A lo largo del borde septentrional del Parque Nacional de Nairobi, en Kenya, un misterioso surtido de coloridas mantas de lana cubre las retorcidas ramas de algunos crotones que crecen en el bosque. Sobre el monótono fondo de tonos marrones y verdes de la región, las mantas parecen vestigios de un antiguo ritual tribal, por lo menos hasta que llegan las cinco de la tarde, momento en el que pasan a formar parte de un novedoso experimento entre dos especies.

En la distancia aparecen unas figuras con batas verdes y gorros ajados vociferando: «¡Kalama!, ¡Kitirua!, ¡Olare!». De repente emergen de la ma­­leza 18 crías de elefante, una desordenada procesión de cabezas marrones y orejas enormes que, con una gracia hipnótica, dirigen sus voluminosos cuerpos con las largas trompas. Se detienen bajo los árboles cubiertos con las mantas de colores, que los cuidadores ciñen alrededor de cada una de las crías para mantenerlas calientes antes de emprender el difícil viaje de vuelta a casa.

Su casa es el Orfanato de Elefantes de Nairobi del David Sheldrick Wildlife Trust, el centro de rescate y rehabilitación de elefantes huérfanos con más éxito del mundo. El orfanato acoge elefantes de toda Kenya, muchos de ellos víctimas de la caza furtiva o de los conflictos entre animales y humanos, y los cuidan hasta que superan la edad lactante. Una vez están curados y recuperados, los trasladan a más de 160 kilómetros al sudeste, a uno de los dos centros de acogida del Parque Nacional del Tsavo. Allí, cada uno a su ritmo, entre los ocho y diez años, hacen la transición gradual de vuelta al medio natural que los vio nacer. Este programa es un experimento innovador de la empatía entre ambas es­­pecies, aunque en este caso sea necesario por la falta de sensibilidad de una de ellas, la humana.

Vivimos días tristes y peligrosos para el mayor animal terrestre. Hubo un tiempo en que los elefantes deambulaban por la Tierra como las ballenas por el agua, siguiendo ancestrales rutas migratorias arraigadas en sus memorias prodigiosas. En la actualidad han sido arrinconados a unos territorios cada vez más fragmentados. Cuando no los matan para obtener sus colmillos o su carne, tienen que luchar contra la pérdida de hábitat, ocasionada por la presión de la población humana y las sequías. Un estudio de 1979 sobre el elefante africano estimaba que la población era de 1,3 millones de ejemplares. Hoy sólo quedan unos 500.000. En Asia hay alrededor de 40.000 en su hábitat natural.

Uno de los últimos en llegar al orfanato fue Murka, rescatada cerca del Parque Nacional del Tsavo con una lanza clavada entre los ojos y con graves heridas de lanza y de hacha en la espalda y los costados. La lanza había penetrado 25 centímetros y le había desgarrado los senos nasales, lo cual le impedía beber con la trompa. Las heridas más profundas estaban llenas de gusanos. La elefanta, de un año de edad, que seguramente quedó huérfana porque unos cazadores furtivos mataron a su madre, había sido atacada posteriormente por los masai de la tribu local, encolerizados por la pérdida de sus tradicionales tierras de pastoreo convertidas en parque. La unidad móvil de veterinarios pudo tranquilizarla, limpiarle las heridas y extraerle la lanza.

La situación de los elefantes es tan extrema, que su peor enemigo –el ser humano– es también su única esperanza. Esta paradójica situación condujo a Daphne Sheldrick, esposa de David Sheldrick, el famoso naturalista y fundador del Parque Nacional del Tsavo Este fallecido en 1977, a crear el orfanato en 1987. La familia de Sheldrick lleva cuatro generaciones en Kenya, y Daphne ha pasado la mayor parte de su vida cuidando animales salvajes.

Acoger una cría de elefante huérfana representa un gran desafío porque estos animales son completamente dependientes de la leche materna durante los dos primeros años de su vida, y parcialmente hasta los cuatro. En los años que los Sheldrick pasaron juntos en el Tsavo, nunca lograron criar y sacar adelante a ningún huérfano menor de un año porque no hallaban una fórmula adecuada que igualase la calidad nutricional de la leche materna de elefante. Conscientes de que esta leche tiene un alto contenido en grasa, añadieron nata y mantequilla a la mezcla, pero a las crías les costaba digerirla y morían enseguida. Entonces cambiaron a una leche sin grasa que los elefantes digerían mejor, pero que no los alimentaba suficiente, con lo que iban perdiendo peso hasta morir. Finalmente consiguieron una mezcla precisa que contenía leche en polvo para bebés humanos y leche de coco. Con esta fórmula mantuvieron viva a una huérfana de tres semanas de edad llamada Aisha.

Gracias a ella, Daphne también descubrió otro de los ingredientes esenciales para criar a un elefante huérfano. Cuando viajó a Nairobi para preparar la boda de una de sus hijas, dejó a Aisha, entonces de seis meses de edad, bajo el cuidado de uno de sus ayudantes. En las dos semanas que estuvo ausente, la elefanta dejó de comer y murió, por lo visto abrumada de pena por la pérdida de otra madre. «Cuando murió Aisha me di cuenta del error que había cometido –dice Daphne, todavía afligida por el recuerdo–. Me añoró demasiado. No puedes dejar que un elefante se encariñe tanto con una persona. Fue estúpido por mi parte pensar que podría criarla sin darle una familia más grande. Quiero decir, yo sabía cómo son los elefantes salvajes. Había observado a los del Tsavo durante toda mi vida de casada, y debería haberme dado cuenta de ese detalle. Basta con observar a un grupo de elefantes para comprender la importancia de la familia. Siempre hay que sustituir lo que el animal tendría en su vida en la naturaleza.»

Una familia de elefantes es, en esencia, un organismo extenso y sensible. Los jóvenes se crían en el seno de una estructura matriarcal de cuidadoras atentas y cariñosas, que empieza por la madre biológica y se extiende hasta incluir hermanas, primas, tías, abuelas y amigas de confianza. Estos vínculos perduran a lo largo de toda la vida de un elefante, que puede llegar hasta los 70 años. Los machos jóvenes permanecen cerca de la madre y de su extensa familia hasta que tienen unos 14 años, y las hembras, de por vida. Cuando una cría se siente amenazada o sufre algún daño, todos los demás elefantes la consuelan y protegen.

Estos vínculos son reforzados por un complejo sistema de comunicación. Cuando están cerca unos de otros, los elefantes usan un amplio registro de vocalizaciones, desde sonidos sordos muy bajos hasta gritos y barritos agudos, además de un repertorio de señales visuales. Expresan diversas emociones con la trompa, las orejas, la cabeza y la cola. Cuando necesitan comunicarse a mayor distancia, utilizan unos potentes gritos de baja frecuencia que los demás elefantes pueden oír a más de kilómetro y medio.

Tras la muerte de un elefante, los miembros de su familia muestran signos de dolor y tienen un comportamiento ritualista. Los biólogos de campo, como Joyce Poole, que ha estudiado a los elefantes africanos durante más de 35 años, lo describen así: intentan levantar el cuerpo muerto y lo cubren con tierra y maleza. En una ocasión, Poole vio cómo una hembra protegía el cuerpo de su cría nacida muerta durante tres días, con la cabeza, las orejas y la trompa caídas por el dolor. Los elefantes pueden pasarse meses, incluso años, visitando los restos de sus muertos, tocándolos con la trompa y creando sendas para visitar los cadáveres.

Lo que más ha sorprendido a Sheldrick desde que fundó el orfanato de Nairobi es la facilidad con que las crías, incluso las que han sufrido los traumas más duros, vuelven a tejer la compleja red social de su vida salvaje. «Nacen con memoria genética y son animales altamente sociales –dice–. Intuitivamente saben que han de mostrar sumisión ante los mayores, y las hembras son maternales por instinto, desde muy temprana edad. Siempre que aparece por aquí una nueva cría, todos se acercan y le tocan la espalda cariñosamente con la trompa para consolarla. Tienen un corazón enorme.»

Una tarde, estando con un grupo de huérfanos que jugaban entre las ramas de un crotón, me sorprendió ver lo distintas que eran sus personalidades. Kalama, una hembra hallada junto a un pozo en el norte de Samburu cuando tenía cinco semanas, era descarada y juguetona; Kitirua, abandonada a los 18 meses de edad cerca de una ciénaga en el Parque Nacional de Amboseli, acababa de llegar y aún se mostraba tímida y distante; Tano, una cría de cuatro meses procedente de la región de Laikipia, supuestamente víctima de la caza furtiva, se había encariñado tanto con los cuidadores que iba apartando a los demás huérfanos por puros celos.

Me parecía estar en compañía de un grupo de escolares compitiendo por hacerse notar y dar buena impresión al chico recién llegado al recreo. Cuando me acerqué a una hembra de dos meses absolutamente adorable llamada Sities, al cabo de un segundo me vi en un arbusto, empujado por el trasero rugoso y estriado de otro elefante, que además me dio un pisotón a modo de aviso.

«Ésa es Olare –dijo Edwin Lusichi, el jefe de los cuidadores del orfanato, señalando a la cría de un año que me acababa de poner en mi sitio–. Está practicando para convertirse en una buena matriarca.»

Cuando llegó la hora de regresar al orfanato, me coloqué a un lado de la procesión de paquidermos. Había empezado a dirigirme hacia los árboles cubiertos de mantas, cuando una trompa me golpeó de repente en medio del cuerpo con tal fuerza que caí de rodillas.

«Olvidé advertirte –dijo Lusichi, mientras con una amplia sonrisa me ayudaba a levantarme–. A Tumaren no le gusta que alguien camine por delante de ella.»

Cuando uno pasa suficiente tiempo entre elefantes se hace difícil no ver en su comportamiento connotaciones humanas. «Son animales muy humanos –me dijo Sheldrick una tarde sentada en el porche de su casa, en el límite de los terrenos del orfanato, con la extensa llanura salpicada de acacias del Parque Nacional de Nairobi extendiéndose en la distancia–. Sus emociones son exactamente como las nuestras. Han perdido a sus familias, han visto cómo masacraban a sus madres, y llegan aquí llenos de agresividad, desolados, afligidos y en pleno duelo. Tienen pesadillas e insomnio.»

Lo que hace tan excepcional este momento actual en la larga y tensa historia de las relaciones entre elefantes y humanos es que la ciencia está comprobando toda esa casuística que se ha ido acumulando a lo largo del tiempo sobre la extraordinaria inteligencia de estos animales. Los estudios muestran que la estructura del cerebro del elefante es muy similar a la de los humanos. Las imágenes generadas por resonancia magnética del cerebro del elefante sugieren que tiene un gran hipocampo, la estructura del cerebro de los mamíferos vinculado a la memoria y parte importante del sistema límbico, que interviene en el proceso de las emociones. También se ha demostrado que este cerebro posee una gran abundancia de células fusiformes, las neuronas especializadas que se cree están asociadas con la autoconciencia, la empatía y la conciencia social en los humanos. Los elefantes incluso han superado el test del autorreconocimiento ante un espejo, algo que sólo hacen los humanos, algunos grandes simios y los delfines, que se sepa.

Esta neurobiología común en ambas especies ha impulsado a algunos científicos a investigar si los jóvenes elefantes que han sufrido experiencias psíquicas traumáticas muestran síntomas de trastorno por estrés postraumático (TEPT), como sucede con los niños huérfanos tras una guerra o un genocidio. Gay Bradshaw, psicóloga y directora del Centro Kerulos, en Oregón, ha hecho uso de los últimos descubrimientos de la neurociencia y la psicología humanas para observar el comportamiento de los paquidermos. Ella sospecha que algunas poblaciones amenazadas pueden estar sufriendo estrés y trauma crónicos por las invasiones y matanzas humanas.

Antes de que se aboliese el comercio internacional de marfil en 1989, la caza ilegal causó un grave perjuicio en muchas poblaciones de elefantes, y en algunos casos alteró de manera significativa su estructura social, ya que los cazadores suelen matar a los ejemplares mayores. Los biólogos constataron que el número de matriarcas mayores, hembras cuidadoras y machos en los grupos vulnerables había caído drásticamente.

En los más de 20 años transcurridos desde la prohibición, algunas poblaciones se han estabilizado, aunque casi todas siguen amenazadas por el abuso humano. En los últimos cinco años la caza furtiva se ha disparado en la cuenca del río Congo y en amplias franjas del África central y oriental, y muchas familias de elefantes de esas regiones han perdido a la mayoría de sus hembras adultas. Cuando se producen tales trastornos sociales, las hembras que se encargan del cuidado de las crías son cada vez más jóvenes e inexpertas. Un número creciente de huérfanos jóvenes, muchos de los cuales han sido testigos de la muerte de sus padres a causa de la matanza selectiva o a manos de los cazadores furtivos, llegan a la edad adulta sin su grupo familiar tradicional, su sistema de apoyo. «La pérdida de los elefantes adultos –dice Bradshaw– y el trauma psicológico y físico causado por ser testigos de la masacre de sus familiares interfieren en el desarrollo normal de los elefantes jóvenes.»

Bradshaw piensa que estos traumas vividos a edad temprana, combinados con la desintegración de la estructura social, pueden ser la causa de algunos comportamientos aberrantes en los elefantes que los biólogos de campo han documentado. Entre 1992 y 1997, por ejemplo, unos machos jóvenes mataron a más de 40 rinocerontes en la Reserva de Caza Pilanesberg, en Sudáfrica, lo que denota un nivel de agresividad inusual, y en algunos casos intentaron aparearse con ellos. Eran machos adolescentes que habían sido testigos de la muerte de sus familias en procesos de matanza selectiva en el Parque Nacional Kruger, es decir, matanzas autorizadas para mantener la población de elefantes bajo control. En aquel momento, la práctica habitual era atar a las crías a los cuerpos de sus parientes muertos hasta que podían ser reunidas para trasladarlas a nuevos territorios. Una vez en Pilanesberg, esos huérfanos maduraron sin el apoyo de ningún macho adulto. «Los machos jóvenes suelen seguir a los adultos –dice Joyce Poole–, y aprenden de su comportamiento. Estos jóvenes no tuvieron modelos a los que imitar.»

Según el doctor Allan Schore, de la UCLA, experto en trastornos traumáticos en humanos y autor de trabajos conjuntos con Bradshaw, el comportamiento de estos elefantes se ajusta al diagnóstico de TEPT en humanos. «Numerosos estudios científicos demuestran que muchos mamíferos poseen mecanismos neurobiológicos de afecto, entre ellos los humanos y los elefantes –explica–. La relación emocional con la madre tiene un impacto directo en las conexiones que se forman en el cerebro de la cría durante su de­­sarrollo. Cuando se da una experiencia traumática temprana, el desarrollo de los circuitos neuronales que se están formando disminuye, sobre todo en las áreas que procesan la información emocional y regulan el estrés. Esto se traduce en menos resiliencia y un déficit duradero en la regulación de la agresividad, la comunicación social y la empatía.»

Un intento de reparar el quebrantado entramado social de un grupo de elefantes vino a co­­rroborar la idea de que los traumas sufridos en edades tempranas y la falta de modelos que imitar puede desembocar en agresividad: cuando Joyce Poole sugirió a los guardas del parque de Sudáfrica que introdujeran seis machos adultos en la población de elefantes de Pilanesberg, de unos 85 ejemplares, el comportamiento aberrante de los machos adolescentes, y sus prematuros cambios hormonales, cesó de golpe.

Si los elefantes pueden resultar heridos como nosotros, también pueden curarse como nosotros, o incluso más fácilmente. Cuando la ausencia de las madres se suple con personas, y además se cuenta con el apoyo de los otros elefantes del orfanato, casi todos los huérfanos se recuperan y vuelven a ser animales salvajes normales. Hasta el momento el orfanato de Sheldrick ha atendido satisfactoriamente a más de 100 elefantes huérfanos. Éstos se integraron en su hábitat natu­­ral de forma gradual y vacilante, pues se habían convertido en «homo-paquidermos», atrapados entre el profundo cariño por sus cuidadores hu­­manos y la irresistible llamada de su instinto.

Una noche durante la estación seca un nutrido grupo de elefantes salvajes fue a beber al abrevadero del centro de Ithumba, en el Tsavo, uno de los dos recintos donde los huérfanos hacen la transición a la vida salvaje. Había entre 25 y 30 elefantes: enormes machos con largos colmillos, matriarcas, adolescentes, algunos ex huérfa­nos y unas cuantas crías recién nacidas. Junto al abrevadero estaban los cercados al aire libre donde las crías de Ithumba ya se habían reunido para pasar la noche; clavaban la mirada en sus homólogos salvajes, los cuales, entre sorbos, también los miraban atentamente. Los cuidadores y yo estábamos a menos de 25 metros de la manada salvaje, mucho más cerca de lo habitual. También ellos estaban mucho más cerca de los humanos de lo que normalmente estarían. La conversación de los huérfanos con el grupo salvaje provocó una escena extraordinaria. «Tienen que hacerle saber a la manada que todo va bien –explicó Ben­jamin Kyalo, jefe de los cuidadores de Ithumba–. Está claro que hay una noticia circulando por el Tsavo: humanos buenos, agua buena. ¡Vamos!»

Durante el día los cuidadores acompañan a los elefantes al bush para que se familiaricen con el entorno. A mediodía les llevan biberones con la fórmula de leche en polvo a un lugar convenido junto a una charca donde toman baños de lodo. Cuando una manada de elefantes salvajes aparece en la distancia, los cuidadores se quedan cerca de los huérfanos lactantes, impidiéndoles que se vayan. Pero cuando tienen entre cinco y siete años, los dejan ir para que se unan con el grupo salvaje. Algunos se quedan un par de noches y luego regresan al centro, como si se hubieran ido a dormir a casa de un amigo. Otros se van para siempre y se convierten en miembros definitivos de su propia familia salvaje.

Un huérfano precoz llamado Irima, que tenía poco más de tres años y aún era lactante, fue aceptado en un grupo salvaje cerca de Voi, el otro centro donde los huérfanos son introducidos en el medio natural. Cinco días después, los cuidadores de Voi oyeron unos barritos agudos provenientes de una alambrada electrificada. «Irima le debió de decir al grupo que necesitaba su leche y a su familia de huérfanos y que quería volver, así que Edo [un ex huérfano] lo trajo de vuelta a casa –recuerda Joseph Sauni, principal cuidador de Voi–. Los cuidadores abrieron la verja, Edo bebió agua del pozo, comió un poco y se fue. Misión cumplida.»

Incluso los huérfanos «repatriados» a su hábitat, como Edo, vuelven a los centros para visitar a su familia humana. En diciembre de 2008 Emily, una matriarca que había estado en el orfanato de Nairobi en 1993, se presentó un día en Voi con su manada y un invitado sorpresa. «Había dado a luz el día anterior, más o menos a un kilómetro de aquí –dice Sauni–. Había traído a su bebé para presentárnoslo. La llamamos Eve

De regreso en el orfanato de Nairobi las crías acuden para su comida de las seis; al ver la fila de cuidadores con los inmensos biberones de­­lante de cada compartimento, se ponen a correr. Cuando llegan se organiza un gran alboroto, pues ha habido reasignaciones en los cercados para acoger a una nueva cría, y los elefantes odian cualquier alteración en su rutina. El cuidador más veterano, Mishak Nzimbi, el preferido de todos los huérfanos, interviene. Simplemente alzando una mano y con firmes palabras, todos se colocan en su sitio y empiezan a tragar litros de leche.

«¡Qué control tienen los cuidadores sobre los elefantes, sin ni siquiera un palo ni nada! –se maravilla la hija de Daphne, Angela, la actual directora ejecutiva del David Sheldrick Wildlife Trust–. Todo esto se debe al deseo de los elefantes por complacer a sus seres queridos. Es algo digno de presenciar. Con los elefantes, recoges lo que siembras, y la mejor manera de obtener cualquier cosa de ellos es a través del cariño.»

Nos dirigimos al establo de Murka, la huérfana que fue rescatada con una lanza clavada en la cabeza. «Mírala ahora –dice Daphne, mientras la cría, a la que sólo le queda una ligera cicatriz en la frente, se acerca a la puerta entreabierta de su compartimento y empieza a chuparme los dedos–. Los veterinarios no esperaban que superase la primera noche.»

«También se ha restablecido psicológicamente –añade Angela–. Era una cría muy traumatizada. Al despertar el primer día se abalanzaba sobre todo el mundo, y con razón. Pero poco a poco empezó a confiar de nuevo, y al cabo de un mes no sólo se encontraba bien entre personas, sino que nos buscaba. Y no fue sólo gracias a nuestros cuidados. Nunca se hubiese recuperado tan rápidamente sin la ayuda de otros elefantes.»

Huérfanos y cuidadores se preparan para pasar la noche. Cada elefante duerme con un cuidador distinto cada noche para evitar que se encariñen excesivamente con una sola persona, y probablemente también al revés. Apoyado sobre la puerta del establo, Nzimbi, que dormirá con Murka esta noche, recuerda su primera visita al orfanato hace 22 años. Le pidió trabajo a Daphne inmediatamente. «Entiendo a estos animales –dice–. Y los quiero tanto.»

Encima del lecho de paja y mantas de Murka está la cama de Nzimbi, con una pequeña radio junto a la almohada. Le pregunto si ha puesto el despertador para la toma de la noche de la cría.

«Oh, no –responde–. Cada tres horas notas la trompa que se acerca y te estira la manta. Los elefantes son nuestros despertadores.»