En la oscura dramaturgia de un jardín de noche, los actores y actrices son las flores de fragancia embriagadora, como jazmines, nardos y gardenias, que abren sus pétalos a la oscuridad; mariposas nocturnas con alas verde celadón, y escarabajos iridiscentes como ópalos. La luna ilumina la escena tomando prestado el fulgor del sol. Su luz cenicienta, ya lo sabían los filósofos griegos, no es sino un reflejo. Un jardín nocturno invita a la reflexión. A diferencia del sol, la luna se deja contemplar. Podemos componerle líricas alabanzas, elevarle lamentos melancólicos, aullar incluso, y admirar la maravilla de un mundo del revés en el que las plantas no crecen hacia la luz del sol sino que buscan el tenue resplandor que vierte sobre la Tierra una diadema de estrellas.
El color pierde toda su importancia en un jardín nocturno. Bajo la luz de una luna menguante, nuestra fisiología ocular transforma hasta los rojos y naranjas más encendidos en una monocromía de platas y grises. La retina, la membrana sensible a la luz situada en el interior del ojo, está constituida por capas de células fotorreceptoras llamadas conos y bastones. Los bastones, que detectan la intensidad de la luz, perciben niveles bajos de luminosidad, pero los conos, cuya misión es distinguir el color, necesitan un mínimo lumínico superior al que ofrece la luna en fase decreciente. Si no se alcanza ese mínimo, el color se esfuma. (La larga exposición y la sensibilidad de la fotografía digital superan a la retina, lo que explica que en estas imágenes sí veamos colores.)
La ciencia, siempre informativa, a veces rompe el hechizo. El perfume nocturno de las flores no es más que una artimaña. «Los jardines son más fragantes de noche que de día porque la mayoría de los polinizadores nocturnos tienen una visión deficiente y deben recurrir al olfato para localizar las flores», dice John Kress, conservador de botánica del Museo Nacional de Historia Natural de la Smithsonian Institution. El mundo de las flores nocturnas y sus polinizadores es un universo alternativo perfeccionado hasta la exquisitez después de miles de años de selección evolutiva. Los polinizadores diurnos, como las mariposas, los pájaros y las abejas, se basan en pistas visuales telegrafiadas por los colores vivos; los trabajadores del turno de noche, como son los escarabajos y las polillas, dependen del aroma, la luminiscencia de los pétalos blancos o, en el caso de la ecolocalización de los murciélagos, de débiles trazos y formas.
Pero basta por hoy. Mejor demorémonos en la penumbra onírica de la imaginación y penetremos en el Pabellón Donde la Luna se Encuentra con el Viento en el Jardín del Maestro de las Redes en Suzhou, en China, o recorramos el Jardín Blanco de Vita Sackville-West en el castillo de Sissinghurst, Inglaterra, escarchado por la blancura de tulipanes, lirios, anémonas, los tonos marfil de las espuelas de caballero, la palidez grisácea de las campánulas y las rosas Iceberg y White Wings. Se plantaron, escribió Sackville-West, con la esperanza de que «la gran lechuza espectral planee en silencio sobre un jardín pálido […] en el crepúsculo». O viajemos al pasado y evoquemos los jardines de recreo creados por los emperadores mongoles, refrescados por las perlas de agua de las fuentes de mármol, sombreados por árboles cargados de granadas y naranjas, inundados por la luz de la luna, como el legendario jardín de Shalimar, cerca de Cachemira.
En la etimología de la palabra «paraíso», explica la historiadora de la arquitectura Elizabeth Moynihan, encontramos una transliteración del persa antiguo: pairidaeza, jardín amurallado. «El Paraíso prometido por el Corán consta de bancales ajardinados, a cual más espléndido», escribe. El jardín islámico era considerado un palacio al aire libre y constituía, en sentido literal y figurado, un paraíso en la Tierra, un escenario perfecto para paladear vinos en jarras de plata, degustar melones de Kabul y regalarse el oído con poesía.
«Por remota y hermética que siga siendo el alma del islam –reflexionaba el escritor francés vizconde Robert d’Humières tras ser agasajado en los albores del siglo XX por el hermano del maharajá de Jammu y Cachemira–, dudo que la hayamos experimentado más de cerca que en el transcurso de esta velada entre las fuentes y las flores nocturnas del jardín de Shalimar, mientras la luna llena de agosto, que brilla sobre las nieves de la frontera tibetana, nos bañaba con su límpida luz.»
Si un jardín es un paso hacia el Edén, entonces tal vez de noche nuestro anhelo se vea mejor recompensado. La luna es más magnánima que el sol. La flor marchita, la hoja seca, la rama podrida son engullidas por las sombras, y en su lugar solo queda una ilusión de perfección cubierta de plata por las estrellas, y de oro por la luna.