El 14 de septiembre de 1998, un malasio de nombre Wong Keng Liang llegó al aeropuerto internacional de Ciudad de México procedente del vuelo 12 de Japan Airlines. Delgado y con gafas, vestía vaqueros descoloridos, cazadora azul claro y camiseta con una cabeza de iguana blanca estampada. George Morrison, oficial al mando de Operaciones Especiales, la unidad de élite del Servicio de Pesca y Vida Salvaje de Estados Unidos, compuesta por cinco agentes secretos, estaba allí para recibirlo. Tras su arresto, Anson (nombre por el que Wong es conocido entre los traficantes de fauna y la policía de todo el mundo) era conducido, esposado y escoltado por policías federales mexicanos, al Reclusorio Norte, la mayor cárcel del país.

Para Morrison y su equipo, el arresto de Anson Wong, el contrabandista de especies amenazadas más buscado del planeta, fue la operación de su vida. Su detención, en la que participaron las autoridades de Australia, Canadá, México, Nueva Zelanda y Estados Unidos, fue una victoria difícil, la culminación de una operación secreta de cinco años de duración, considerada aún hoy como la investigación internacional sobre tráfico de fauna y flora de mayor éxito de la historia.
Durante demasiado tiempo, en demasiados países, añadir el calificativo «contra la fauna y la flora silvestres» a la palabra «delito» parecía reducir su gravedad. Los fiscales federales de Estados Unidos querían que la condena de Anson mostrara al mundo que los contrabandistas de vida salvaje son criminales. Además de presentar cargos contra él en el marco de la normativa estadounidense contra el tráfico ilegal de especies de fauna y flora que recibe el nombre de ley Lacey, lo acusaron de conspiración, delito grave de contrabando y blanqueo de dinero.
Durante casi dos años Anson interpuso recursos contra la extradición a Estados Unidos, pero finalmente se avino a firmar un convenio declaratorio en el que reconocía su culpabilidad en delitos sobre los que pesaba una pena máxima de 250 años de cárcel y 12,5 millones de dólares (8,3 millones de euros) de multa. El 7 de junio de 2001 fue condenado a 71 meses de reclusión en una cárcel federal (que incluían los 34 meses que ya había pasado en prisión), el juez le impuso una multa de 60.000 dólares (40.000 euros) y lo inhabilitó para vender animales en Estados Unidos durante tres años tras su puesta en libertad.

Si el juez creía que la inhabilitación de Anson Wong iba a obrar algún efecto, se equivocó. Poco después de su arresto, la esposa y socia comercial de Anson, Cheah Bing Shee, fundó una nueva compañía, la CBS Wildlife, que siguió exportando animales a Estados Unidos mientras Anson permanecía en prisión. Paralelamente, su empresa principal, la Sungai Rusa Wildlife, siguió adelante con sus envíos pese a la prohibición. Ahora que ya ha salido en libertad, Anson ha iniciado un nuevo negocio, un zoológico que promete ser su empresa más audaz hasta el momento.
El juego de los números
Es casi imposible mencionar una especie animal o vegetal del planeta que no haya sido objeto de comercio (legal o ilegal) por su carne, su pelaje, su piel, su canto o su valor ornamental, como animal de compañía o como ingrediente para la industria cosmética o la farmacéutica. Todos los años, China, Estados Unidos, Europa y Japón compran animales y plantas por valor de miles de millones de euros a las regiones del mundo con mayor riqueza biológica, como el Sudeste Asiático, vaciando así sus parques protegidos y saqueando sus espacios naturales, cuyo acceso es cada vez más fácil a través de las nuevas sendas madereras.
El camino hacia el mercado empieza por lo general cuando unos cazadores o agricultores pobres atrapan animales para los comerciantes locales, que los pasan al eslabón siguiente de la cadena de suministro. En Asia, los animales terminan en las mesas de los banquetes o en las farmacias; en los países occidentales acaban en los salones de los aficionados a la fauna exótica. Los aspectos económicos son tan fáciles de entender como los de una subasta de arte: cuanto más raro sea el artículo, mayor es su precio.

Nadie conoce exactamente la magnitud del comercio ilegal de fauna y flora silvestres, pero una cosa está clara: es extraordinariamente lucrativo. Los contrabandistas eluden la detención ocultando las especies ilegales dentro de remesas legales; también sobornan a las autoridades de aduanas y de protección de la fauna y falsifican documentos. Muy pocos son detenidos, y las sanciones no suelen ser mucho más severas que las multas de aparcamiento. El contrabando de especies silvestres es probablemente la modalidad de comercio ilegal más rentable del mundo, por encima de todas las demás.
Los contrabandistas se aprovechan además de un resquicio legal en el Convenio sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Fauna y Flora Silvestres (CITES). Con 175 países miembros, CITES es el tratado básico mundial para la protección de las especies silvestres, que se clasifican en tres grupos según el grado de amenaza que pesa sobre su supervivencia. Los animales incluidos en el Apéndice I, entre ellos tigres y orangutanes, se consideran próximos a la extinción y su comercio está prohibido. Las especies del Apéndice II son menos vulnerables y pueden ser objeto de comercio, pero sólo bajo determinadas condiciones. Las del Apéndice III están protegidas por la legislación nacional del país que las ha añadido a la lista. Sin embargo, el convenio CITES tiene una importante laguna jurídica: las especies criadas en cautividad no gozan de la misma protección que sus parientes salvajes. Después de todo, CITES se aplica a la fauna y flora silvestres.
Los defensores de la cría en cautividad argumentan que dicha actividad disminuye la presión sobre las poblaciones salvajes, reduce los delitos y satisface una demanda internacional que nunca desaparecerá. Pero esas ventajas sólo se hacen notar en los países donde la aplicación de la ley es suficientemente contundente como para disuadir a los infractores. En la práctica, los contrabandistas instalan criaderos falsos, para después alegar que los animales y las plantas que en realidad han sido obtenidos ilegalmente en la naturaleza proceden de sus instalaciones. La falsa cría en cautividad es una de las muchas tácticas utilizadas por Anson Wong en la gestión de un negocio que funciona como tapadera de una de las mayores mafias del mundo dedicadas al contrabando de flora y fauna.

Actualmente, el más famoso de los traficantes de reptiles condenados por la justicia está a punto de adentrarse por nuevos terrenos, con consecuencias potencialmente devastadoras para uno de los animales más reverenciados, carismáticos, y amenazados, del planeta: el tigre.
Operación camaleón
El equipo de Operaciones Especiales comenzó la caza de Anson Wong en otoño de 1993. El grupo se preciaba de asestar duros golpes al tráfico comercial a gran escala. En el ámbito del comercio de aves exóticas, había interrumpido operaciones de contrabando en todo el mundo y había contribuido a la aprobación en 1992 de la Ley de Conservación de Aves Salvajes, que prohibió la importación de muchas especies vulnerables.
En la década de 1990 entraba en Estados Unidos un flujo constante de reptiles ilegales, y los precios no dejaban de subir. Hasta 13.500 euros se pagaban por una tortuga rara o por un dragón de Komodo. Los reptiles son fáciles de contrabandear: son pequeños (por lo menos las crías) y resistentes, y su metabolismo de sangre fría les permite pasar mucho tiempo sin comer ni beber. Valiosos y fáciles de transportar, eran los diamantes del tráfico de fauna.
Hacía años que los informantes mencionaban el nombre de Anson Wong, y Operaciones Especiales empezó a sospechar que se trataba del cabecilla mundial del tráfico ilegal de reptiles. Anson ya tenía una orden de busca y captura en Estados Unidos por suministrar reptiles ilegalmente a un comerciante de Florida a finales de los años ochenta. Se decía que era consciente de su situación de requerido por la justicia y que, para capturarlo, había que idear algo inteligente.
El agente especial Morrison quedó al frente de la operación. Él y su jefe, el agente especial Rick Leach, alquilaron un local en un complejo de negocios de las afueras de San Francisco. Llenaron su nueva empresa de venta al por mayor, llamada Pac Rim, con la única mercancía comercializable que tenían: un cargamento de conchas y corales producto de una investigación anterior. Anunciaron sus productos en varias revistas, y cuando llegaron los pedidos, ellos mismos se ocuparon de empaquetar y etiquetar los envíos.
Como complemento de Pac Rim, el grupo de Operaciones Especiales abrió una tienda minorista llamada Silver State Exotics en las afueras de Reno, Nevada. La combinación proporcionó a los agentes un círculo económico completo: podían importar animales en grandes cantidades a través de Pac Rim y vender los que no necesitaban como pruebas de cargo por medio de Silver State Exotics, lo que confería a Pac Rim la apariencia de un próspero negocio con contactos (e ingresos) en todo el mundo.
El 19 de octubre de 1995, Morrison envió un fax a la empresa de Anson, Sungai Rusa Wildlife, en el que se presentaba como un mayorista de conchas y corales interesado en ampliar su negocio al sector de los reptiles y anfibios. Anson le contestó con una lista de precios ofreciéndole ranas y sapos de gama baja por menos de cuatro euros y geckos por 20 céntimos (productos que en el sector se consideran «basura»), con los animales listados por sus nombres en latín. En un caso, Anson usaba su propio nombre para designar una subespecie: ansoni. En la lista destacaban dos animales: la falsa tortuga marina (o tortuga de nariz de cerdo) y el clamidosaurio de King, protegidos en sus territorios de Papúa y Nueva Guinea, Indonesia y Australia. Así pues, en su primer contacto con Morrison, que para él era un completo desconocido, Anson le había ofrecido una pequeña muestra de fauna ilegal.

Pronto empezó a tentar a Morrison con reptiles del Apéndice I, algunos de los más escasos y valiosos del planeta: dragones de Komodo de Indonesia, tuátaras de Nueva Zelanda, aligátores chinos y tortugas de espolones malgaches, los más raros entre los raros. Con la ayuda de un empleado corrupto de las oficinas de FedEx en Phoenix, Arizona, Anson hizo envíos urgentes de especies protegidas (entre ellas un falso gavial del Sudeste Asiático y tortugas estrelladas de Madagascar, dos especies incluidas en el Apéndice I) a direcciones falsas. Envió dragones de Komodo directamente a Morrison desde Malaysia, ocultos en unas maletas transportadas por su «mula», el estadounidense James Burroughs. Las tortugas viajaban, con el caparazón envuelto con cinta adhesiva para que no sacaran las patas, dentro de unos calcetines negros colocados en el fondo de diversos envíos legales de reptiles.
Morrison estaba admirado ante la habilidad de Anson. Era capaz de sacar tortugas de Perú a través de unos agentes sin ni siquiera tocarlas. Contrataba cazadores furtivos para que actuaran en un refugio de vida salvaje de Nueva Zelanda. Poseía un negocio de animales en Vietnam y presumía de poder recurrir a matones chinos para hacer valer sus tratos. Fue interesante comprobar que aprovechaba el resquicio del convenio CITES sobre la cría de animales, afirmando que los animales salvajes que él exportaba habían nacido en cautividad. En una ocasión envió una gran cantidad de tortugas estrelladas indias a través de Dubai, declarando que habían sido criadas en cautividad en el emirato. Cuando los investigadores acudieron al supuesto criadero, encontraron una floristería.
Anson aseguró a Morrison que no tenía nada que temer de las autoridades malasias. El control del comercio ilícito de especies en Malaysia corresponde a las aduanas y al Departamento de Vida Salvaje y Parques Nacionales: el Perhilitan. Refiriéndose al estadounidense que le hacía de correo, le dijo a Morrison: «He conseguido que el segundo oficial de aduanas lo saque personalmente del aeropuerto y lo traiga a mi despacho».
En una ocasión Anson ofreció a Morrison 20 pitones de Timor por 10.000 euros. Morrison expresó su preocupación por la posibilidad de que las serpientes carecieran de la preceptiva documentación CITES. «Irán con los papeles en regla –contestó Anson–. Tengo preparado el arresto de un cabeza de turco. Le confiscarán la mercancía, y el departamento me la venderá a mí.»
Después le ofreció cuernos de rinocerontes de Sumatra y Java, animales ambos del Apéndice I. Le habló sin rodeos de conseguir shahtoosh, la preciada lana de antílope tibetano. Conseguía aves extraordinarias, entre ellas el estornino de Bali, cuya población en libertad se estima en menos de 150 ejemplares. Presumía de sus guacamayos de Spix, un ave que hoy se cree está extinguida en libertad, diciendo que acababa de vender tres ejemplares. El precio de un guacamayo de Spix en el mercado negro rondaba los 67.000 euros. Su extensa lista de rarezas ilícitas incluía pieles de panda y de leopardo de las nieves.
Considerar a Anson Wong únicamente como un traficante de reptiles había sido un grave error, que le había permitido maniobrar libremente por todo el mundo. Los reptiles eran repulsivos, algo que nadie quiere ver, y oculto entre lo repulsivo había ganado mucho dinero. Si podía servir las mercancías que ofrecía, entonces los reptiles legales, y baratos, que enviaba a pajarerías de todo el mundo no eran más que la tapadera de un imperio de tráfico ilegal de especies salvajes.
«Puedo traer cualquier cosa de cualquier sitio –le escribió a Morrison–. Todo depende de cuánto dinero vayan a recibir ciertas personas. Dígame lo que quiere y yo le diré cuánto le costará.»
«A mí no puede pasarme nada –alardeaba–. Podría vender un panda y no me pasaría nada. Mientras esté aquí, estoy a salvo.»
Finalmente, tras cinco años de transacciones ilegales por valor de 350.000 euros, Morrison estuvo listo para atacar la «fortaleza Malaysia», como llamaba a la base de Anson. Le propuso asociarse en un nuevo negocio, centrado en los animales más raros del planeta. «Mercancía cara y difícil de encontrar –respondió Anson–. En la posición en que me he situado, la gente viene a ofrecerme las cosas a mí antes de ir a otros sitios.» Su respuesta fue afirmativa.
Morrison sugirió empezar por el contrabando de bilis de oso, un ingrediente de la medicina tradicional china. Anson convino en que había mucha demanda de ese producto en China y Corea del Sur. «Recuerde que no vendo directamente; demasiado peligroso», escribió a Morrison. En su lugar, utilizaría un intermediario.
Morrison respondió que él también conocía a una persona que podía organizar el envío de la bilis desde Canadá, pero que su amiga se negaba a trabajar con Anson a menos que lo conociera personalmente. Anson se mostró reacio. Debido a la orden de busca y captura que pesaba sobre él, no podía entrar en territorio estadounidense, dijo, y añadió que desconfiaba de Canadá.
«Podemos encontrarnos aquí en Asia», escribió Anson. Tampoco le importaba concertar una cita en Argentina, Sudáfrica, Perú, Francia o Inglaterra. «No en Nueva Zelanda –estipuló–. Ni en Australia.» Acordaron que sería en México.
El fénix malasio
Con el arresto de Wong en septiembre de 1998, el Servicio de Pesca y Vida Salvaje de Estados Unidos cumplió su misión, pero quizá perdió una guerra. «Lo concentramos todo en un momento culminante», me dijo Morrison. Agotado, abandonó el servicio secreto a tiempo completo. Rick Leach, supervisor del grupo, se jubiló, y al poco tiempo el grupo de Operaciones Especiales prácticamente había dejado de funcionar.
Cinco años después, el 10 de noviembre de 2003, Anson salió en libertad. Los periodistas acudieron en masa a Malaysia. Se apostaron frente a su cuartel general en Penang, una isla diminuta junto a la costa occidental, e intentaron hacerle fotos. Pero él se negó a hablar con la prensa.
En ese momento, Malaysia estaba involucrada en un escándalo relacionado con el contrabando de gorilas occidentales de llanura, una especie en peligro crítico de extinción. Los traficantes habían usado el zoológico de la Universidad de Ibadán, en Nigeria, como tapadera para exportar ilegalmente cuatro crías, capturadas en el bosque de Camerún, al zoo de Taiping, en Malaysia. El incidente de «los cuatro de Taiping» había causado indignación internacional. En medio de esa conmoción, Anson se sentó frente a su ordenador y tecleó un mensaje en Vorras.net, un foro comercial frecuentado por comerciantes de fauna internacionales: «Compramos primates nigerianos. Indiquen precio a Malaysia, portes incluidos».
Anson había vuelto al negocio.
A decir verdad, nunca se había ido. Durante su estancia en prisión, Cheah Bing Shee continuó al frente de las operaciones. Al salir de la cárcel, Anson empezó a frecuentar foros de Internet en busca de reptiles de la India, Madagascar y Sudán, insectos de Mozambique y «diez toneladas al mes» de cuernos de carnero. Ofrecía una gran variedad de animales y plantas, entre ellos reptiles de Malaysia, estorninos, loros y 350.000 euros en madera de agar. Ante una consulta sobre disponibilidad de aves y mamíferos muertos, respondió: «Siempre tenemos especímenes».
Lo que inicialmente hizo que me fijara en Anson fue un comentario que hizo de pasada Mike van Nostrand, dueño de Strictly Reptiles, uno de los principales negocios al por mayor de importación-exportación de reptiles del mundo, situado en el sur de Florida, y uno de los más importantes clientes de Anson. Yo estaba escribiendo un libro sobre el pasado de Van Nostrand como contrabandista de reptiles. «Dos semanas después de salir de la cárcel –me dijo éste en el verano de 2004–, Anson me ofreció algo que no hubiese debido tener en su poder.» Era un varano de Gray, un lagarto frugívoro de Filipinas que hasta finales de la década de 1970 se había considerado extinguido, y uno de los animales por cuyo contrabando Anson había ido a la cárcel. Van Nostrand, que también había cumplido condena por tráfico de reptiles y no quería repetir la experiencia, se quedó estupefacto. «Vaya, no puedes dejarlo», le contestó.
En septiembre de 2006 alquilé un piso en el sur de Florida y empecé a trabajar en Strictly Reptiles. Estuve tres meses en el almacén limpiando terrarios y desembalando los envíos de reptiles (entre ellos, algunos de Anson), con la única intención de formular una pregunta a Van Nostrand: «¿Podrías presentármelo?». Los empleados, recelosos, me acusaron de ser agente federal. Fui amenazado con un bate de béisbol y tuve una mágnum apuntándome la cabeza. Pero al final me hice amigo de Van Nostrand, y unos días antes de que expirara mi contrato, le hice la pregunta. «Claro que sí –respondió él –. Anson hablará contigo. Le encanta hablar de sí mismo.»
Dentro de la fortaleza
Situada en la selecta zona de Pulau Tikus («isla de las ratas»), en Penang, la sede de Sungai Rusa Wildlife podría pasar fácilmente por una peluquería. No más ancha que un garaje familiar y sin un rótulo que la identifique, comparte una tranquila calle comercial con varias decenas de locales que ofrecen liposucciones, tratamientos de belleza y servicios de sauna. Cuando llegué el 2 de marzo de 2007, vi frente a la puerta un BMW negro y una furgoneta sin ventanas con la dirección del criadero de reptiles de Anson en Penang.

Anson me saludó estrechándome la mano con ese significativo apretón añadido que dan algunos hombres antes de soltar la mano del otro. Entre cajas, papeles y varias pilas de recipientes de plástico transparente con tarántulas dentro, me condujo hasta su despacho, un cuarto estrecho y sin ventanas. Aunque ha anunciado en Internet que su empresa tiene una cifra de ventas de «50 a 100 millones de dólares al año», el artículo más lujoso de su despacho era el teléfono móvil que había sobre su mesa.
Cuando me senté, Anson me señaló tres juegos de fotografías plastificadas y pegadas a la puerta de la oficina. «Mi mujer las ha puesto ahí para que no olvide preguntarme si mereció la pena –dijo–. Bonitas, ¿eh?»
Eran fotos de las tortugas estrelladas indias que había intentado exportar ilegalmente, presentadas como prueba ante los tribunales. Cada página tenía el sello del juzgado federal del Distrito Norte de California. Puede que fueran un recordatorio para Anson, pero también eran una advertencia para cualquiera que franqueara esa puerta: Yo, Anson Wong, he librado la batalla jurídica más dura del mundo, y aquí estoy.
Tenía un aspecto engañosamente joven. Llevaba unas gafas grandes de montura circular y el pelo, con algunos mechones grises, recogido en una coleta. A sus 49 años, su expresión no delataba los efectos del estrés. Tenía el aire cultivado de un artista de éxito, quizás un escultor, y hablaba un inglés perfecto con un agradable acento británico. Detrás de su cabeza había un mapamundi. A mis espaldas dormía una pitón reticulada. Me contó que había empezado en el negocio de la fauna en los años ochenta, con una empresa llamada Exotic Skins and Alives. En aquella época, me dijo, la legislación de Malaysia sólo protegía a las especies autóctonas, por lo que él comerciaba libremente con todo tipo de especies amenazadas del resto del mundo. Anson sonrió. «Con todas», dijo.

Le conté que estaba escribiendo un libro sobre uno de sus clientes, el estadounidense Mike van Nostrand, quien también había jugado al gato y el ratón con el Servicio de Pesca y Vida Salvaje de Estados Unidos. «Usted es el número uno en Asia –le dije–. Mike me aseguró que si no fuera por Anson Wong, el comercio de reptiles no existiría en Estados Unidos.»
Anson mencionó a un competidor suyo en Indonesia y a otro en Madagascar. Después se echó a reír y meneó la cabeza. «Bueno, sí, supongo que no somos muchos.»
Le dije que la fauna forma parte de todas las economías de Asia, y que estaba interesado en la línea que hay entre el hombre y la naturaleza. «¡Ah! –suspiró, mientras alargaba los brazos y entrechocaba los puños–. Siempre en conflicto.»
Sorpresas futuras
«Voy a construir otro zoo –dijo él, señalando un documento de 30 páginas que tenía sobre el escritorio, titulado “Anson Wong, Aldea de Flora y Fauna”–. El proyecto se aprobó ayer.»
Los socios de Anson eran su mujer y Michael Ooi, un comerciante de orquídeas de fama internacional. Durante años, el matrimonio Wong y Michael Ooi habían gestionado un zoo en Penang llamado Jardín de Orquídeas, Hibiscos y Reptiles de Bukit Jambul.
Los zoos son excelentes tapaderas. Los traficantes que dirigen un zoo pueden transportar especies amenazadas con la documentación CITES en regla, y un zoo puede utilizar sus programas de cría en cautividad para explicar la aparición de un ejemplar nuevo. Por lo general, CITES no controla lo que sucede con un animal tras ser importado por un zoo. Por ejemplo, un gorila puede ser vendido dentro del país, o si muere (o lo matan), puede salir a la venta su carne, o alguna de sus partes, o bien puede ser disecado.
Anson me contó que su nuevo zoo sería mucho mejor que Bukit Jambul. La entrada sería prácticamente gratuita, pero esta vez esperaba ganar mucho dinero. Tenía un nuevo tema de interés: los grandes felinos. «Me encantan los tigres –dijo–. La cría en cautividad –añadió sonriendo–. Ahí está el futuro.»
Levanté la vista sobresaltado. Los tigres están prácticamente extinguidos en la naturaleza. Sólo quedan alrededor de 4.000 ejemplares en libertad. Y ahora Anson Wong estaba planeando hacer de los tigres su especialidad.
Hay un valioso mercado negro para los tigres. Los tibetanos visten túnicas de piel de tigre; los coleccionistas ricos exhiben la cabeza del felino en sus salones; los restaurantes exóticos sirven su carne; su pene se vende como afrodisíaco, y los chinos codician sus huesos para preparar remedios tradicionales, entre ellos el vino de hueso de tigre, que para la medicina china es como nuestro reparador tazón de caldo. Los expertos calculan que en el mercado negro el valor de un tigre macho adulto muerto es de 6.700 euros o más. En algunos países asiáticos, las atracciones turísticas llamadas «parques de tigres» funcionan como tapaderas para el comercio clandestino. Sacrifican a los tigres cautivos para vender sus partes, y ofrecen además un mercado potencial para los cazadores furtivos de tigres salvajes. (Mantener a un tigre adulto cautivo cuesta más de 3.000 euros al año sólo en alimentación, pero una bala cuesta un dólar.)
Anson tiene tras de sí una historia negra con los grandes felinos. Durante la Operación Camaleón había pedido ayuda a Morrison para disecar y vender como trofeos los tigres que estaba criando. También se había ofrecido para sacar de contrabando de Estados Unidos un puma norteamericano, y quería venderle a Morrison un gato jaspeado, otra especie del Apéndice I. Tras salir de la cárcel, unos cachorros de tigre que poseía aparecieron expuestos en una tienda de animales de Kuala Lumpur. Anson estaba habituado a eludir las prohibiciones malasias sobre posesión de tigres y otras especies amenazadas consiguiendo «autorizaciones especiales», es decir, permisos concedidos por recomendación del Perhilitan, el departamento de vida salvaje, a particulares, parques temáticos y zoos.
Echó un vistazo a mi bolsa de viaje. «George Morrison lo grababa todo –dijo, y se puso de pie–. Tengo mucho que hacer.» Me acompañó a la puerta, y añadió: «Cuando haya terminado su libro, deberíamos hablar de mi historia».
En ese momento, cometí un error. Le conté que había escrito un artículo en el que saqué a la luz un dudoso acuerdo entre el gobierno de Estados Unidos y un comerciante numismático británico para vender la moneda más cara del mundo (que además era robada) y repartirse los beneficios. Normalmente, decirle a un ex delincuente que uno ha fastidiado de alguna manera al gobierno suele ser un punto a favor. Pero por un momento había olvidado una de las premisas de la Operación Camaleón: Anson y su gobierno eran amigos.
Anson se quedó mirándome. «Así que es usted periodista», dijo, poniéndose rígido.
Al parecer, me había tomado por un escritor de biografías. Empecé a contestarle, pero me interrumpió: «Los periodistas que revelan lo que la gente quiere tener oculto se exponen a que los maten», dijo, con una gran tranquilidad en la voz.
Kecik-kecik cili padi
Un día de diciembre de 2007, el Mercedes negro de Anson se detuvo delante del aeropuerto internacional de Penang y recogió a dos importantes autoridades en la protección de la fauna de Malaysia: el director de la división de seguridad del Perhilitan, Sivananthan Elagupillay, y su jefa, la subdirectora general Misliah Mohamad Basir. Los dos altos funcionarios habían volado desde Kuala Lumpur para asistir a una rueda de prensa de presentación de la Aldea de Flora y Fauna, que para entonces era un proyecto común del departamento de bosques de Penang y la empresa de Anson Wong y Michael Ooi. Estaba previsto que fuera un zoo de dos hectáreas dentro de la Reserva Forestal de Teluk Bahang, y que el estado de Penang contribuyera con 700.000 ringgit (unos 140.000 euros). Una fotografía en el periódico malasio The Star mostraba a las autoridades visitando la nueva instalación para tigres del zoo.
«El precio de las entradas será muy asequible, ya que uno de nuestros propósitos al abrir esta aldea es contribuir a la conservación de las especies amenazadas», declaró Ooi a los periodistas.
Anson llevaba mucho tiempo alardeando de sus contactos en el gobierno. Ahora contaba con el apoyo explícito tanto del gobierno de Penang como del departamento de vida salvaje de Malaysia. La presencia de Misliah era irónica. Durante la Operación Camaleón había estado al frente de las actividades del departamento de vida salvaje en Penang. Era ella quien firmaba los permisos CITES. Cuatro años después de la detención de Anson, fue promovida a directora de la división de seguridad del Perhilitan, y en 2007 había sido designada subdirectora del departamento.
Me preguntaba qué pensaría Misliah del hombre que había traficado con tantas especies amenazadas delante de sus propias narices. «Es un buen amigo mío», me dijo ella riendo, sentada detrás de su escritorio en su amplio despacho de la sede del Perhilitan. Era una mujer pequeña y regordeta, y su voz era la más dulce que he oído en mi vida. Me habían advertido de que Misliah tenía dos prejuicios: no le gustaban los estadounidenses, y pensaba que todos estábamos obsesionados con Anson Wong.
«Como sabe, soy estadounidense –le dije–, y cuando se trata de Malaysia y de fauna, en Estados Unidos sólo conocemos una historia.»
«¿Cuál?», preguntó ella en tono afable.
Yo sonreí. «Anson Wong.»
Misliah rió. Empezó a trabajar en el Perhilitan a principios de los años ochenta, más o menos hacia la misma época en que Anson se inició en el negocio de los reptiles, y durante gran parte de su carrera estuvo destinada en Penang. «Pasé más de diez años inspeccionando sus envíos», dijo.
Me dijo que no sabía mucho de reptiles cuando empezó, pero que había aprendido. «Todo lo que sé lo aprendí abriendo las cajas de Anson.»
«Es muy listo –prosiguió, tras explicar que Anson hace casi todos sus negocios por teléfono–. En Malaysia, hay que sorprender al infractor con los animales, no como en Estados Unidos, con la ley Lacey», dijo con desdén.
Según la ley Lacey, es delito federal toda infracción de la legislación de protección de la vida salvaje, incluso de las leyes extranjeras, y no es preciso atrapar al traficante en posesión de un animal para inculparlo. Misliah considera ilegítima la condena de Anson en los términos de la ley Lacey y ha acusado públicamente al Servicio de Pesca y Vida Salvaje de Estados Unidos de tenderle una trampa para incriminarlo.
«Dijeron que tenía dragones de Komodo, pero él nunca tiene animales en su poder. Tiene mensajeros por todas partes –puntualizó Misliah–. Cuando estaba en la cárcel me escribía cartas. Se las arregló a base de sobornos. ¡Lo trataron a cuerpo de rey!» Misliah me explicó que su negocio se resintió mientras estuvo en la cárcel y que su mujer se había ocupado de todo. «Pero ahora vuelve a remontar.»
La segunda persona con mayor responsabilidad en la protección de la fauna de Malaysia hablaba del traficante ilegal más célebre del país como hablaría una tía de su sobrino predilecto.
«La gente me dice: “¿Cómo podéis darle la licencia?”. Es cierto que se ha portado mal; pero si no se la damos, lo hará de todos modos.» De esta manera, dijo, podían tenerlo vigilado.
Hasta el día de hoy, Misliah está dispuesta a avalar a Anson. «Anson Wong ha hecho sus negocios dentro de la legalidad, respetando [sic] las necesidades y los requisitos de la legislación nacional. Este departamento lo sigue de cerca y vigila sus negocios en Malaysia peninsular», declaró su departamento en una nota de prensa difundida en 2008. También estaba a favor de legalizar la cría de tigres y de osos para la producción de bilis. «¿Por qué no?», me preguntó.
Misliah Mohamad Basir, tan discreta, aparentemente tan benigna, es una de las personas con mayor poder de decisión del planeta en asuntos relacionados con la fauna y flora silvestres. Bajo su vigilancia, Malaysia se ha convertido en uno de los centros del tráfico internacional.
Yo no dejaba de pensar en lo encantadora que me pareció en persona. «¿No cree que Misliah es la mujer más dulce y encantadora que conoce?», le pregunté a un alto funcionario del Perhilitan.
El hombre me estudió un momento y luego sonrió: «Aquí en el Perhilitan tenemos un dicho sobre ella. Kecik-kecik cili padi».
Un guardabosques que estaba por allí cerca asintió con la cabeza. «Los pimientos más pequeños siempre son los más picantes.»
Se busca sheriff
Misliah había mencionado a un adversario de nombre Chris Shepherd, un audaz investigador que ha denunciado operaciones de comercio de vida salvaje en el mercado negro del Sudeste Asiático. «Dice que sólo somos un país de tránsito –me dijo Misliah, con evidente desdén–. Y que no hacemos nada para detener el contrabando.»
Shepherd, canadiense, trabaja para TRAFFIC, la rama del Fondo Mundial para la Naturaleza y de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza que se ocupa de la investigación del tráfico ilegal. Con sede en la localidad inglesa de Cambridge y oficinas en todo el mundo, los investigadores de TRAFFIC vigilan las transacciones y transmiten la información sobre actividades delictivas a las autoridades policiales locales. Shepherd es el principal investigador de la sede de la organización en el Sudeste Asiático, en Petaling Jaya, Malaysia. En los últimos diez años ha publicado una montaña de informes sobre el tráfico ilegal de muchísimas especies. Está considerado como uno de los mejores investigadores de la región, y sus informes son de gran utilidad para los conservacionistas y las fuerzas policiales de todo el mundo.
Cuando lo visité y le pregunté si podía enseñarme el expediente de Anson Wong, me miró sin expresión alguna. Abrió un archivador y extrajo una carpeta fina de un cajón medio vacío. Sacudió la cabeza en un gesto negativo.
Ni uno solo de los investigadores de ONG que he conocido en el Sudeste Asiático, Shepherd incluido, ha visto nunca personalmente a Anson Wong. En repetidas ocasiones, los expertos me han propuesto ir a ver atrocidades: oseznos sumergidos en agua hirviendo en Vietnam para intensificar la «fuerza vital» de la sopa de pata de oso, orangutanes encadenados en el patio trasero de las casas de los generales indonesios, aves de especies amenazadas vendidas abiertamente en los mercados asiáticos… Pero cuando les preguntaba qué conexiones se podían establecer entre una de esas escenas y una organización criminal, ninguno pudo señalar un solo vínculo con una red mafiosa concreta, a diferencia de lo que habría cabido esperar en cualquier serie policial barata de televisión.
El personal de las ONG está muy ocupado: recaudar fondos, redactar informes sobre especies, dar entrevistas, hacer estudios de mercado, reunirse con los donantes y pagar las facturas. Las ONG no son fuerzas policiales. No tienen autoridad para hacer que se apliquen las leyes; dependen para sus visados de los mismos altos funcionarios a los que quizá tengan que investigar, y si intentan forzar una situación, pueden tener problemas. En 2008, TRAFFIC publicó un informe sobre el comercio de partes de tigre de Sumatra e instó a Indonesia a velar con más contundencia por la aplicación de las leyes. Como respuesta, Indonesia congeló las actividades de TRAFFIC, lo que en la práctica fue como expulsar a la organización del país. Tonny Soehartono, el funcionario del Ministerio de Bosques responsable de la medida, explicó así su punto de vista: «TRAFFIC ha atacado a mi país».
La propia TRAFFIC tiene sólo tres investigadores para cubrir todo el Sudeste Asiático y apenas un centenar de empleados en todo el mundo. El secretariado del CITES tiene en plantilla un solo oficial (sí, uno sólo) encargado de velar por la aplicación de las normas. Interpol sólo tiene una persona para gestionar su programa de control de los delitos contra la fauna y la flora silvestres. Otros países disponen de instrumentos útiles, como las escuchas legales, pero no son de tan largo alcance como la ley Lacey, y ahora el equipo de Operaciones Especiales de Estados Unidos se ha reducido a tres agentes o menos.
A Misliah no le gusta Shepherd porque sus críticas aparecen en las noticias, pero las noticias sólo encuentran eco en la prensa cuando se refieren a animales emblemáticos y dan pie a titulares llamativos como «los cuatro de Taiping» o «los seis de Bangkok» (orangutanes víctimas del tráfico ilegal). No cuando tienen que ver con un simple pez Napoleón, o con 14 toneladas de tortugas, varanos y pangolines abandonados en un barco vacío a la deriva frente a la costa de China.
Quizás un motivo de esperanza sea la creación de una nueva organización regional: la Red de Control de Delitos contra la Vida Salvaje de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN-WEN). Fundada hace cuatro años, reúne a agentes de aduanas, autoridades de los departamentos de fauna, fiscales y fuerzas policiales de cada uno de los diez países miembros. También participan Australia, Nueva Zelanda y Estados Unidos, y gran parte de sus fondos proceden de aportaciones de la Agencia Internacional para el Desarrollo, de Estados Unidos. Una prueba del potencial de ASEAN-WEN es que Anson Wong está suscrito a su boletín.
El pasado mes de agosto, Misliah respondió a las acusaciones sobre una presunta relación irregular entre su departamento y Anson Wong: «En lo que respecta a Malaysia, ese señor respeta la legislación local y posee los permisos necesarios. Lo que haga fuera del país no nos concierne».