Mata una cabra. Trocéala. Convence a unos cuantos amigos fuertes para que carguen con tres trampas metálicas de tres metros de longitud y varias bolsas con la carne de cabra durante unos cuantos kilómetros arriba y abajo por colinas empinadas. Olvida el calor y la humedad que te cuecen al vapor. Prepara el primer cepo con pedazos de carne y cuelga unas bolsas en los árboles para «aromatizar» el aire. Date otra buena caminata de varios kilómetros. Pon otro cepo. Recorre cinco o seis kilómetros más y repite la operación. Regresa al campamento. Duerme. Repasa todas las trampas por la mañana y por la tarde durante los dos días siguientes. Lo más probable es que estén vacías, pero si tienes suerte, allí estará: el lagarto más grande del mundo, un gigante con cara de pocos amigos que recibe el nombre de dragón de Komodo.
El hombre que inventó este método no responde a la figura heroica o caballeresca que logra derrotar a un dragón, sino a la de un biólogo y profesor de la Universidad de Florencia llamado Claudio Ciofi, un hombre pulcro, de complexión delgada y de mirada tierna que llegó a Indonesia en 1994 para terminar el doctorado sobre la genética de los dragones. Entonces vio de cerca estas reliquias vivientes. Quedó hechizado. Y no había más científicos que se dedicaran al estudio de la especie. «Esperaba encontrar una organización que estudiase los dragones –recuerda–. Son tan carismáticos e interesantes como los tigres y los orangutanes. Pero no había nadie. Los dragones de Komodo estaban solos.»
Así pues, Ciofi amplió su investigación. Se propuso comprender todos los aspectos de la vida del dragón. Con persistencia y discreción, y gracias a la ayuda de colaboradores indonesios y australianos de primer orden, nos ha ofrecido la mayor parte del conocimiento que hoy tenemos de los dragones y trabaja para aumentar sus probabilidades de sobrevivir a los conflictos del siglo XXI que los acechan. Aunque son dragones y pueden medir hasta tres metros y pesar casi 90 kilos, son vulnerables a los problemas que castigan a tantos otros animales, desde la desaparición de su hábitat hasta el cambio climático.
Por supuesto los varánidos, familia a la que pertenece el dragón de Komodo, han sobrevivido a muchos ciclos de cambios. Esta especie en concreto apareció hace tal vez cinco millones de años, pero su género, Varanus, se remonta unos 40 millones de años, y sus ancestros, los dinosaurios, vivieron hace 200 millones de años.
Varanus komodoensis domina el arte de hacer el lagarto: tumbarse al sol, cazar y rapiñar, poner huevos y vigilarlos, sin intención de ejercer la paternidad después de que eclosionen. Vive entre 30 y 50 años, casi todo el tiempo solo y en un área sumamente reducida: solo habita en unas cuantas islas del Sudeste Asiático, todas ellas del archipiélago indonesio. Estas agrestes tierras volcánicas que emergen abruptamente del mar tienen sabanas de palmeras y praderas, y a mayor altitud, zonas boscosas. Pero la mayor parte del año el entorno de los dragones es tan pardusco como su piel, pues la estación monzónica no es más que un breve respiro de verdor.
El testimonio más antiguo de la presencia de este lagarto son quizá las palabras «Aquí moran dragones» escritas en los mapas antiguos de la región. Y seguramente las primeras personas que vieron estos animales habrían añadido: «¡Cuidado!». El dragón de Komodo es un ávido cazador, capaz de alcanzar los 19 kilómetros por hora en carreras cortas. Se embosca para cazar a sus presas, a las que ataca por sorpresa, desgarrándoles el cuerpo por la parte más tierna, normalmente el estómago, o les arranca una pata. Para colmo, podría decirse que echa fuego: de su boca mana una saliva venenosa que impide la coagulación de la sangre, y las víctimas se desangran enseguida. Si la presa logra huir, es probable que las heridas se infecten. De un modo u otro, la muerte está casi asegurada. Y los dragones pueden ser muy pacientes para luego darse el festín.
También son carroñeros. Oportunistas, estos reptiles andan siempre en busca de alimento, ya sea vivo o muerto. Alimentarse de carroña requiere menos energía que cazar, y los dragones son capaces de detectar el olor de un cadáver putrefacto a varios kilómetros. Aprovechan casi todo; no son quisquillosos a la hora de elegir qué partes del cuerpo se comen.
Aunque no existen datos fiables, parece que la población de dragones ha disminuido en los últimos 50 años
A pesar de las desagradables costumbres alimenticias del dragón, los habitantes de las islas no siempre reaccionan ante él con miedo y repulsión. Un cuento popular indonesio narra la historia de un príncipe que está a punto de matar a un dragón. Su madre, la Princesa Dragona, se le aparece y le dice: «No mates a este animal. Es tu hermana Orah. Os parí a la vez. Considérala tu igual, porque sois sebai, gemelos».
Los tiempos modernos no han borrado esta creencia. En la aldea de Komodo, subo por una astillada escalera de madera hasta el palafito de un anciano llamado Caco. Ignora su edad pero calcula que tiene 85 años, es muy flaco y usa gafas. El guía me dice que es un gurú de dragones; el anciano no lo contradice. Le pregunto qué opinan los aldeanos de los dragones y del peligro que suponen. «Para el pueblo, este animal es nuestro antepasado –contesta–. Es sagrado.» En el pasado, cuando los isleños cazaban un ciervo, me cuenta, dejaban la mitad de la carne como ofrenda para su pariente con escamas.
Luego las cosas cambiaron. Aunque no existen datos fiables, parece que la población de dragones ha disminuido en los últimos 50 años. El Gobierno estableció leyes de protección en respuesta a la presión de los conservacionistas y consciente del valor económico del turismo relacionado con los dragones. En 1980 gran parte de su hábitat se convirtió en el Parque Nacional de Komodo (KNP), que incluye las islas de Komodo, Rinca y otras más pequeñas. Posteriormente se constituyeron también tres reservas naturales, dos de ellas en la isla de Flores.
Dentro del KNP los dragones están protegidos de cualquier ataque humano. Es más, también las presas de las que se alimentan están protegidas: está prohibido cazar ciervos. Por eso ahora los aldeanos ya no tienen carne que ofrecerles, y eso, dicen algunos, ha hecho que los dragones estén un poco resentidos y se vuelvan más irritables cuando buscan sustento.
Los ataques no son frecuentes, pero recientemente algunos han saltado a las noticias. En 2012 un dragón de Komodo de dos metros de largo entró en una oficina del KNP y mordió a dos guardas forestales, a ambos en la pierna izquierda. Los trasladaron a Bali para que recibieran tratamiento preventivo contra la infección. Ambos se recuperaron. Una mujer de 83 años ahuyentó a un ejemplar de más de dos metros con una escoba y varias patadas certeras. El dragón le mordió la mano, y le dieron 35 puntos. Otros incidentes han terminado en tragedia. En 2007 un dragón atacó a un muchacho llamado Mansur, que durante un partido de fútbol se metió detrás de unos árboles para orinar. Murió desangrado.
Cuando los aldeanos ven acercarse a un dragón o lo descubren persiguiendo al ganado, gritan y le tiran piedras. En cuanto a los que atacan a las personas, el Gobierno los aleja de los pueblos, pero los animales suelen regresar. No todos los encuentros acaban mal. El primer hombre que pasó un tiempo estudiando a los dragones de cerca fue Walter Auffenberg, conservador del Museo Estatal de Florida. En 1969 acampó con su familia en la isla de Komodo durante trece meses para observar de manera minuciosa todos los movimientos de estos animales y documentarlos.
En la actualidad los científicos se preguntan si estos lagartos podrán seguir adelante
Auffenberg escribió acerca de la visita de unos dragones curiosos que husmeaban en su refugio mientras realizaba el trabajo de campo. Uno le lamió la grabadora, la navaja y los pies. Para animarlo a marcharse, el investigador le correspondió dándole golpecitos en la cabeza con el lápiz. Aparentemente funcionó. Otro «se desperezó a la sombra […] y puso la pata delantera sobre mi pierna mientras dormitaba». Auffenberg logró que se marchara sin incidentes.
En la década de 1970 a Auffenberg no le preocupaba la supervivencia de los dragones de Komodo. En la actualidad los científicos se preguntan si estos lagartos podrán seguir adelante.
La salvación de los dragones depende en gran medida de algo tan mundano como la gestión del territorio. Pese a las reservas naturales, los habitantes de Flores queman tierras para transformarlas en huertos y pastos, fragmentando así el hábitat de los reptiles. Además, aún hay quien caza ciervos y jabalíes, tan apreciados por los dragones como por los perros salvajes. Y los científicos sospechan que esos perros pueden perseguir, y hasta matar, a las crías de dragón, que pasan el primer año de vida encaramadas a los árboles pero después bajan al suelo.
Así pues, los dragones de Flores están sitiados: por los aldeanos, los pastos, los arrozales, el mar y los perros. Eso significa menos territorio y menos presas. A largo plazo, supondrá también el declive de la especie.
Si el cambio climático modifica su entorno, los dragones no están preparados para adaptarse a las nuevas condiciones. Ciofi y el ecólogo de la Universidad de Melbourne, Tim Jessop, que estudia a los dragones desde hace un decenio, apuntan que con menos de 5.000 ejemplares dispersos en unas pocas islas, la diversidad genética es muy reducida, lo cual limita su capacidad de adaptación. Podrían mejorar su reserva genética si nadasen de una isla a otra para aparearse. Pero aunque saben nadar, las fuertes corrientes y las diferencias entre los hábitats isleños los desalientan. Además, son muy caseros.
Para conocer mejor a los dragones, Ciofi, Jessop y sus colegas indonesios han capturado y marcado cerca de 1.000 ejemplares y poseen muestras de ADN de 800. Gracias a sus estudios disponen de mucha información sobre el número de individuos de las poblaciones, la proporción entre machos y hembras, el índice de supervivencia, el éxito reproductivo y el grado de endogamia de las distintas poblaciones. Las diferencias genéticas que han hallado no se aprecian a simple vista, son códigos internos que en realidad dictan cuáles sobreviven y cuáles no. Luego empieza el juego de las parejas: elucubrar la mejor manera de cambiar de grupo a algunos ejemplares, asegurándose de que no están emparentados entre sí.
Si el número de dragones cayera en picado, podría aplicarse una medida más drástica: trasladarlos a un zoo para reforzar el acervo genético. En Indonesia se han apareado dragones de Komodo en cautividad desde 1965. En 1992 nació la primera cría fuera de Indonesia, en el Zoo Nacional de Washington, D.C. Desde entonces, los intentos de reproducción han sido muy fructíferos. En la actualidad unos 400 dragones de Komodo viven en zoológicos de todo el mundo.
Sin embargo, jugar a ser Dios siembra controversia. Como apunta Jessop: «Podríamos romper la integridad evolutiva al interferir en el camino natural de los animales. Hay personas reticentes a hacerlo». Además, los programas de reubicación de animales «solo funcionan la mitad de las veces», y la transición de pasar de un zoo a vivir en el medio natural no es fácil. Tampoco hay garantía de que al juntar a dos dragones adultos se consiga descendencia, ni de que los dragones puedan sobrevivir a largo plazo en un entorno en el que no todo su hábitat está protegido.
Ciofi y sus colegas urgen a los funcionarios indonesios e intentan involucrar a más gente en la conservación de los dragones. Informan a los habitantes de Flores del peligro que supone para esta especie la pérdida de hábitat y la caza furtiva de presas. Confían en vigilar mejor las áreas protegidas y enseñar nociones sobre la biología de los dragones a los guardas, para que a su vez estos puedan informar a los científicos sobre la evolución de los animales.
Mientras tanto, los turistas que quieran ver dragones (aparte de los perezosos que merodean cerca de los puestos forestales) deberán tener paciencia. Los animales más salvajes no quieren que los encuentren. Durante las dos semanas que paso en las islas lo único que hago es seguir a los biólogos en infructuosas cacerías de dragones. El ritmo brioso de la expedición lo marcan los jóvenes y ágiles indonesios Deni Purwandana y Achmad Ariefiandy, encargados del Programa de Supervivencia de Komodo, iniciado en 2007. A continuación va Jessop, un australiano imponente cuya zancada es como tres de mis pasos. Unos cuantos empleados de la reserva natural y un par de lugareños, que no se inmutan ante el calor ni las cuestas, completan el equipo.
Cuando Ciofi y yo llegamos a la isla de Flores, las 26 trampas tendidas por el equipo han capturado solo cuatro dragones (y muchos más perros); el año anterior por las mismas fechas fueron 14. Pero esto no tiene por qué indicar una disminución de la población. Las cámaras instaladas junto a las trampas muestran que hay dragones que las olfatean y deciden no entrar en ellas.
Caco, el anciano al que conocí, me contó que antes los aldeanos ofrecían semillas, una hoja de un árbol autóctono, un huevo y el tabaco de un cigarrillo para atraer a los dragones de las colinas. Me entregó unas cuantas semillas y una hoja. Estoy tentado de utilizarlas.
Entonces, el penúltimo día de mi estancia, los astros se alinean a nuestro favor. Hay que revisar tres cepos. En la primera ronda, nada. En la siguiente vemos una piel escamosa a través de los agujeros de la tercera trampa. Es un dragón pequeño, de apenas un metro desde el hocico hasta la punta de la cola, de unos tres años de edad. Es hermoso (para quienes tengan la mente abierta), con escamas grises, amarillas y anaranjadas y unas franjas oscuras degradadas a lo largo de la cola. Me agacho para verlo mejor por un agujero del metal; me devuelve la mirada con un ojo cuyo iris es amarillo. Los hombres lo sacan con un gancho y una cuerda, le sellan la boca con cinta adhesiva (para protegernos) y con cuidado pero con mano firme le atan las patas delanteras y traseras al cuerpo para inmovilizarlo.
Enseguida comienza una actividad frenética. El equipo mide a toda prisa el animal cautivo, lo pesa y busca (en vano) con el lector el chip subcutáneo que indicaría que ya lo habían capturado con anterioridad. Le sacan sangre de la cola para un análisis genético; lo fotografían desde todos los ángulos. En menos de 20 minutos le quitan la cinta adhesiva y lo liberan. El animal huye como un rayo hacia el bosque, levantando polvo y piedras con las garras: la sensata retirada de un dragón de carne y hueso.