Casi rozando la copa de los árboles, una avioneta roja describe unos círculos vertiginosos sobre los bosques y pantanos del Parque Nacional Wood Buffalo, en Canadá. Mientras el piloto Jim Bredy hace otro viraje cerrado para sobrevolar una vez más la zona, sus dos pasajeros y él fuerzan la vista para distinguir las familiares manchas blancas en el suelo, grullas trompeteras adultas, con sus pollos de plumas rojizas a la zaga. El parque es el hogar estival de la última bandada migratoria en libertad de la grulla más amenazada del planeta.
Los responsables del censo aéreo son el propio Bredy, Tom Stehn, del Servicio de Pesca y Vida Salvaje de Estados Unidos, y Lea Craig-Moore, del Servicio de Vida Salvaje Canadiense (CWS por sus siglas en inglés), y están preocupados. La bandada había alcanzado los 266 ejemplares en la primavera de 2008; pero en la del año siguiente habían muerto 57 aves, 23 de ellas en la zona de invernada del sur de Texas, donde la sequía había diezmado sus principales fuentes de alimento: el cangrejo azul y los cerezos goji. Otras probablemente perecieron durante la migración, muchas al chocar con líneas de alta tensión, la mayor amenaza conocida a lo largo de su ruta. Dado el elevado número de muertes, ha cobrado urgencia un nuevo proyecto que pretende rastrear algunas aves migratorias marcadas con GPS.
Aun así, las grullas trompeteras no están tan mal como antes. Un acontecimiento clave para su recuperación se produjo hace 42 años, cuando Ernie Kuyt, biólogo del CWS, salió en primavera a la caza del tesoro. Un helicóptero lo dejó en el húmedo paisaje boreal, una vasta extensión de cañizares y lagunas interrumpida por islas de sauces y píceas negras. Usando una rama de pino a modo de bastón, se abrió paso a través del fangal que habría podido acabar con su determinación. En el centro de una charca somera distinguió un nido enorme que albergaba dos huevos manchados, cada uno del tamaño de una pera. Kuyt había dejado su caja en el helicóptero, y con mucho cuidado metió uno de aquellos huevos en un calcetín de lana, consciente de la importancia de la futura vida (y de la posible salvación de la especie) que se llevaba a casa.
La excursión de Kuyt marcó un hito fundamental en los esfuerzos por salvar a la grulla trompetera, que comenzaron hace varias décadas con Robert Porter Allen y otros miembros de la National Audubon Society en la década de 1940. El huevo que Kuyt se llevó en el calcetín fue el punto de partida del programa de cría en cautividad, crucial para la recuperación de la especie. En el pasado, numerosas bandadas surcaban los cielos del continente en todas direcciones, pero su número se redujo drásticamente a mediados del siglo XIX, cuando los colonos convirtieron los humedales en granjas y empezaron a cazar a las aves por su carne. Cuando en 1940 una tormenta enorme produjo la desaparición de una bandada en Luisiana, como mucho quedaban 22 ejemplares de grulla trompetera en libertad.
El ave se ha convertido en paradigma de especie amenazada, en parte por su gran carisma. Como mide un metro y medio de alto, puede descubrir a un lobo (o a un biólogo) que aceche entre los juncos. Danza con elásticos saltos y aleteos para ganarse a su pareja. Levanta el pico hacia el cielo, y el aire se llena con sus trompeteos. La única bandada en libertad, catalogada bajo la Ley de Conservación de Especies en Peligro de 1967, se ha ido expandiendo poco a poco. Al mismo tiempo, los conservacionistas han criado pollos en cautividad y reintroducido las aves en su hábitat original, lo que ha incrementado su número total (incluidos los ejemplares cautivos) a más de 500 individuos.
Para salvar a esta gema entre las 15 especies de grullas del mundo, lo primero era responder a una pregunta: ¿Dónde anidaban, y ponían los huevos, en verano? Desde finales de la década de 1890 los biólogos sabían que la bandada salvaje invernaba en las marismas costeras de lo que posteriormente sería el Refugio Nacional de Vida Salvaje de Aransas, en Texas. Para resolver el enigma del verano, las autoridades pidieron a los ciudadanos que comunicaran cualquier avistamiento. Entonces, en el verano de 1954, llegó un informe de un helicóptero del cuerpo de bomberos que sobrevolaba un humedal casi inaccesible a unos 4.000 kilómetros al norte de Texas, en las llanuras boreales de Canadá. En el suelo había una familia de grullas trompeteras. Por un golpe de suerte, la bandada se había instalado dentro de los límites de Wood Buffalo, el parque nacional más grande de América del Norte.
El aislamiento de este parque de 44.800 kilómetros cuadrados, oficialmente protegido desde 1922 para salvar a los últimos bisontes americanos de bosque, ha ayudado a las grullas. Allí las trompeteras sólo tienen que preocuparse de los depredadores naturales (lobos, osos, zorros y cuervos ladrones de huevos), mientras protegen sus territorios de cinco kilómetros cuadrados, anidan con las patas en el agua y crían uno o a veces dos pollos con una dieta que incluye larvas de insecto, semillas, caracoles y peces. «Wood Buffalo es y será siempre un lugar salvaje –dice Tom Stehn–. Aquí las aves están a salvo.»
Mientras tanto, en el cielo, la avioneta roja vira al oeste y Craig-Moore señala otro avistamiento. Incluso con las coordenadas GPS de campañas anteriores, tendrán que sobrevolar muchas veces la zona (59 horas en el aire) para terminar el recuento estacional de 62 nidos, 52 pollos y 22 aves jóvenes, dispersos en 259 kilómetros cuadrados.
En febrero de 2010 el recuento anual de grullas fue de 263 ejemplares. Así pues, la población se mantiene, aunque sigue en una situación de alto riesgo. En Texas, los trasvases para abastecer de agua a las explotaciones agrícolas y las zonas residenciales urbanas están aumentando la salinidad de las marismas, lo que resulta mortal para el cangrejo azul, el alimento de las grullas en invierno. El territorio ya está expuesto a tormentas y mareas. Se han perdido humedales a lo largo de las rutas de las grullas. La explotación de las arenas bituminosas en Alberta y los parques de energía eólica también suponen menos zonas de descanso migratorio. «Los mejores vientos soplan a lo largo de la ruta migratoria –dice Stehn–, y allí está prevista la construcción de miles de turbinas eólicas.» Quizá no sean un obstáculo importante, pero las líneas de alta tensión sí lo serán: «Es la prueba de lo frágil que puede ser el éxito».
La población actual debería multiplicarse al menos por cinco para que los defensores de las aves puedan estar tranquilos. Pero los veteranos de la causa esperan lograr ese objetivo. Brian Johns, biólogo del CWS, afirma: «Con suficiente protección del hábitat, es posible que dentro de 20 años la población ya no nos necesite. Quizá por fin podamos dejar en paz a las grullas».
Cuando llega octubre, las grullas de Wood Buffalo se preparan para un antiguo ritual: el viaje a Texas. Un macho adulto inclina la cabeza, con un ojo amarillo dirigido hacia el cielo, en busca de la señal esperada: la formación de las corrientes térmicas que elevarán a su familia a lo alto. Cuando el aire empieza a reverberar, echa el cuerpo adelante. Su pareja y su cría inmediatamente copian la postura, y entonces, todos al unísono, levantan el vuelo.