Se ha formado un cumulonimbo aviar. Cuando la nube descarga, el chaparrón de aves es rápido como el rayo. Se lanzan en picado, un escuadrón de tridentes blancos alanceando las olas. Momentos después emergen con el gaznate lleno de peces. Sacuden la cabeza, se elevan sobre el agua desplegando sus alas de dos metros y se pierden en las alturas con elegancia, rumbo a los acantilados, donde se posarán con torpeza.
Son los alcatraces atlánticos, marineros de altura amarrados estacionalmente a colonias muy pobladas. La ciencia nos dice que Morus bassanus es pariente del piquero, pero a simple vista parece una gaviota cruzada con un albatros. Tan elegantes en el vuelo como desafortunados en tierra, son a la vez arrogantes y exquisitos, territoriales y tiernos, dramáticos y cómicos. Son, en palabras del naturalista escocés Kenny Taylor, «aves de contrastes».
Hablemos de ellos, pues, y empecemos con un dato optimista. En 1913, tras varios siglos de caza que habían mermado su población antaño muy numerosa, quedaban unos 100.000 ejemplares, menos de 20 colonias. Cien años de protección más tarde, el alcatraz es uno de los grandes éxitos de la conservación. Alrededor de 40 colonias dispersas en el Atlántico Norte albergan hoy unas 400.000 parejas nidificadoras y decenas de miles de juveniles y de individuos no reproductores.
Un ejemplo de colonia nutrida es la de Hermaness, una reserva natural situada en el norte de las islas Shetland. Con acantilados gnéisicos de 150 metros que caen vertiginosamente en un mar salpicado de arcos marinos, el lugar, que toma su nombre de un gigante que amaba a una sirena, está envuelto en el mito. Cuando llegas a él, los kilómetros de páramo empapado recorridos se desvanecen en un abismo de mar y cielo, donde rugen las olas y el viento.
Los alcatraces empezaron a anidar allí en 1917, y en los meses de verano (la época de la muda), sus plumas cuajan el aire cual polvo de hadas. La colonia es una barahúnda de graznidos, aleteos y picotazos. Los puntos de nidificación que más se cotizan son los que están en el centro, los más protegidos. Una vez ocupados, son defendidos con la vida, a picotazo limpio. Por la periferia merodean los singles en busca de pareja y nido propios.
Para adueñarse de un espacio, los machos se enzarzan en luchas que pueden durar hasta una hora. Cuando el combate termina, uno de los dos contrincantes abandona y el otro toma posesión de su hogar. «El ave es fiel al lugar que ocupa –dice Stuart Murray, un escocés que lleva 40 años observando las aves marinas británicas–. Atraen a una hembra, ella pone un huevo, y entonces saben que han cumplido su objetivo.»
Cada temporada ponen un huevo. La pareja se turna para incubarlo y, al cabo de seis semanas, para alimentar a esa criatura negra, arrugada y lampiña que sale del cascarón. En tres meses se convierte en una bola de algodón, blanca y esponjosa; luego, en un subadulto de plumaje oscuro. Dos comidas al día lo engordarán rápidamente, y el aleteo tonificará sus músculos. Cuando el pollo está preparado para abandonar el nido, se lanza al mar. «Al principio solo cabecea en el agua, perplejo –dice Murray–, pero el hambre lo induce a nadar y bucear. Luego aprende observando a otros alcatraces.» Pero su vida está llena de peligros. Menos de la mitad de los pollos llegan a su tercer año de vida.
Desde tiempos inmemoriales los marineros se han valido de los alcatraces para localizar los bancos de peces
Si por algo se distinguen estas aves es por su espectacular modo de alimentarse: un vuelo en picado que acaba bajo el mar. Al contemplarlo se comprende por qué desde tiempos inmemoriales los marineros se han valido de ellos para localizar los bancos de peces. De hecho, la relación entre humanos y alcatraces tiene siglos de historia. Hrothgar, el señor feudal de Beowulf, llamaba al océano «baño de alcatraces». Los hermanos Wright «observaban los alcatraces e imitaban con brazos y manos los movimientos de sus alas», decía el fotógrafo de su primer vuelo. Y su grasa servía para todo, de remedio contra la gota o de lubricante de ruedas de carro.
Hoy, con menos enemigos naturales y alimento de sobra, el futuro del alcatraz atlántico pinta bien. No obstante, como sucede con la mayoría de las aves marinas, cada día es para ellos un campo de pruebas.