Hace no mucho tiempo en Juba, en un viejo edificio colonial de muros agrietados y suministro eléctrico caprichoso, dos militares retirados (el teniente general Fraser Tong y el general de división Philip Chol Majak) explicaban la situación.
«Grupos organizados de unos 50 hombres vienen a caballo –dijo Tong–. Buscan elefantes y grandes ungulados. Secan la carne, se quedan con el marfil y lo transportan a lomos de camellos.» Tong era el subsecretario para la vida salvaje en la entonces región autónoma de Sudán del Sur y tenía su despacho en Juba, la capital. Majak era un importante miembro de su equipo, cuya unidad del ejército se había hecho famosa durante la última guerra civil sudanesa, iniciada en 1983, por derribar cazas MiG con lanzamisiles. Un alto el fuego puso fin al conflicto armado en 2005, pero ahora Majak combatía en otra guerra. «Tenemos que proteger a esos animales», dijo.
Su voz transmitía una demanda urgente. Al igual que sus compatriotas sursudaneses, sentía una vinculación profunda con la fauna de su país. El lazo es más fuerte de lo que cualquiera pueda imaginar, porque durante generaciones en esta tierra han padecido incursiones extranjeras en busca de dos mercancías: esclavos y marfil. Personas y elefantes formaban un todo, eran casi sinónimos. Los cazaban y exportaban juntos.
El vínculo se estrechó aún más durante la guerra civil. Mientras estallaban bombas y minas terrestres, las personas que no huyeron a los países vecinos se escondieron en las zonas más despobladas. Lo mismo hicieron los elefantes y otros animales migratorios; algunos cayeron abatidos por los cazadores, pero muchos eludieron las balas y hallaron refugio en los lugares más remotos. Los sudaneses del sur empezaron a verlos como compañeros de padecimientos, desplazados y víctimas de la guerra como ellos. Los animales más sedentarios (búfalos, alcelafos y jirafas) fueron prácticamente exterminados.
La guerra duró mucho tiempo. Cuando terminó, nadie sabía cuántos animales quedaban, ni cuántos volverían.
Dos años después, tres hombres –Paul Elkan, biólogo estadounidense, director del programa de la Wildlife Conservation Society (WCS) en Sudán del Sur; J. Michael Fay, también de la WCS, y Malik Marjan, doctorando sursudanés de la Universidad de Massachusetts en Amherst– recorrieron el territorio en avioneta para hacer el primer censo de animales en varias décadas. «Fue sorprendente –me dijo Elkan–. Contamos 750.000 antílopes cobo, casi 300.000 gacelas de Thomson mongalla, más de 150.000 antílopes sasabi y 6.000 elefantes. Sin duda, es uno de los hábitats más importantes para la fauna africana.»
Desde entonces, las inspecciones aéreas de la WCS se han ampliado a la fauna, el ganado y la actividad humana en gran parte de Sudán del Sur. Elkan me llevó hace poco en su Cessna al norte de Juba, a lo largo del curso del Nilo Blanco, para virar después al este, hacia un inmenso territorio que se perdía en el horizonte. Durante horas sobrevolamos un terreno virgen. «Ésta es una de las sabanas intactas más extensas de África», dijo.
Después bajó en dirección a una manada de miles de cobos de orejas blancas que se dirigían al norte. Algunas especies casi han desaparecido (quizá no queden más de siete cebras, exterminadas por la caza), pero a la sombra de la avioneta, una leona acechaba a unas gacelas. Los rastros de elefante, con los discos de barro de las huellas, se perdían a lo lejos.
Aterrizamos en una pista de tierra en Nyat, cerca de la frontera con Etiopía, donde varios jefes locales se habían reunido para oír hablar de los planes de conservación de la fauna. Elkan les dio una noticia inesperada: el gobierno de Sudán del Sur había prohibido la caza. El mayor de los presentes levantó la mano: «¿Qué comeremos?».
Elkan replicó que hay una gran diferencia entre el hombre que sale de su choza por la mañana con una lanza en la mano, como hacen los hombres aquí desde hace miles de años, y un cazador armado con un fusil automático. O los cazadores comerciales, que vienen del norte para cobrar piezas ilegalmente. Los guardabosques pueden pasar por alto la caza de subsistencia fuera de las áreas protegidas, que incluyen los principales corredores migratorios, pero es preciso poner fin a la caza comercial, insistió.
La WCS y el gobierno de Estados Unidos están colaborando con el gobierno de Sudán del Sur para crear un área especial de unos 200.000 kilómetros cuadrados que abarcará dos parques nacionales, una reserva de fauna, concesiones para la explotación petrolífera y tierras comunitarias. Elkan explicó que si esa vasta región llena de fauna es segura y está bien administrada, atraerá turismo, generará ingresos y creará puestos de trabajo.
Los jefes asintieron. Los sudaneses del sur han combatido una guerra larga y sangrienta para ganar la independencia. Los animales, supervivientes como ellos, también merecen la paz.