ge­­melas. Su conjunto de picos, rara vez vistos antes de cerca, se yergue sobre el fondo del Pacífico cerca de la isla de Cocos, 500 kilómetros al su­­doeste del costarricense cabo Blanco. La cumbre más alta del grupo mide unos 2.300 metros.

Los científicos calculan que hay alrededor de 100.000 montañas submarinas de al menos un kilómetro de altura.

Los montes submarinos son montañas, generalmente de origen volcánico, que se elevan del fondo del océano pero no llegan a sobresalir del nivel del mar (en tal caso se convertirían en islas). Los científicos calculan que hay alrededor de 100.000 montañas submarinas de al menos un kilómetro de altura. Pero si se computasen las de menor altura, la cifra podría acercarse al millón.

Sabemos muy poco de estos oasis de vida en las profundidades. De todas las montañas submarinas de la Tierra, los biólogos marinos apenas han estudiado entre 300 y 400. Tal vez existan mapas más detallados de la superficie de Marte que de las zonas más remotas del suelo oceánico.

Los científicos no suelen explorar las laderas de esas cadenas montañosas sumergidas, ni siquiera las cumbres más cercanas a la superficie: laberintos vivos de coral duro, esponjas y abani­cos de mar rodeados de bancos de peces, entre ellos peces reloj centenarios. ¿Podrían existir, en medio de semejante abundancia de vida, especies desconocidas capaces de generar nuevos compuestos químicos que curen enfermedades?

Producida la alteración de estas comunidades marinas, su recuperación puede llevar siglos, e incluso milenios.

En 2011 la presidenta de Costa Rica, Laura Chinchilla, concedió a Las Gemelas el estatus de Área Marina de Manejo de Montes Submarinos. El objetivo era «establecer parámetros claros en defensa del ciclo de vida en una de las zonas de mayor riqueza marina del mundo». Sin embargo, esa riqueza corre peligro en muchos lugares del planeta. Cada vez son más los arrastreros de profundidad que se valen de redes lastradas con cadenas para barrer las montañas submarinas y pescar los cardúmenes que se congregan en torno a ellas, una práctica que destruye corales longevos y de crecimiento lento, esponjas y otros invertebrados. Producida la alteración de estas comunidades marinas, su recuperación puede llevar siglos, e incluso milenios.

Las medusas, transparentes y pulsátiles, se deslizan suavemente en la oscuridad y salen rebotadas en todas direcciones al toparse con el sumergible. Una manta blanquinegra pasa aleteando, curiosa. Todavía estamos en la zona fótica, adonde llega la luz solar y por ende la energía para que innumerables plantas marinas microscópicas realicen la fotosíntesis que crea buena parte del oxígeno de la Tierra. Continuamos el descenso. El océano se torna negro azabache.

A unos 200 metros las cegadoras luces del sumergible revelan el fondo. Klapfer maniobra con destreza, pero la corriente es fuerte y es posible que no podamos quedarnos mucho rato. De pronto, justo donde se acaba la luz, algo se eleva del monótono lecho marino. Bromeamos con la idea de que quizás hayamos descubierto un barco hundido. Pero no, es un vestigio volcánico, tal vez de varios millones de años de antigüedad. A los pocos minutos un ronroneo amortiguado delata que Klapfer ha invertido la propulsión y está maniobrando el sumergible para que quede suspendido a escasos centímetros del fondo, dentro de un antiguo cráter del volcán hoy extinguido que conforma Las Gemelas. Sus paredes se nos antojan la fachada de una catedral abisal.

Es la última de nuestras cinco inmersiones con el DeepSee. Durante la estancia de una semana en Las Gemelas, hemos observado la fauna que habita en la cumbre de esta montaña submarina y los invertebrados pelágicos que ocupan la columna de agua circundante.

Nuestro sumergible emerge al cabo de cinco horas. El tiempo ha pasado volando. Estibamos el equipo a bordo del Argo y emprendemos la larga travesía de regreso a tierra firme, donde analizaremos los datos y añadiremos una pieza más a ese rompecabezas que son los océanos.