Fotografías de Ed Kashi
Probablemente sea cierto que no hay norma dictada en París que no se infrinja en Marsella. La capital de la Provenza tiene bien merecida su reputación de ciudad difícil y rebelde, de puerto que atrae todo tipo de contrabando y toda clase de gentes, algunas de ellas llegadas también de forma clandestina. A lo largo de los siglos la ciudad ha sido un refugio para quienes, procedentes casi siempre del mar, huían de la persecución, las epidemias y la pobreza.
En los últimos tiempos su importante flujo de inmigrantes es sobre todo de origen musulmán, y al mirar hoy desde una de las muchas playas marsellesas hacia el litoral norteafricano, invisible al otro lado del Mediterráneo, casi se presiente el diluvio humano que se acerca conforme la agitación del mundo árabe empuja a más refugiados y desempleados a las costas de Europa.
Según las tesis de los políticos de ultraderecha, esa oleada de inmigración se traducirá inevitablemente en un tsunami de puritanismo islámico que socavará el modo de vida europeo y obligará a todas las mujeres a vestirse como una novia talibán. Pero luego uno constata que buena parte de los hombres y mujeres que circulan por la arena marsellesa son de origen africano y árabe, y que las jóvenes llevan bikini, no burka. Gracias a un sistema de transporte público de notable eficacia, desde cualquier punto de Marsella se llega a las playas en menos de 45 minutos.
Y así ocurre que durante varios meses al año, ricos y pobres, blancos y negros, africanos y árabes, musulmanes, cristianos y judíos encuentran su lugar en la arena, se despojan de casi toda la ropa y se tumban a charlar bajo el sol provenzal. Al preguntarles de dónde son no responderán que de Argelia o Marruecos, ni de las Comores, ni siquiera de Francia. Casi siempre contestarán simplemente que de Marsella.
Mientras en Europa la población de inmigrantes no deja de aumentar, Marsella tal vez sea un atisbo de lo que será el futuro, incluso un modelo de multiculturalismo. Y no porque su equilibrio sea fácil de mantener. En concreto, a cada nuevo conflicto en Oriente Medio, el miedo barre la ciudad francesa. «Cuando estalló la guerra de Iraq de 1991 pensé que Marsella saltaría por los aires por culpa de las imágenes que llegaban a los hogares musulmanes a través de las parabólicas –afirma Michèle Teboul, máxima autoridad en Provenza del Consejo Representativo de Instituciones Judías de Francia (CRIF)–. Decíamos: “Si no explota ahora, no explotará nunca”.» Y no explotó: los líderes musulmanes de la ciudad lograron calmar los ánimos cooperando con otras figuras religiosas. En noviembre de 2005 se repitió la historia: cuando las llamas alimentadas por los disturbios se apoderaron de casi todos los barrios de viviendas sociales, llenos de inmigrantes, del resto de las ciudades francesas, la Marsella musulmana mantuvo la calma.
Algunos marselleses creen, con razón, que el milagro de paz social de su ciudad debe mucho a las playas, que constituyen un gigantesco crisol de culturas. Farouk Youssoufa, de 25 años, cortejó a su esposa de 20, Mina, en la playa de Corbière, y hoy suelen frecuentar la del Prado. Youssoufa nació en una isla francesa del archipiélago de las Comores, entre Tanzania y Madagascar, y es negro. Mina, de piel clara, es la hija nacida en Francia de un matrimonio de inmigrantes argelinos. «La nueva generación está mucho más mezclada», dice Youssoufa, que trabaja con chicos y chicas de casi todos los tonos de piel y orígenes étnicos imaginables en un centro cultural de uno de los barrios más duros del norte de Marsella. En la playa, más que en ningún otro sitio, «hay muchas comunidades diferentes que se relacionan, que se mezclan –me explica Youssoufa una tarde de mayo–. Voilà: con el tiempo hemos aprendido a convivir».
Pero «voilà», una coletilla aquí presente en cualquier conversación, no encierra la realidad de toda la historia. El territorio neutral de sol y arena no se extiende a otros ámbitos de la vida urbana. Aunque hay otros rituales que unen a la población (el apoyo incondicional al equipo de fútbol de Marsella, por ejemplo), cuando acaba el partido y anochece en la playa, pueden emerger los prejuicios. En Marsella hay mucho racismo, dice Mina, incluso entre sus propios Montesco y Capuleto musulmanes. «En lugares muy concurridos no hay problema, pero cuando entramos en los barrios de árabes y caminamos juntos nos miran, y a veces a mí me insultan.»
La anécdota plantea la pregunta de si Marsella es realmente un ejemplo de armonía cosmopolita o una sociedad al borde del disturbio. La incómoda verdad es que es ambas cosas.
El ayuntamiento de Marsella, un edificio tejado construido en tiempos del rey Luis XIV, es una sede oficial discreta para lo que se estila en Francia. En las guías de viaje se describe como «de proporciones modestas». No así el alcalde que lo ocupa. Jean-Claude Gaudin parece casi tan ancho como alto, con su chaqueta cruzada desabotonada y el cuello de la camisa de rayas abierto. Gaudin, de 72 años, entra en su despacho y se acomoda tras la mesa. Lleva en el cargo desde 1995 y no parece tener intención de dejarlo en breve.
Fuera, los veleros llenan el Vieux-Port, los mástiles cintilando bajo la implacable luz blanca de una mañana estival. Las ventanas están abiertas pese al calor porque «el aire acondicionado me fastidia la garganta», dice Gaudin. El ambiente es una mezcla curiosa: una brisa subtropical acariciando la decoración barroca.
«Marsella es la ciudad más antigua de Francia –comienza diciendo el alcalde–. Existe desde hace 2.600 años.» Por un momento creo que va a decir, como suelen hacer los marselleses, que la fundaron los fenicios. «Marsella, blanca, tibia, viva; Marsella, la hermana pequeña de Tiro y de Cartago, y que es su sucesora en el dominio del Mediterráneo; Marsella, siempre más joven a medida que envejece», escribió Alejandro Dumas. Pero Gaudin va por otro lado.
«Es un puerto –prosigue–, y desde siempre estamos acostumbrados a ver extranjeros. La ciudad en sí misma está compuesta, estrato sobre estrato, por poblaciones foráneas llegadas a raíz de ciertos acontecimientos históricos.» Después de 1915, por ejemplo, empezaron a llegar armenios escapados del genocidio turco. En los años treinta se instalaron italianos que huían del fascismo. Tras la Segunda Guerra Mundial comenzó una inmigración judía norteafricana. Y en 1962, cuando Francia ya había renunciado al dominio colonial de Argelia, Marruecos y Túnez, llegaron decenas de miles de pieds-noirs, ciudadanos franceses de raza blanca que abandonaban la recién independizada Argelia, donde muchos llevaban viviendo desde hacía generaciones.
Al mismo tiempo, «después de la descolonización del “África negra”, entre comillas, como la llamamos nosotros –explica Gaudin–, y de la independencia de los países del Magreb», Marsella se fue llenando gradualmente de otra gente «issus de l’immigration» (fruto de la inmigración). El alcalde parece incomodarse al pronunciar ese eufemismo políticamente correcto, así que le pido que sea más preciso. «Significa que muchas veces los abuelos estaban en Argelia, los padres vinieron aquí y los nietos son franceses pero tienen apellido árabe», dice Gaudin. En otras palabras, franceses de nacimiento, pero a los que siguen considerando de origen extranjero.
Y sin embargo el alcalde de Marsella ignora cuántos de sus vecinos (¿el 20, el 25 %?) son issus de l’immigration. No sabe cuántos son de origen árabe o africano. Ni cuántos tienen raíces musulmanas. En virtud de los «valores republicanos» de Francia (los ideales de laicismo e igualdad) es ilegal que un funcionario, y ello incluye a los del censo, registre la raza, el grupo étnico o la religión de un ciudadano. No solo existe separación entre Iglesia y Estado, sino que la religión no existe oficialmente. Si eres francés, eres francés: nada más, y nada menos. Lo que Gaudin sí sabe es que la asimilación no siempre es fácil ni siquiera para la segunda y tercera generación. El problema de una ciudad con una población inmigrante numerosa no suele ser cómo encajar la primera oleada de recién llegados, sino ver cómo se adaptan, o no, sus hijos y nietos.
Gaudin tiene fama de infringir discretamente los tan alardeados valores republicanos franceses. Tal vez ignore cuántos de sus ciudadanos son musulmanes, pero sabe que está obligado a dar con formas prácticas de trabajar con ellos. Una de ellas es diluir la frontera oficial entre Iglesia y Estado. En la década de 1990 el Ayuntamiento propuso a los líderes religiosos la creación de Marseille Espérance, una asociación de representantes judíos, cristianos, budistas y musulmanes que en los últimos 20 años ha ayudado a la ciudad a superar las diversas crisis desencadenadas por conflictos nacionales e internacionales. El Consistorio ha trabajado mano a mano con los líderes religiosos para prevenir desórdenes. También respalda la existencia de emisoras, cementerios y colectivos civiles de las distintas confesiones. Esta cooperación político-religiosa quizás infrinja el ideario oficial, pero en Marsella se impone el pragmatismo.
Gaudin señala que la playa no es el único rasgo geográfico que desempeña un rol significativo en el mantenimiento del crisol multicultural. «Marsella tiene la suerte de estar ceñida por un cinturón de montes.» Inmigrantes y residentes de toda la vida han aprendido a vivir más o menos amontonados. En los 30 años posteriores a la Segunda Guerra Mundial (les trente glorieuses, como les llaman los franceses), cuando la economía al alza del país necesitaba mano de obra extranjera para las fábricas, muchas ciudades francesas levantaron viviendas sociales para inmigrantes en las afueras. «Nosotros hicimos lo contrario –dice Gaudin–. Construimos en el casco urbano.»
El centro «es un distrito con una población norteafricana muy nutrida», prosigue el alcalde. En en el corazón de Marsella, en la plaza frente a la Porte d’Aix, mercaderes de la casbah venden chilabas y velos islámicos, las teterías sirven dulces chorreantes de miel y las agencias de viajes se especializan en peregrinajes a La Meca. El barrio entero es un hervidero de inmigrantes en busca de espacio para su nueva vida y su antigua cultura, aun cuando ambas evolucionan hacia algo diferente. Aquí, en el centro, se yergue una de las mezquitas más antiguas de la ciudad, At-Taqwa; en los cafés, los hombres de más edad saborean sus expresos con la cabeza cubierta por el inconfundible kufi de las Comores; muchas mujeres se cubren el pelo con el hijab, el pañuelo tradicional de las musulmanas. Pocas son las que han vestido alguna vez el velo ultraconservador, el niqab, que oculta todo el rostro.
Y hoy todavía menos. En abril de 2011 el Gobierno de Nicolas Sarkozy prohibió vestir en público ese tipo de velos. Un día de primavera, con la ley ya en vigor, me crucé cerca de la Porte d’Aix con una joven cubierta de negro de arriba abajo y las manos enguantadas a pesar del calor. Sin duda también le habría gustado taparse el rostro, pero en lugar de eso se había prendido el velo hacia atrás para cumplir la nueva legislación. Su cara exhibía una expresión resuelta y desafiante. Como buena marsellesa, obedecía la letra de la ley pero no su espíritu.
En la festividad musulmana del Id al-Adha, la fiesta del Cordero, me senté cerca de un mercado de la Rue Longue des Capucins (que bien podría ser una calle de Argel o de Tánger) a tomar una copa de vino rosado. Observé a un hombre con barba que cruzaba el mercado con lo que me pareció un bebé desnudo. Luego vi que era un cordero desollado y listo para el despiece. El sacrificio anual de corderos durante esta celebración sacra musulmana ha saltado a la palestra desde que el Gobierno intenta restringir la práctica a mataderos oficiales de las afueras de la ciudad. Pero aun así, quienes critican la invasión de la cultura musulmana presentan los ríos de sangre como un símbolo de barbarie.
«Hay ciertas tendencias xenófobas que se manifiestan de cuando en cuando –reconoce Gaudin mientras hablamos en su despacho–, pero mi política es justo lo contrario: una política de generosidad, fraternidad y unidad, hasta donde me es posible.»
Una cuestión que pone a prueba las iniciativas de Marsella para acoger a su creciente población issue de l’immigration es dónde y cómo orarán los musulmanes, en caso de que lo hagan. Los viernes los fieles no caben en los relativamente pequeños templos de culto que hay en Marsella y rebosan hacia la calle, a veces bloqueando el tráfico. Para los políticos de derechas el espectáculo es una evidencia de que una horda islámica ha invadido la ciudad. «Los franceses estamos siendo reemplazados por otro pueblo con otra cultura, religión y modo de vida –dice Stéphane Ravier, del ultraderechista Frente Nacional–. La marea de inmigración ha sido tan enorme en los últimos 20 años que nos estamos ahogando.»
«En Marsella hay más de 70 mezquitas y oratorios», informa Gaudin, pero salta a la vista que no bastan. La idea de construir una gran mezquita caló favorablemente. «La población estaba de acuerdo, en un 60 %. Entendían que todas la religiones deberían tener un monumento significativo», prosigue el alcalde. La primera piedra de la mezquita se puso en mayo de 2010. El imán de la principal mezquita de París asistió al acto. Un político del Partido Socialista proclamó que simbolizaría la «convivencia fraternal de las comunidades». Se prevé que la obra finalice en 2013.
Tres meses después tomé un taxi para desplazarme al lugar, un complejo de edificios que en su día fueron un matadero municipal. «¿Y precisamente yo tengo que llevarlo allí?», preguntó el taxista, a todas luces contrario a la mezquita. «Ya ha empezado la invasión», añadió mientras recorríamos las calles colina arriba.
La comisión que aprobó el proyecto decidió sustituir al muecín y la llamada a la oración por una luz emitida desde el minarete. Pero los conservadores se quejaron de que el alminar, de 23 millones de euros, descollaría sobre toda Marsella, una distinción que siempre se había reservado a la basílica de Notre-Dame de la Garde.
Cuando llegué a los antiguos mataderos no hallé signos de que allí se estuviese levantando ningún minarete, ni rastro de obra alguna salvo unos cuantos carteles de licencia de obras en los muros. En las cercanías unos ancianos jugaban a la petanca. «¿Es aquí donde se va a construir la mezquita?», pregunté. «Sí –contestó uno, mirando a los demás como pidiendo permiso para hablar–, pero al final no creo que se haga.» ¿Y eso por qué? «Cuestión de pasta», dijo otro.
Fue Gaudin quien propuso reconvertir parte del complejo de mataderos en mezquita para reducir gastos, pero la comunidad musulmana se cerró en banda. La idea de usar un edificio donde se había matado animales sin respetar las estrictas reglas de la ley religiosa era inaceptable para muchos. Se aferraron a la idea de que la mezquita debía construirse desde los cimientos.
Regresé cuando la primera piedra llevaba un año puesta. No se había hecho nada más. Uno de los encargados de buscar financiación para la mezquita había sido expulsado por otro de los miembros de la comunidad. A raíz de la disputa se había cerrado el grifo. El edificio que se supone debía representar la «convivencia fraternal» de los marselleses acabó representando las profundas divisiones entre los propios musulmanes. El pasado octubre, en respuesta a las continuas quejas de comerciantes y residentes de la zona por la falta de aparcamiento para los fieles que atraería la mezquita, se canceló la licencia de obra.
«Quien no es de aquí tiene la impresión de que en Marsella las comunidades [musulmanas] están unidas –dice Omar Djellil, de la mezquita At-Taqwa, en Porte d’Aix–, pero es pura apariencia. En realidad, por una cuestión de afinidad cultural, la gente prefiere relacionarse con los suyos. Los comorenses con los comorenses, los argelinos con los argelinos, los marroquíes con los marroquíes. Voilà!»
Lo que preocupa a algunos marselleses no es la «talibanización» caricaturizada por la extrema derecha, sino lo que consideran una paulatina islamización de una ciudadanía básicamente obrera, y ya no solo los issus de l’immigration. «Creo que la cultura musulmana está haciéndose definitivamente con los estratos sociales más bajos –apunta Michèle Teboul, del CRIF–. Hay mucha gente que se casa con musulmanes.»
«Una integración verdadera», digo yo.
«Depende de si hay una mezcla de dos culturas y no una cultura que se impone a la otra», contesta Teboul. En su opinión, el laicismo institucional y la prevalencia de la corrección política han minado el sistema de valores de la sociedad francesa y privado a la población de una sólida conciencia de la tradición. «El amor a la patria y los valores, religiosos o de otra índole, han sido desplazados por lo políticamente correcto, y eso ha contribuido a quebrar familias que se han quedado sin referentes, en particular las más desfavorecidas.» El islam, dice Teboul, ayuda a estructurar la vida de muchas personas que sienten ir a la deriva. «Estoy convencida», afirma.
Muchos jóvenes musulmanes se sorprenderían ante las preocupaciones de Teboul. Para quien, como ellos, vive en un mundo híbrido de mezcla de culturas, aferrarse a las tradiciones islámicas parece una causa perdida, cuando no un sinsentido. Su voz política es mínima. La maquinaria política local está dominada por una vieja guardia descendiente de anteriores oleadas de inmigrantes, en la que abundan los apellidos italianos y escasean los árabes. A escala nacional casi todos los musulmanes a los que París da credibilidad, y eso si lo hace, en cuestiones que afectan a su comunidad nacieron fuera de Francia. «La paradoja es que a los que hemos nacido aquí no se nos reconoce –dice Djellil–. Somos de cultura francesa, estudiamos en colegios franceses, compartimos muchas de las demandas de amigos nuestros llamados Jean-Pierre o François. Hay un verdadero problema generacional.»
Si la ropa, la música y la cultura pop son indicativos, muchos chicos musulmanes parecen identificarse más con el gangsta rap americano que con el islam radical. El sonido y estilo hip-hop han calado especialmente en Marsella, donde el submundo es la única realidad para muchos jóvenes. El cantante Soprano tomó ese nombre de la serie televisiva estadounidense. Es de ascendencia comorense y profesa con orgullo la fe musulmana. Se inició en la música a principios de los años noventa con cantos islámicos, pero pronto se pasó al rap. En su reciente Regarde-Moi canta sobre lo que es criarse con unos padres que no hablan una palabra de francés, destacar en los estudios y luego ver que todas las puertas están cerradas.
Farouk Youssoufa, el joven que trabaja con inmigrantes en los barrios del norte de Marsella, ve de cerca y a diario el atractivo de la delincuencia. «Hay venta de droga –me cuenta–. Hace cinco o seis años se robaban muchos coches. Hoy hay muchos atracos a mano armada. Se han puesto de moda.» La mujer de Youssoufa es una de las monitoras del centro juvenil. Le pregunto si alguna vez se ha planteado llevar hijab. «Espero llevarlo –dice, sorprendiéndome de entrada–, pero cuando sea mayor.» «¿Cuánto mayor?», le pregunto. Tal vez a los 40, dice, y obviamente le parece que falta una eternidad.
¿Cómo será Marsella para entonces? Tiene muchos números para convertirse en la primera ciudad europea con mayoría de habitantes de origen musulmán. Muchas otras urbes seguirán la estela de Marsella, y llevarán a cabo sus propios experimentos de integración, nada sencillos. Pero cuesta imaginar que en esta costa mediterránea las playas estén algún día menos concurridas o que los bañistas dejen de identificarse como marselleses, nada más, y nada menos.