Las zonas terrestres amenazadas por el riesgo de desertificación constituyen el 40 % de la superficie de la Tierra. «Y en esas áreas afectadas por déficits hídricos habita el 37 % de la población mundial», puntualiza José Luis Rubio, presidente de la Sociedad Europea de Conservación de Suelos y exdirector del Centro de Investigaciones sobre Desertificación (CIDE), un organismo del CSIC, la Universidad de Valencia y la Generalitat Valenciana.

Las zonas terrestres amenazadas por el riesgo de desertificación constituyen el 40 % de la superficie de la Tierra.

Aunque el término «desertificación» fue acuñado en 1949 por el científico francés André Aubreville, no fue hasta los años sesenta y principios de los setenta cuando el tema captó la atención internacional, a consecuencia del prolongado período de sequía grave que devastó la zona del Sahel. «La sequía afectó unos 500 millones de hectáreas. Murieron entre 100.000 y 200.000 personas, y al menos 10 millones de cabezas de ganado», relata Rubio.

Aquella situación terrible provocó que la ONU convocara en 1977 la primera Convención sobre Desertificación en Nairobi, en la que participaron representantes de más de 90 países. Del encuentro surgió lo que se denominó el Plan de Acción para Combatir la Desertificación, el cual, lamentablemente, no aportó grandes resultados.

En paralelo a las indispensables decisiones de orden legislativo, «otro aspecto esencial para enfrentarnos a esta situación es el aporte de conocimiento e innovación para plantear actuaciones eficaces de respuesta mediante la investigación científica y el desarrollo tecnológico», añade el ingeniero agrónomo. Capacidad humana, científica y técnica no nos falta, opina. Y es que, aparte del centro en el que trabaja José Luis Rubio, el CIDE, en nuestro país hay otros organismos dedicados por completo al estudio y la observación de los efectos de la desertificación: el Centro de Edafología y Biología Aplicada del Segura -CEBAS-, en Murcia; la Estación Experimental de Zonas Áridas -EEZA-, en Almería; la Estación Experimental del Zaidín -EEZ-, en Granada; el Instituto de Ciencias de la Tierra «Jaume Almera» -IJA-, en Barcelona, o el Instituto Pirenaico de Ecología -IPE-, con sedes en Huesca y Zaragoza.

Todos ellos, junto con otros centros y departamentos de universidades de todo el país, gestionan la Red de Estaciones Experimentales de Seguimiento y Evaluación de la Erosión y la Desertificación -RESEL-. «Pero, sorprendentemente, se está haciendo muy poco para gestionar el futuro que se nos viene encima», afirma.

La desertificación es consecuencia de múltiples factores que tienen su origen en la interacción de los procesos naturales con los usos del territorio. «En el caso de España, a la fragilidad natural de nuestro suelo ocasionada por las características climáticas, topográficas y edáficas, se suma la presión de la actividad humana, que se remonta a miles de años atrás», explica Rubio.

La desertificación es consecuencia de múltiples factores que tienen su origen en la interacción de los procesos naturales con los usos del territorio.

En concreto en la España mediterránea, que junto con las islas Canarias es la zona con mayor riesgo de desertificación del país, convergen varios factores que han provocado una acelerada degradación del suelo. «Las malas prácticas agrícolas han generado erosión, contaminación, pérdida de materia orgánica y salinización del suelo. Los incendios forestales causan erosión y pérdida de sustrato orgánico.

Las vías de comunicación que cortan las vías de drenaje agravan la aridización de nuestro territorio. Y la urbanización mal planificada a menudo origina un sellado del suelo, o soil sealing, que afecta a la capacidad natural de infiltración y de amortiguación de escorrentías e inundaciones», prosigue. Por si la suma de todos esos factores fuera poco, ahora el calentamiento global empeora el escenario general. «El cambio climático agravará la ya de por sí importante aridificación de nuestro territorio, lo que puede conllevar, entre otras cosas, un incremento de los procesos erosivos, una mayor frecuencia y extensión de los incendios forestales, un aumento de la evapotranspiración y el consecuente incremento de la salinización del suelo. Todo ello, lógicamente, afectará negativamente a la biodiversidad», destaca el investigador.

El suelo, al que tantas veces ignoramos, es un depósito natural de grandes cantidades de carbono orgánico. «Se estima que hay 55 billones de toneladas de carbono orgánico en los suelos terrestres», apunta Rubio. Para hacernos una idea de la medida que eso supone, las emisiones de carbono a la atmósfera como consecuencia del uso de combustibles fósiles son de cinco a seis billones de toneladas anuales. Bajo nuestros pies se encuentra el gran emisor y sumidero de uno de los gases más relevantes en el proceso del calentamiento global. Bien conservado, el suelo regula y amortigua el ciclo del carbono, pero si se degrada, advierte Rubio, «se propicia la emisión a la atmósfera de cantidades que, mundialmente, equivalen a un tercio de las emisiones de CO2 de origen antrópico».