En lo alto de los montes Qinling, en el centro de China, un ágil primate con una cara peculiar ha conquistado un entorno despiadado. El langur chato dorado es una de cinco especies emparentadas, vestigio de una población en otra época muy extendida cuya área de distribución se vio reducida a causa del cambio climático tras la última glaciación. Los grupos supervivientes, organizados en bandas territoriales de hasta 400 individuos, están sufriendo la presión de la tala, de los asentamientos humanos y de los cazadores, que los buscan por su carne, sus huesos de supuestas propiedades medicinales y su denso pelaje. Muchos han tenido que refugiarse en las cotas más altas, donde saltan de rama en rama, atraviesan ríos helados y resisten los largos inviernos a casi 3.000 metros de altitud, protegidos por sus codiciadas pieles.

En el mundo quedan unos 20.000 ejemplares de la variedad dorada. Unos 4.000 viven en la Reserva Natural Nacional de Zhouzhi. Dentro y fuera de sus fronteras, Rhinopithecus roxellana ha tenido que adaptarse para sobrevivir. Cuando los árboles están desnudos, subsiste con una dieta hipoproteica de líquenes y cortezas. Sus grandes redes sociales contribuyen a repeler a depredadores como la pantera nebulosa.

En la sociedad de los langures chatos, las madres gozan de un estatus más elevado que las hembras sin crías, y los machos con muchas parejas alcanzan gran consideración social. También están bien situados los machos que hacen gala de «perseverancia y coraje», dice el biólogo Qi Xiao-Guang, de la Universidad del Noroeste, en Xian. Los grupos se enfrentan a veces cuando sus territorios se superponen.

Nadie sabe por qué tienen esa cara tan rara, pero la primatóloga Nina Jablonski cree que el hocico chato puede ser un rasgo que evolucionó para combatir el frío extremo, que «podría causar congelación en una nariz carnosa y expuesta a la intemperie».