Su redondez no es la más perfecta. Los niños juegan en terrenos áridos, fértiles, arenosos o llenos de maleza, pero cualquier superficie plana sirve. Los postes de las porterías pueden ser de caoba o de restos de madera que las corrientes marinas o fluviales llevan a las playas. Algunos juegan descalzos, otros llevan zapatillas desgastadas, botas o sandalias de goma. Pero a pesar de todo, son muy hábiles chutando y persiguiendo balones asimétricos hechos a mano, compitiendo con orgullo y alegría, por el mero placer de jugar. ¿Acaso el "juego bonito" puede ser más bonito?
Jessica Hilltout cree que no. En 2010, cuando la Copa del Mundo se jugó por primera vez en África, esta fotógrafa afincada en Bélgica se propuso ver cómo era el fútbol lejos de los focos y los grandes estadios. Lo que descubrió, a lo largo de siete meses y 20.000 kilómetros recorridos por diez países, fue un deporte de base en el que la pasión de sus participantes triunfa sobre la pobreza, un juego con una ética propia en el que un balón puede "llenar de felicidad a toda una aldea".
La fotógrafa descubrió un deporte de base en el que la pasión de sus participantes triunfa sobre la pobreza
En la treintena de localidades que visitó, desde Sudáfrica hasta Costa de Marfil, los balones se hacen con lo que hay a mano: trapos o calcetines, neumáticos o corteza de árbol, bolsas de plástico o condones inflados. Pueden durar días o meses botando sobre campos de gravilla o de tierra. Allí donde se presentaba, Hilltout intercambiaba los balones comprados en tiendas que guardaba en su coche por estas "pequeñas joyas del ingenio", la mayoría de las cuales eran obra de niños.
Un deporte para el progreso
La historia del fútbol en África viene de antiguo, dice Peter Alegi, escritor y profesor de historia en la Universidad Estatal de Michigan. En 1862, un año antes de que se codificaran en Londres las reglas internacionales de este deporte, ya se jugaron partidos en Ciudad de El Cabo y en Port Elizabeth. Después, el juego se abrió camino por todo el continente africano de la mano del colonialismo, difundido por soldados, comerciantes, líneas férreas y escuelas misioneras. La población local lo adoptó rápidamente y cada región le imprimió su estilo propio. Desde entonces, el fútbol no ha dejado de prosperar en África.
En los últimos cien años los futbolistas africanos han ido engrosando las filas de este deporte global. A medida que los países se han ido urbanizando e independizando, también han ido incorporándose a la FIFA y compitiendo en los campeonatos mundiales. Actualmente hay miles de "escuelas" de fútbol (algunas acreditadas, otras no) que reclutan a muchachos de las ciudades, pueblos y aldeas remotas, donde las condiciones de juego exigen dureza, atrevimiento, control del balón e improvisación. Solo unos pocos elegidos son fichados en Europa o en su selección nacional; la gran mayoría no llega al nivel profesional.
"La mayoría de los clubs no permiten jugar a los chavales si no van al colegio. Hacemos lo posible por formar a los jóvenes y hacerlos socialmente responsables"
Pero ese no es el objetivo del "juego bruto" que se practica en las zonas del interior, apunta Abubakari Abdul-Ganiyu, un profesor que supervisa los clubs de Tamale (Ghana). "Es la pasión de todos nosotros –dice–. Es algo que nos satisface y nos une. Cuando hay un partido, dejamos de lado nuestras disputas." Y añade: "La mayoría de los clubs no permiten jugar a los chavales si no van al colegio. Hacemos lo posible por formar a los jóvenes y hacerlos socialmente responsables. Por eso, para nosotros el fútbol es también una herramienta para la esperanza".
Hilltout coincide con él. "El fútbol es el deporte más democrático del mundo. Es asequible a todos. La gente que conocí hace mucho con muy poco. Es fácil ver uno de esos balones andrajosos y sentir tristeza. Mi propósito es que al ver ese balón, uno se sienta dichoso."