El lagarto se movía a sacudidas sobre la piedra abrasada por el sol. Unos pasos, un giro de la cabeza, y la inmovilidad absoluta de una criatura que se siente perseguida. Afiladas torres y columnas acanaladas se erguían a su alrededor como los pilares de una catedral gótica, silenciosa y vacía. Desde el fondo de las gargantas, el chillido de un loro interrumpió el trance. El lagarto salió lanzado, y el brazo de Hery Rakotondravony se disparó. Al poco, el herpetólogo abría la mano.

«Creo que es una nueva especie».

En los pocos días que pasamos en el parque nacional y la reserva del Tsingy de Bemaraha, en Madagascar, era la segunda o tercera vez que lo decía. En una isla famosa por su biodiversidad (el 90 % de sus especies son endémicas, es decir, que no se encuentran en ningún otro lugar de la Tierra), los 1.550 kilómetros cuadrados de superficie protegida son una isla en sí mismos, una especie de escarpada biofortaleza, en gran parte inexplorada y casi impenetrable a causa de la co­­losal formación caliza (el tsingy) que la atraviesa.

El gran bloque de piedra jurásica se ha disuelto en un laberinto de torres afiladas como navajas, angostas gargantas y cuevas húmedas que ahuyentan al ser humano y dan refugio a otros animales y plantas. A menudo se encuentran y describen especies nuevas en los aislados hábitats del interior de este bosque de piedra: en 1996, una planta de café desconocida; en 2000, un lémur minúsculo; en 2005, un murciélago, y dos años más tarde, una rana. Incluso se han hallado animales grandes en fechas relativamente recientes, entre ellos el lémur lanudo de Bemaraha, descubierto en 1990 y bautizado en 2005 como Avahi cleesei en homenaje al cómico británico John Cleese, gran defensor de la naturaleza.

Steven Goodman, biólogo del Museo Field de Chicago que vive y trabaja en Madagascar desde hace 20 años, describe la región como «un refugio dentro del paraíso», un lugar donde aún es posible practicar un tipo de biología que hace un siglo era más corriente y donde el simple hecho de dar un paseo puede propiciar un encuentro cara a cara con un animal desconocido.

«Con sólo ir de un valle a otro, ya se ven cosas diferentes –dice Goodman–. Las formaciones de tsingy de Madagascar son uno de los lugares de la Tierra que guardan extraordinarios tesoros biológicos. Sólo hay que internarse en él y mirar alrededor.»

Entrar es lo más difícil. En marzo, al final de la estación lluviosa, justo antes de que las hojas amarillearan y cayeran y el invierno secara las pequeñas corrientes de agua del bosque, el fotógrafo Stephen Alvarez y yo visitamos el parque. Rakotondravony aceptó guiarnos. Era su cuarto viaje al Tsingy de Bemaraha, y él es uno de los pocos científicos que lo ha visitado más de una vez.

Llegamos a la capital, Antananarivo, poco después de un golpe de Estado que había derrocado al presidente. Cada pocos días estallaban violentas protestas. El turismo, uno de los pilares de la economía, estaba al borde del colapso. Salimos de la ciudad sin saber si nos pararían. Pero muy pronto, en el campo, los signos del golpe de Estado empezaron a desvanecerse.

Tardamos casi cinco días en llegar al tsingy. A los tres días de viaje, la carretera se convertía en un camino de tierra con profundas roderas que discurría entre hoyos de barro oscuro. Cruzamos en transbordador varios ríos teñidos de rojo por la tierra arrastrada, a causa de la deforestación, desde el curso superior de las corrientes. Los pueblos se fueron haciendo cada vez más pequeños, los coches desaparecieron y, gradualmente, el bosque se tornó más denso. Cada pocos kilómetros, Rakotondravony saltaba del camión y se adentraba en la espesura para volver con una serpiente o un infeliz lagarto en la mano.

Por un camino que partía de una aldea, nos internamos en el bosque. Después de varios meses de lluvia, estaba empezando la larga estación seca, cuando muchos animales entran en el letargo estival a la espera de que vuelva la humedad. Plantamos las tiendas cerca de una corriente cristalina. Instalamos nuestra cocina bajo el saliente de un risco que se erguía por encima del dosel del bosque y, mucho más arriba, se bifurcaba y quebraba en la infinidad de agujas y torres que dan su nombre al lugar.

En malgache, tsingy significa «donde no se puede caminar descalzo», pero comprobamos que el terreno exigía mucho más que un buen calzado. En varios puntos intentamos explorar con material de escalada, pero el tsingy se comía los equipos con la misma facilidad que lastimaba la carne humana. En otros lugares inspeccionamos el laberinto a pie, siguiendo sendas casi invisibles usadas por los lugareños para cazar lémures o encontrar miel.

Al deslizarnos por estrechos pasadizos, las correas de las mochilas se nos enredaban en los «dedos» de piedra. Encontrar asideros y apoyos para los pies requería concentración y pruebas constantes, para ver si la roca era demasiado afilada o soportaría nuestro peso. La roca nos horadaba las botas, abriendo agujeros en la goma de las suelas. Cada vez que dejábamos atrás picos afilados como agujas, nos encontrábamos sobre una fina capa de suelo que debajo escondía incluso más roca aserrada. Nos concentrábamos sobre todo en no perder el equilibrio, y sólo entonces decidíamos qué hacer a continuación.

Teníamos suerte si avanzábamos un kilómetro al día. Era como recorrer una ciudad trepando cada rascacielos y bajando por el lado opuesto. Nuestra lentitud nos hacía blanco fácil de avispas y mosquitos, lo que ponía aún más de manifiesto lo difícil que debe de ser allí la investigación biológica. Pero aunque cubrimos una distancia mucho menor de la esperada, vimos cientos de animales y plantas, más de los que pudimos reconocer. En los momentos más tranquilos era posible imaginar miles de sitios donde nadie había estado, ni quizás estaría nunca.

Una tarde, de regreso de un duro paseo, tropecé con las enredaderas que atravesaban la senda y me golpeé la rodilla con una piedra. Si eso me hubiera pasado en mi casa de Nueva Inglaterra, todo habría quedado en un cardenal. Pero aquella piedra era el tsingy en miniatura, y una de sus puntas se me clavó casi hasta el hueso. Tardamos dos días en llegar a un hospital. «¿Por qué estaban haciendo eso? –me preguntó una enfermera mientras me limpiaba el agujero–. Me parece que son ustedes un poco tontos.» El tsingy es la barrera perfecta a la ambición humana.

Las inusuales formaciones de la región son un tipo de sistema kárstico, un paisaje formado sobre calizas porosas que han sido disueltas, horadadas y modeladas por la acción del agua. Los procesos exactos que tallaron ese extraño paisaje de piedra son complejos y poco frecuentes. Hay muy pocas formaciones kársticas similares fuera de Madagascar. Los investigadores creen que el agua subterránea se infiltró en las grandes secuencias de caliza y empezó a disolverlas por las fisuras y las fallas, creando cuevas y galerías. Las cavidades siguieron creciendo hasta que los techos se desplomaron a lo largo de esas mismas fisuras y fallas, con lo que se formaron unas gargantas absolutamente rectas llamadas corredores kársticos (grikes en inglés), de hasta 120 metros de profundidad y bordeadas por altas agujas rocosas. Algunos corredores kársticos son tan estrechos que un hombre tiene dificultades en pasar a través de ellos, mientras que otros son anchos como una avenida.

Visto desde el aire, los pilotos dicen que el tsingy recuerda los profundos «cañones» urbanos de Manhattan, donde una masa angular y caótica de rascacielos cae a pico sobre una cuadrícula de calles y callejones, parques y edificios, todo ello construido sobre un sistema subterráneo de tuberías, alcantarillas y túneles del metro. La metáfora también se aplica a los habitantes del tsingy, porque las formaciones son como hileras de torres de pisos en las que cada nivel ofrece refugio a un conjunto diferente de especies.

En los niveles más altos hay poca tierra y ninguna protección contra el sol. Allí las temperaturas superan con frecuencia los 32 °C, y la vida vegetal y animal se reduce a las especies capaces de resistir la sequedad o de desplazarse entre los pináculos y los corredores kársticos. El sifaka de Decken y el lémur pardo utilizan el tsingy como una especie de autopista, saltando de aguja en aguja mientras viajan de un árbol frutal a otro. En las grietas y fisuras los lagartos cazan insectos entre jardines de plantas xerófilas, que pueden sobrevivir a la sequía, como euforbias, áloes, Pachypodium cubiertos de espinas y otras especies que dejan caer largas raíces semejantes a cables para buscar agua entre las rocas.

En los niveles medios aparecen más nichos en las paredes de las gargantas. Grandes murciélagos frugívoros y oscuros loros vasa encuentran allí su lugar. En los lugares más sombríos, las abejas fijan sus nidos en oquedades de la roca.

Pero es en el suelo húmedo de los corredores kársticos, en el que se acumula el agua y la tierra, donde hay más riqueza. Allí, entre grupos de orquídeas y enormes árboles tropicales, habita un auténtico bestiario: babosas gigantes e insectos que parecen grillos del tamaño de un puño, camaleones enormes, boas verde esmeralda y ratas rojas de bosque. También patrulla el tsingy el fosa, un mamífero que recuerda a un gato grande y que se alimenta de lémures. Por último, bajo la tierra y el fango hay cuevas y galerías, todo un sistema de pasadizos subterráneos donde viven peces, cangrejos, insectos y otras criaturas, algunas sin salir nunca a la superficie.

Esa ciudad amurallada ha seguido protegiendo a sus habitantes incluso cuando los otros ecosistemas de Madagascar se desintegraban. Los científicos la consideran el refugio perfecto.

El concepto de «refugio», en biología, se refiere a una zona segura, como un campo de refugiados en el que los seres vivos se repliegan cuando su hábitat se reduce. Una vez se han en­­cerrado en un refugio, animales y plantas suelen diferenciarse cada vez más de sus parientes. Paradigma de ese proceso es la propia Mada­gascar, que ha dado como resultado numerosas especies inusuales y muy diferentes de sus parientes del continente africano. Los lémures son las criaturas más conocidas de la isla. Sus antepasados vivieron en África pero se extinguieron, cediendo su lugar a otros primates, y actualmente sólo se encuentran en Madagascar. Libres de la competencia que presumiblemente los condujo a la extinción en otros lugares, evolucionaron y se diversificaron en un amplio aba­nico de especies, entre ellas algunas grandes como gorilas, hoy desaparecidas, y el lémur ra­­tón, que cabe en la palma de la mano y es el más pequeño de los primates vivos.

El tsingy también proporciona otro tipo de refugio. El bosque interior, protegido por muros de piedra y húmedo por las lluvias estacionales, es muy diferente de la sabana de palmeras que lo rodea por el este y de las áreas costeras que lo flanquean por el oeste. Es una reliquia de otra época, cuando tal vez había corredores de bosque que unían un lado de la isla con el otro.

En los últimos milenios, la tendencia natural a una mayor sequedad fragmentó esos corredores, y después llegó el hombre. Desde la llegada de los primeros humanos a Madagascar, hace 2.300 años, casi el 90? % del hábitat original de la isla ha sido destruido, en su mayor parte para aprovechar la madera, pero también para dejar espacio a los cultivos y, más recientemente, al ganado. Se cree que el resultado fue la extinción de muchas de las especies que vivían en la isla.

En el oeste, el tsingy encierra una gran porción de bosque. La muralla de roca constituye una barrera para el asentamiento humano y el ganado, que amenaza el hábitat de la vida salvaje en todo el continente africano. El tsingy también actúa como un cortafuegos y protege el bosque de los incendios, tanto de los naturales como de los provocados.

Una sofocante mañana, Rakotondravony y yo nos internamos en el enmarañado bosque que tapizaba el suelo de un corredor kárstico. El aire era bochornoso y olía a sótano húmedo, y en el interior del corredor y en el bosque flotaba el zumbido incesante de millones de alas de insecto, un ritmo que se podía oír, y sentir.

Rakotondravony me señaló varias plantas, entre ellas unas palmeras de hojas finas. Era otra de esas especies que había encontrado su hogar en los estrechos pasadizos del tsingy. Me explicó que se trataba de una variedad común en los bosques húmedos del este de Madagascar, pero ausente en gran parte del oeste más árido. Sólo allí, en los corredores kársticos, podía refugiarse del sol abrasador y librarse de los incendios. La palmera era sólo un ejemplo. También había ranas cuyos parientes conocidos más cercanos vivían a cientos de kilómetros de distancia, en los bosques del este.

Los accidentes del terreno crean refugios aún más pequeños, donde algunos animales parecen haber evolucionado en un mayor aislamiento, circunscritos a unas pocas gargantas dentro del tsingy. El lémur lanudo de Bemaraha, un lémur ratón y al menos dos camaleones enanos de Madagascar ilustran ese tipo de microendemismo, en el que la evolución ha creado animales a medida para nichos muy estrechos.

Brian Fisher ha viajado tres veces a la zona para estudiar cómo se formaron esos refugios y cómo han modelado la vida que encierran. Me­­diante análisis del ADN, compara las hormigas de la región del tsingy con las del este de Madagascar, con la esperanza de determinar el mo­­mento exacto en que las hormigas, y los bosques, quedaron aisladas. Los resultados ofrecerán pistas sobre cómo evolucionan los animales cuando pierden el contacto con otras poblaciones,

y permitirán averiguar si su reacción al cambio climático consiste sólo en retirarse a los refugios, o si además desarrollan nuevos rasgos. Según Fisher, las respuestas podrían ser importantes para el futuro, en un momento en que la actividad humana destruye hábitats y el clima del planeta está cambiando.

Por tratarse de un lugar remoto e impenetrable, no es probable que los asentamientos humanos puedan ser una amenaza para el ecosistema del tsingy, como lo sería un cambio del clima regional. El clima más seco, la disminución de las precipitaciones y la mayor acidez de las lluvias podrían dañar los bosques e incluso la roca.

«Me pregunto cuánto tiempo podrán sobrevivir esos bosques vestigiales –reflexiona Fisher–. El tsingy es una fortaleza, pero vulnerable.»

Uno de mis últimos días en el tsingy subí a un mirador para contemplar la extensión de agujas y pináculos, cuya piedra gris se volvía violácea a la luz del crepúsculo. La plataforma había sido construida unos años antes para los turistas, pero éstos ya no venían. El golpe de Estado los había atemorizado. Era un dato malo para el parque, ya que el 50 % de su presupuesto procede de ingresos relacionados con el turismo. En abril de 2008 habían visitado el Tsingy de Bemaraha 147 turistas; durante el mismo mes de 2009, después del golpe, sólo lo habían hecho 12.

No muy lejos de allí, una tropa de sifakas saltaba entre los pináculos y salvaba las profundas gargantas para aterrizar sobre navajas de roca. Con su reluciente pelaje blanco, estos lémures parecen criaturas polares atrapadas en el trópico. Se mueven por uno de los paisajes más formidables del mundo como si las leyes físicas no significaran nada, o fueran excusas inventadas por seres menos ágiles para justificar su torpeza.

Los sifakas desaparecieron con las últimas luces. Los loros surcaban el cielo y adelantaban en vuelo a grandes murciélagos silenciosos. En el fondo de los cañones, la imagen del bosque se disolvió en una mancha grisácea. Descendimos y regresamos al campamento. Miles de ojos brillaban en la oscuridad como gemas verdes y anaranjadas, ojos de lémures nocturnos que sólo se conocen en la región, de geckos de piel lisa e iridiscente como las truchas, de grandes arañas y de delicadas polillas. La noche misma se estaba convirtiendo en refugio, en una especie de continente temporal que aislaba a la ciudad de piedra y a sus habitantes, tanto a los conocidos como a los que aún no tienen nombre.