¿Alguna vez te habías imaginado el mundo en una paleta de grisáceos? Una población desdichada, que se dirige ciegamente hacia el apocalipsis. Lleva sobre sus hombros el peso de las generaciones que en su día despreciaron una realidad feroz: aquella del cambio climático.
¿Alguna vez te habías imaginado sus caras lúgubres, al estilo de Munch, las manos heladas en un gesto de desengaño al darse cuenta de que mañana se habrán acabado las raciones?
Es cierto que nosotros hablamos a diario sobre la posible extinción de los osos polares al final de este siglo –de vez en cuando alguien nos pone algún vídeo de YouTube repleto de estadísticas e imágenes desgarradoras. A los cinco minutos, no obstante, esas imágenes pasan a ser poco más importantes que el tener que sacar al perro a pasear, ir a la compra, regar las plantas o planear nuestro siguiente viaje.
Y es que hay mil cosas más gratificantes que hablar sobre un futuro lleno de incertidumbre que sabemos que será peor que el nuestro y, más importantemente, que ha sido nuestra culpa. Era nuestra misión: mas no pudimos detenernos entre tantas crisis y llegar a una solución factible. No, nosotros fuimos los herederos de la industrialización y la tecnología ocupó siempre en nuestras mentes irracionales un primer plano.
Cuando veíamos esas figuras escandalosas, veíamos números, y cuando mirábamos a esas imágenes, casos aislados. Asumimos que todo esto era un cuento de terror para niños y que se acabaría solucionando sin tener que habernos movilizado. Asumimos que, si no éramos nosotros, iban a ser ellos los que combatiesen por los derechos del planeta.
Sin embargo, nadie nos advirtió de que el verano mediterráneo estaba a punto de acabarse, de las billones de vidas que iban a ser perdidas, de la desertificación, de la expansión de enfermedades, de la falta de comida y los 821 millones de niños desnutridos, de la destrucción de hogares ni del colapso de la sociedad. Nadie nos llegó a comentar a tiempo que nuestros progenitores serían millones de refugiados en un mundo que ya no admitía más cuerpos, que acabaríans sin poder darse una caminata escuchando los jilgueros ni de la sed que pasarían. Pensamos, pasada la pandemia, que las mascarillas quedaban sumidas en el pasado –nunca nos planteamos si quiera que, sin que un virus amenazase nuestras vidas, sería necesario ponérsela cada vez que abriésemos la ventana.
Pero antes de que llegue ese momento de reflexión banal, se abre una oportunidad al cambio. Ahora o nunca. Debemos reducir el consumo de plástico súbitamente, terminar con la combustión de los fósiles y replantar los árboles que han sido talados. Tenemos iniciativas como la de Dubái de crear ciudades sostenibles o la de China y su “Gran Muralla Verde” a grande escala, pero no es suficiente. Los países que más están sufriendo las consecuencias son aquellos que no han sido causantes de estas mismas y son los mismos que no tienen recursos suficientes para afrontarlas. Por ello, si queremos evitar una catástrofe a nivel global, hoy tenemos que actuar: prestar atención al monstruo que se nos viene encima y anticiparnos a sus siguientes pasos. Basta de alimentarlo y repetirnos promesas vacías.