En el centro de la sala, oscilando su cuerpo de un lado a otro, Nergui salmodiaba: «Cielo grandioso, ven, te lo ruego». Tenía los ojos cerrados y asía un haz de cintas multicolores. Su voz era áspera y la melodía era repetitiva, como una antigua balada: «Oh, grandioso cielo azul, manto que me cubre y protege, ven a mí».
Nergui es un boo, como llaman los mongoles a los chamanes. Cree ser un intermediario entre el mundo visible y el reino oculto de los espíritus y los dioses. En toda Mongolia, Asia Central y Siberia, personajes místicos como Nergui están reviviendo tradiciones ancestrales para un público receptivo a sus rituales carismáticos.
Tras la meditación y la salmodia, Nergui entró en trance, momento en el cual el espíritu del reino invisible tendría libertad para entrar en su cuerpo. «Oh, espíritu mío, montaría en diez vacas mongolas para verte. Te lo imploro, permite que el cuco dorado me guíe al espíritu.»
Éramos ocho los observadores, sentados en torno a él en taburetes y camastros metálicos pegados a las paredes de la única habitación con la que contaba la cabaña de madera de Nergui. Aquel día de mediados de noviembre la temperatura exterior era de -12 °C. Eran poco más de las doce del mediodía, la «hora del caballo» según el reloj zodiacal chino. Nergui considera que el mediodía es la hora perfecta para una cabalgada mística.
«Cielo del lobo, por favor, ayúdame. Ha venido un hombre necesitado, llega en son de paz. Cielo grandioso, ven, te lo ruego.»
Nergui es un hombre menudo y sencillo de aspecto apocado. Iba sin afeitar y vestía un del, la túnica tradicional mongola, de apagado color marrón, con cinturón amarillo y fular de seda azul. Por debajo de la túnica asomaba un gastado pantalón azul de pana. Calzaba botas de chamán, confeccionadas ex profeso con piel de reno.
Nergui es un darhad, uno de los grupos étnicos del norte de Mongolia, cercano a la frontera rusa. Este pueblo indígena, integrado por unos 20.000 individuos, ha preservado en gran medida su nomadismo tradicional: el «oficio» de Nergui es cuidar de sus vacas, cabras, ovejas y caballos. Los darhad también practican el chamanismo en una de sus manifestaciones más puras, como parte integral de su existencia. Lo remoto de la región ayuda a entender lo poco que ha cambiado. Para llegar hasta allí hay que hacer un vuelo lleno de sobresaltos desde la capital de Mongolia, Ulan Bator, y luego pasar 13 horas metido en un destartalado microbús de la era soviética dando tumbos sobre ríos helados, gélidos puertos de montaña y tundras nevadas.
La salmodia de Nergui iba acelerándose a medida que su oscilación se convertía en danza. Emitía sonidos de arreo y fustigaba con las cintas de tela como si avivara a un caballo. En un hornillo de hierro colado ardían unas ramitas de enebro; existe la creencia de que el humo atrae a los espíritus. Las mantas que cubrían las paredes para retener el calor hacían que la habitación pareciese más pequeña, y en el rincón opuesto a la puerta había una colección de amuletos, figurillas, fulares, trozos de tela y otros talismanes: un altar a los espíritus guardianes del chamán.
De pronto Nergui cayó al suelo. Cuando dos ayudantes lo levantaron, emitió un aullido lobuno. Luego se carcajeó. «El espíritu ha entrado en él», susurró Zaya Oldov, mi guía e intérprete.
Lo condujeron al fondo del cuarto, donde se sentó con las piernas cruzadas, los ojos todavía cerrados. Uno por uno, los miembros del grupo se fueron acercando a él. El chamán (o el espíritu que hablaba a través de él) describía el pasado de cada uno de ellos y les daba consejos.
Luego llegó mi turno; me arrodillé junto a él. «De joven eras muy callado –su voz sonaba más profunda y templada–. Te encantan los animales. Allá donde has ido, siempre has dado cosas a los demás y les has arrancado una sonrisa.» Todo aquello era cierto, pero tan general que podría aplicarse a casi todo el mundo. Prosiguió: «Tienes una marca inconfundible en la axila derecha». (No es cierto.) Añadió otros comentarios concretos y crípticos: «Pronto te prestará ayuda un hombre con el signo del perro y de la oveja». Y concluyó: «Por arte de mi poder cuidaré de tu familia y tus seres queridos. Toma estas ramitas de enebro y quémalas en tu casa». Cuando las cogí, buscó algo y me tendió la mano abierta. «Aquí tienes un astrágalo de lobo. Llévalo en el bolsillo derecho, te protegerá del peligro.»
Comenzó a salir de su trance, girando y haciendo aspavientos. En su mirada se leía el miedo (¿o era dolor?) y estaba hiperventilando. Su esposa, Chimgee, una mujer enjuta vestida con un del azul grisáceo y un fular verde, se acercó a él y le puso un cigarrillo encendido en los labios. Sin dejar de temblar, Nergui se lo metió en la boca, con brasa y todo, y se lo tragó.
Por fin se tranquilizó. Llegó otro cigarrillo, que esa vez sí se fumó. Chimgee sonrió a su marido. «¿Has tenido buen viaje, cariño?», le preguntó.
El término «chamán» procede del evenki, lengua del pueblo siberiano homónimo, pero hay chamanes en prácticamente cualquier lugar del planeta. Ahora incluso hay centros chamánicos en Londres, Boston y otras muchas ciudades occidentales. Los chamanes creen que el mundo que nos rodea está imbuido de espíritus invisibles que actúan sobre nosotros y gobiernan nuestro destino. A veces médicos, otras, sacerdotes, místicos, psicólogos, ancianos sabios, videntes y poetas, los chamanes son en todas sus manifestaciones la figura designada para negociar con esa realidad oculta, y ocupan una posición elevada en la sociedad a la que pertenecen.
No hay una definición exacta para el chamanismo. «Sería mejor hablar de “chamanismos”, en plural», apunta Marjorie Maldelstam Balzer, antropóloga de la Universidad de Georgetown en Washington, D.C. Las creencias, las prácticas y los rituales varían de una persona a otra, me explicó, porque el camino que conduce al ejercicio del chamanismo es ante todo profundamente individual. Con todo, hay semejanzas: el trance extático, o viaje espiritual, como se le llama a veces, es un fenómeno universal. Lo que varía es el uso que cada chamán da a sus instrumentos y experiencias espirituales, así como el objetivo último del ritual. Muchos trabajan en solitario, mientras que otros se incorporan a grandes organizaciones urbanas con vocación sindical; el Centro Golomt de Estudios Chamánicos de Ulan Bator afirma contar con unos 10.000 asociados.
La mayoría de los chamanes de los países centroasiáticos, como Kirguizistán y Kazajstán, de predominio islámico, se consideran musulmanes devotos, y sus ritos beben de las tradiciones místicas sufíes. Envueltos en virginales hábitos blancos, llevan a cabo sus rituales en templos musulmanes, y en todas las ceremonias incluyen gran profusión de oraciones coránicas. En Siberia y Mongolia el chamanismo se ha mezclado con las tradiciones regionales del budismo.
En Ulan Bator conocí a un chamán llamado Zorigtbaatar Banzar, un hombre descomunal de mirada penetrante que ha fundado su propia institución religiosa: el Centro de Chamanismo y Sofisticación Celestial Eterna, que une el chamanismo con los credos del mundo. «Jesús utilizaba métodos chamánicos, pero la gente no se percataba de ello –me dijo–. También Buda y Mahoma.» Todos los jueves, en su ger (la tienda tradicional mongola), en una calle saturada del humo de los coches del centro urbano, Zorigtbaatar celebra ceremonias semejantes a una misa, con decenas de feligreses atentos a sus divagantes homilías.
Recobrado ya del trance, Nergui abrió la botella de vodka con la que yo lo había obsequiado y sirvió un trago para cada uno en un pocillo bajo. Acepté la tacita con la mano derecha (recibir algo con la izquierda puede entenderse como un grave insulto) y, antes de beber, hice una ofrenda a los espíritus en tres direcciones. Mojé la yema de los dedos en el licor, lancé unas cuantas gotas al aire primero y hacia el suelo después, y finalmente me mojé la frente.
El chamán nace, no se hace, sentenció Nergui, dando cuenta de un buen trago de vodka. Tú no decides convertirte en chamán: tienen que escogerte los espíritus. La vocación suele heredarse. «Mi padre es chamán», dijo, y me contó que hasta los 25 años no se había dado cuenta de que también él poseía la facultad de comunicarse con el mundo espiritual. «Llevo 25 años en esto, y puedo invocar a 23 espíritus.»
Pero, añadió, el don chamánico solo es el principio. Todos los chamanes deben superar una fase formativa en la que aprenden las prácticas ancestrales de su vocación. Esos rituales facilitan la interacción con los espíritus (como el trance que acabamos de presenciar) y dictan los métodos con los que honrarlos. Cada chamán imbuye sus adminículos rituales de un espíritu sagrado; así los «vivifica». El material de Nergui incluye un tambor de piel de reno, un arpa de boca, las cintas de colores y la indumentaria.
En la época soviética se eliminó toda forma de religión, incluida la tradición chamánica. Muchos chamanes murieron en campos de trabajos forzados. «A uno que conocía, Gombo, lo pillaron en pleno rito y lo mandaron un año y medio a la cárcel», contó Nergui. Para cuando él empezó a practicar el chamanismo, lo peor de la Gran Purga ya había pasado, pero el chamanismo seguía estando prohibido y los chamanes tenían que actuar en secreto. «Ocultábamos nuestra religión para que no se perdiese –explicó–. Celebrábamos el ritual en casa, sentando a un vigía junto a la puerta, y escondidos en las montañas. Hacia 1995 las cosas cambiaron y ya pudimos ejercer en libertad.» El chamanismo atraviesa hoy un notable renacimiento en Asia Central, Siberia y Mongolia, su cuna histórica, donde satisface el hambre de espiritualidad que dejaron 70 años de ateísmo forzoso.
Llegados a ese punto de la conversación, Nergui parecía más triste, como si lo embargase una profunda melancolía. El chamanismo es sobre todo un servicio a la comunidad, me dijo. «Cuando te haces chamán, te responsabilizas de cuidar del prójimo.» Es una pesada carga psicológica que quizás explique por qué el abuso de alcohol parece algo habitual entre los chamanes. «A veces tienes que hacer cosas feas», dijo, y calló.
Con la popularización del chamanismo, sus rituales se han convertido en grandes acontecimientos, y en grandes negocios. Un día de agosto en la república rusa de Buriatia (o República de los Buriatos), en Siberia, unas 25 personas vestidas con túnicas añiles, miembros de un colectivo chamánico local llamado Tengeri (Espíritus Celestes), celebraron en un prado soleado un ritual energético llamado tailgan en honor de un lugar sagrado en una montaña cercana. Nubes de mosquitos y el olor a cordero hervido saturaban el aire. Se había hecho un sacrificio y un despiece ceremoniales, y el cordero se estaba cociendo a fuego lento en una olla enorme.
Entonando cánticos y tocando tambores de piel de animal, los chamanes estaban sentados en fila de cara al lugar sagrado: Buja-Noyon, una zona desarbolada de la ladera considerada el hogar de espíritus sagrados, entre ellos el del ancestro masculino del mismo nombre. Delante de ellos había mesas con velas, dulces de colores, té, vodka y otras ofrendas. Vendedores ambulantes ofrecían buuza (suculentos raviolis buriatos) en los maleteros de sus todoterrenos, y los niños jugaban en la hierba. Sobre Buja-Noyon planeaban en círculo dos águilas, señal de que los espíritus estaban descendiendo.
Yo estaba detrás de los chamanes en un semicírculo formado por unos 200 curiosos. El grupo era variopinto: gente de etnia rusa, miembros de la comunidad buriata local y unos cuantos occidentales. Uno de los chamanes se inclinaba hacia delante, concentrado, al tiempo que aceleraba la salmodia y la percusión hasta alcanzar un ritmo frenético. Era Oleg Dorzhiyev. De repente se detuvo y se puso en pie. La muchedumbre calló. Lo había poseído un espíritu.
Se acercó al grupo. Su tocado parecía el casco de un guerrero, y su rostro era una sombra turbia a través de un velo de finas borlas negras. Caminaba lenta y mecánicamente, y su respiración sonaba trabajosa. La gente le evitaba la mirada. «Está prohibido mirar a un chamán a los ojos cuando tiene dentro un espíritu», me dijo mi vecino con la mirada clavada en el suelo.
Un asistente llevó al chamán-espíritu un taburete para que tomase asiento, y unas 20 personas se arremolinaron en torno a él, unas de rodillas, otras postradas en el suelo. Le hacían preguntas. ¿Por qué me va mal el negocio? ¿Por qué no me quedo embarazada? El chamán respondía en voz baja, áspera.
A nuestro alrededor otros chamanes iban entrando también en trance, caminaban dando tumbos y atraían remolinos de gente. La escena era como una versión siberiana de La noche de los muertos vivientes. Cerca de mí un chamán fue poseído por un espíritu que no dejaba de fumar y bebía grandes cantidades de vodka. Otro hablaba en falsete, como poseído por una mujer. A los 20 minutos el espíritu de Dorzhiyev debía partir. Unos ayudantes se lo llevaron unos metros más allá y lo forzaron a dar saltos. Se quitó el tocado y parpadeó varias veces. Fin del trance.
Posteriormente me entrevisté con él en el despacho, espartano y en penumbra, que ocupaba en la sede central de Tengeri, en las afueras de Ulan-Ude, la capital de Buriatia. A las puertas del pequeño edificio de madera se erguía una colosal escultura con forma de árbol de Navidad adornada con banderolas azules, cuernos de alce y un cráneo de oso.
«Cuando empiezas a entrar en trance sientes que una especie de fuerza energética se acerca a ti –dijo, elevando la voz–. No la ves bien; es como vislumbrar la figura de una persona en la niebla. Y cuando se acerca todavía más, ves de quién se trata, ves que es un espíritu. Alguien que vivió hace mucho tiempo.
»Entra en ti y tu consciencia desaparece –prosiguió Dorzhiyev–. Tu consciencia se va a algún lugar hermoso. Y el espíritu posee tu cuerpo. Después, cuando terminas, él se marcha y tu consciencia regresa. Y sientes un cansancio tremendo, del que tardas mucho en recuperarte.»
Antes de convertirse en chamán, Dorzhiyev era abogado del Ministerio de Justicia, algo fácil de imaginar a la vista de su personalidad lógica y circunspecta. Hace 12 años, cuando tenía 34, le sobrevino lo que llaman una «enfermedad chamánica», un largo período de graves dificultades psicológicas, profesionales, personales o físicas con las cuales se cree que los espíritus envían una señal. Los problemas persisten hasta que la persona por fin cede y acepta su vocación.
«Sufría jaquecas y dolores de espalda. Como soy una persona bastante racional, fui al médico», dijo. Pero no le encontraron nada. «Me sentía culpable, como si estuviese fingiendo.» Las molestias persistieron durante cuatro años, hasta que un amigo chamán entró en trance para purificarlo. Durante el ritual los espíritus revelaron que Dorzhiyev era un elegido. En la actualidad lleva ocho años ejerciendo el chamanismo, y los dolores han desaparecido.
Dorzhiyev participó en la fundación de Tengeri en 2003 porque quería sentir que formaba parte de un colectivo. Recientemente la organización ha sido objeto de duras críticas. El código tácito estipula que los chamanes jamás piden dinero, pero varios chamanes prominentes de Buriatia han acusado a los miembros de Tengeri de cobrar sumas desorbitadas por sus servicios y de organizar espectáculos circenses para ganar notoriedad entre el público más impresionable. Hay que decir que la comunidad chamánica es un mosaico de luchas intestinas, por lo que la animadversión entre facciones y grupos enfrentados puede deberse a las envidias.
«Nosotros no tenemos un sueldo, vivimos de la voluntad», se explicó Dorzhiyev. En el tiempo que estuve con él, pareció tomarse muy en serio sus responsabilidades profesionales y nunca vi que pidiera dinero a sus clientes. Vive con su mujer, Tatiana, y sus tres hijos (dos niños y una niña) en un modesto piso de dos dormitorios. «Vamos tirando. Pan no falta en casa», dijo Tatiana.
A mucha gente la simple idea de una organización chamánica le parece extraña, herética incluso, ya que tradicionalmente los chamanes han sido un fenómeno rural, gente que trabajaba en sus aldeas y tribus nómadas. Los miembros de Tengeri alegan que si no estuvieran constituidos en una asociación registrada, serían barridos por los grupos religiosos mayoritarios que pisan fuerte desde la caída del comunismo. En palabras de Dorzhiyev, «la religión es marketing».
El chamanismo es más que un renacimiento espiritual y un negocio lucrativo. También es un catalizador del restablecimiento cultural postsoviético entre los pueblos nativos de Buriatia. A orillas del lago Baikal, la masa de agua dulce más profunda del mundo y uno de los lugares más sagrados de Siberia, presencié una manifestación de chamanismo como sinónimo de autodeterminación: una ceremonia celebrada por buriatos para buriatos.
Los buriatos son un pueblo mongol que también profesa el budismo y el cristianismo. Hace unos tres siglos el Imperio ruso los engulló en su expansión inexorable por Eurasia. Durante la era soviética este pueblo, al igual que los otros grupos indígenas de la región, fue diezmado y su cultura quedó asfixiada. En la Buriatia actual no son ni un tercio de la población.
Junto a un pequeño promontorio acariciado por las aguas del Baikal, bajo un cielo de nubes tan bajas que parecía posible extender la mano y alcanzar un trozo de algodón, tres chamanes con túnicas verde, violeta y azul se habían reunido para pedir a los espíritus unidad y una buena cosecha. Se retiraron un poco y casi imperceptiblemente susurraron sus invocaciones, rociando leche y vodka sobre una pequeña fogata.
A mi lado estaba Petr Azhunov, un hombre con coleta, barba rala y aspecto de duendecillo en cuya persona se aúnan las facetas de chamán y antropólogo. A su juicio el chamanismo es tanto una declaración política como un movimiento religioso: un intento de restaurar la conciencia nacional buriata tras la hegemonía rusa. En la época comunista, me explicó, a veces había que ampararse en la oscuridad de la noche para celebrar rituales como aquellos. Cierto es que en muchas poblaciones las autoridades comunistas toleraban el chamanismo, y algunos incluso recurrían a los chamanes. «Moscú teme a los verdaderos chamanes como nosotros –dijo Azhunov–. Los musulmanes son controlables, y los budistas, y los grupos organizados como Tengeri, pero a los chamanes genuinos no hay quien nos controle.» Vertió en el suelo a modo de ofrenda unas cuantas gotas de la bebida local, el tarasun (un brebaje a base de leche fermentada), antes de echar un trago.
Azhunov, cuyas ideas se mantienen según las costumbres del pasado, cree que las mujeres deben quedar excluidas de ciertos ritos chamánicos. «Su fotógrafa, Carolyn, no puede fotografiar esta ceremonia –dijo excusándose–. Las mujeres constituyen un riesgo de impureza.»
A unos cientos de metros, en otro lugar sagrado, Carolyn Drake y yo nos topamos con tres chamanas que conducían su propio ritual. La líder, Liudmila Lozovna Lavrentiyeva (ataviada con pañuelo amarillo, pantalones rojos y collares tintineantes), se rió al oír que solo los hombres podían practicar el chamanismo.
«Los buriatos creen que hace mucho tiempo un águila vio desde el aire a una mujer embarazada que dormía al pie de un árbol y la imbuyó de un espíritu sagrado. La mujer dio a luz a un niño que llegó a ser chamán. Así que ya ve –dijo con evidente satisfacción–, el primer chamán en realidad fue una chamana.»
De vuelta del lago baikal recordé algo que me había dicho Oleg Dorzhiyev. En la cosmovisión chamánica el universo es un todo unificado, una red gigantesca en la que los humanos estamos vinculados a montañas y lagos, igual que lo estamos unos a otros y a nuestros ancestros. «Para nosotros, los dioses son en primer lugar nuestros abuelos y abuelas, que son nuestros ángeles de la guarda. Son personas reales. Y los amamos profundamente. Es el amor que profesan los hijos a sus padres, y los padres a sus hijos y a sus nietos. Y esa energía jamás desaparece.»
La idea me conmovió, de igual modo que me habían impresionado otras caras del chamanismo: su vivo individualismo, el profundo respeto por la naturaleza y el vínculo con el pasado. En su peor faceta está la charlatanería, y el peligro que entraña, como el caso que vi de un chamán que ciñó un trapo a la cabeza de un hombre con una posible fractura de cráneo; el accidentado puso los ojos en blanco y gritó de dolor. Algunos chamanes aseguran curar el cáncer.
Los adeptos juran que el chamanismo es auténtico y relatan transformaciones vitales y sanaciones milagrosas. En 2007 el escritor Rupert Isaacson y su esposa, Kristin, llevaron a su hijo Rowan, de cinco años y con autismo, a Mongolia para ver a un chamán tsaatan llamado Ghoste. En una conversación reciente con Isaacson, este admitió no poder demostrar que el chamán ayudase a su hijo; solo puede describir el cambio que se produjo: «Rowan era incontinente, tenía rabietas constantes y no conseguía hacer amigos. Al volver, esas tres disfunciones eran historia». Rowan continúa mejorando.
Teniendo en cuenta todo lo que he visto, no voy a convertirme al chamanismo. Pero conservo la taba de lobo que me dio el chamán Nergui. Por si acaso.