En las rocosas costas de Salvaje del Oeste, una remota isla del archipiélago de las Malvinas, contemplo apabullado la formidable escena que se desarrolla delante de mis ojos. Más de 440.000 albatros ojerosos –la mayor colonia del planeta– anidan en los abruptos acantilados. Más abajo, en la playa, los pingüinos saltarrocas meridionales emiten su escandaloso graznido, mientras los implacables caracaras australes buscan polluelos de pingüino o carroña para darse un banquete.

En las aguas gélidas nadan lobos marinos australes, orcas, delfines píos, delfines australes y rorcuales norteños. Me sumerjo y buceo por un majestuoso bosque de kelp que se mece suavemente. Por encima de mí nadan a toda velocidad los pingüinos juanito, perseguidos por raudos leones marinos de Sudamérica. En el fondo marino, las langostas gregarias forman filas, pinzas en alto, como dispuestas para la batalla.

La metáfora bélica es oportuna. Al fin y al cabo estoy en las Malvinas, donde la guerra es un lugar común. Situado a unos 400 kilómetros de la costa argentina, este territorio británico consta de más de 700 islas e islotes habitados por unas 3.200 personas. Famoso por una larga historia de disputas territoriales en las que han intervenido Francia, España, Argentina y el Reino Unido, el archipiélago exhibe las cicatrices de la guerra.

El último conflicto, sucedido cuando Argentina invadió en 1982 las islas que reclama como suyas, concluyó tras un breve pero intenso pulso contra el Reino Unido. Allí siguen unas 20.000 minas cuya pista se ha perdido; algún que otro helicóptero calcinado estropea el paisaje, y la Fuerza Aérea británica sigue manteniendo un aeródromo activo en la isla Soledad.

Pero ni todas las disputas ni la ganadería ovina extensiva empañan la sorprendente aura de utopía del archipiélago. En casi tres décadas de profesión fotográfica, raras veces me he topado con un ecosistema tan intacto. La isla Salvaje del Oeste y su vecina, Salvaje del Este, dos territorios a los que no llegó la guerra, tal vez sean los mayores éxitos de las Malvinas.

Islas deshabitadas


Ovejas y vacas pacieron en estas islas deshabitadas durante casi un siglo, hasta que en 1970 las adquirió un británico amante de las aves, quien las convirtió en un santuario privado, y la vegetación empezó a recuperarse. En los años noventa las compró el neoyorquino Michael Steinhardt, pionero de los fondos de alto riesgo, y en 2001 él y su esposa, Judy, las donaron a la Wildlife Conservation Society, que hoy las posee y gestiona. Investigadores y turistas solo pueden acceder a ellas en visitas estrictamente controladas.


La resiliencia de la naturaleza se manifiesta por doquier a mi alrededor. El despliegue de diversidad es tal que se diría que el noroeste del Pacífico, las Indias Occidentales y la Antártida hubiesen colisionado en el Atlántico Sur. En los ocho kilómetros de longitud de la isla Salvaje del Oeste se han documentado 48 especies de aves. Pero la extraordinaria profusión de la vida salvaje de las Malvinas sigue amenazada por riesgos antropogénicos: contaminación, degradación del hábitat, vertidos de crudo, pesca de arrastre y cambio climático.

El ecoturismo es hoy la segunda fuente de ingresos en las Malvinas, por detrás de la pesca y por delante de la ganadería ovina.

Es posible que el océano se enfríe en torno a las islas y se caliente a mayor distancia, lo que perturbaría la red trófica que nutre a aves y mamíferos marinos. La creciente exploración petrolera cerca de las islas también ha generado la posibilidad de un vertido catastrófico. Los habitantes de las Malvinas, sin embargo, tienen un acicate cada vez más potente para abrazar el conservacionismo: con más de 60.000 visitantes al año, el ecoturismo es hoy la segunda fuente de ingresos, por detrás de la pesca y por delante de la ganadería ovina.

Como biólogo, no puedo evitar obsesionarme por las diferencias entre las islas intactas y aquellas en las que hemos metido la mano sin contemplaciones. ¿Qué nos enseña la abundancia de la isla Salvaje del Oeste? Que hay esperanza, y sanación, si optamos por dejar que la naturaleza siga su curso. Explorar las praderas ondu­lantes y las imponentes montañas de la isla es como retroceder mil años. El ecosistema es prístino. La vida, exuberante. Los animales no temen nuestra presencia.

Unos caracaras australes intentan robar lo que llevo en la bolsa de la cámara, y un albatros me roza la cabeza al sobrevolarme. Imagino que ha sido a propósito; son aves precisas. ¿En dónde, si no aquí, la fauna se atreve a jugar con unos seres como nosotros? Si continuamos tratando nuestro frágil planeta como un simple almacén de recursos extraíbles, la Tierra seguirá sufriendo. Veo en la isla Salvaje del Oeste un testimonio de la resiliencia de la Tierra, pero también una llamada de atención. Necesitamos más islas salvajes, más lugares donde cejar en nuestra guerra contra el medio ambiente y dar a la naturaleza el tiempo que necesita para florecer.