D urante el monzón de verano, entre finales de noviembre y mediados de marzo, las nubes cargadas de lluvia viajan hacia el oeste con los vientos alisios del océano Índico, en dirección a Mozambique. Tras llegar a la costa, refrescan los bosques miombo de la meseta de Cheringoma y a continuación, la sabana y las praderas de llanura aluvial del Gran Rift Valley. Por último, chocan con las laderas del monte Gorongosa, donde liberan un torrente de lluvias, como una bendición.
El macizo de Gorongosa, cuya cota más elevada alcanza 1.863 metros de altitud, recibe casi 2.000 milímetros de precipitaciones al año, cantidad suficiente para mantener una exuberante selva en la cumbre, y al este, en el Rift Valley, un parque que fue uno de los refugios de fauna con mayor biodiversidad del mundo. Antes de que la guerra civil de Mozambique hiciera estragos en él, el Parque Nacional de Gorongosa tenía elefantes, búfalos africanos, hipopótamos, leones, facóqueros y más de una docena de especies de antílopes. Ahora algunas de esas poblaciones se están recuperando, gracias sobre todo a Greg Carr, empresario y filántropo estadounidense que dirige un proyecto para restaurar Gorongosa. En 2010 el Gobierno mozambiqueño corrigió un error que databa de la fundación del parque, y expandió sus límites para incluir el monte Gorongosa, fuente de los ríos que le dan la vida.
En verano de 2011 visité Gorongosa para apoyar a Carr. El parque es un lugar excelente para dar a conocer la importancia de la biología de la fauna salvaje y lo emocionante que resulta dedicarse a ella en estos tiempos. La selva de la cumbre del monte Gorongosa, cuya extensión es de unos 75 kilómetros cuadrados, es una isla de biodiversidad en un mar de sabanas y praderas. Al ser de difícil acceso, sigue prácticamente inexplorada por los biólogos. De las hormigas, mi especialidad, no se sabía nada cuando llegué. Para un naturalista no hay imán más poderoso que una isla inexplorada. Cuando visité el monte Gorongosa en mi primer viaje a África, mis baterías estaban cargadas al máximo ante la perspectiva de nuevas sorpresas y descubrimientos.
Durante mi estancia en el parque mi ayudante fue Tonga Torcida, un joven oriundo del monte Gorongosa. Con cuatro idiomas y un profundo conocimiento de esta montaña, quiere ser biólogo de fauna salvaje. Me contó el mito de la creación de su pueblo y el motivo por el que consideran que ese monte es sagrado. En épocas remotas, me explicó, Dios vivía con su gente en la montaña. En aquellos tiempos los humanos eran gigantes y no tenían miedo de pedir a Dios favores especiales. Cuando había sequía, le decían: «Danos agua». Cansado de sus constantes demandas, el Creador se fue a vivir al cielo. Pero los gigantes subieron a la cima de la montaña para seguir haciéndole reclamaciones. Al final, para ponerlos en su lugar, Dios decidió empequeñecerlos. Desde entonces la vida se volvió mucho más difícil. Le comenté a Torcida que esa leyenda y su moraleja recordaban a algunos pasajes del Antiguo Testamento.
Gorongosa cayó sin duda en desgracia. Tres años después de que Mozambique consiguiera su independencia de Portugal en 1975, estalló una guerra civil que duró 17 años. El parque, que había sido establecido por el gobierno colonial en 1960, se convirtió en un campo de batalla. Sus oficinas e instalaciones turísticas fueron destruidas. Grupos de soldados errantes, tan ansiosos por encontrar comida como por conseguir marfil para cambiarlo por armas en Sudáfrica, mataron a muchos de los grandes animales. Tras la firma de los acuerdos de paz, pero antes de que se restableciera el orden en Gorongosa, los furtivos cazaron un número todavía mayor de animales para vender la carne en los mercados cercanos. Al final, casi todas las especies de caza mayor habían desaparecido. Solo los cocodrilos, capaces de esfumarse deslizándose rápidamente por las riberas hacia la seguridad de los ríos, salieron relativamente bien parados.
La desaparición de las especies más grandes tuvo importantes consecuencias ambientales. Sin manadas de cebras que pastaran, la vegetación de hierbas y arbustos se hizo más espesa, y aumentó el peligro de incendios causados por los rayos. Sin elefantes que derribaran árboles para alimentarse de las ramas, algunos bosques se volvieron más densos, y sin los desechos ni los cadáveres de los grandes mamíferos, la población de algunos carroñeros se redujo drásticamente.
Aun así, la base ecológica de vegetación y animales pequeños, entre ellos una miríada de insectos y otros invertebrados, se mantuvo sustancialmente intacta. El parque de Gorongosa abarca una gran variedad de hábitats, e incluso hoy mantiene una enorme biodiversidad. En él se han hallado 398 especies de aves (unas 250 de las cuales son residentes), 122 de mamíferos, 34 de reptiles y 43 de anfibios, y probablemente quedan por descubrir decenas de miles de especies de insectos, arácnidos y otros invertebrados.
Durante el decenio posterior al fin de la guerra civil, mientras surgía un Mozambique nuevo y más democrático, Gorongosa permaneció en ruinas. Greg Carr, que después de haber hecho una fortuna en el sector de la mensajería de voz y los servicios de Internet estaba volcado en proyectos altruistas, se había interesado por el país y buscaba la manera de ayudar. En 2004 llegó a un acuerdo con el Gobierno de Mozambique para ayudar en la recuperación del parque. Desde entonces, el filántropo ha hecho mucho más: ha asumido la restauración de Gorongosa, corriendo con la mayoría de los gastos, y ha hecho de esa labor su trabajo a tiempo completo. El Ministerio de Turismo de Mozambique se ha embarcado con él en una colaboración a largo plazo para la gestión y el desarrollo del parque.
Hoy, cuando aún no han pasado diez años, Gorongosa ha avanzado considerablemente en el camino de su recuperación. Algunos animales grandes, como los búfalos africanos y los elefantes, han sido importados de la cercana Sudáfrica y se están multiplicando con rapidez. Los próximos serán los elands y las cebras. Aunque su número continúa siendo muy inferior al de antes de la guerra, manadas de pacedores y ramoneadores vuelven a recorrer las sabanas y praderas. Con la megafauna, vuelve el equilibrio ecológico, y también los visitantes de Europa y América del Norte. Se han construido instalaciones excelentes en el campamento central de Chitengo y en diversos campamentos de exploración en el interior del parque. En Chitengo se conserva como recuerdo de la guerra una losa de hormigón horadada por las balas.
Los logros del equipo de Greg Carr y de los mozambiqueños son impresionantes. Pero restaurar un parque dañado es mucho más difícil que crear uno nuevo, y Gorongosa (en particular su montaña) no está ni de lejos fuera de peligro. Durante la guerra civil, a medida que los soldados invadían y saqueaban la montaña, los agricultores de subsistencia empezaron a desbrozar parcelas a mayor altitud. El tabú de la montaña sagrada había caído en el olvido. Con el tiempo los campesinos llegaron a la selva de la cumbre y empezaron a talar los árboles altos y a convertir el suelo húmedo y fértil en campos de patatas y maíz. En los últimos diez años la extensión original de selva se ha reducido en más de un tercio.
Con el retroceso de la selva, menos especies de animales y plantas pueden hoy sobrevivir. La desaparición total del bosque, que al ritmo actual de destrucción podría ser una realidad en menos de diez años, sería una catástrofe para el parque. La capacidad de la montaña para captar, retener y liberar poco a poco el agua de lluvia desaparecería. El agua discurriría por la superficie rápidamente, y la humedad proporcionada al resto del parque sería estacional en lugar de permanente. Ante esa nueva aridez, la vida en el parque y alrededores sería menos sostenible tanto para la fauna como para las personas.
Ahora que la montaña forma parte del parque, los responsables de este espacio natural tienen la potestad de proteger el perímetro del bosque. Aun así, la selva no estará verdaderamente a salvo hasta que aquellos que la destruyen dispongan de alternativas. Carr propone el turismo como parte de la solución, pero también ha contratado a varios equipos para que creen numerosos viveros donde cultivar árboles autóctonos con el fin de iniciar un largo proceso de reforestación que pueda devolver a la selva su extensión original. La dirección del parque ha abierto escuelas y centros médicos para la población local al pie de la montaña, y tiene previsto instalar en el campamento de Chitengo un centro de enseñanza e investigación científica que prestará especial atención al entorno del interior del parque y a la conservación de su biodiversidad.
Para hacernos una idea de la actual riqueza biológica del monte Gorongosa, Greg Carr y yo decidimos organizar un «bioblitz» en el que participara la población que vive en las faldas de la montaña. Le pedimos a Tonga Torcida que nos ayudara a organizarlo y que reclutara a niños como ayudantes. Un bioblitz es un recuento de las especies halladas e identificadas en un área restringida durante un período de tiempo determinado, normalmente 24 horas. Las reglas son muy simples: los participantes buscan dentro de un radio determinado en torno a un punto focal, asistidos por naturalistas locales familiarizados con uno o más grupos de organismos y capaces de reconocer las especies observadas. La primera vez que ayudé a organizar un bioblitz fue en Concord, Massachusetts, en el verano de 1998, con el lago Walden como centro de interés. La iniciativa tuvo tanto éxito que desde entonces se han organizado actividades similares en todo Estados Unidos y en al menos otros 18 países.
Este bioblitz tuvo lugar a una altitud de unos 1.100 metros en el monte Gorongosa, justo por debajo del límite inferior del bosque lluvioso. Debido a las necesidades logísticas en un lugar tan remoto (tuve que llegar en helicóptero), limitamos el tiempo a dos horas y yo fui el único experto participante. Logré identificar la familia taxonómica de la mayoría de los insectos y arañas (como los milpiés de la familia de los júlidos, los coleópteros de la familia de los estafilínidos y, por supuesto, las hormigas, que pertenecen a la familia de los formícidos), pero algunos especímenes tuve que adivinarlos.
El acontecimiento fue una algarabía de carreras y gritos. Los niños, de entre cuatro y doce años, resultaron ser excelentes «cazadores» de especies. Estaban ansiosos por oír lo que yo podía decirles acerca de sus hallazgos, con Torcida ejerciendo de intérprete. Al final de las dos horas habíamos contado un total de 60 especies, pertenecientes a 39 familias de 13 órdenes diferentes.
Encontramos extraños insectos, algunos muy pequeños. Había muchos himenópteros (el orden que abarca hormigas, abejas y avispas), coleópteros (escarabajos) y dípteros (moscas). Aunque asombrosamente vimos pocas hormigas, una de las especies que identificamos resultó ser Dorylus bequaerti, una hormiga cazadora bastante rara. También vimos unas pocas aves, reptiles, anfibios y un ratón.
Para la mayoría, «fauna» significa mamíferos y aves, los cuales han sufrido mucho en el monte Gorongosa. Todo el mundo anhela ver grandes animales salvajes, y yo no soy una excepción. Pero la fauna también incluye a las pequeñas criaturas que hacen funcionar el mundo: insectos y otros invertebrados que constituyen la base de los ecosistemas terrestres. Así pues, Gorongosa no me defraudó. Al contrario, colmó los deseos de aventura y descubrimiento que he sentido desde que tenía la edad de los que han sido mis ayudantes en este monte y me adentraba en los bosques de Alabama y Florida con una red, una pala y frascos para guardar mis hallazgos.