De niño veía más anguilas en los cuentos y en los crucigramas que en la naturaleza, cerca de mi casa en Connecticut. Pero cuando salía con mis amigos a pescar y las atrapábamos por error, se nos antojaban extrañas e inclasificables (¿serían serpientes?), y nos daba miedo quitarles el anzuelo de la boca. Un día, un viejo que pescaba a nuestro lado nos dijo que eran peces. Yo pensé que si eso era verdad, entonces eran unos peces muy raros.



A lo largo de mi vida había tenido pocas ocasiones de prestar atención a las anguilas, pero un frío día de noviembre de hace seis años, en los montes Catskills del estado de Nueva York, decidí seguir una señal que decía «Delicias de Dela­ware, ahumadero». Siguiendo un sinuoso camino de tierra que atravesaba un umbrío bosque de tsugas, llegué a una pequeña construcción cu­­bierta de tela asfáltica y con una chimenea plateada, situada en lo alto de un promontorio que dominaba la rama oriental del río Delaware. Un hombre con coleta y barba blanca apareció, como un duende del bosque, de detrás de la puerta del ahumadero. Se llamaba Ray Turner.

Todos los veranos, cuando el río lleva poca agua, Turner (escurridizo, recio y también un poco misterioso) repara y refuerza los muros en forma de V de una presa que canaliza el agua a través de una rejilla de madera diseñada para atrapar peces. Tarda por lo menos cuatro meses en acabar su trabajo, antes de que comience la migración de bajada de las anguilas, un acontecimiento que se produce sólo durante dos noches de septiembre, alrededor del momento de máxima oscuridad de la luna nueva, cuando las anguilas adultas nadan río abajo rumbo al océano. La migración suele coincidir con crecidas ocasionadas por las tormentas durante la temporada de los huracanes, cuando el cielo está más negro que nunca y el río alcanza su máximo caudal. Como dijo la escritora Rachel Carson, las anguilas son «amantes de la oscuridad».

Desde la casa de Turner, remamos en canoa corriente arriba hacia la presa. «Ahí está Baldy», dijo, señalando un pigargo cabeciblanco que volaba en círculos a escasa altura sin perder de vista la rejilla, para atrapar algún pez antes de que lo hiciera Turner. En el ancho valle, que trae a la memoria los paisajes de la escuela pictórica del río Hudson, la presa era una impresionante obra de arte en medio de la naturaleza. Turner la describió en términos metafóricos: «Éste es el vientre –dijo, mientras nos encaramábamos a la rejilla de madera–, y ésas son las piernas». Con un gesto, señaló los diques de piedra extendidos diagonalmente a ambos lados del río. «¿Lo ve? Es una mujer. Toda la vida del río pasa por aquí.»

Cuando la bajada de septiembre es buena, Turner captura hasta 2.500 anguilas. «Todos los años devuelvo la más grande al río», me dijo. (Suponiendo que sea una hembra y que llegue al mar para desovar, pondrá hasta 30 millones de huevos.) Turner las ahúma en caliente y las vende a los turistas, y también a restaurantes y minoristas, con lo que gana hasta 20.000 dólares (16.000 euros) al año. «En mi opinión, las anguilas son la proteína de mejor calidad de todo lo que vendo; tienen un sabor muy especial a pescado y humo de madera de manzano, y un regusto efímero a miel oscura de otoño.»

De vuelta en el ahumadero me enseñó dos hor­nos hechos con bloques de hormigón donde las anguilas, marinadas en salmuera, azúcar negro y miel de la zona, cuelgan de unas varillas. Detrás de cada horno hay una caldera de 200 litros. Cuando el fuego está encendido en la caldera, Turner dirige el calor y el humo hacia el horno, y las anguilas se cuecen a una temperatura de entre 70 y 80 grados durante al menos cuatro horas.

Me hizo pasar por la puerta trasera, junto a unas pilas de leña de manzano, hasta un tanque de madera parecido a un gigantesco tonel de vino cortado por la mitad, cubierto de musgo, que rezumaba agua entre las duelas hinchadas. Me asomé a la boca del tanque y vi que estaba lleno de agua limpia. Turner la removió con una red, y unas 500 anguilas plateadas, la mayoría con un cuerpo de unos cuatro centímetros de diámetro y hasta un metro de largo, se agitaron. Eran gráciles y sensuales; sencillamente, mágicas.

Las anguilas de río, del género Anguilla, son peces muy antiguos. Empezaron a evolucionar hace más de 50 millones de años y se ramificaron en 16 especies y tres subespecies. La mayoría de los peces migratorios, como el salmón y el sábalo, son anádromos, lo que significa que desovan en los ríos y viven como adultos en el mar. La anguila de río es uno de los pocos peces que hace lo contrario: vive la etapa adulta en lagos, ríos y estuarios, y regresa al océano para desovar. Es, por tanto, catádroma. En general, las hembras se encuentran en el curso alto de los ríos, mientras que los machos permanecen en los estuarios. Las anguilas pueden vivir decenas de años en los ríos antes de volver al mar para desovar, después de lo cual, mueren. Nadie ha podido documentar el desove de la anguila de río, por lo que el misterio de su reproducción continúa siendo una especie de Santo Grial para los biólogos.

En clase de biología nos decían que las anguilas que cogíamos en riachuelos y lagunas habían nacido de huevos suspendidos en el océano, concretamente en el mar de los Sargazos, el cuadrante sudoccidental de la gran corriente circular que recorre el Atlántico Norte en sentido horario. Para creerlo, hacía más falta fe que imaginación. Sabemos que las anguilas de río se reproducen en el océano porque se han encontrado sus larvas flotando a la deriva cerca de la superficie a miles de kilómetros de cualquier costa. Las larvas (criaturas diminutas y transparentes con la cabeza fina, el cuerpo en forma de hoja de sauce y dientes protuberantes) se consideraron una especie aparte hasta 1896, cuando dos biólogos italianos observaron, en un tanque, su metamorfosis en anguila.

Las anguilas son implacables en su esfuerzo por regresar al mar que las vio nacer. Lo sé por experiencia propia, porque intenté criarlas en una pecera. A la mañana siguiente de pescarlas, las encontré retorciéndose por el suelo de la co­­cina y el salón. Para que no se salieran del acuario, lo tapé con una malla metálica sujeta con piedras, pero al momento se estaban despellejando vivas contra la malla. Una de ellas murió al intentar escapar por el desagüe del filtro. Cuando puse otra rejilla en el desagüe, empezaron a darse topetazos contra el cristal hasta sufrir convulsiones y morir. Entonces me convencí de que no era posible criarlas en una pecera.

Tienen una habilidad increíble para desplazarse. Aparecen en lagos y lagunas sin conexión aparente con el mar. Se sabe que en las noches húmedas pueden pasar por millares de una laguna a un río a través de un brazo de tierra, usando como puente los cuerpos mojados y resbaladizos de sus congéneres. Y se ha visto ejemplares jóvenes subiendo por paredes verticales cubiertas de musgo. En Nueva Zelanda no es raro que los gatos depositen en el umbral de su casa una anguila atrapada entre la hierba.

«¿Cuántos animales pueden vivir en hábitats tan diferentes? –se preguntaba David Doubilet mientras fotografiaba anguilas en Nueva Zelanda, metido hasta las rodillas en un riachuelo alimentado por un manantial–. Este pez nace en los abismos más profundos y oscuros del océano, y sin embargo, aquí lo tenemos, en el prado de una granja, entre vacas.»

Las anguilas son los únicos peces que salen del agua para recoger los regalos de comida (arenques en lata o pienso para perros) que la gente les deja en la orilla. He visto hacerlo en los lugares sagrados de Nueva Zelanda donde los maoríes les dan de comer. En circunstancias normales, la dieta de una anguila es bastante variada: insectos acuáticos, peces, mejillones y otras anguilas.

Pero no sólo su adaptabilidad es sorprendente. Las migraciones de millones de anguilas adultas desde los ríos hasta el mar figuran sin duda entre los desplazamientos más largos realizados por cualquier animal del planeta, ya que cubren miles de kilómetros. El camino está sembrado de obstáculos y peligros: presas hidroeléctricas, trasvases, contaminación, enfermedades, depredadores y, cada vez más, la pesca. Ahora, con el cambio climático, se suma otro riesgo: las modificaciones de las corrientes marinas, que podrían confundirlas durante las migraciones. Lamentablemente, aunque sublimes para algunos, su imagen no se presta para ser bandera de un movimiento conservacionista.

De Aristóteles a Carlos Linneo, pasando por Plinio el Viejo e Izaak Walton, los naturalistas propusieron diversas teorías sobre el origen de las anguilas. Dijeron, por ejemplo, que nacían del barro, que se reproducían frotándose contra las rocas, que eran el producto de un rocío especial que caía entre mayo y junio, o que eran vivíparas. El problema era que nadie había visto huevos ni esperma de este pez. A finales del siglo XVIII, en Comacchio, un municipio italiano famoso por su producción de anguilas, se capturaron y procesaron más de 152 millones de anguilas adultas migratorias durante un período de 40 años, y ninguna de ellas contenía huevos. Ni siquiera se pudo saber si tenían sexo, porque nadie pudo localizar sus genitales. (Hoy se sabe que los órganos sexuales aumentan de tamaño y se llenan de huevos y esperma sólo cuando los adultos dejan los ríos y se pierden de vista en el océano.)

A finales del siglo XIX, en la ciudad italiana de Trieste, un joven estudiante de medicina llamado Sigmund Freud recibió el encargo de verificar si los testículos de la anguila macho eran, como se suponía, unos bucles de materia blanca que adornaban la cavidad interna del pez. (El estudio de Freud sobre las anguilas fue su primera obra publicada.) La hipótesis quedó confirmada en 1897 con la captura de un macho sexualmente maduro en el estrecho de Messina.

En 1904, Johannes Schmidt, un joven oceanógrafo y biólogo danés, consiguió un trabajo a bordo del buque de investigación Thor para estudiar los hábitos reproductores de varias especies comerciales. Un día apareció una larva de anguila europea (Anguilla anguilla) en una de las redes de arrastre al oeste de las islas Feroe. ¿Sería posible que las anguilas de los ríos de Dinamarca fue­ran a desovar tan lejos, en medio del Atlántico?

Schmidt reunió datos que demostraban que cuanto mayor era la distancia de la costa europea, más pequeñas eran las anguilas, y postuló que debían de nacer en la zona sudoeste del Atlántico Norte, en el mar de los Sargazos. «No se conoce ningún otro ejemplo entre los peces de una especie que necesite un cuarto de la circunferencia del globo para completar su ciclo vital –escribió en 1923–. Unas migraciones larvarias de tal alcance y duración… son realmente únicas en el reino animal.»

Tras la muerte de Schmidt en 1933, algunos científicos pusieron en tela de juicio su hipótesis de los Sargazos. Demostraron que había ocultado algunos datos y se preguntaron cómo había podido afirmar que esa zona del océano era el único criadero de anguilas, si no había presenciado ningún episodio de desove ni había buscado anguilas en ningún otro lugar. Aun así, su historia sobre las anguilas aún parece ser cierta.

En 1991, una expedición dirigida por Katsumi Tsukamoto, del Instituto de Investigación Atmosférica y Oceánica de la Universidad de Tokyo, en la que también participó Michael Miller, en­­tonces estudiante de posgrado de la Universidad de Maine, hizo otro importante descubrimiento. Una oscura noche en el océano Pacífico, al oeste de Guam, el equipo encontró cientos de larvas de anguila japonesa (Anguilla japonica) de unos pocos días de vida, lo que permitió localizar por primera vez el área de desove de la especie. Diecinueve años después, Tsukamoto y Miller siguen explorando el océano en busca de anguilas que estén desovando.

Cuando entrevisté a Miller en su oficina de Tokyo, reconoció con pesar que Tsukamoto y él han estado muy cerca de localizar a las progenitoras de las larvas de anguila japonesa. Sin embargo, dijo, «puedes estar a 50 metros y no verlas. Es un problema de escala: el océano es inmenso. Estadísticamente, la probabilidad de encontrar anguilas desovando es mínima, casi nula. Habría que tener mucha suerte». Para complicar las cosas, añadió, cada año que Tsukamoto y él salen a investigar, los elementos parecen ponerse en su contra. «No recuerdo una sola cam­paña en busca de anguilas sin que un tifón nos haya obligado a modificar el rumbo. Se diría que Poseidón quiere proteger su secreto.»

Ésa es para mí la mayor belleza de la anguila: la idea de que se trata de una criatura cuyos orígenes pueden permanecer ocultos a los ojos hu­­manos. Y por eso me resulta todavía más duro aceptar que podemos perderla antes de llegar a comprender su ciclo vital. Las poblaciones de anguila americana, europea y japonesa están en retroceso, algunas con enorme rapidez. «Es una auténtica crisis, un motivo de preocupación», me dijo John Casselman, biólogo de la Universidad Queen’s en Kingston, Ontario.

En noviembre de 2004, Doug Watts, periodista independiente residente en Augusta, Maine, y su hermano Tim, conserje de un colegio universitario de Easton, Massachusetts, presentaron una solicitud para que el Servicio de Pesca y Vida Salvaje de Estados Unidos (FWS) incluyera a la anguila americana (Anguilla rostrata) en la lista de especies amenazadas o incluso en peligro de extinción. Los impulsó a hacerlo la documentación reunida por Casselman acerca del colapso de las poblaciones de anguilas en el curso alto del río San Lorenzo. Desde mediados de los años ochenta hasta la mitad de la pasada década, el número de juveniles descendió casi un 100 %. La zona que abarca el sistema del alto San Lorenzo, el lago Ontario y sus afluentes es el mayor vivero de anguilas de América del Norte, un lugar donde se cree que las anguilas hembras llegaron a constituir hasta la mitad de la biomasa de peces del sistema fluvial.

Un problema para las anguilas fue la construcción hace años de las presas hidroeléctricas de Beauharnois y Moses-Saunders, que han bloqueado las migraciones hacia o desde el sistema del alto San Lorenzo y el lago Ontario. Incluso si una anguila joven consigue remontar el río, con ayuda de escalas salmoneras, cuando baje el curso fluvial, ya convertida en adulta, se arriesga a acabar succionada por una turbina generadora de electricidad. «Algunas salen con la piel arrancada, como cuando te quitas un calcetín», me dijo Doug Watts. Cuanto más grande es la anguila, mayor es el peligro. En Nueva Zelanda, donde la anguila neozelandesa (Anguilla dieffenbachii) puede alcanzar más de dos metros, las turbinas son sinónimo de muerte segura.

En febrero de 2007, el FWS anunció en un informe de 30 páginas que la inclusión de la anguila americana en la Ley de Especies Amenazadas «no estaba justificada», en parte porque se había observado que algunas anguilas pasan toda su vida en estuarios de agua salada. «Básicamente, la investigación decía que las anguilas no necesitaban un hábitat de agua dulce para sobrevivir –me comentó Watts, levantando las manos en señal de exasperación–. Es como decir que el pigargo cabeciblanco no necesita árboles para anidar, ya que puede usar los postes del teléfono.» Según el periodista, como las anguilas siempre han sido ubicuas y abundantes, nadie piensa que puedan extinguirse. «Eso mismo de­­cían del bacalao en los años noventa, cuando los stocks estaban cayendo en picado. “¡Es imposible que el bacalao se extinga por exceso de pesca! ¡Es una locura!”, decían.» Hizo una pausa, y añadió: «No puedes castigar a una especie más allá de cierto punto, porque al final no lo resiste».

Las anguilas que sobreviven a las presas quizá no resistan el acoso del mayor depredador del planeta. El comercio internacional, impulsado básicamente por la fuerte demanda japonesa de kabayaki, anguila a la parrilla, es un negocio multimillonario. En Japón existe la creencia de que la carne de anguila aumenta las energías en época de calor, y el Doyo Ushi No Hi, o «fiesta de la anguila», suele caer a finales de julio. Durante ese mes de 2009, el famoso mercado Tsukiji de Tokyo, especializado en pescado y marisco, vendió más de 50.000 kilos de anguila fresca. Normalmente, la anguila se consume sólo en restaurantes especializados, por la gran dificultad de limpiarla y cocinarla. Nunca se sirve cruda, porque su sangre contiene una neurotoxina que se neutraliza con la cocción o el ahumado en caliente. (La inyección de una pequeña dosis de suero de anguila en un conejo provoca al instante convulsiones y muerte.)

Las anguilas se asan ensartadas en espetones de bambú, sobre fuego de leña. Durante la cocción, se sumergen repetidamente en agua y se devuelven al fuego para que la carne se cueza al vapor. Luego se glasean con salsa de soja, mirin (vino dulce de arroz) y azúcar, y se espolvorean con sansho, o «pimienta de montaña». El plato, que por lo general consiste en una sola anguila cortada y abierta sobre un lecho de arroz, recibe el nombre de unaju. No se desperdicia nada. El hígado se sirve en sopa, y las espinas se fríen y se comen como aperitivo. Se dice que en Tokyo la anguila se abre por el dorso y no por el vientre para no evocar la imagen del suicidio ritual del guerrero samurái. En Kyoto, donde había menos samuráis, se abre por el vientre. Dicen que las mujeres de Kyoto tienen la piel tersa porque comen mucha anguila; de hecho, la carne de este pez es rica en vitaminas A y E. Además, por su elevado contenido en ácidos grasos omega-3, contribuye a prevenir la diabetes de tipo 2.

Es posible que una anguila servida en un restaurante de Manhattan haya nacido en el Atlántico, haya sido capturada en la desembocadura de un río del País Vasco francés y enviada en avión a Hong Kong, engordada en una piscifactoría de las cercanas provincias de Fujian o Guangdong, donde la habrán limpiado, asado y envasado, antes de enviarla, también por avión, a Nueva York. El proceso comercial de la anguila consiste normalmente en la captura de alevines (llamados angulas) en el momento en que llegan al río procedentes del mar y su envío a piscifactorías industriales de China para que los engorden. El sector depende de la pesca de ejemplares salvajes porque nadie ha conseguido reproducir anguilas en cautividad de forma rentable.

En Estados Unidos, durante la década de 1970, cuando en China surgían piscifactorías como setas, la pesca de angulas destinada a abastecer el mercado asiático alcanzó su nivel máximo de actividad desde enero hasta junio en todos los estados de la Costa Este. Pat Bryant, de Nobleboro, Maine, fue una de las primeras del estado en capturar angulas para exportarlas a China. De día dirigía una peluquería en la localidad costera de Damariscotta, y por la noche, para ganarse un dinero extra, iba a la desembocadura del Pemaquid a ver si había caído algo en sus redes.

La pesca comercial en Maine aumentó exponencialmente desde mediados de los años ochenta hasta mediados de los noventa, cuando había más de 1.500 pescadores con licencia y cada uno podía ganar miles de dólares en la lonja por la captura de una sola noche. La gente empezó a robar y a destruir redes, y a sacar la Magnum 357 para delimitar o defender los cotos de pesca. Actualmente, la captura de anguilas en Maine (el estado donde la pesca es más activa) está restringida a ciertas localidades y durante una breve temporada, del 22 de marzo al 31 de mayo.

En 1997 las capturas inusualmente bajas de la preciada angula japonesa pusieron el precio por las nubes: un kilo (unas 5.000 angulas) se llegaba a vender por 13.000 euros, lo que significaba que en ese momento valían más que el oro. Cuando el suministro de angula japonesa se des­plomó, el precio de la angula americana se multiplicó por diez durante una breve temporada. Los gourmets japoneses no estaban contentos. «Las anguilas americanas no son igual de sabrosas», me dijo Shoichiro Kubota, director de un restaurante de anguilas fundado hace 120 años en el distrito de Akihabara de Tokyo. (Su padre fue proveedor de anguilas del emperador Hirohito.) «Ni siquiera las anguilas francesas son tan buenas. Pasa como con las cerezas americanas; no son igual de sabrosas. A los japoneses nos gustan las cosas de aquí.»

Bryant compra angulas a los pescadores de la costa de Maine y las cría en tanques cerca de su casa hasta que están listas para enviarlas de Boston a Hong Kong, vivas, en bolsas de plástico llenas de agua con oxígeno añadido, dentro de unas cajas de espuma de poliestireno. Hasta hace poco, Jonathan Yang, un comerciante taiwanés, era el intermediario entre Bryant y los criaderos de anguilas de China y Taiwan. Le compraba a Bryant las anguilas a peso y las vendía por pieza. Le pagaba en efectivo; por lo general le giraba un millón de dólares a un banco de Maine al final de la temporada.

Cuando las ventas eran buenas, Yang duplicaba su inversión, pero generalmente tenía que conformarse con unos beneficios más bien mo­­destos. «Es un negocio muy grande y muy arriesgado», me dijo. Si el precio de la anguila adulta caía durante los meses que se tarda en engordar las angulas, de 14 a 18, su comprador chino podía ir a la quiebra. «Un año las ventas son buenas y ves a todo el mundo conduciendo Mercedes. Al año siguiente caen los precios y todos van en bicicleta», me confesó Yang.

Antes de dedicarse a las anguilas, Yang estaba en el lucrativo negocio de la venta de aletas de tiburón a China. Dice que lo dejó cuando vio que los pescadores izaban a bordo delfines atrapados accidentalmente en los anzuelos de los palangres, los mataban a golpes y los devolvían al mar. «Cuando suben los delfines al barco, notas que están llorando; puedes ver sus lágrimas –recordó, llevándose la mano al corazón–. Cuando veo anguilas me siento bien. Son muy bonitas cuando se mueven.»

Como a Jonathan Yang, a mí también me hacen sentir bien las anguilas. Las temporadas que he pasado con ellas, especialmente durante la mi­­gración otoñal, han sido épocas rebosantes de energía. Una fresca noche de septiembre, en vís­peras de la luna nueva, observando en la presa de Ray Turner unas anguilas que se me antojaron venas que llenaban ese vientre de madera y piedra, casi pude dar crédito a las narraciones de los maoríes sobre sus encuentros con el taniwha, el guardián o monstruo del agua. Para muchos pueblos indígenas de la Polinesia, la anguila es un dios que sustituye al arquetipo de la serpiente en los mitos de la creación, además de ser una importante fuente de alimento y un símbolo erótico; de hecho, muchos polinesios utilizan la misma palabra, tuna, para designar la anguila y el pene. Según un mito maorí, las anguilas proceden del cielo, del que descendieron al tornarse demasiado caluroso e inhóspito para ellas. En la tierra, dicen algunos, su movimiento hace que fluyan los ríos. La anguila es esencial para todo.

Nos permitimos creer que somos capaces de entender la naturaleza, de organizarla y explicarla mediante sistemas de taxonomía y estudios informatizados de los genes y el ADN, y de colocarlo todo en pulcras categorías. Cada año que pasa, los investigadores conocen un poco mejor los secretos de la vida de las anguilas. En 2006, y de nuevo en 2008, los científicos soltaron desde las costas occidentales de Irlanda y Francia anguilas adultas provistas de marcadores que al cabo de un tiempo se desprendían solos y subían a la superficie, con la esperanza de seguir el rastro de los peces hasta el mar de los Sargazos. Pero todo ese «conocimiento» puede ser un obstáculo para la imaginación y el asombro que puede ofrecernos nuestra propia observación. Las anguilas, con su sencillez de líneas, su preferencia por la oscuridad y su elegancia, me han ayudado a llegar a la esencia de la experiencia, a aquello que no se puede catalogar ni cuantificar. Han sido mi faro. Las presiones que hoy pesan sobre ellas pondrán a prueba su capacidad para adaptarse y sobrevivir. Un guía maorí llamado Daniel Joe me habló una vez de la resistencia de las anguilas mientras charlábamos junto al fuego, acampados a orillas del río Waipunga. «Es un pez viejo e increíblemente tenaz –me dijo–. La anguila es morehu –una superviviente–. Durará hasta el fin del mundo

Ojalá sea cierto.