hormigaEsa hormiga podría ser la reina de una colonia. Pesa lo mismo que unos pocos granos de sal, pero junto con otras reinas y sus respectivos imperios de súbditos desplegados por todo el mundo, su peso total es equiparable al de los 7.000 millones de seres humanos que habitamos el planeta. Además, las reinas y su prole llevan viviendo en sociedades cooperativas y altamente organizadas dedicadas a actividades diversas, desde la guerra hasta la ganadería y la agricultura por lo menos 50 millones de años.

¿Cuánto llevamos nosotros, 10.000 años como mucho?Yo propondría a los extraterrestres que eligieran como acompañante en nuestro planeta al entomólogo Mark Moffett, quien durante años de búsqueda en la selva ha descubierto nuevas especies de hormigas y sorprendentes conductas de estos insectos. Incluso mientras desayunamos en el bosque lluvioso de Queensland, no deja de reflexionar sobre qué clase de organismo es un hormiguero, ya que es el grupo social en su conjunto, y no el individuo, el que realmente compite en la lucha por la supervivencia y evoluciona con el tiempo. Podemos considerar la colonia como un cuerpo único en el que cada miembro individual es una célula, y las castas, con sus distintas funciones, órganos especializados.

Por encima de nuestras cabezas, en el dosel del bosque lluvioso, circula una sociedad casi perfecta. En otros bosques tropicales y subtropicales, decenas de especies diferentes de hormigas pueden compartir un mismo árbol. Pero hay pocas posibilidades de coexistencia en los lugares donde establecen sus dominios las hormigas Oecophylla, género del que se conocen dos especies: una vive en Australia y el sur de Asia, y la otra, en zonas de África. Patilargas y ligeras, dominan vastos territorios del dosel del bosque con tanta agresividad, que los lugareños las llaman simplemente las hormigas de los árboles.

O también hormigas tejedoras, porque cosen las hojas de los árboles para construir nidos del tamaño de un balón de fútbol. Cada colonia vive repartida en un número de nidos que varía entre media docena y más de un centenar, formando una urbe con barrios interconectados. Una jerarquía de obreras y soldados conserva y defiende el territorio, que se extiende desde las copas de los árboles hasta el suelo del bosque, y mantiene sincronizadas todas sus acciones mediante una comunicación constante. Se tocan unas a otras con las mandíbulas, las patas anteriores o las an­­te­­nas, y desprenden feromonas para transmitir rápidamente señales a distancia. Incluso exhiben un comportamiento simbólico: para advertir de la llegada de un enemigo, por ejemplo, mueven el cuerpo en una especie de combate ritual.

Los científicos han descrito la comunicación entre las hormigas tejedoras como un tipo de lenguaje con sintaxis primitiva. Los urbanistas estudian la organización de sus sociedades. Los matemáticos analizan su conducta para desarrollar fórmulas de computación paralela (por la que múltiples problemas se resuelven simultáneamente). Las hormigas sirven de modelo para toda clase de estudios destinados a determinar cómo realizar trabajos complejos y de grandes proporciones, dividiéndolos en partes pequeñas y con un mínimo de instrucciones.

Hormiga a hormiga, una cadena viviente va creciendo en el aire como el brazo de una grúa

Así es cómo se pone en marcha el proyecto de construcción de un nido de hormigas tejedoras:

Una obrera se sitúa sobre una hoja y se estira para agarrar el borde de otra hoja cercana. Si hay demasiada distancia, una segunda obrera trepa por encima de la primera, que coge a la recién llegada por la cintura y la acerca al objetivo. ¿Y si aun así no llega? Entonces una tercera se sube encima de las dos primeras, que la hacen llegar un poco más lejos. Hormiga a hormiga, una cadena viviente va creciendo en el aire como el brazo de una grúa. Cuando por fin alcanzan la hoja, la cuadrilla tira al unísono, a menudo con la ayuda de otras compañeras que han formado cadenas paralelas y refuerzos cruzados para unir los bordes de las hojas. Las obreras comienzan a colocarse como grapas a lo largo de la separación entre las hojas, sujetando un borde con las patas y el otro, con las mandíbulas. ¿Y después? Esperan. Cuando cae la noche y aumenta la hu­­medad, llegan más obreras de otros nidos cercanos. Traen larvas que están a punto de pasar al estadio de pupas y metamorfosearse en adultas.

Las larvas de otras especies de hormigas forman capullos individuales protectores de seda. Pero las de Oecophylla donan su seda a la colonia. Una obrera adulta se sitúa en el espacio de separación que hay entre las hojas, y con las antenas da golpecitos en la cabeza de la larva que sostiene entre sus mandíbulas para indicarle que debe secretar seda por las glándulas salivares, con la cual unirá unas hojas con otras.

Si alguien se acerca lo bastante para observar ese uso de los miembros más jóvenes de la colonia como utensilios de costura, se arriesga a ser atacado, porque las hormigas captan todos los movimientos con su aguda visión, perciben el olor del aliento y sienten las vibraciones que produce el intruso al tocar una hoja. Si te acercas mucho, una hueste cubre la planta como si fuese un tapiz, y cada hormiga levanta el gáster (el segmento posterior y más grande del cuerpo). Todas agitan el par de patas delantero, como si no vieran la hora de atrapar al invasor. Las mandíbulas, agudas y curvas, están abiertas de par en par, listas para pellizcar, pinchar e inyectar una poción que agrava el dolor y que puede producir mareos si son muchas las picaduras.

Algunas colonias tienen más de medio millón de miembros.

Mientras tanto, la legión proyecta chorros de ácido fórmico, que quema las fosas nasales como una bocanada de amoníaco, al tiempo que desprende feromonas de alarma. Algunas obreras se marchan rápidamente para comunicarse con otras compañeras de nido, marcando por el ca­­mino sendas de olor que servirán para guiar a sus congéneres hacia el peligro. Al cabo de unos minutos, las reclutadoras conseguirán que acudan miles de hormigas para combatir al invasor. Lo mejor es salir corriendo: algunas colonias tienen más de medio millón de miembros.

En uno de los nidos ya acabados, la reina, mucho más grande que las obreras corrientes (de las que hay mayores y menores), expulsa hue­vos sin cesar. Cuando las larvas eclosionan, algunas obreras las alimentan y las limpian, y a unas cuantas las transportan a las guarderías de otros nidos. De vez en cuando la reina produce una remesa importante de hembras y machos reproductores, que desarrollan alas y levantan el vuelo para aparearse; de este modo, las hembras fecundadas pueden fundar nuevas colonias. El resto del tiempo, toda la prole de la reina está compuesta por hembras estériles, una feroz hermandad de individuos casi clónicos que patrullan el territorio, buscan y recolectan alimento y combaten a los invasores, al servicio de su majestad y de la supervivencia de la colonia.

Una reina puede vivir años, pero la mayoría de las obreras no suele pasar de unos meses, dice Moffett, quien añade: «Cualquier obrera mayor que muera de vieja es porque no ha trabajado como debía por la colonia». Dos de los científicos con los que trabajó cuando era estudiante de pos­grado en la Universidad Harvard, los prestigiosos mirmecólogos Bert Hölldobler y Edward O. Wilson, descubrieron que las obreras más viejas acaban sus días en «nidos-cuartel» cerca de los límites del territorio de la colonia, donde es más probable encontrar enemigos y caer en combate. «Una diferencia importante con los humanos –escribieron estos investigadores– es que nosotros enviamos a la guerra a nuestros jóvenes, y ellas envían a las ancianitas.»

En algún lugar de la negra noche en el bosque lluvioso, Moffett entona cancioncillas sin sentido, que interrumpe con bruscos chillidos y «mmms». Es su manera de mantener la concentración en el trabajo mientras lo pican las hormigas. Cuando lo encuentro, está apartando unas hojas para espiar el funcionamiento interior de un nido, y un enjambre de obreras defensoras está subiéndole por los brazos directo hacia el cuello desnudo.

Cuando a la mañana siguiente cartografiamos las colonias, encontramos una que abarca 17 ár­­boles. «En comparación con la superficie continua del suelo, las copas de los árboles no pueden aguantar muchos animales pesados –dice Mof­fett–. Hay mucho territorio allá arriba, pero la mayor parte son hojas. Por eso, si eres un depredador, el mejor modo de controlar un territorio extenso en el dosel del bosque es ser pequeño y lo bastante numeroso como para llegar a todas esas pequeñas superficies. La colonia se puede considerar como una sola criatura, extendida a través de los árboles como una fina película.»

Las hormigas tejedoras, como depredadoras que son, cazan prácticamente cualquier invertebrado lo bastante grande como para servir de comida, y son tan eficaces que sus territorios se convierten en islas donde muchas criaturas sólo pueden existir en poblaciones reducidas, si no desaparecen del todo. Los agricultores chinos lo observaron hace 1.700 años y empezaron a llevar nidos de Oecophylla a sus huertos para proteger la fruta, lo que convierte a esta hormiga en la forma más antigua conocida de control biológico de plagas. En los últimos tiempos los ecólogos la recomiendan en África como una alternativa segura, eficaz y barata a los plaguicidas.

Científicos empiezan a aceptar la idea de considerar la colonia de hormigas como un superorganismo

En cuanto una obrera mayor captura una presa, otra obrera maniobra para agarrarle una pata o una antena y tirar de ella. Transcurridos unos momentos, al menos media docena de obreras tienen aferrada a la víctima (ya sea una polilla de alas frágiles, una exploradora de un hormiguero vecino o un fornido escorpión) y la estiran para desgarrarla. Un par de hermanas más hincan las mandíbulas en los puntos débiles de la presa para acelerar el trabajo. Con los trozos car­gados sobre el dorso, las obreras se suman al río de hormigas que circula de regreso al nido, lleno de trofeos de otras cacerías. Los fragmentos más pesados son transportados por grupos.

Mientras tanto, otras cuadrillas se dedican a cuidar de las cochinillas y otros hemípteros (in­­sectos chupadores que se alimentan de los jugos de las plantas). Las hormigas «pastoras» transportan físicamente a su «ganado» a los mejores pastos, lo protegen de los enemigos y recogen las gotas de jarabe azucarado que excretan las co­­chinillas. Después, como hacen con todos los botines, llevan la melaza al nido para compartirla con las otras hormigas, es decir, la echan al estómago comunitario.

Incluso los científicos más tradicionalistas empiezan ya a aceptar la idea de considerar la colonia de hormigas como un superorganismo. Pero las ideas de Moffett son un poco más extrañas. El investigador trata de explicarme que las hormigas tejedoras funcionan en un universo einsteniano donde el espacio se curva y ondula. Si encogemos mentalmente hasta el tamaño de una hormiga e imaginamos que caminamos por una hoja, nos situamos en un mundo bidimensional, pero que se curva y retuerce y de pronto acaba en la nada. Aun así, llegamos al borde y seguimos andando por el envés de la hoja.

«Las hormigas tejedoras pesan tan poco que la gravedad casi no las afecta –dice Moffett–. El balanceo de las ramas con el viento es una fuerza mucho más poderosa para ellas, por lo que no diferencian arriba de abajo. Pero si una hormiga quiere pasar de un árbol a otro, la distancia es enorme en relación con su tamaño. Quizá tenga que bajar al suelo, volver a subir por el tronco y llegar a otra rama. Lo que Oecophylla suele hacer es reunir a un grupo de amigas para formar un puente en el aire y cruzar al otro lado.»

Puede que Moffett sea la única persona que ve a las hormigas como habitantes de un hiperespacio digno de La guerra de las galaxias, donde no rigen las leyes habituales del tiempo y la gravedad. Sin embargo, los demás podemos mirar a cualquier parte y ver una hormiga que nos recordará que la naturaleza ha inventado muchas maneras de que los animales sean poderosos y múltiples formas de que sean inteligentes.