El taxi se desliza por la ciudad una mañana de sábado. Las grandes avenidas están tranquilas; las tiendas, cerradas. De una panadería escapa el aroma del pan recién hecho. Parado en un semáforo, una borrosa masa en movimiento llama mi atención. Un hombre con mono azul, rastas y linterna frontal emerge de un agujero en la acera. Tras él sale una chica joven. Lleva pantalones cortos, y sus piernas son largas y esbeltas.
Ambos calzan botas de goma y están manchados de un barro pardusco que recuerda una decoración tribal. El hombre empuja la tapa de hierro sobre el agujero, toma a la mujer de la mano y salen corriendo calle abajo con una sonrisa.
París mantiene con su subsuelo una relación más profunda y extraña que casi ninguna otra ciudad, y su riqueza subterránea es una de las mayores. Las arterias y los intestinos de París, los miles de kilómetros de túneles que conforman una de las redes de metro y alcantarillado más densas y antiguas del mundo, son un mero aperitivo. Debajo de París hay espacios de lo más variopinto: canales y depósitos, criptas y cámaras acorazadas, bodegas transformadas en clubs nocturnos y galerías de arte. Lo más sorprendente de todo son las carrières, las viejas canteras de caliza que se despliegan en una telaraña profunda e intrincada bajo un sinnúmero de barrios, casi todos en la parte sur de la metrópoli.
Hasta bien entrado el siglo XIX, de esas cuevas y túneles se extraía piedra de cantería. Posteriormente la gente las utilizó de viveros de champiñones, llegando a producir cientos de toneladas al año. Durante la segunda guerra mundial, algunas canteras fueron el escondrijo de la resistencia; otras albergaron búnkeres alemanes. Hoy recorre los túneles un colectivo clandestino muy diferente, una comunidad sin estructura ni líder cuyos miembros pasan a veces días y noches enteros bajo la ciudad. Son los cataphiles (catáfilos), los amantes del París subterráneo.

El acceso a las canteras está prohibido desde 1955, lo cual explica que los cataphiles suelan ser jóvenes que huyen del mundo de la superficie y de sus normas. Los veteranos cuentan que se vivió una edad de oro en los años setenta y ochenta, cuando la tradicional rebeldía parisina recibió el espaldarazo de la cultura punk. Por entonces no era tan complicado descender a las profundidades, ya que había muchos más accesos expeditos. Algunos cataphiles descubrieron que podían acceder a las canteras franqueando puertas olvidadas en los sótanos de sus centros educativos y arrastrándose luego por túneles panelados de huesos, las célebres catacumbas. En lugares que sólo ellos conocían, los cataphiles organizaban fiestas, ofrecían representaciones, creaban arte y consumían drogas. Bajo tierra reinaba la libertad, e incluso la anarquía.
Al principio el mundo exterior apenas se percató. Pero a finales de los años ochenta el ayuntamiento y los propietarios particulares ya habían sellado la mayoría de los accesos, y una unidad policial de élite comenzaba a patrullar los túneles. Pero no consiguieron acabar con la catafilia. La pareja que vi salir de una alcantarilla aquella mañana de sábado eran cataphiles. Quizás habían tenido una cita; algunos de los guías que me acompañaron en la exploración de las canteras conocieron a las que serían sus esposas en los túneles, donde se intercambiaron los teléfonos a la luz de una linterna. Los cataphiles se cuentan entre los mejores guías del inframundo de París. La mayoría de los parisinos apenas son conscientes de su dimensión, ni siquiera cuando el metro los transporta a toda velocidad sobre los esqueletos de sus antepasados.
Las Catacumbas
Philippe Charlier pone la bolsa de plástico sobre un asiento maltrecho y se frota las manos. La cripta es fría y oscura. El techo está cuajado de gotitas, y el aire huele a moho y tierra mojada. Nos rodean los muertos, apilados como leña para el hogar, muros de cuencas oculares y torneadas epífisis femorales. Charlier mete la mano en la bolsa, llena de huesos que va a llevarse prestados, y saca un cráneo de color pergamino. Esquirlas de hueso y partículas de tierra caen al suelo. «Me encanta la pátina, que no esté blanquísima e impoluta», dice.
Seis pisos más arriba, en los cafés de Montparnasse, los camareros limpian las mesas y sacan a la calle pizarras con los menús apuntados. Se acerca la hora de comer.
Charlier busca de nuevo en la bolsa y encuentra el frontal de otro cráneo: un rostro. Lo observamos en silencio. Bajo las cuencas oculares el hueso está mellado y hundido. El orificio nasal está agrandado y redondeado. Charlier es arqueólogo y patólogo forense de la Universidad de París. «Esto es un indicio de lepra avanzada», dice alegremente. Deja la calavera en mis manos y vuelve a meter las suyas en la bolsa. Yo sólo pienso en desinfectármelas.
Un día cualquiera las catacumbas serían un lugar bullicioso, con el eco de las voces y las risas de los turistas. Pero hoy están cerradas. Charlier puede revisar los huesos en paz.
Aquí residen unos seis millones de parisinos, casi tres veces la población de la ciudad que hay arriba. En los siglos XVIII y XIX exhumaron sus esqueletos de los atestados cementerios y los arrojaron a los antiguos túneles mineros. Los más recientes datan de la Revolución Francesa; los más antiguos quizá sean de la época merovingia, de hace más de 1.200 años. Anónimos, desarticulados, su individualidad ha caído en el olvido.
Pero Charlier lee fragmentos de historias en sus huesos: las dolencias y los accidentes que sufrieron, las heridas de las que sanaron y de las que no, los alimentos que ingirieron, las cirugías que les practicaron. A partir de ahí Charlier puede ver cómo se vivía antaño a la luz del día. Rebusca en la bolsa.
«¡Ajá! –exclama, escudriñando las lesiones de una vértebra–. ¡Brucelosis!»
La brucelosis, o fiebre de Malta, se contrae por contacto con animales infectados o con sus secreciones, como es la leche.
«Quizás el dueño de esta vértebra era quesero», apunta Charlier.
Contemplo el corredor. Nos hallamos en una suerte de biblioteca: a la vista, otras diez mil historias como la del fromager aguardan para ser leídas. Cuando Charlier regrese en metro a su despacho, unas cuantas de esas historias viajarán a sus pies dentro de la bolsa de plástico.
Los Inspectores
Tienen preparado un agujero mínimo para usted –me dice el inspector mientras sujeta la puerta de la furgoneta y sonríe con malicia–. ¡Va a sufrir!» Desliza la puerta y la cierra. Traqueteamos por una avenida tranquila. Hombres y mujeres caminan hacia el trabajo bajo los castaños. En el municipio de Arcueil, el conductor se detiene en una calle muy transitada. En la acera, sus colegas se enfundan monos azules, se calzan botas de goma y se ajustan los cascos. Nos reunimos con ellos en la boca de alcantarilla, junto a un terraplén cubierto de hiedra. A nuestros pies, un pozo oscuro se pierde en el subsuelo.

Uno por uno los miembros del equipo encienden la lámpara del casco y descienden por la escala. Pertenecen a la Inspection Générale des Carrières, la IGC. Su trabajo consiste en garantizar que París no se derrumbe sobre las canteras que minan sus cimientos. Al final de la escala accedemos a un pasadizo angosto. Tenemos que agacharnos. La geóloga Anne-Marie Leparmentier mide el nivel de oxígeno. Hoy hay de sobra.
Nos internamos en el pasadizo, encorvados por la exigua altura del techo. Las paredes de caliza rezuman, y cada paso es un chapoteo. De la piedra se desprenden fósiles de criaturas marinas.
El París moderno se asienta sobre gigantescas formaciones de caliza y yeso. Los romanos fueron los primeros en explotarlas; en la Île de la Cité y en el Barrio Latino aún pueden verse los baños, las esculturas y el anfiteatro que construyeron con la piedra extraída. Con el paso de los siglos, conforme la Lutecia romana se convertía en París, los canteros se expandieron a lo ancho y penetraron más profundamente en la tierra, extrayendo materia prima para erigir los grandiosos edificios de la ciudad, como el Louvre y Notre Dame. Las minas a cielo abierto evolucionaron así a redes de galerías subterráneas.
Al principio las canteras estaban muy lejos de los límites de la ciudad, pero la expansión urbana hizo que ésta se extendiese justo por encima de los viejos túneles. El avance se produjo en varias generaciones y sin supervisión alguna. Los canteros trabajaban a la luz de las antorchas y al margen de regulaciones, en un mundo de polvo asfixiante y accidentes. Cuando agotaban una cantera, la cegaban con escombros o la abandonaban sin más. En la superficie no se les hacía demasiado caso. Nadie reparó en lo porosos que se habían vuelto los cimientos de París.

El primer derrumbe de importancia se produjo en diciembre de 1774, cuando un túnel inestable se vino abajo y engulló viviendas y vecinos en lo que hoy es la Avenue Denfert-Rochereau. En los años siguientes fueron más los agujeros abiertos y las casas abismadas. El rey Luis XVI encargó al arquitecto Charles-Axel Guillaumot explorar, cartografiar y estabilizar las canteras. Grupos de inspectores fueron recorriéndolas y reforzándolas, y excavando nuevos túneles que conectaban las redes aisladas. Hacia la misma época el rey resolvió clausurar y vaciar un cementerio, abarrotado de putrefacción, y así fue cómo, al deshacerse de los huesos, algunas canteras parisinas se transformaron en catacumbas.
Leparmentier y su equipo continúan hoy la labor de los primeros inspectores de Guillaumot. A unos 30 metros por debajo de la calle nos detenemos ante un pilar, una pila de cinco o seis piedras apiladas a principios del siglo XIX. «No lo toque –me advierte Leparmentier–. Es un poco frágil.» Una gran fisura hiende el techo que sostiene el pilar. Todos los años se producen pequeños derrumbes, me dice. En 1961 la tierra se tragó un barrio entero de la periferia del sur y se cobró 21 vidas. Por debajo de nosotros hay otro túnel. Algún día este pilar podría ceder, y el túnel en el que estamos se derrumbaría sobre el inferior.
Seguimos bajando. Al final de un pasillo nos sentamos a contemplar el oscuro y «mínimo» agujero sobre el que me advirtieron horas antes. Apenas tiene la anchura de mis hombros. No se sabe muy bien dónde desemboca. Un joven miembro del equipo se cuela en el orificio. Miro a Leparmentier, quien niega con la cabeza como diciendo: Yo no entro ahí ni loca. Pero con un ademán, me invita a la aventura: Usted primero.
Los Cataphiles
Algunos cataphiles sólo bajan al subsuelo de vez en cuando y no se desvían de las rutas conocidas. Los más osados se aventuran con más frecuencia y llegan más lejos. Me reúno con mis siguientes guías, dos chicos con mono azul, sentados en el banco de un parque, con una botella de buceo y demás equipo de submarinismo. Las madres que pasean con sus carritos los miran con recelo.
Dominique trabaja de reparador; Yopie (sólo revela su apodo de cataphile) es diseñador de infografías por ordenador, padre de dos niños y un experto espeleobuceador. Nos dirigimos a la parte inferior de un puente, donde una corriente de aire frío emana de la entrada secreta de los cataphiles. Un hombre manchado de barro sale de la abertura como una araña. Viene de organizar una despedida de soltero, dice.
La mayor parte del subsuelo está cartografiado. Los sucesores de Guillaumot han actualizado aquellos primeros mapas, y los cataphiles hacen los suyos propios. Algunos, como Yopie, hacen lo imposible por completar las zonas inexploradas. Vadeamos muchos túneles antes de encontrar su actual objeto de deseo: un agujero negro.
Buena parte de los túneles están llenos de fosos y antiguos pozos. Algunos son profundos y están inundados; otros comunican con cámaras ocultas. Yopie ha buceado en decenas de ellos, pero dice que nadie ha entrado en este foso en concreto. Comprueba su regulador, su máscara y su arnés. Luego se ciñe el casco, enciende dos linternas frontales y se sumerge.
Unos minutos después emerge en una erupción de burbujas. El foso sólo tenía unos cinco metros de profundidad y en el fondo no había nada. Pero al menos puede mejorar el mapa.
Pasamos varias horas más recorriendo criptas atestadas de huesos y galerías decoradas con inmensos murales. Yopie nos conduce a una cámara que no aparece en los mapas. Sus amigos y él han pasado años acarreando cemento y recolocando bloques de caliza para construir bancos, una mesa, una plataforma para dormir. La sala es cómoda y está limpia. En las paredes hay nichos para poner velas. La piedra brilla con calidez. Pregunto a Yopie qué lo atrae al subsuelo. «Que no hay jefes ni autoridades –responde–. Muchos celebran fiestas, algunos vienen a pintar. Otros, a destruir, o a crear, o a explorar. No hay normas. Hacemos lo que queremos. En la superficie...» Hace un gesto con la mano y sonríe. «Nosotros, decimos, “Para ser feliz, sigue escondido”.»
Las alcantarillas
En Los miserables Víctor Hugo llamó a las cloacas de París «la conciencia de la ciudad», porque desde ellas todos los humanos parecen iguales. En una camioneta cargada de trabajadores del alcantarillado a punto de empezar el turno en el distrito 14, Pascal Quignon, veterano con 20 años a sus espaldas, habla de realidades más concretas: las bolsas de gas explosivo, las enfermedades, las ratas monstruosas que según se cuenta viven bajo el barrio chino.
Junto a una librería de una calle estrecha nos ponemos el mono blanco de Tyvek y nos calzamos las botas de goma de caña alta, atuendo que completamos con guantes de goma blanquecina y un casco blanco. La alcantarilla expele un aire denso y caliente. Quignon y sus colegas aseguran que sólo perciben el olor cuando vuelven de las vacaciones. «¿Listos?», pregunta.
En la vaga morfología ovoide del túnel, una interminable corriente de aguas residuales gorgotea por una canaleta del suelo. A ambos lados discurren gruesas tuberías. Una lleva el agua potable a las casas; la otra, agua no potable para limpiar las calles y regar los parques.
Algunos de estos túneles datan de 1859, cuando Hugo estaba concluyendo Los miserables. Avanzo chapoteando, intentando no pensar en la corriente oscura que me baña los pies, tratando de que nada, nada, toque mi cuaderno de apuntes. Quignon y su compañero, Christophe Rollot, iluminan las hendiduras y consignan la ubicación de cualquier fuga en una PDA.
Rollot arrastra la bota por el agua y la desliza contra la pared. «Si buscas, encuentras de todo», dice. Los alcantarilleros afirman haberse topado con joyas, carteras, pistolas, el tronco de un cuerpo humano. Una vez Quignon encontró un diamante. Bajo la Rue Maurice Ripoche, noto que me cae un chorro de agua sobre un pie. Mana de una de las bajantes. Alguien acaba de tirar de la cadena encima de mi bota.
El Tesoro
Bajo el Palais Garnier, la Ópera de París, existe un espacio que muchos parisinos consideran mera habladuría. Cuando se sentaron los cimientos, en la década de 1860, los ingenieros que trataban de drenar la tierra saturada acabaron por desviar el agua a un depósito de 55 metros de largo y 3,50 de hondo. Esta cisterna subterránea, que aparece en El fantasma de la Ópera, es hogar de varios peces orondos (los empleados de la Ópera los alimentan con mejillones congelados). Una tarde asisto a unas prácticas de rescate subacuático que los bomberos realizan en el depósito. Salen brillantes como focas con sus trajes de neopreno, hablando de un leviatán.
No lejos de la Ópera, un ejército de obreros trabajó día y noche en los años veinte para crear otro espacio subterráneo singular. Más de 35 metros por debajo del Banco de Francia, y tras unas puertas más pesadas que las cápsulas espaciales del programa Apolo, excavaron una cámara acorazada que hoy custodia las reservas de oro del país, unas 2.600 toneladas.
Un día, el fotógrafo Stephen Alvarez y yo estuvimos en el interior de esa cámara. Mires donde mires, no ves más que salas repletas de oro en altas jaulas de acero. Me recuerda a las catacumbas: igual que los esqueletos, cada lingote tiene su historia, cuando no varias. El oro ha sido siempre objeto de codicia, latrocinio, fundición. Uno solo de estos lingotes podría contener fragmentos de un cáliz faraónico y del botín de un conquistador.
Un funcionario del banco me tiende un lingote. Es un bloque pesado y maltrecho con una muesca profunda en la base. En una esquina tiene el cuño de la Oficina de Ensayo de Nueva York y la fecha 1920. «El oro americano es el más feo», dice el funcionario. Señala otros lingotes que considera más estéticos. Muestran una leve inclinación en los lados o la parte superior abombada, como un pan de molde. Cada uno vale unos 500.000 dólares. Francia está vendiendo gradualmente parte de su tesoro, nos explica.
El pasado marzo unos ladrones abrieron un butrón en la cámara acorazada de un banco cercano a éste. Maniataron a un guardia, reventaron unas 200 cajas de seguridad e iniciaron un incendio antes de irse. La cámara acorazada del banco central, me aseguran los funcionarios, no comunica con ningún otro punto del subsuelo parisino. Pregunto si alguien ha intentado robar en ella alguna vez. Uno de los hombres se echa a reír.
«¡Sería imposible!», dice. Me acuerdo de Napoleón, que fundó el Banco de Francia en 1800 y a quien se atribuye una famosa cita: «La palabra imposible no forma parte del idioma francés». Salimos por las puertas de acero, nos dirigimos al ascensor que nos elevará diez pisos, franqueamos el escáner de retina y atravesamos las salas acristaladas de puertas automáticas que se diría son las cámaras herméticas de una nave espacial. Por fin en la calle, Álvarez y yo seguimos aturdidos por la fiebre del oro.
«¿A ti te han revisado la bolsa?», pregunto.
«No. ¿Y a ti?»
Nos ponemos en marcha. Al poco reparo en una boca de alcantarilla. Debe de comunicar con un túnel, que puede ser paralelo a la calle o descender hacia la cámara acorazada. Mentalmente recorro el pasadizo, imaginando la ruta y sus múltiples bifurcaciones. Según los cataphiles esto es normal cuando vuelves a la superficie; dicen que es inevitable. Te imaginas la libertad del subsuelo, con todas sus posibilidades.