En otoño del año 409, Hispania sufrió la irrupción de diversos pueblos "bárbaros" que, a veces como federados del ejército romano, ya campaban de forma incontrolada por distintas zonas del Imperio romano de Occidente. Y, como acreditan los historiadores, entraron en tierras hispánicas sembrando la destrucción y la muerte. Estos pueblos, de diferentes etnias y orígenes, buscaban un territorio donde establecerse, aprovechando el vacío de poder que había en Hispania como resultado de la crítica situación que atravesaba Roma. Entre ellos se encontraban los alanos, que se dirigieron al oeste y ocuparon la Lusitania y algunas zonas occidentales de la Cartaginense; los suevos, que se asentaron al noroeste, en la Gallaecia, y, por último, los vándalos, que, divididos en grupos, se dispersaron desde el norte hasta la Bética, en el sur. Vándalos, alanos y suevos. Poco duró, sin embargo, la presencia de vándalos y alanos en suelo hispano.

Presionados por los suevos, los vándalos se concentraron en la Bética y cruzaron el estrecho de Gibraltar hacia el año 429. Los alanos se sumaron a ellos y pasaron al norte de África. Sólo los suevos, poco numerosos, consolidaron su poder en el noroeste de la Península. Éstos, que inicialmente habían ocupado zonas rurales del norte, se expandieron militarmente hacia otras áreas, llegando a arrebatar importantes ciudades al ejército imperial, como Mérida (439) y Sevilla (441). Tales avances apenas podían ser contenidos por las fuerzas romanas, por lo que el Imperio solicitó la ayuda de otro pueblo bárbaro, los visigodos, que por aquel entonces ocupaban las Galias.

Los visigodos de Teodorico derrotaron a los suevos en el río Órbigo (456), cerca de Astorga, obligándolos a retroceder a sus posiciones iniciales. Es difícil valorar brevemente el papel de los suevos desde su dominación de la Gallaecia hasta su derrota y progresiva anexión por parte de los visigodos. Aunque no se conoce mucho sobre ellos, la historia ha transmitido alguna leyenda