El pastor
Por lo visto no se pasa de lego a pastor de la Iglesia Holandesa Reformada de Sudáfrica por el atajo de la inspiración repentina. Hay que superar siete años de formación rigurosa (para Deon Snyman, siete años de su juventud), lo que no hizo sino acrecentar la angustia de Snyman cuando, en 1990, a punto de licenciarse en la Universidad de Pretoria, comprendió que tenía los conocimientos teológicos necesarios para desenvolverse en la antigua Sudáfrica pero casi ninguna destreza para hacerlo en el país que acababa de liberar a Nelson Mandela. Snyman, hijo de «una familia tradicional afrikáans, en una típica ciudad afrikáans al norte de Johannesburgo», dice que por entonces no conocía a ningún negro, no tenía amigos negros, no había cruzado más de dos palabras con un negro. «La iglesia se dividía en feligresías blancas, mestizas, indias y negras», recuerda. Decidió que la mejor manera de evitar despertarse una mañana sintiéndose extranjero en su propia patria era hacerse pastor de una parroquia negra rural.
Un día de febrero de 1992 en que Deon Snyman comenzó a ejercer de pastor de la Iglesia Holandesa Reformada de África (la rama negra) en Nongoma, en el corazón del homeland de KwaZulu, su padre se plantó ante los feligreses, todos zulúes, y dijo: «Es obvio que Sudáfrica va a cambiar. Pero yo soy un afrikáner. No sé si tendré la capacidad de cambiar. Además soy viejo». El padre, de 54 años, señaló entonces al hijo, de 26, y prosiguió: «Así que os traigo a mi hijo. Si le enseñáis las reglas de la nueva Sudáfrica, él nos las enseñará a nosotros. Si le transmitís las habilidades necesarias para vivir en este país nuevo, él nos las transmitirá a nosotros».
"Quienes apoyaron el sistema de apartheid deben pedir un perdón sincero"
En sus doce años de convivencia pastoral con los zulúes, Snyman entendió la lección que debía llevar a su propio pueblo: «Quienes apoyaron el sistema de apartheid deben pedir un perdón sincero. Luego tienen que ofrecer un desagravio que devuelva parte de la dignidad y parte de las oportunidades materiales socavadas por aquel régimen». Snyman empezó a dar vueltas a la idea de una restitución de iniciativa comunitaria: la creación, explica, de iconos de arrepentimiento tales como una escuela, un hospital o un centro de formación. «Algo que todo el mundo pudiese señalar, diciendo: “He aquí nuestro símbolo de compunción verdadera, un símbolo de nuestra decisión de construir un nuevo modo de trabajar juntos”. La idea arraigó en mí con fuerza.»
Pero tendrían que pasar años antes de que esa idea se plasmase en una ciudad agrícola afrikáans de El Cabo Occidental, una comunidad incapaz de negar que los efectos del apartheid siguieron notándose más allá de 1994, cuando se puso fin al dominio blanco y Nelson Mandela se convirtió en el primer presidente de la nación renacida.
La ciudad
Worcester es una ciudad de postal, recoleta, vigilada por las agujas blancas de sus iglesias, a hora y media al nordeste de Ciudad de El Cabo. En invierno, las colinas circundantes se cubren de nieve. En verano, el valle se convierte en un horno infernal y el asfalto se derrite. Las calles son amplias y ordenadas. Las casas tienen tejados a dos aguas y jardines impecables, con rosas y emparrados en los porches. Es la típica ciudad que te hace lamentar no llevar una falda más larga y un escote menos generoso.
A mediados de la década de 1990 todavía saltaban a la vista las fronteras geográficas y psicológicas trazadas en la ciudad por el apartheid, pero no más que en el resto del país. Los negros seguían viviendo mayoritariamente en el distrito segregado (township) de Zwelethemba (el gemelo desnutrido de Worcester, al otro lado del río Hex) mientras que los blancos ocupaban las calles arboladas de la ciudad o las granjas de las estribaciones. Por otro lado, las elecciones de Worcester habían encumbrado a su primer alcalde mestizo (o coloured, como se conoce en el país a la raza mixta fruto de la mezcla de colonos blancos y esclavos de origen malayo o africano) y a la primera teniente de alcalde negra. Además, en junio de 1996 había tenido lugar una vista de la Comisión por la Verdad y la Reconciliación (TRC), un órgano cuasijurídico instituido tras la abolición del apartheid. Se habían prestado a testificar tanto víctimas como autores de torturas y maltratos en la época del apartheid. La violencia era agua pasada, sin duda.
Por eso todo el mundo se quedó atónito cuando, un tórrido día de Nochebuena de 1996, dos bombas reventaron un centro comercial a pocos metros de la comisaría de policía y de la Iglesia Holandesa Reformada. Las explosiones se saldaron con cuatro muertos, tres de ellos niños, y cerca de 70 heridos. Todas las víctimas eran ciudadanos negros o mestizos. La primera bomba explotó hacia las 13.20 horas, y afectó a Olga Macingwane de tal modo que las piernas se le hincharon al instante hasta alcanzar el tamaño de sendas ruedas de tractor. Minutos después explotó la segunda bomba, que la dejó inconsciente.
«En 13 años no he visto a quien me hizo esto», me cuenta una abrasadora mañana de domingo de finales de noviembre de 2009 en el salón de su casa de Zwelethemba. Macingwane es una decente señora de cierta edad. Lleva un traje de chaqueta rosa, con falda recta hasta el tobillo. En la calle, el distrito celebra sus oficios religiosos al aire libre, y ella debe alzar la voz para hacerse oír. Se levanta con rigidez (es evidente que padece dolores al caminar) y cierra la puerta del patio. Los cánticos se obstinan en seguir invadiendo su hogar. «Mentalmente sí lo he visto –prosigue–. Me lo imagino como un hombre de 50 años, corpulento, de barba larga y expresión muy severa. Es el responsable de esto. Es la persona que puebla mis pesadillas.»
Un punto de inflexión
La elección de Sudáfrica como sede de la Copa del Mundo 2010 fue una inyección de confianza para la ciudadanía. El país tenía la oportunidad de ser recordado por el fútbol, y no por el apartheid. Sus modernas infraestructuras, los sofisticados aeropuertos, los restaurantes cosmopolitas (en suma, su cara pública) se conjugan para sugerir que la trágica historia del país es precisamente eso, historia. Buena parte de Soweto, el infame suburbio segregado de Johannesburgo que durante la época del apartheid encarnó la violencia en los medios de comunicación extranjeros, es hoy una serie de bucólicos barrios residenciales: viviendas con cierto aire a Florida detrás de pulcros setos de césped y elegantes coches extranjeros en los accesos. (Y un perímetro de campamentos chabolistas, es cierto.) Sudáfrica cuenta con una pujante clase media negra, y desde 1994 el Estado ha levantado casi tres millones de viviendas. En Johannesburgo, justo enfrente de un casino y de un parque de atracciones, los turistas pueden visitar el impresionante Museo del Apartheid.
Cuando escarbas más allá de la superficie de cualquier comunidad, de una forma u otra, surge la palabra tabú.
Pero cuando escarbas más allá de la superficie de cualquier comunidad, de una forma u otra, surge la palabra tabú. Mayo de 2008 se saldó con más de 60 muertos y decenas de miles de desplazados en las revueltas xenófobas dirigidas principalmente contra mozambiqueños y zimbabuenses. El apartheid engendró un profundo recelo del «otro» y un sentido de la propiedad sobre los recursos (basado en la identidad racial tanto o más que en la aportación a la sociedad) que aún perviven.
El alcance y la brutalidad del apartheid fueron absolutos. Entre 1948 y 1994, año en que se desmanteló el sistema, el Partido Nacional aplicó la ultrasegregación racial en todas y cada una de las facetas de la vida. «El apartheid enriqueció hasta tal punto a unos pocos en detrimento tan absoluto de la mayoría (por no hablar de encarcelamientos masivos, exilios, desapariciones y muertes violentas), que la mera liquidación del sistema no puede siquiera empezar a reparar el daño causado», declara Tshepo Madlingozi, de 31 años, profesor de derecho en la Universidad de Pretoria y coordinador de iniciativas de defensa del Grupo de Apoyo Khulumani, una organización integrada por 58.000 víctimas de la violencia política, la mayoría de la época del apartheid. «Está muy bien decir: “Ahora que ya somos todos iguales, pasemos página”. Es un discurso que conviene a quienes se beneficiaron del sistema, pero no sirve para instituir una justicia reparadora, ni es capaz de borrar generaciones enteras de racismo cotidiano, de un odio palpable y de sentimientos de inferioridad.»
El preso
Apenas un mes después del atentado de Worcester, un chico de 19 años, Daniel Stephanus Coetzee, conocido como Stefaans, llamó a la policía desde su escondite, una granja en el corazón de las tierras altas del Gran Karoo (una región semiárida y poco poblada del interior del país), y confesó su participación. Coetzee habló al oficial al mando con respetuosa deferencia. Afirmó haber oído que entre los muertos había niños y que por esa razón no podía sino entregarse. El muchacho se comportaba con reserva, con el tiento propio de un campesino.
En el momento de su detención, y durante varios años más, Coetzee pertenecía a todos los grupos ultraderechistas pro supremacía blanca existentes en Sudáfrica, entre ellos un par de colectivos tan secretos y opacos que ni siquiera sus miembros saben definirse con exactitud: Wit Wolwe, Israel Visie, Boere Aanvals Troepe. Desde la cárcel, Coetzee siguió comunicándose con miembros del Ku Klux Klan estadounidense y con neonazis alemanes, animándolos a perseverar en sus esfuerzos. Ascendió en las estructuras pseudomilitares de los grupos nacionales. En el universo de la supremacía blanca, Coetzee era muy respetado, pero en la jerarquía de la prisión de máxima seguridad de Helderstroom, en la provincia de El Cabo Occidental, era el último mono. «Un blanco de 19 años… Todo el mundo quería violarme –cuenta de sus primeros años en las abarrotadas celdas comunes, en las que se hacinaban entre 60 y 120 hombres–. No conseguí un catre en la litera de abajo. Ni en la de arriba. No conseguí catre en ningún sitio.» Coetzee dormía en el suelo.
Cuando en noviembre de 2009 me reúno con él en el Centro Penitenciario Central de Pretoria, donde lleva más de un decenio, Coetzee acaba de cumplir 32 años. Después de tanto tiempo sin ver el sol tiene la piel grisácea, y pese a su aspecto llamativamente joven, las arrugas que rodean sus ojos parecen más propias de un hombre mucho mayor. Tiene el pelo oscuro, muy corto, y fosco. El cinturón de piel que le ciñe el mono naranja se abrocha en el último agujero. No me sorprende averiguar que antes de su encierro era capaz de correr mucho y rápido bajo un sol de justicia con muy poca comida o agua. «Me encantaba correr –dice, como si las palabras pudiesen dar libertad a sus piernas–. Y corría bien.»
Coetzee y yo estamos sentados frente a frente, casi tocándonos con las rodillas, en la sala amarilla, tan amplia como anodina, destinada a las visitas penitenciarias. Por las cinco o seis ventanas de una pared entra una luz macilenta que en nada mejora el resplandor verdoso de los fluorescentes. Es casi mediodía y está diluviando; lleva sin parar desde anoche. Por eso hace frío, y los dos temblamos.
Coetzee me cuenta que nació en 1977, hijo de una madre irresponsable y un padre alcohólico. No recuerda ver a sus padres juntos. Al principio vivía con su padre en el Estado Libre de Orange (actual provincia del Estado Libre). A los ocho o nueve años su padre llegó al límite. Tras un paso por el orfanato, Coetzee fue enviado a vivir con su madre en Upington, en la provincia de El Cabo Septentrional. En los siguientes seis o siete años Coetzee fue cayendo de desamparo en desamparo, entrando y saliendo de hogares de acogida, hasta que a los 15 o 16 años lo tomó bajo su protección un hombre llamado Johannes van der Westhuizen. Cabecilla de la secta ultraderechista y racista Israel Visie, era vegetariano estricto, no tomaba drogas ni alcohol y estudiaba una Biblia que había sido reescrita para respaldar la idea de que no ser de raza blanca era ser una alimaña. A ojos de Coetzee, Van der Westhuizen tenía bastante de figura paterna.
Si anduviésemos unos 500 kilómetros desde Ciudad de El Cabo en dirección nordeste hasta que la noche se hiciese tan negra que llegásemos a vislumbrar el principio de los tiempos, lo más probable es que estuviésemos en las tierras altas del Gran Karoo. A principios del siglo XIX este lugar, las vastas llanuras a las que cedían paso los quebrados montes Nuweveld, era el escondite de prófugos, cuatreros y traficantes de armas. Incluso hoy son muy pocos los que tienen la intrepidez y locura necesarias para arrancar sustento a una tierra de pedernal, el destino ideal para aficionados a la astronomía y solitarios que huyen del mundo moderno. Su secretismo remoto atrajo a Van der Westhuizen, un hombre con graves problemas para aceptar la realidad de la transformada Sudáfrica. Y allí, en la granja que tenía arrendada, es donde se gestó el atentado.
«Cuando entré en la cárcel, pedí una Biblia –me cuenta Coetzee para explicar cómo empezó a desactivar el odio que lo había llevado a dar con sus huesos en el suelo de una celda atestada de una prisión de máxima seguridad–. Pero la Biblia que me trajeron no era la que había estudiado con Van der Westhuizen. Me di cuenta de que aquella Biblia que había estado leyendo con él estaba tergiversada. Ése fue el primer paso.» Después lo trasladaron al Centro Penitenciario Central de Pretoria, donde asistió a clases de reconducción de la ira y de justicia reparadora. Escribió una carta a las autoridades penitenciarias solicitando permiso para pedir perdón a sus víctimas y a los familiares de éstas. (Se lo desaconsejaron.) Pero a pesar de sentirse arrepentido de sus actos, Coetzee seguía siendo un racista.
A principios de 2002, cinco años después de su detención, lo asignaron al grupo de trabajo de un preso de más edad, Eugene de Kock.
De Kock tiene ahora más de 60 y cumple dos cadenas perpetuas más 212 años por crímenes contra la humanidad cometidos cuando era el coronel al mando de la unidad secreta de seguridad de la policía sudafricana. (Sus hombres lo llamaban Prime Evil, «Mal Original», apodo que también adoptó la prensa.) Los dos pasaban muchas horas juntos fregando suelos. «Eugene siempre me decía: “Stefaans, tienes que dejar de creer que tu color de piel te hace superior. Hazme caso, yo lo aprendí por las malas” –relata Coetzee–. Yo le decía que no me diese la tabarra. Pero no dejaba de insistir. Me decía que hasta que dejase de ser racista, estaría en dos cárceles: una que encierra el cuerpo, y otra, el corazón.»
La conversación
Si todos los niños sudafricanos que nacen en un hogar con problemas cometiesen de adultos un acto de brutalidad, hoy el país estaría arrasado. Lo cierto es que cada día se cometen 50 asesinatos y se denuncian 140 violaciones (aunque se cree que la cifra real es de varios cientos). «Sí, la violencia está profundamente arraigada en esta cultura –afirma Marjorie Jobson, directora nacional del Grupo de Apoyo Khulumani–. Hay que tener en cuenta que los niños que se criaron en el ambiente del apartheid, con todo lo que en la sociedad de entonces se inculcaba, son los adultos de hoy.»
Si todos los niños sudafricanos que nacen en un hogar con problemas cometiesen de adultos un acto de brutalidad, hoy el país estaría arrasado.
En Johannesburgo me he subido al coche de Jobson, una médico de cincuenta y tantos años y dulzura cautivadora, y estamos atravesando la periferia de Pretoria en esta perfecta tarde estival de finales de 2009. Desde aquí, la capital administrativa de Sudáfrica es un tapiz de floración impaciente: 50.000 jacarandás dan a la ciudad una elegancia un tanto aparatosa, y las calles están flanqueadas por parterres de agapantos. El Mundial está anunciado por todas partes; en paralelo a la carretera se está tendiendo la vía de un tren de alta velocidad.
«En 1994 el agotamiento era general. Creo que todo el mundo deseaba que terminara de una vez el apartheid y que el Gobierno lo arreglara todo. Pero no fue así –añade Jobson–. Participar activamente en la reparación depende de cada sudafricano. Ya sabe, el poder de uno mismo. El poder individual de perpetuar nuestro pasado violento, o de contribuir a crear una sociedad justa y pacífica.»
Así es cómo la conversación nos lleva a Coetzee. En 2004 recibió una llamada de Eugene de Kock, quien durante estos años ha intentado ayudar al Khulumani en la localización de desaparecidos en la lucha, describiendo con cierto detalle la naturaleza de cada desaparición, en buena parte porque fue él el responsable de su destino. De Kock contó a Jobson que desde hacía un par de años se relacionaba con un muchacho llamado Stefaans Coetzee. «Stefaans quería reunirse con sus víctimas y pedirles perdón», me explica Jobson. Ella no se oponía. El problema era que Coetzee ignoraba la identidad de sus víctimas. No podía dar nombres ni características que permitiesen identificarlos, aparte de que tres de los muertos eran niños.
Los presidentes
En 2005 Thabo Mbeki, en su segunda legislatura como presidente de Sudáfrica, cesó a Jacob Zuma, su vicepresidente. Zuma había estado implicado en un escándalo de corrupción relacionado con la compraventa de armas por valor de 4.000 millones de euros. (En abril de 2009 se retiraron los cargos.) Mbeki debió de calcular que librarse de aquel conflictivo sumo sacerdote del populismo era una maniobra segura. Pero resultó ser la apertura de una caja de Pandora política, que causó un cisma profundo en el seno del partido gobernante, el Congreso Nacional Africano (ANC). A finales de ese año los partidarios de Zuma quemaban camisetas con la cara de Mbeki.
Zuma y Mbeki comparten una larga trayectoria activista en el ANC, pero son la noche y el día. Mbeki es un xhosa de la provincia de El Cabo Oriental, con un extenso currículum académico y distante en el trato humano. Zuma es un zulú de KwaZulu-Natal sin estudios oficiales que cumplió diez años de cárcel en Robben Island por oponerse al apartheid. Carismático hombre de acción, tiene tres esposas y una acusación de violación (de la que fue exonerado en 2006).
En 2007 Mbeki anunció a ambas cámaras parlamentarias que había autorizado una dispensa especial para las solicitudes de indulto por delitos de motivación política cometidos entre 1994 y 1999. La explicación oficial de Mbeki fue que deseaba concluir la labor de la Comisión por la Verdad y la Reconciliación. Oficiosamente hubo quien interpretó la maniobra como el intento de un presidente en declive de granjearse un apoyo muy necesario. Al año siguiente, un grupo compuesto por un representante de cada uno de los 15 partidos políticos oficiales presentó una lista de 120 presos con la recomendación de que recibiesen el indulto presidencial.
«El objetivo era tender la mano políticamente hablando», dice Tshepo Madlingozi, de la Universidad de Pretoria. Pero el procedimiento olvidó un factor que había estado en el centro moral, afectivo y político de la TRC: consultar a las víctimas antes de amnistiar a los presos. Los grupos pro derechos humanos no vieron en la dispensa especial un acto de reconciliación, sino prisas políticas, la voluntad de pasar página y dar carpetazo. Ocho colectivos, entre ellos el Grupo de Apoyo Khulumani, llevaron la dispensa a los tribunales. El 10 de noviembre de 2009 el recurso llegó al Tribunal Constitucional de Sudáfrica, la máxima instancia del país. Para entonces Mbeki había dimitido, y Zuma (JZ, como se le conoce popularmente) ocupaba la presidencia.
El intermediario
Uno de los nombres de la lista de presos políticos candidatos al indulto llamó la atención de Marjorie Jobson: era el hombre del que le había hablado Eugene de Kock cuando la llamó desde la cárcel, Stefaans Coetzee. Mientras tanto, el Khulumani había contactado con las víctimas de los indultables, entre ellas Olga Macingwane.
La modesta casa de Jobson en Grahamstown, en El Cabo Oriental, está llena de libros: apilados en los muebles del salón, en torres en el suelo, extendidos sobre la mesa del comedor. «Por un lado, el grupo Khulumani se personaba ante el tribunal para garantizar que el proceso de indulto tuviese en cuenta los derechos de las víctimas –me cuenta Jobson mientras retira unos libros de la mesa de la cocina para comer–. Por otro, el trabajador social y el pastor de Stefaans no dejaban de llamarme por teléfono para pedirme que le organizase un encuentro con las víctimas. Como es natural, las víctimas del atentado de Worcester no las tenían todas consigo. Se hacían preguntas. ¿A qué viene ahora que quiera hablar con nosotros? ¿En qué nos beneficiará? ¿Acaso está arrepentido? ¿De verdad ha cambiado de opinión? A mí me interesaba la justicia –prosigue–, pero más aún la reconciliación. Era un dilema.» Al final Jobson decidió pedir consejo a un colega de confianza: Tshepo Madlingozi.
Me reúno con Madlingozi en su despacho de la facultad de derecho. Lleva vaqueros negros, camisa azul de vestir remangada y deportivas de cuero. Nuestra conversación está acompañada de la habitual taza de té. «Decidimos que yo iría a ver a Coetzee para averiguar si iba en serio. Estaba muy nervioso, y también muy escéptico. Ignoraba cuál sería mi reacción.»
La reunión entre Madlingozi y Coetzee se fijó para mediados de abril de 2009 en el despacho del trabajador social del Centro Penitenciario Central de Pretoria. «Yo esperaba encontrarme con el prototipo del racista, ya sabe, no con el tipo que entró en el despacho. Era un chico más o menos de mi edad. Guapo en cierto modo, muy tímido. También él se sorprendió. Contaba con encontrarse con un viejo activista del ANC, un militante radical.»
Madlingozi estrechó la mano a Coetzee y se presentó. Coetzee estrechó la mano a Madlingozi y le agradeció la visita. Estuvieron dos horas charlando. «Sobre nosotros mismos, básicamente –recuerda el abogado–. ¿Qué echa de menos en la cárcel? ¿Qué me llevó a la abogacía? ¿Qué lo llevó a la prisión? ¿Qué esperanzas tenemos para nosotros mismos? ¿Y para nuestro país?»
Madlingozi tiene unos meses menos que Coetzee. Nació en Mangaung, el distrito negro segregado de la periferia de Bloemfontein, en el antiguo Estado Libre de Orange, no muy lejos geográficamente hablando de la ciudad natal de Coetzee pero a años luz en cuanto a cultura. «Era un lugar semidesierto y muy violento –dice. Su padre había emigrado y estaba trabajando en las minas de oro–. El desplazamiento de la mano de obra fue uno de los aspectos más devastadores del sistema de apartheid –afirma Madlingozi–. Destrozaba familias. Destrozaba comunidades. Para el gobierno del apartheid era una vía de capitalización, pero castraba a los hombres que no podían quedarse en su hogar manteniendo a sus familias. Los padres no podían transmitir sus costumbres, su cultura, sus valores. Para las familias que los veían partir, significaba que el padre regresaba a los tres meses sin saber qué lugar ocupaba entre los suyos. Muchos hombres recurrían a la violencia para hacer valer su posición.»
El padre de Madlingozi murió de un infarto cuando él tenía 14 años. «Mi madre y yo acabábamos de mudarnos a una población minera para estar cerca de él. Estábamos empezando a ser amigos de nuevo. Mi padre era un voraz lector de novelas, y leíamos muchísimo juntos.» Madlingozi terminó el colegio en Welkom, una población minera fundada a finales de los años cuarenta por la Anglo American Corporation. Las minas de oro de la ciudad y alrededores son muy hondas. Todas las mañanas se bombea el agua salobre a las bateas de la superficie. En ellas se congregan bandadas de flamencos, gansos del Nilo e ibis sagrados. En el aire flota el olor de la sal y los excrementos de las aves.
Madlingozi se inclina hacia delante. «Conocer a Stefaans ha reavivado mi fe en el futuro de Sudáfrica –asegura–. La conciencia de ser negro determina mi visión del mundo, y eso no ha cambiado a raíz de conocerlo. Pero me ha hecho entender que hasta los racistas más fervientes, hasta los asesinos, pueden cambiar y ser humildes. Sí, la inteligencia de Stefaans, su humildad, su aguda comprensión de las consecuencias de sus actos y del sistema de apartheid, así como su reconocimiento de que la reconciliación entraña mucho más que dar muestras de buena voluntad, me han inspirado profundamente –Madlingozi apoya la barbilla en ambas manos–. Entiendo que pueda haber quien me critique por transigir. ¿Cómo se me ocurre visitar a ese hombre? ¿Cómo es posible que conecte con él? Pero la cuestión no es simplemente quién gana. Si lo único que buscamos es ganar, perderemos todos, siempre, ¿y qué habrá cambiado con respecto al pasado? La clave siempre ha sido la perspectiva general, avanzar todos juntos –en ese momento se ríe y me mira, casi con desafío–. Uf, es complicado; es algo muy personal, y las respuestas nunca son blanco o negro, hay múltiples matices de gris. Pero ahí está la realidad. Ahí estamos. Y con eso tenemos que trabajar.»
La víctima
Entre Worcester y Pretoria hay dos días de viaje en coche, unas 16 horas. Marjorie Jobson lo ha dispuesto todo para que Olga Macingwane y otros tres vecinos de Zwelethemba alquilen un coche y se presenten en la vista del Constitucional el 10 de noviembre de 2009. Los cuatro acceden a verse con Stefaans Coetzee la víspera de la vista, pero con la condición de que de la entrevista no se deduzca que lo perdonan. «No he venido a perdonarlo –afirma Macingwane–. He venido para encontrarme con el hombre que veo en mi imaginación. Quiero oír lo que tiene que decir. Pero no, no he venido a perdonarlo.»
A Olga Macingwane se le complicó mucho la vida después del atentado, y no sólo por motivos obvios. Los dirigentes del ANC se valieron de los funerales para hacer visible su posicionamiento político, dedicándose a empujar por las calles las sillas de ruedas de los supervivientes del atentado entre cánticos popularizados durante la lucha. Posteriormente, en 2003, Olga enviudó, y sin la aportación de su marido, ya no pudo mantener por más tiempo a sus tres hijos. Los dejó a cargo de unos parientes. Una fotografía plastificada de su esposo muestra al hombre con el que cualquiera la habría emparejado. Posando muy elegante delante de un lustroso Datsun amarillo de los años setenta, proyecta un aura de reserva conservadora. El coche amarillo sigue aparcado delante de la casa de los Macingwane, durmiendo bajo una gruesa manta gris.
El 9 de noviembre hace mucho calor. Macingwane y los otros tres vecinos de Zwelethemba (entre ellos Harris Sibeko, marido de quien era la teniente de alcalde en la época en que se produjo el atentado) entran en el despacho del trabajador social del Centro Penitenciario Central de Pretoria y ven a Coetzee, de pie en una esquina, con su mono naranja rotulado con la palabra «recluso». «Me quedé impresionada –recuerda Macingwane–. Tengo delante a un muchacho. No al hombre que he estado imaginando todos estos años, sino a un muchacho. ¿Qué hace aquí este chico? ¿Qué lo ha traído hasta aquí? Eso es lo que de pronto pasa por mi cabeza.»
Macingwane pide comenzar con una oración. En el silencio que se hace se hinca de rodillas (con dificultad, ya que los dos días que ha estado metida en un coche de alquiler no han contribuido precisamente a aliviarle el dolor de las piernas) y empieza a rezar en la lengua de los xhosa. Alaba a Dios y le agradece que haya amanecido un día más en Sudáfrica. Le pide que perdone sus ofensas, como ella perdona a los que la ofenden. Pide a Dios que hoy se haga su voluntad en la sala. Luego toma asiento. Mientras sus colegas se limpian la frente y se abanican, muertos de calor, ella mantiene la compostura.
La entrevista se desarrolla en una mezcla de xhosa, afrikáans e inglés. Macingwane apenas habla. «Primero ha de explicarse él; luego hablaré yo», dice al principio.
Coetzee no cuenta nada de su infancia. Habla de la planificación del atentado, explica que lo escogieron a él por sus excelentes dotes militares y describe sus años de reclusión. Luego los invita a que le hagan las preguntas que quieran, y el grupo responde. ¿Cómo aprendió a odiar a los negros? ¿Cómo enterró ese odio? ¿A qué dedica ahora el tiempo? ¿Se arrepiente? Y si tanto se arrepiente, ¿qué puede ofrecerles? Coetzee admite que no tiene nada material que dar al mundo salvo el cinturón de cuero que ciñe su mono. Aun así, dice, si sale de la cárcel, Dios mediante, podrá empezar a tratar de compensar lo que ha hecho. «En Sudáfrica hay muchos niños huérfanos –dice–. Pueden tentarlos para que se integren en pandillas violentas, para que sigan la ira en vez del amor. Yo puedo enseñarles que la primera vida que tenemos que cambiar es la propia.»
Cuando le preguntan por sus sueños de futuro, Coetzee responde que le gustaría casarse. Dice que tendrá que contar a su futura esposa y a los hijos que pueda tener que es un asesino.
Entonces interviene Harris Sibeko. «Oye, amigo, debes esperar a que la criatura tenga edad suficiente para entender lo que le dices; si no, te odiará.» Sibeko se dirige al grupo y pregunta: «¿De verdad os parece que este chico merece el nombre de asesino? ¿Qué otro nombre pensáis que le va mejor?». Y añade: «Yo creo que deberían llamarte “efectivo militar”. Sí, eso es mejor».
El grupo coincide con Sibeko, que a continuación pregunta a Coetzee si recibe visitas en la cárcel. El preso contesta que un ex interno lo visita de vez en cuando. Sibeko se horroriza. «¿No viene a verte ningún familiar?» Coetzee responde: «No».
La entrevista se prolonga dos horas. Finalmente, Olga Macingwane se pone en pie. No puede contener la emoción, algo muy raro en ella. Dice: «Stefaans, cuando te veo, veo en ti al hijo de mi hermana, y no puedo odiarte». Le tiende los brazos. «Ven aquí, chico», le dice en xhosa. Coetzee acepta su abrazo. «Te perdono –dice Macingwane en voz baja–. He oído lo que tenías que decir, y te perdono.»
La ley
Ese día Daniel Stephanus Coetzee es el único de los 120 presos políticos indultables que se encuentra con sus víctimas. Al día siguiente, 10 de noviembre, se reúne el Tribunal Constitucional de Sudáfrica, con cuatro jueces nuevos nombrados por el presidente Zuma. El primer punto del orden de día es escuchar argumentos a favor o en contra de que el presidente indulte presos políticos sin dar a las víctimas la oportunidad de hablar. El abogado de Zuma defiende la concesión de plenos poderes para indultar. El abogado de uno de los presos defiende lo mismo. Pero un abogado de los grupos pro derechos humanos insiste en que no se indulte a criminales políticos sin antes oír a las víctimas de sus atrocidades. (El 23 de febrero de 2010, el Tribunal Constitucional falló en favor de las víctimas.)
En el juzgado están presentes unas 35 víctimas de crímenes políticos de diversa autoría. Varias llevan camisetas con el texto: «No hay reconciliación sin verdad, reparación, resarcimiento». Una de ellas es Olga Macingwane.
«Lo perdono, pero eso no quiere decir que lo exonere –me aclara más tarde Macingwane–. Ahora somos un país de leyes. Somos un país que respeta la voz de todos los ciudadanos. La decisión de indultar a Stefaans compete a las leyes de mi país.»
Durante demasiado tiempo, la segregación y el recelo fueron imperativo legal en Sudáfrica. Hoy la Constitución del país defiende la dignidad y la igualdad de todas las personas, pero el límite de su potestad es la voluntad ciudadana de vivir conforme a ella. El 23 de enero de 2010, haciendo realidad la escena que el pastor Deon Snyman imaginó durante tanto tiempo, portavoces de Worcester y del distrito de Zwelethemba se reúnen en la Iglesia Holandesa Reformada de Worcester. Al otro lado de la calle, en un vasto parque arbolado, un diminuto monumento recuerda a las cuatro víctimas mortales del atentado de 1996. La sesión se abre con una plegaria. A continuación Macingwane y Sibeko hablan de su viaje a Pretoria, de su encuentro con Coetzee, del perdón que le conceden. Se discute sobre la restitución; se propone materializarla en un local para la juventud y un centro de creación de empleo. El grupo acuerda invitar a Coetzee a Worcester para que asista a un oficio religioso si las autoridades penitenciarias se lo permiten. Se fija la fecha de la próxima reunión. Olga Macingwane es elegida para integrar la comisión que supervisará el proceso de restitución en los meses y años venideros.
«Cuando perdoné a Stefaans –dice Macingwane–, la etiqueta de “víctima” dejó de tener poder sobre mí. El dolor físico nunca desaparecerá, pero mentalmente he encontrado por fin un poco de paz. Ya no soy Olga, la víctima. Ahora soy Olga. La señora Olga Macingwane.»