Miro con avidez por la ventanilla, intentando distinguir algún contorno en la infinidad de la tundra. Lo único que veo es el vacío. Todo está envuelto en el profundo y oscurísimo azul de la noche polar. Hasta que de pronto aparece bajo el ala del avión el perímetro de un edificio rectangular delineado por unas luces resplandecientes: eso significa que no hay niebla y que estamos a punto de aterrizar. Alrededor solo veo la tundra cubierta de nieve que se funde en el horizonte con un cielo oscurecido por el inminente crepúsculo. La auxiliar de vuelo nos informa de que la temperatura exterior es de 27 grados bajo cero.

El aire gélido irrumpe en el interior del avión, golpeándome las mejillas y la nariz. El autobús arranca hacia Norilsk. A lo largo de la carretera se suceden los postes eléctricos y las tuberías del sistema de calefacción. Entre volutas de humo y de vapor se empieza a entrever el mayor complejo metalúrgico del mundo, de construcción relativamente reciente: su nombre es Nadezhda, que significa «esperanza». Todo parece un escenario ideal para una película sobre una catástrofe nuclear.

La historia de Norilsk empieza cuando Nikolái Urvántsev, geólogo y explorador ruso, descubre en el norte de la meseta de Putorana los yacimientos de cobre y de níquel con un alto contenido en platino. En 1921 Urvántsev construyó una cabaña de madera: la primera casa de Norilsk. En la década de 1930 aparecieron los campos de trabajos forzados ideados por Stalin: Norillag y después Gorlag.

Campo de trabajos forzados

Los deportados iniciaron la explotación de los yacimientos mineros, construyeron las instalaciones, los centros para la separación de los mi­nerales y la infraestructura urbana. Nadie sabe cuántos prisioneros perdieron la vida en Norilsk. Según algunas fuentes, alrededor de medio mi­llón de personas pasaron por este campo de trabajos forzados durante sus 20 años de existencia. La mayoría no regresó jamás.

Paradójicamente, la ciudad debe lo mejor de su arquitectura a su trágico pasado. Parece ser que el trazado urbano de Norilsk fue obra de unos arquitectos de Leningrado, obligados a cumplir aquí sus duras condenas. Sin el gulag, quizás ha­bría sido imposible levantar esta ciudad. ¿Cómo, si no, se habría llevado a cabo el ambicioso proyecto de instalar las fábricas de procesamiento junto a los lugares de extracción de las materias primas, con el objetivo de transportar al «continente» (como llaman aquí al resto del país) solo los productos acabados?

La razón de ser de Norilsk es el complejo minerometalúrgico Norilsk Nickel, que, junto con sus filiales, da trabajo a más de la mitad de la población. Los codiciados metales se extraen de la roca y se procesan en tres centros: las instalaciones de níquel, las de cobre y el complejo metalúrgico Nadezhda. Este gigantesco complejo no tiene parangón en todo el mundo, ni por sus dimensiones ni por las condiciones climá­­ticas en las que se trabaja. De las fundiciones para la separación de los metales del permafrost salen casi una quinta parte del níquel y dos terceras partes del cobre que se producen en Rusia, y más del 40 % de la producción mundial de paladio.

El nivel de contaminación es el más elevado de Rusia y el séptimo del mundo


Las industrias están situadas en la periferia de la ciudad, tan próximas a ella que por el olor del gas se puede deducir la dirección del viento. El procesado del cobre emite un olor dulzón, mientras que los humos procedentes del níquel irritan la garganta. En un año, el complejo industrial emite a la atmósfera unos dos millones de toneladas de sustancias tóxicas –el 98% de las cuales es óxido de azufre–, un nivel de contaminación atmosférica equivalente al de toda Francia.

El suelo también está saturado de metales pesados; la concentración es tan alta que las autoridades recomiendan no recolectar bayas ni setas en los alrededores de la ciudad. No he podido resistirme al deseo de probar una mermelada de frutos amarillos, y ahora me preocupa que los metales pesados hayan penetrado en mi organismo. Y siempre que he comido setas recogidas en la zona he acabado con dolor de estómago.

El doble de riesgo de padecer cáncer

La esperanza de vida es aquí 10 años inferior a la del resto del país, y el riesgo de padecer cáncer es el doble de alto. El nivel de contaminación es el más elevado de Rusia y el séptimo del mundo.

Durante el invierno es inevitable pasar la mayor parte del tiempo en espacios cerrados y con luz artificial.

Uno de los principales medios de transporte es el taxi, cuya tarifa es fija: 100 rublos (un euro y medio), independientemente de la distancia y duración de la carrera. Los taxistas dicen que mucha gente los para para ir, literalmente, al edificio de al lado. Los autobuses pasan con frecuencia. A la flota urbana se han incorporado recientemente modelos importados que cuentan con doble acristalamiento aislante y antihielo, a prueba de ventiscas.

La mayoría de las paradas son tiendas con pequeños vestíbulos con calefacción, pero todavía las hay que están a la intemperie; en ese caso, tienes que saltar para combatir el frío, mientras miras a lo lejos, entre la niebla, a la espera de que cuanto antes y como caído del cielo se materialice la llegada de un vehículo.

Ir al trabajo es una aventura. El complejo Nadezhda está a 12 kilómetros de la ciudad, y la carretera atraviesa la tundra abierta, azotada por vientos furiosos. Cuando hay ventisca la visibilidad es nula y está prohibido circular en coche. De las cocheras parten cada día dos o tres convoyes de entre 15 y 20 autobuses: si uno tiene una avería, los pasajeros pueden subirse al siguiente.

«Esto pasa dos o tres veces por semana –explica Vasili, un operario metalúrgico de 52 años que está esperando en la parada–. Llevo desde las cinco de la tarde, desde que acabé el turno». Miro el reloj: son las 12.10 de la noche. «Cuando pierdes el autobús y la ventisca afloja, compensa volver a pie a la ciudad –prosigue–. Así, al menos por la mañana estás en casa. Pero si al día siguiente trabajas de mañana, tienes que pasar la noche en la fábrica. A veces ni siquiera circulan los autobuses. Entonces todos se refugian en el comedor de Na­dezhda, donde entran en calor con un té caliente».

Pero aunque el tiempo sea endiablado, la producción nunca se detiene. Incluso en los días más duros (los de «tormenta negra») la gente acude al trabajo, mientras que los niños disfrutan de la aktirovka, palabra mágica que se anuncia por radio y televisión: debido a las condiciones me­teorológicas, los colegios permanecerán cerrados. Los deberes se comunican por SMS.

"Me muevo con rigidez. Me siento como una astronauta con el traje espacial. Las ráfagas de viento son tan fuertes que tengo la impresión de aplastarme contra una pared transparente"

ropa interior térmica,Me muevo con rigidez. Me siento como una astronauta con el traje espacial. Los edificios «estalinistas» fueron construidos por los prisioneros del gulag,No es el caso de la ma­yoría de las construcciones posteriores, que no tienen cimientos y reposan sobre pilotes hincados en el permafrost

He venido equipada con

mallas de lana, pantalones de esquí y plumífero. En la cabeza llevo un kagul, compuesto por un gorro, una capucha y una bufanda que me llega hasta los ojos. El vaho que expulso al respirar se transforma rápidamente en hielo.

Las ráfagas de viento son tan fuertes que tengo la impresión de aplastarme contra una pared transparente, sólida e infranqueable. Una estampa habitual es ver a un transeúnte acurrucado contra la fachada de un edificio esperando que el viento amaine lo justo para correr hasta el cobijo más cercano. Cuando la cellisca se torna hielo, tienes que agacharte y deslizarte como si fueras sobre esquís.

Quienes planificaron la ciudad conocían bien las condiciones meteorológicas del lugar: las casas de viviendas están muy juntas, con patios interiores protegidos del viento. Entre los edificios hay pasajes estrechos de apenas un metro de ancho para facilitar la circulación de los viandantes.

sobre la roca para que duraran eternamente.

. Las plantas destinadas a las instalaciones de cables y tuberías carecen de calefacción, y las enormes diferencias de temperatura provocan la ruptura de los conductos de agua caliente, con los subsiguientes escapes que no solo funden la nieve de la superficie, sino también las capas superiores del suelo.

De este modo los pilotes se desestabilizan, se abren grietas y los edificios empiezan a desmoronarse. El número de viviendas abandonadas es demoledor: según al­gunas estimaciones asciende a una quinta parte del parque inmobiliario. Esas casas parecen escenarios de una película de terror. Da la impresión de que la gente salió precipitadamente huyendo de una catástrofe inminente: viejos muebles rotos, botas, libros abandonados… todo cubierto de hielo. Cada estancia conservaba el recuerdo de toda una vida. En un apartamento de 12 metros cuadrados vi el esqueleto de un piano de cola. La persona que vivió en aquel reducido espacio se había permitido el lujo de tener un instrumento así.

El apartotel es el modo de alojamiento más extendido en Norilsk: son edificios construidos con muros de carga, con nueve plantas divididas en dos por un largo corredor, en cada una de las cuales hay apartamentos de 12 a 17 metros cuadrados con un baño y un espacio único con salón, zona de dormitorio y cocina. Estas viviendas se asignaban a todos los recién llegados, que después pasaban a una lista de espera para conseguir un piso. Sin embargo, estos alojamientos provisionales acabaron convirtiéndose en permanentes para muchas familias.

El mito del extraordinario nivel de vida de los ciudadanos de Norilsk viene de la época soviética posterior al gulag. Para atraer trabajadores se estipularon ciertos privilegios: salarios cuatro veces superiores a los del continente, tres meses de vacaciones pagadas al año, vales gratis para los sanatorios y campamentos de verano infantiles, y jubilación anticipada a los 45 años con una buena pensión y un piso en el continente después de estar de 15 a 20 años en activo. Los pasajes de avión eran baratos y muchos iban los fines de semana a Krasnoyarsk o a Moscú a visitar a los amigos. Los suministros de víveres eran regulares. La gente rememora aquellos tiempos con nostalgia.

En los años setenta uno llegaba aquí enviado por el Komsomol (la organización juvenil del Partido Comunista) o por invitación de familiares. Los buenos salarios y la idea romántica del Norte atraían a la gente. La hospitalidad y solidaridad de los vecinos de Norilsk eran proverbiales. Un día, una pareja recién llegada que no conocía a nadie ni tenía dónde dormir entabló conversación con un pasajero en el tren que va del aeropuerto a la ciudad. Unos minutos de charla bastaron para que les entregara unas llaves y una dirección. «Estaré fuera tres meses; podéis quedaros en mi casa», les dijo. Hay muchas anécdotas como esta.

El que llega, se queda

Algunos vinieron a Norilsk para quedarse entre tres y cinco años, el tiempo suficiente para ahorrar dinero y marcharse. Con el tiempo, formaron una familia y se quedaron. «¡Ten cuidado! –me dice alguien en broma–, ¡no te vayas a quedar tú también enganchada!». Pero de aquellos privilegios de antaño solo queda el recuerdo. Hoy el salario medio de un operario oscila entre 795 y 1.100 euros, y el de un funcionario público, entre 270 y 570 euros. Todo es importado, y muy caro.

Los billetes de avión, prohibitivos. Los que trabajan en el complejo minero ven parcialmente compensados sus principales gastos, pero los demás se las arreglan como pueden. Las vacaciones de verano son un lujo, y muchos solo salen de aquí una vez cada cinco o siete años.

"Hacia las dos de la tarde la oscuridad empieza a retirarse y da la impresión de que por fin llega el día, pero esa especie de claridad desaparece rápidamente, como si la absorbiera la oscuridad eterna"


Dicen que puedes vivir en Norilsk si eres capaz de salir indemne de la primera noche polar. Yo no he superado la prueba. Sin el ciclo natural del día y la noche, siento que las jornadas no obedecen a ninguna lógica. Estoy perdida, confusa por la monotonía de la oscuridad. Siento una especie de miedo atávico a no ver nunca más la luz. Hacia las dos de la tarde la oscuridad empieza a retirarse y da la impresión de que por fin llega el día, pero esa especie de claridad desaparece rápidamente, como si la absorbiera la oscuridad eterna.

En el autobús, una madre pregunta a su hijo de cuatro años: «¿Qué estación viene después del invierno?». «El verano», responde el niño. «No –replica la madre–. Entre el invierno y el verano hay otra estación: la primavera. ¿Y qué viene después del verano?». «El invierno», responde el pequeño… Los niños siempre dicen la verdad. En Norilsk la primavera y el otoño pasan en un santiamén.

El verano es también muy breve. A mediados de junio, la nieve se derrite durante algunos días. Es el período de las noches blancas: sombras alargadas, calles desiertas, temperatura suave. Es el día polar. Durante dos meses el sol no se pone, y la luz natural lo ilumina todo, de día y de noche.
«¿Qué hora es?», pregunta alguien. «Las diez», responde otro. «¿De la mañana o de la noche?».

La gente sale de paseo hasta tarde. Pero esta estación, la única en que no es necesario reunir fuerzas para combatir el frío, no dura mucho. Es el tiempo de las vacaciones, de los viajes al continente, de las excursiones por la tundra. Es el momento de descubrir los paisajes urbanos e industriales alrededor del lago Dólgoye. Los niños chapotean bajo los chorros del agua de refrigeración de la central eléctrica.

Con los vapores de la fábrica de níquel como telón de fondo, la gente toma el sol, prepara shashlik (brochetas de carne) o se da un baño en esas aguas industriales. Los enamorados se citan por primera vez a la sombra de las tuberías. Es el mejor momento para visitar los alrededores de la ciudad, los asentamientos abandonados, las instalaciones militares…

Opiniones dispares

Los habitantes de Norilsk tienen percepciones diversas sobre su ciudad. Para unos no es más que un lugar de trabajo; para otros, un sitio donde vivir, a veces agradable. Muchos la comparan con una lata de conserva, o con un acuario envuelto en nieblas y aislado del mundo

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Algunos ven en ella su salvación, la oportunidad de una vida mejor. «En mi casa estaba bien. ¿Pero cómo se puede vivir sin trabajo? –dice un recién llegado–. Es mejor vivir con este frío y esta contaminación, pero poder ganarte el pan y dar un futuro a tus hijos».

Pese a todo, los vecinos de Norilsk aman su ciudad. Aunque hablen mal de ella, se quejen del aire malsano y de que «ya está bien de tanta nieve que no se acaba nunca», cuando llega el momento de marcharse de allí, sienten nostalgia. Encargan a los amigos que les lleven la mayonesa de Norilsk y los periódicos locales. Incluso alguno, al regresar de las vacaciones, dice: «Qué ganas tenía de volver a casa, a Norilsk».

Y, francamente: ¿en qué otra ciudad del mundo se organizan excursiones de fin de semana con los amigos solo para ir a ver el sol? ¿En dónde se discute acaloradamente sobre cuándo volverá a salir de nuevo?

Tras mes y medio de noche polar, marcada por las temperaturas árticas y los vientos más violentos, cuando por fin se vuelve a encender sobre el horizonte esa pequeña esfera roja cargada de energía vital, la gente vuelve a sentirse feliz, tranquila y en paz.