Parque Nacional Ranthambore, India.
Al alba, el bosque queda atrapado por la niebla. Sólo se distingue un corto tramo del camino de tierra roja. De pronto, del dorado fulgor del polvo y la luz neblinosa emerge una tigresa. Primero se detiene para frotarse el lado derecho de los bigotes contra un árbol junto al camino. Luego cruza la senda y se frota el lado izquierdo. Después se gira y nos contempla con una mirada de indiferencia absoluta.
Entonces, como cediendo a un impulso, alza las patas delanteras y se pone a arañar la corteza del árbol, mostrándonos su perfil, sus maravillosos flancos de una potencia evidente.
El tigre, Panthera tigris, el mayor de los grandes felinos, ha sido descrito con deferencia incluso por la terminología biológica con expresiones como «depredador alfa», «megafauna carismática», «especie bandera». Es uno de los carnívoros más temibles del planeta, y aun así, con su pelaje ámbar cruzado por llamaradas negras, es una de las criaturas más bellas que existen.
Consideremos su constitución. Tiene unas garras retráctiles de hasta diez centímetros de largo y unos dientes carniceros que destrozan cualquier hueso. Aunque puede alcanzar por breves momentos los 55 kilómetros por hora, no está hecho para la velocidad sino para la fuerza. Sus patas cortas y potentes impulsan su letal embestida y sus saltos legendarios. Hace poco se grabó en vídeo a un tigre saltando (o mejor, volando) desde el suelo hasta tres metros y medio de altura para atacar a un guarda forestal que iba montado en un elefante. Los ojos del tigre están retroiluminados por una membrana que refleja la luz a través de la retina, el secreto de su famosa visión nocturna y del brillo de sus ojos por la noche. Sus rugidos se pueden oír a más de un kilómetro y medio de distancia.
Yo llevaba semanas viajando por algunos de los mejores hábitats del tigre en Asia (desde bosques remotos hasta selvas tropicales, sin olvidar los manglares que había recorrido en un viaje anterior), pero nunca había visto un tigre, en parte debido a la naturaleza extraordinariamente reservada de este animal. El tigre tiene suficiente potencia para matar y arrastrar presas hasta cinco veces más pesadas que él, pero es capaz de moverse entre las hierbas altas, a través del bosque e incluso por el agua con un silencio desesperante. Todos los que alguna vez han sido testigos (o supervivientes) del ataque de un tigre coinciden en una cosa: «Apareció de la nada».
Pero otra razón de la escasez de avistamientos es que los territorios ideales para el tigre albergan muy pocos especímenes. El tigre es una especie amenazada prácticamente desde que tengo memoria, y su rareza ha llegado a considerarse un rasgo intrínseco y definitorio, lo mismo que su espectacular pelaje. Pero la idea complaciente de que este felino continuará siendo en un futuro próximo una especie «rara» o «amenazada» ya no se puede sostener. En los albores del siglo XXI, los tigres en libertad se asoman al negro abismo de la aniquilación. «Hay que empezar a tomar decisiones ya, como si estuviéramos en una sala de urgencias –advierte Tom Kaplan, cofundador de Panthera, organización dedicada a los grandes felinos–. No queda otra.»
Los enemigos del tigre son bien conocidos: la pérdida de hábitat, exacerbada por la explosión demográfica; la pobreza, que induce a la caza furtiva de animales de presa, y por encima de todo, el brutal tráfico ilegal de diferentes partes del cuerpo del tigre en China. Menos conocidas son las estrategias conservacionistas mal formuladas que durante decenios han fracasado en la protección del tigre. Se estima que la población de tigres, dispersa entre 13 países asiáticos, es de unos 4.000 ejemplares, aunque muchos conservacionistas creen que en realidad son varios cientos menos. Para situar las cifras con perspectiva, hay que señalar que la primera alarma mundial por la especie data de 1969, y que a principios de los años ochenta quedaban unos 8.000 tigres en el medio natural, según los cálculos de entonces. Así pues, varios decenios de preocupación por los tigres, expresada a gritos en diversos medios (por no mencionar los millones de dólares donados por gente bien intencionada), sólo han conducido a la desaparición de cerca de la mitad de una población que ya estaba en peligro.
Mi determinación de ver al menos un tigre salvaje en mi vida me llevó a la Reserva de Tigres Ranthambore, una de las 40 que hay en la India. Vi el primer ejemplar a los diez minutos, y en una excursión de cuatro días disfruté de nueve avistamientos, entre ellos, la reaparición del primer ejemplar, una hembra de tres años. Entre las hierbas altas, la tigresa acechaba a su presa con tanta paciencia y concentración (levantaba cada pata a cámara lenta para después apoyarla con total suavidad) que casi se podía «ver» su sigilo.
No me importó compartir el espectáculo, en la mayoría de los casos, con una cola de vehículos. Actualmente, ver tigres en libertad es sobre todo una experiencia turística, ya que el tigre de Bengala no sólo es el animal nacional de la India sino también una de sus principales atracciones.
En la India viven alrededor del 50 % de los tigres salvajes del mundo. El censo de 2010 indicaba un máximo de 1.909 ejemplares en el país, un 20 % más que la estimación anterior. Aunque es una buena noticia, la mayoría de los expertos considera que la nueva cifra refleja el perfeccionamiento de los métodos utilizados para realizar el censo más que un aumento real de la población de tigres. Tanto en la India como en otros países, los recuentos de tigres siguen siendo estimativos en el mejor de los casos.
Apenas 41 de esos tigres cuidadosamente censados vivían en Ranthambore. Una mañana, mientras me guiaba por el parque, Raghuvir Singh Shekhawat, responsable de conservación, me señaló la variada fauna que prospera en los lugares donde se protege al tigre: langures comunes, chitales, jabalíes, autillos chinos, martines pescadores y periquitos. Me ofreció también conocer de cerca en qué consistían los trabajos de conservación, y para ello detuvo el todoterreno junto a una tienda de campaña. «¿Le gustaría conocer la difícil vida de los hombres que trabajan sobre el terreno? –me preguntó, mientras abría la tienda y dejaba al descubierto tres pequeños catres–. Ésta es la cocina –dijo, señalando una pila de cuencos y comida enlatada–. De los 30 años de servicio, por lo menos cinco los pasan en una tienda.» Los guardas caminan hasta 15 kilómetros al día en sus patrullas matinales, hacen moldes de escayola de todas las huellas de animal que encuentran y toman nota de cualquier evidencia de animales de presa.
La historia de Ranthambore es un reflejo en miniatura de la historia del tigre en la India. Antiguo coto privado de caza de los marajás de Jaipur, la superficie original de 282 kilómetros cuadrados del corazón de la reserva está rodeada por un muro, detrás del cual se extienden colinas boscosas que aún conservan ruinas de la época de los marajás. Una tarde me reuní con Fateh Singh Rathore, subdirector de las operaciones de campo de Ranthambore desde que en 1973 se convirtió en una de las primeras reservas del Proyecto Tigre en la India. La caza del tigre fue legal en este país hasta principios de los años setenta, y cuando él era joven, en la época en que Ranthambore era un coto de caza, había trabajado de guarda. «Abatir un tigre costaba unas cien rupias», recuerda. Un par de dólares.
Las poblaciones de tigres, siempre frágiles, han fluctuado en los últimos años. Entre 2002 y 2004, la caza furtiva de una veintena de tigres en Ranthambore redujo su población a la mitad. Peor suerte corrió la cercana Reserva de Tigres Sariska, de 850 kilómetros cuadrados, donde no queda ni un solo ejemplar: todos fueron abatidos por cazadores profesionales.
Ranthambore es el centro de una nueva y controvertida estrategia de conservación: el traslado de tigres «sobrantes» a lugares como Sariska. Sólo unos días antes, en una conferencia sobre fauna en Nueva Delhi, había oído encendidas críticas y cuestionamientos a la discutida estrategia por parte de varios organismos de control: ¿Cuándo se considera que un tigre «sobra»? ¿Se habían solucionado los problemas de Sariska y demás reservas antes de importar nuevos tigres? ¿Se habían estudiado los posibles efectos negativos para el tigre trasladado y para la población de origen? ¿Y qué repercusiones podía tener ese trauma sobre la reproducción?
Hasta el momento, los traslados han tenido resultados dispares. Tres tigres transportados a la reserva de Sariska resultaron ser hermanos, lo que se considera negativo para la reproducción. Más elocuente que cualquiera de las legítimas preocupaciones científicas fue una historia difundida por los medios de comunicación del país: el decidido viaje de regreso a su territorio de origen, a 400 kilómetros de distancia, de un macho que había sido trasladado de la Reserva de Tigres Pench al Parque Nacional Panna.
El recorrido de ese tigre solitario pone de manifiesto otra crisis. Muchas reservas son islas de hábitat frágil en un vasto mar de asentamientos humanos, aunque los tigres pueden recorrer más de 150 kilómetros en busca de presas, pareja y territorio. Una desagradable revelación del nuevo censo es que casi un tercio de los tigres de la India viven fuera de las reservas, lo que constituye un peligro tanto para los humanos como para los animales. Las presas y los tigres sólo pueden desplazarse si hay corredores reconocidos entre las distintas áreas protegidas, por donde puedan moverse sin ser molestados. También es de vital importancia la función que desempeñan dichos corredores como nexos de comunicación genética, un aspecto esencial para la supervivencia a largo plazo de la especie.
resulta emocionante contemplar un mapa idealizado de las reservas asiáticas para tigres, interconectadas por esos corredores aún inexistentes. Una telaraña de arterias verdes se ramifica entre los núcleos poblacionales para formar una red que abarca hábitats de características muy diversas (laderas montañosas del Himalaya, selvas, pantanos, bosques caducifolios y praderas), lo que revela la enorme adaptabilidad del tigre. Pero un estudio más detenido del mapa rompe el hechizo. Los lugares donde hay tigres de carne y hueso aparecen como puntos dispersos de color mostaza. El plan general constituye una empresa visionaria, pero, ¿es factible? Para los próximos 10 años hay proyectadas en Asia obras de infraestructura (el tipo de desarrollo que con frecuencia destruye el hábitat) por valor de más de 500.000 millones de euros al año.
«No conozco ningún jefe de Estado que diga: “Somos un país pobre, y si hay que elegir entre las personas y los tigres, tendremos que abandonar a los tigres” –dice Alan Rabinowitz, experto en tigres y presidente de la fundación Panthera–. Los Gobiernos no quieren perder a su animal más majestuoso. Lo consideran parte de la esencia del país, parte de su patrimonio cultural. No están dispuestos a hacer muchos sacrificios por salvarlo, pero si ven una manera viable de protegerlo, normalmente lo harán.»
Ver la manera de protegerlo no es fácil entre la infinidad de estrategias, programas e iniciativas que se disputan la atención, y los fondos. La lista de organizaciones implicadas en esta tarea es impresionante. «Entre todas las organizaciones benéficas cada año se gastan entre 3,5 y 4,5 millones de euros en la protección del tigre –dice Mahendra Shrestha, ex director de Save the Tiger Fund, que entre 1995 y 2009 concedió ayudas por valor de más de 12 millones de euros–. En muchos casos, las ONG y los Gobiernos de los países donde hay tigres no hacen más que pelear entre ellos.»
La conservación a largo plazo debe prestar atención a todos los aspectos del territorio del tigre: núcleos de poblaciones reproductoras, reservas intactas, corredores para la fauna, y las poblaciones humanas vecinas. En un mundo ideal, todas las partes deberían recibir financiación; en la práctica, las diferentes organizaciones adoptan distintas estrategias para cada componente del problema. Pero el tiempo se agota, y hay que establecer prioridades.
«Desde la década de 1990 se ha producido un desplazamiento del centro de interés», dice Ullas Karanth, de Wildlife Conservation Society (WCS) y uno de los biólogos expertos en tigres más prestigiosos del mundo. El desplazamiento hacia actividades de conservación de los tigres como el ecodesarrollo y los programas sociales, que posiblemente tienen mayor atractivo para la recaudación de fondos que las patrullas contra los furtivos, desvían recursos y energías de la más vital de las tareas: proteger los núcleos de poblaciones reproductoras. «Si se pierden –advierte Karanth–, habrá territorios de tigres sin tigres.»
Decenios de experiencia y de fracasos han dado paso a una estrategia de conservación que, según Rabinowitz, «permite que cualquier lugar o territorio incremente su población de tigres si se sigue correctamente». Parte vital de esa estrategia es el trabajo implacable y sistemático de patrullar y controlar sobre el terreno tanto a los tigres como a las presas en los lugares donde hay núcleos de población que pueden considerarse viables desde un punto de vista realista. Siguiendo el protocolo establecido, una población de media docena de hembras reproductoras puede recuperarse. Eso al menos es lo que se espera en la mayor reserva de tigres del mundo, situada en un remoto valle en el norte de Myanmar.
Valle de Hukawng, Myanmar
Mi primer encuentro con el Santuario de Vida Salvaje del Valle de Hukawng no es muy alentador. Al llegar al próspero asentamiento de Tanaing, en el norte de Myanmar, contemplo con desconcierto el alegre y extenso mercado, la parada de autobuses, los generadores, los postes telefónicos y los animados restaurantes, todo ello situado dentro de los límites de la reserva.
Secciones considerables de la generosa zona de transición que rodea los 6.500 kilómetros cuadrados del santuario original han desaparecido. Se han despejado y quemado 80.000 hectáreas para el cultivo de la yuca, en un proceso tan acelerado que el retroceso del bosque pudo verificarse en cuestión no de semanas, sino de días. El asentamiento minero de Shingbwiyang, al oeste, donde la tierra ha quedado desprovista de vegetación y los torrentes de las montañas se han convertido en ríos de barro, acoge unos 50.000 inmigrantes atraídos por el oro, y se han levantado estructuras de hormigón y tendido líneas eléctricas entre rudimentarias chozas de madera con techumbre de paja. El Ejército de Independencia Kachin, enfrentado al Gobierno, controla el extremo oriental de la reserva.
Aun así, la reserva de tigres de 17.373 kilómetros cuadrados podría soportar, por su colosal tamaño, esas intrusiones. Situado entre tres cadenas montañosas, el valle de Hukawng se caracteriza por una selva densa, oscura y aparentemente ilimitada. Hace apenas 40 años, en los años setenta, los habitantes de Hukawng todavía se encontraban con tigres en el día a día de la vida rural, y oían sus rugidos por la noche. Los tigres no solían atacar a los humanos; sus víctimas eran el ganado. En cualquier caso, el temible potencial del felino más grande del mundo inspiraba suficiente respeto para consagrarlo en la mitología local. Entre los naga, la tribu del noroeste de Hukawng, todavía es frecuente oír historias de tigres. Este felino era rum hoy khan, el rey de la selva, con el que el hombre tenía un thitsar, un vínculo o acuerdo natural. «Antes los naga llamaban “abuelo” a los tigres macho y “abuela” a las hembras –me contó un anciano–. Los consideraban sus antepasados.»
Tales creencias están desapareciendo con los tigres, y ahora sólo los más ancianos las recuerdan. Los jóvenes de Myanmar conocen más al tigre a través de historias sobre su conservación que por la vida real. El Departamento Forestal de Myanmar, por ejemplo, patrocina un equipo pedagógico móvil que recorre las aldeas representando una obra de teatro sobre un tigre muerto a manos de un malvado cazador furtivo. Según cuentan, la pena de la tigresa «viuda» hace llorar a todas las mujeres del público. No hay testimonio más elocuente de la situación de peligro del tigre que esta adaptación de la mitología, donde el «rey de la selva» pasa a ser «viuda doliente».
dos días después de llegar a tanaing me reuní con dos equipos del Departamento Forestal de Myanmar, el del Tigre Volador y el de los guardas forestales, cuando se dirigían, aguas arriba por el río Tawang, al puesto avanzado de guardia. El sol había disuelto la niebla matinal, y el río discurría con un tono glacial bajo el azul acerado del cielo. En el valle de Hukawng hay elefantes, panteras nebulosas, gaures (un tipo de buey) y sambares (un ciervo asiático), la presa favorita de los tigres, cuyo número aún no se ha calculado de manera satisfactoria.
En el puesto avanzado de guardia, Zaw Win Khaing, jefe de los guardas forestales, me ofreció un panorama general del trabajo de reconocimiento realizado durante la presente temporada. El equipo especializado en tigres dedicaba un tercio de cada mes a patrullar en busca de huellas y excrementos del felino y evidencias de la presencia de animales de presa, como sambares, gaures y jabalíes. Los guardas forestales buscaban indicios de actividad humana. El mes anterior habían disuelto un campamento de furtivos y dispersado o capturado a 34 personas implicadas en la tala y el cultivo, sobre todo de adormidera para la producción de opio.
Saw Htoo Tha Po, cuyo cargo tiene el atractivo nombre de «coordinador de tigres» y es un veterano en esta difícil profesión, me describió cómo son las patrullas. «A veces, si hace sol, puedes ver el cielo», dijo, intentando explicar lo que significa trabajar hasta seis semanas seguidas bajo un bosque de triple dosel. Los días de lluvia son los peores: los árboles derraman agua por todas las hojas y la neblina te cala hasta los huesos, y las sanguijuelas «te chupan más sangre». La variedad local de malaria es particularmente grave y ya ha matado a varios miembros del equipo. En total, 74 personas, entre funcionarios del departamento forestal y policías del servicio de fauna, se reparten por turnos la responsabilidad de patrullar un área estratégica de 1.800 kilómetros cuadrados de bosque denso.
El jefe de los guardas, Zaw Win Khaing, vio un tigre una vez en 2002. Estaba midiendo unas huellas de oso cuando notó que algo se movía a su derecha. La cara del tigre apareció entre las hierbas altas. «Estaba tan cerca como esa planta –me dijo, señalando un huerto a unos 5 metros de distancia–. No sé cuánto rato estuve mirándolo, porque estaba temblando.» Al final, el tigre se dio media vuelta y desapareció en la selva.
Según la estimación de un experto, en el valle de Hukawng puede haber unos 25 tigres. En este caso el experto es un anciano de la etnia lisu, retirado no hace mucho de la caza furtiva del tigre, que de vez en cuando comparte amablemente su información con los equipos especializados en el felino. Más difícil es conseguir indicios oficiales y científicos de la presencia de tigres. En 2006-2007 se observaron varias huellas de un único ejemplar, y en la temporada 2007-2008, el análisis del ADN de los excrementos recogidos indicó que había tres tigres.
Esta temporada, una línea de huellas junto al río fue motivo de celebración y puso en marcha un seguimiento digno de una unidad especial del ejército. A las ocho de la mañana se transmitió por radio la noticia del descubrimiento, y a las seis de la tarde ya había llegado un equipo desde Tanaing. Durante cinco días se tomaron medidas y se hicieron moldes de escayola de las huellas, y se instalaron tres cámaras trampa, que hasta ahora sólo han conseguido la foto de un cálao cariblanco. Hacia la misma fecha se descubrieron huellas frescas a 15 kilómetros río arriba que resultaron ser del mismo tigre. Eso fue todo lo que reportó otra difícil temporada de investigación sobre el terreno: unas cuantas huellas de tigre sobre la pálida arena amarilla.
Posteriormente hablé con Alan Rabinowitz, cuyos diez años de colaboración con el Departamento Forestal de Myanmar condujeron a la creación del Santuario de Vida Salvaje del Valle de Hukawng. ¿Estaba justificado tanto esfuerzo para tan pocos tigres? Me enseñó un mapa que mostraba la posición clave de Hukawng en la red septentrional de los territorios del tigre. «El potencial de Hukawng es enorme –dijo, y me recordó que ha sido testigo del cambio radical de algunos hábitats–. Huai Kha Khaeng estaba en unas condiciones terribles cuando estuve allí en los años noventa, y ahora es una de las mejores reservas de tigres de Asia.»
Huai Kha Khaeng, Thailandia
«Trabajé aquí por primera vez en 1986. Cada noche se oían disparos, y cada día había animales muertos», cuenta Alan Rabinowitz a un grupo de 40 guardas forestales, los jefes de equipo que representan a los 170 empleados del parque, reunidos en el edificio principal del Santuario de Vida Salvaje Huai Kha Khaeng, de 2.780 kilómetros cuadrados, en el oeste de Thailandia.
El paisaje desolado de hace 25 años descrito por Rabinowitz era irreconocible para su audiencia. «Lo que habéis hecho aquí –prosigue– es convertir Huai Kha Khaeng, un lugar con un futuro muy incierto, en uno de los mejores refugios para el tigre que hay en el mundo.»
Hace dos décadas había unos 20 tigres en Huai Kha Khaeng. Se calcula que ahora hay unos 60 sólo en el santuario y alrededor de 100 en el resto del Complejo Forestal Occidental, cuya superficie es seis veces mayor. La mejora en la salud del bosque y el aumento de presas (un tigre necesita unos 50 animales, o 3.000 kilos de presas vivas, al año) indican que la población de tigres podría seguir creciendo a ritmo acelerado.
La viabilidad de la recuperación del tigre no sólo depende de la acción humana en un futuro inmediato, sino también de la propia naturaleza del tigre, extraordinariamente resistente. No es un animal quisquilloso por lo que se refiere a la dieta o el hábitat, y no depende de un ecosistema concreto, como el panda. En Bhután se han hallado huellas de tigre a más de 4.000 metros de altitud, en un territorio compartido con la pantera de las nieves. En los manglares de aguas saladas de los Sundarbans, situados en la India y Bangladesh, los tigres son buenos nadadores y han aprendido a complementar su dieta con animales marinos. Además, se reproducen bien cuando tienen oportunidad de hacerlo. Una hembra puede criar un promedio de entre seis y ocho cachorros a lo largo de sus 10 a 12 años de vida, lo que ha hecho que una población como la de Huai Kha Khaeng se haya triplicado en 20 años.
El estricto control en Huai Kha Khaeng dio a los tigres la ocasión de luchar, y los animales respondieron. En la reunión de guardas forestales, vi a cada uno de los jefes de patrulla levantarse y ofrecer un informe de diez minutos acerca del trabajo de sus equipos. En las presentaciones multimedia mostraron mapas de las áreas patrulladas, las rutas recorridas, los días que cada hombre dedicó a cada una de ellas y las localizaciones de los puntos conflictivos. No menos reveladoras fueron las imágenes que mostraban un interés que va más allá del estricto cumplimiento del deber, como las fotografías que los guardas tomaron de unas flores en la espesura, o el vídeo de una hormiga arrastrando el cadáver de un lagarto. Las poco frecuentes imágenes de una hembra de tapir asiático guiando a su cachorro a través de un río suscitaron murmullos de admiración. Vivo interés y dedicación personal, orgullo profesional y motivación: todo eso se palpaba en la sala. En muchas reservas de tigres los guardas tienen que arreglárselas con harapos y equipos de tercera mano, pero los de Huai Kha Khaeng van vestidos con elegantes uniformes de camuflaje que marcan su condición de miembros de una profesión respetada.
«La principal baza de Thailandia es la garantía de los salarios, el compromiso del Gobierno», me dijo un conservacionista. El presupuesto operativo de Huai Kha Khaeng para 2008-2009 fue de medio millón de euros, de los cuales dos tercios provenían del Gobierno tailandés, y el resto, de la WCS, del Gobierno de Estados Unidos y de diversas ONG internacionales. Esta suma cubrió los gastos de administración, el estudio de la especie, la formación del personal, el control del comercio de fauna salvaje, las cámaras trampa y, lo más importante, las 30.600 jornadas de patrulla.
Después de la reunión salí a dar un paseo por el bosque con Rabinowitz, Anak Pattanavibool, director del programa de la WCS para Thailandia, y un guía llamado Kwanchai Waitanyakan. Muy por debajo del dosel del bosque, nos movimos entre una maraña de altas cañas de bambú. Dos veces nos detuvimos para escuchar la llamada de un elefante. Al cabo de unos kilómetros, llegamos a la límpida corriente del Huai Tab Salao. En la ribera opuesta vimos un largo rastro de huellas de tigre, de diez centímetros de ancho, que avanzaban entre leves marcas de aves y huellas de elefante, redondas como nenúfares.
«Apoye todo el peso sobre las manos –me indicó Rabinowitz, antes de medir la impresión que dejaban mis manos en la arena–. Un centímetro y medio», anunció después. Las huellas de las patas del tigre tenían casi cuatro centímetros de profundidad. Según Pattanavibool, eran de un macho de más de 180 kilos.
En las reservas de tigres fuera de la India, la mayoría de los guardas han visto cazadores
furtivos, pero no han visto tigres. Pasan los días y las noches en una selva azotada por la malaria, sudando por un animal que quizá nunca verán. Incluso en Huai Kha Khaeng, las patrullas tienen menos probabilidades de ver tigres que las aproximadamente 180 cámaras trampa instaladas en sitios estratégicos para vigilar el bosque. En el centro de investigación de fauna del santuario había imágenes de tigres sorprendidos en diferentes momentos de su vida secreta: con los ojos de un azul luminiscente brillando en la oscuridad, echados majestuosamente sobre un lecho de hojas al sol, mirando directamente el objetivo o enseñando sólo la punta de la cola.
El objetivo en Huai Kha Khaeng es aumentar la población en un 50 %, hasta llegar a 90 tigres, y a 720 en todo el Complejo Forestal Occidental. Esto nos lleva a más especulaciones: si la población de tigres en un parque bien gestionado pudiera triplicarse en 20 años…
«Quedan 1.100.000 kilómetros cuadrados de hábitat para tigres –dice Eric Dinerstein, director científico y vicepresidente del área de conservación del WWF–. Si calculamos dos tigres por cada 100 kilómetros cuadrados, hay capacidad para 22.000 tigres.»
De momento, el propósito innegociable es salvar a los pocos tigres que realmente existen. Y la historia del destino del tigre avanza con implacable rapidez. El Año del Tigre, cuya celebración, en 2010, se planeó cuidadosamente en un congreso internacional que tuvo lugar en Katmandú en octubre de 2009, llegó y pasó sin ningún beneficio claro para los tigres que viven en el medio natural en cualquier parte del mundo. En noviembre de 2010, los 13 países en los que habita el felino que asistieron a la Cumbre Mundial del Tigre en San Petersburgo se comprometieron a «tratar de duplicar el número de tigres salvajes en su área de distribución para 2022». En marzo de 2010, una hembra y sus dos cachorros murieron envenenados en Huai Kha Khaeng, las primeras víctimas de los furtivos en cuatro años. Las muertes impulsaron al Gobierno tailandés a ofrecer una recompensa de 2.200 euros a quien capturara a los furtivos. Ese mismo mes dos tigres jóvenes fueron envenenados en Ranthambore, aparentemente por unos aldeanos que habían perdido unas cabras víctimas del ataque de los tigres. Poco después nacieron otras dos crías. Y en Hukawng, una cámara trampa captó a un nuevo macho, tan sólo una muestra de lo que puede albergar ese vasto territorio salvaje.
Casi todas las autoridades coinciden en que la batalla por salvar al tigre se puede ganar, pero que es preciso actuar con absoluta profesionalidad y seguir una estrategia de eficacia contrastada. Eso requerirá de nuestra parte no sólo determinación, sino incluso fanatismo.
«Quiero dejarlo por escrito en mi testamento –me dijo Fateh Singh Rathore en Ranthambore, con los ojos ardiendo como brasas tras el cristal de las gafas–. Cuando muera, quiero que esparzan mis cenizas en estas tierras para que el tigre pueda caminar sobre ellas.»