Tsunami en Fukushima, la vida después de una ola gigante

El fotógrafo David Guttenfelder viajó hasta la ciudad japonesa golpeada por la naturaleza y captó la desolación de una ciudad fantasma golpeada por el brutal tsunami de Tohoku en 2011.

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Javier Flores director digital National Geographic
Javier Flores

Director digital

El 11 de marzo de 2011 será recordado durante décadas como el día en que se produjo el que los japoneses conocen como Higashi-Nihon Dai-shinsai, es decir, el Gran Terremoto de Japón Oriental. Con una magnitud de 9,0 en la escala sismológica de magnitud de momento, el terremoto comenzó a las 14:46, hora local. Su epicentro se localizó en la región de Tōhoku, frente a la costa de Honshu, la isla principal del país nipón, a unos 130 kilómetros de tierra firme y a una profundidad de casi 30 kilómetros.

Según los sismólogos, producido entre los límites de las placas tectónicas del Pacífico y la llamada microplaca de Okhotsk, el terremoto duró aproximadamente unos 6 minutos en los que se desplazó lateralmente una superficie de tierra de 45.000 kilómetros cuadrados que además se elevó 10 metros, generando un tsunami en que las olas alcanzaron también los 10 metros de altura y se adentraron en tierra más de 10 kilómetros. Algunas horas más tarde, ya debilitadas y con menos altura, las mismas olas se dejaron sentir en algunos puntos de la costa de los Estados Unidos e incluso de la Antártida, donde produjeron la rotura de una parte del borde de la plataforma de hielo de Sulzberger.

NG

Dos semanas después del tsunami, el recuento oficial de muertes por parte del gobierno japonés había superado las 10.000 personas, una cifra que siguió ascendiendo tras las labores de rescate hasta las 18.500, conformándose como uno de los desastres naturales más mortíferos en la historia de Japón. Pero aunque la mayoría de las muertes fueron achacadas a la destrucción de las olas del tsunami y el terremoto, la nación aún tendría que hacer frente a una nueva crisis desatada por el desastre: la situación de varias de las centrales nucleares golpeadas por la tragedia en la región de Tohoku.

De entre todas ellas, la más conocida fue la de la planta nuclear  de Fukushima Daiichi, situada a unos 60 kilómetros del epicentro del terremoto. Los reactores de las otras tres plantas de energía nuclear más cercanas al epicentro del terremoto se apagaron automáticamente después del temblor.  Sin embargo, la inundación provocada por las olas del tsunami dañó los generadores de la planta de Fukushima, provocando que, sin electricidad, fallaran los sistemas de refrigeración de 3 de sus reactores.  Esto provocó el sobrecalentamiento de sus núcleos y la fusión parcial de sus barras de combustible, que unido al un incendio y la explosión de algunas tuberías debido a los temblores generados por el seísmo, provocó la liberación de niveles significativos de radiación

Bajo la premisa de mantener a salvo a la población cercana, las autoridades japonesas elevaron la gravedad de la emergencia nuclear de 5 a 7, el más alto en la escala creada por la Agencia Internacional de Energía Atómica, y evacuaron a toda la población en un radio de 20 kilómetros a la redonda de la central. 

Érase una vez, un pueblo llamado Namie

Lo más desgarrador de la ciudad de Namie es que todo parece en orden. La hierba verdeazulada de los prados parece fresca. Los ríos Takase y Ukedo fluyen resplandecientes bajo el sol. La barbería, la estación de trenes y el restaurante de cerdo frito parecen a punto de abrir sus puertas, lejos del caos y la destrucción que se abatieron sobre las localidades costeras un poco más al norte. En las prefecturas de Miyagi e Iwate, los relojes que las olas devolvieron a la playa se habían parado hacia las 15:15, la hora en que el tsunami devoró ciudades enteras. Pero en la humilde localidad pesquera de Namie, los relojes siguen funcionando.

Namie es uno de los nueve núcleos urbanos situados total o parcialmente dentro de un radio de 20 kilómetros de la central nuclear Daiichi de Fukushima, designado por las autoridades como zona de acceso prohibido. Al igual que las otras ciudades de la zona de exclusión, Namie ya no existe. De sus 21.000 habitantes, 7.500 se han dispersado por Japón. Los otros 13.500 viven en alojamientos provisionales en la región de Fukushima. Son parte de los más de 70.000 refugiados nucleares desplazados a raíz del peor accidente nuclear de la historia ocurrido desde Chernobil. El fin de Namie comenzó en las caóticas horas que siguieron al terremoto del 11 de marzo. La ciudad se abre hacia el noroeste desde la central Daiichi. Sus habitantes, guiados por las noticias de televisión sobre el accidente nuclear y por las autoridades, se dirigieron hacia la zona más alta, en el centro de la ciudad.

Siglos de tsunamis en Japón

Subir a las colinas es un acto reflejo para los japoneses, condicionados por siglos de tsunamis, pero en este caso fue una decisión nefasta, porque se dieron de bruces con el penacho de aire cargado de residuos radiactivos. La gente se apiñó en refugios con escasas provisiones hasta el día 15, cuando otra explosión la obligó a desplazarse a Nihonmatsu.

En el número de julio, la popular revista Bungei Shunju llamaba a Namie «la ciudad olvidada», cuyos habitantes nunca recibieron órdenes oficiales de evacuación, ni cuando las explosiones de hidrógeno en las unidades 1 y 3 esparcían partículas tóxicas en toda el área de Fukushima.

Provistos de máscaras y trajes protectores, los desplazados son a veces transportados en autobús a la ciudad para recuperar pequeños efectos personales y comprobar el estado de sus casas. Los viajes son breves (de dos a tres horas) para reducir al mínimo el riesgo de radiación. Junko y Yukichi Shimizu, que vivían con su hijo, su nuera y su nieto de dos años, parecen abrumados mientras se mueven lentamente por su vivienda. El 26 de julio los acompañé durante una hora en una de esas visitas a la ciudad abandonada.

La vida tras el desastre

Yukichi, de 62 años, sella las ventanas con cinta aislante mientras contempla su adorado jardín, ahora asilvestrado. Su mujer, Junko, de 59, limpia el altar budista de la familia y recoge los pocos objetos que pueden sacar de la zona de exclusión: fotos, hierbas medicinales chinas y el quimono de su hija. Deja atrás las tablillas conmemorativas budistas.

"No hay nadie más para proteger la casa", explica. El ayuntamiento de Namie se ha instalado en unas oficinas improvisadas en Nihonmatsu. Sus funcionarios siguen expidiendo partidas de nacimiento, intentan tener localizados a los ciudadanos, que cada vez se van más lejos, y consultan a los expertos sobre el cesio radiactivo que ha vuelto inhabitables los 222 kilómetros cuadrados de Namie. Muchos mantenían la esperanza de regresar cuando la central se estabilira. Pero la gente no podrá volver a sus casas en un futuro próximo, y el Gobierno empieza a considerar la posibilidad de comprar sus viviendas.

Mientras los suaves rayos del crepúsculo en­­vuelven el paisaje urbano en un cálido fulgor, la fresca brisa marina ondula nuestros sofocantes trajes protectores. Por un momento es posible olvidar que a pocos kilómetros, por la Ruta 6, el contador Geiger marca un nivel de radiactividad 600 veces superior al normal. Yukichi Shimizu, que cultivaba los arrozales y trabajaba en la construcción, observa su amada ciudad hoy sin vida: "¿De verdad sería peligroso vivir aquí?".

Foto: David Guttenfelder

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Marcas en el fango

Tras la catástrofe del 11 de marzo, decenas de miles de personas fueron evacuadas de sus hogares en las proximidades de la central nuclear afectada. Sus huellas están impresas en el barro seco.

Foto: David Guttenfelder

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Ladridos en Fukushima

Dos perros se pelean en las calles desiertas de Okuma. Los primeros días después del desastre, pululaban por la zona de exclusión un sinfín de animales domésticos: vacas, cerdos, cabras, perros, gatos, incluso avestruces. Había voluntarios que, desafiando las patrullas y los controles de la policía, recogían animales, los descontaminaban y los devolvían a sus dueños, y daban de comer a otros. Pero a mediados de verano muchas mascotas habían muerto de hambre o enfermedad.

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La cama sin hacer

Los futones se suelen doblar y guardar en un armario por la mañana. Pero aquel día fatídico la gente no tuvo tiempo de ordenar la casa antes del precipitado éxodo, derivado de las órdenes de evacuación difundidas por televisión la madrugada del 12 de marzo. Este dormitorio está en Okuma, a menos de cinco kilómetros de la central nuclear afectada. Las autoridades municipales han acusado a la compañía eléctrica Tepco de incumplir su deber de advertir a la población de la crisis inminente.

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Evacuación infantil

Los ensayos de evacuación son muy frecuentes en las zonas de Japón con actividad sísmica. Por eso, cuando en marzo se produjo el desastre real, los niños sabían lo que tenían que hacer, y actuaron según lo previsto pensando en volver al colegio unos días después. Pero han pasado meses desde que se marcharon, y en las taquillas todavía siguen las mochilas de piel que los escolares usan en Japón, que cuestan varios cientos de euros y son una de sus más preciadas posesiones. Es probable que nadie las reclame nunca.

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A la búsqueda de animales abandonados

Un solitario defensor de los derechos de los animales camina por la costa de Fukushima. La central nuclear está al otro lado de la cuesta, a menos de un kilómetro de distancia. Cuando otras regiones afectadas por el tsunami hacía semanas que habían sido despejadas de escombros, las brigadas de limpieza aún no habían llegado a esta área a causa de los niveles de radiación. Pese a las estrictas sanciones por entrar en la zona, algunos desafiaron las restricciones para ayudar a los animales domésticos que quedaron abandonados.

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Escombros tras el tsunami

Meses después del tsunami, la hierba había crecido en este vehículo tragado por las aguas en la costa cercana a Namie. Los escombros se esparcieron por el litoral de Fukushima a consecuencia del desastre. El miedo a la radiación desaconsejó la limpieza inmediata.

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Ganado abandonado

No se previno la evacuación del ganado de la zona irradiada y muchos animales fueron abandonados.

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Supermercado porcino

Un cerdo deambulando por las calles desiertas del centro de Namie descubrió este supermercado, en el que se atracó de lo lindo y luego se echó una siesta.

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Control policial

Policías con mascarillas protectoras hacen guardia en un control de la carretera que lleva a la ciudad de Minami-Soma. El cartel dice: «Manténgase alejado».

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Formación para volver

En un gimnasio de Hirono, residentes de la zona de exclusión vestidos con trajes protectores reciben instrucciones el 8 de junio antes de ser conducidos a sus hogares para recuperar efectos personales pequeños (en el autobús no hay sitio para los grandes.) En los viajes de ida los controles eran estrictos, dice un funcionario municipal, pero el proceso de descontaminación a la vuelta (recogida de trajes, gorros y mascarillas, y medición de los niveles de radiación) era mucho menos riguroso.

 

David Guttenfelder

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Casas de cartón

Nobuko Sanpei, de 74 años, cena en su casa de cartón en el centro de congresos Big Palette de Fukushima, en la ciudad de Koriyama. «Recorté un agujero a modo de ventana porque el calor era sofocante», explica. Meses después del desastre nuclear, miles de refugiados vivían en «casas» de cartón instaladas en albergues, escuelas y otros espacios públicos. Sanpei, que luego se mudó a un apartamento, añora los arrozales que cuidaba con su marido en Tomioka, al sur de la central nuclear.

Foto: David Guttenfelder

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Intimidad reducida

Una evacuada descansa en la «vivienda» que ha improvisado en el recinto del centro de congresos Big Palette. En los reducidos alojamientos de emergencia no hay intimidad, y las enfermedades pueden propagarse rápidamente. Las personas mayores, que han pasado su vida en comunidades rurales con gran cohesión social, son las más reacias a trasladarse lejos de la familia y los amigos. Los trabajadores sociales intentan prevenir una oleada de kodoku-shi («muerte solitaria») entre los mayores.

Foto: David Guttenfelder

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Centro de evacuados

Toyoo Ide, un hombre de 69 años con la espalda tatuada, es uno de los que aprovechan los baños instalados por los militares a las puertas de Big Palette, que se ha convertido en un centro de evacuados. Ide, que ha trabajado toda su vida en la central nuclear, se define a sí mismo como una persona bromista y con buen humor, pero echa mucho de menos su casa. «Ahora no hay agua ni electricidad, pero si las hubiera, yo regresaría a mi hogar, con radiactividad o sin ella. Volvería hoy mismo. No puedo vivir en una ciudad extraña.»

Foto: David Guttenfelder

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Recuerdos abandonados

El agua estropeó un álbum de fotos abandonado en la costa de Fukushima asolada por el tsunami. En las fotos, los niños y niñas aparecen ataviados con kimonos con motivo de una ceremonia tradicional en la que celebran el tercer, quinto y séptimo cumpleaños.

Foto: David Guttenfelder

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Última visita al hogar

Durante una breve visita a su hogar de Namie, Junko Shimizu hace la maleta de su marido antes de abandonar la zona.

Foto: David Guttenfelder

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Estragos del terremoto

En esta casa, situada dentro de los límites de la zona de exclusión, el terremoto movió el retrato de un miembro de la familia e hizo añicos el cristal del marco. Muchos japoneses mantienen viva la memoria de sus antepasados colocando en su vivienda sombrías imágenes de patriarcas y matriarcas desaparecidos, que a menudo presiden el altar budista de la familia, donde se queman barritas de incienso y se reza por los muertos. En la actualidad los retratos presiden casas desiertas.