El 11 de marzo de 2011 será recordado durante décadas como el día en que se produjo el que los japoneses conocen como Higashi-Nihon Dai-shinsai, es decir, el Gran Terremoto de Japón Oriental. Con una magnitud de 9,0 en la escala sismológica de magnitud de momento, el terremoto comenzó a las 14:46, hora local. Su epicentro se localizó en la región de Tōhoku, frente a la costa de Honshu, la isla principal del país nipón, a unos 130 kilómetros de tierra firme y a una profundidad de casi 30 kilómetros.
Según los sismólogos, producido entre los límites de las placas tectónicas del Pacífico y la llamada microplaca de Okhotsk, el terremoto duró aproximadamente unos 6 minutos en los que se desplazó lateralmente una superficie de tierra de 45.000 kilómetros cuadrados que además se elevó 10 metros, generando un tsunami en que las olas alcanzaron también los 10 metros de altura y se adentraron en tierra más de 10 kilómetros. Algunas horas más tarde, ya debilitadas y con menos altura, las mismas olas se dejaron sentir en algunos puntos de la costa de los Estados Unidos e incluso de la Antártida, donde produjeron la rotura de una parte del borde de la plataforma de hielo de Sulzberger.
Dos semanas después del tsunami, el recuento oficial de muertes por parte del gobierno japonés había superado las 10.000 personas, una cifra que siguió ascendiendo tras las labores de rescate hasta las 18.500, conformándose como uno de los desastres naturales más mortíferos en la historia de Japón. Pero aunque la mayoría de las muertes fueron achacadas a la destrucción de las olas del tsunami y el terremoto, la nación aún tendría que hacer frente a una nueva crisis desatada por el desastre: la situación de varias de las centrales nucleares golpeadas por la tragedia en la región de Tohoku.
De entre todas ellas, la más conocida fue la de la planta nuclear de Fukushima Daiichi, situada a unos 60 kilómetros del epicentro del terremoto. Los reactores de las otras tres plantas de energía nuclear más cercanas al epicentro del terremoto se apagaron automáticamente después del temblor. Sin embargo, la inundación provocada por las olas del tsunami dañó los generadores de la planta de Fukushima, provocando que, sin electricidad, fallaran los sistemas de refrigeración de 3 de sus reactores. Esto provocó el sobrecalentamiento de sus núcleos y la fusión parcial de sus barras de combustible, que unido al un incendio y la explosión de algunas tuberías debido a los temblores generados por el seísmo, provocó la liberación de niveles significativos de radiación
Bajo la premisa de mantener a salvo a la población cercana, las autoridades japonesas elevaron la gravedad de la emergencia nuclear de 5 a 7, el más alto en la escala creada por la Agencia Internacional de Energía Atómica, y evacuaron a toda la población en un radio de 20 kilómetros a la redonda de la central.
Érase una vez, un pueblo llamado Namie
Lo más desgarrador de la ciudad de Namie es que todo parece en orden. La hierba verdeazulada de los prados parece fresca. Los ríos Takase y Ukedo fluyen resplandecientes bajo el sol. La barbería, la estación de trenes y el restaurante de cerdo frito parecen a punto de abrir sus puertas, lejos del caos y la destrucción que se abatieron sobre las localidades costeras un poco más al norte. En las prefecturas de Miyagi e Iwate, los relojes que las olas devolvieron a la playa se habían parado hacia las 15:15, la hora en que el tsunami devoró ciudades enteras. Pero en la humilde localidad pesquera de Namie, los relojes siguen funcionando.
Namie es uno de los nueve núcleos urbanos situados total o parcialmente dentro de un radio de 20 kilómetros de la central nuclear Daiichi de Fukushima, designado por las autoridades como zona de acceso prohibido. Al igual que las otras ciudades de la zona de exclusión, Namie ya no existe. De sus 21.000 habitantes, 7.500 se han dispersado por Japón. Los otros 13.500 viven en alojamientos provisionales en la región de Fukushima. Son parte de los más de 70.000 refugiados nucleares desplazados a raíz del peor accidente nuclear de la historia ocurrido desde Chernobil. El fin de Namie comenzó en las caóticas horas que siguieron al terremoto del 11 de marzo. La ciudad se abre hacia el noroeste desde la central Daiichi. Sus habitantes, guiados por las noticias de televisión sobre el accidente nuclear y por las autoridades, se dirigieron hacia la zona más alta, en el centro de la ciudad.
Siglos de tsunamis en Japón
Subir a las colinas es un acto reflejo para los japoneses, condicionados por siglos de tsunamis, pero en este caso fue una decisión nefasta, porque se dieron de bruces con el penacho de aire cargado de residuos radiactivos. La gente se apiñó en refugios con escasas provisiones hasta el día 15, cuando otra explosión la obligó a desplazarse a Nihonmatsu.
En el número de julio, la popular revista Bungei Shunju llamaba a Namie «la ciudad olvidada», cuyos habitantes nunca recibieron órdenes oficiales de evacuación, ni cuando las explosiones de hidrógeno en las unidades 1 y 3 esparcían partículas tóxicas en toda el área de Fukushima.
Provistos de máscaras y trajes protectores, los desplazados son a veces transportados en autobús a la ciudad para recuperar pequeños efectos personales y comprobar el estado de sus casas. Los viajes son breves (de dos a tres horas) para reducir al mínimo el riesgo de radiación. Junko y Yukichi Shimizu, que vivían con su hijo, su nuera y su nieto de dos años, parecen abrumados mientras se mueven lentamente por su vivienda. El 26 de julio los acompañé durante una hora en una de esas visitas a la ciudad abandonada.
La vida tras el desastre
Yukichi, de 62 años, sella las ventanas con cinta aislante mientras contempla su adorado jardín, ahora asilvestrado. Su mujer, Junko, de 59, limpia el altar budista de la familia y recoge los pocos objetos que pueden sacar de la zona de exclusión: fotos, hierbas medicinales chinas y el quimono de su hija. Deja atrás las tablillas conmemorativas budistas.
"No hay nadie más para proteger la casa", explica. El ayuntamiento de Namie se ha instalado en unas oficinas improvisadas en Nihonmatsu. Sus funcionarios siguen expidiendo partidas de nacimiento, intentan tener localizados a los ciudadanos, que cada vez se van más lejos, y consultan a los expertos sobre el cesio radiactivo que ha vuelto inhabitables los 222 kilómetros cuadrados de Namie. Muchos mantenían la esperanza de regresar cuando la central se estabilira. Pero la gente no podrá volver a sus casas en un futuro próximo, y el Gobierno empieza a considerar la posibilidad de comprar sus viviendas.
Mientras los suaves rayos del crepúsculo envuelven el paisaje urbano en un cálido fulgor, la fresca brisa marina ondula nuestros sofocantes trajes protectores. Por un momento es posible olvidar que a pocos kilómetros, por la Ruta 6, el contador Geiger marca un nivel de radiactividad 600 veces superior al normal. Yukichi Shimizu, que cultivaba los arrozales y trabajaba en la construcción, observa su amada ciudad hoy sin vida: "¿De verdad sería peligroso vivir aquí?".