Es otoño, y en Asturias el paisaje ha sido conquistado por los tonos marrones y rojizos que lucen ahora los árboles caducos. Algunos exhiben sus ramas totalmente desnudas. En plena etapa de renovación, han dejado caer sus hojas secas, engrosando la capa de humus esencial para infinidad de especies.El viento, puede que un ábrego procedente del sudoeste, hace caer al suelo hasta las castañas. Algunas de ellas, junto con otros frutos tardíos y hojarascas variopintas, son arrastradas hasta el lecho de uno de los pocos ríos límpidos que subsisten en la cornisa norte de nuestra geografía. Cuando esto sucede, multitud de organismos acuáticos se apresuran a investigar la materia orgánica recién incorporada a su medio, mientras que otros seres de gustos carnívoros buscan presas sobre las que depredar. Pero no todos están por la labor. Ajenos a la cotidiana y vital tarea de alimentarse, otros animales emprenden en esta época del año una historia realmente fascinante, extrema y dramática, marcada por la sempiterna lucha de las especies por perdurar. Se trata de los salmones atlánticos (Salmon salar), dedicados ahora en cuerpo y alma al proceso biológico que les permitirá traspasar sus genes a las futuras generaciones: la reproducción.
Uno de ellos, un salmón al que llamaremos Rita, lleva semanas sin comer, exactamente las mismas que hace que dejó el mar para adentrarse en el río. Dedicada por completo a la extenuante actividad de remontar su cauce, nada a contracorriente hasta 6,5 kilómetros diarios. Lo que quiere es llegar a la cabecera, justo al mismo lugar donde nació. Nuestra protagonista es una hembra adulta de tres años de edad, pesa unos siete kilos (aunque cuando llegue al final de su odisea habrá perdido la mitad de su peso) y mide casi un metro de largo. Su cuerpo es plateado y en el dorso destacan tonos azules y verdes, rasgo característico de su edad, y unas manchas oscuras en ambos lados y en los opérculos, las aletas óseas que cubren las branquias. Rita nació hace tres primaveras en la cabecera de uno de los principales ríos salmoneros de España, el Cares, cuando se produjo la eclosión de las huevas que su madre enterró en el mejor lugar que pudo encontrar: fondos de grava situados en aguas transparentes, con rápidas corrientes, ricas en oxígeno y cercanas al nacimiento de este caudal en continua circulación hacia el océano.
Lamentablemente, cada vez quedan menos ríos como éste en España, donde se halla la distribución más meridional de la especie, y por eso el salmón, propio de los ríos de Galicia y de la cordillera Cantábrica, está en franca regresión. De los 90 ríos salmoneros que existían en el siglo pasado, hoy queda apenas una quincena. En ellos, la contaminación de las aguas, las presas que interrumpen los cursos fluviales impidiendo que los salmones lleguen a los frezaderos, y la sobrepesca han seguido diezmando la especie. Ahora hay menos de una tercera parte de los salmones que había en la década de 1960. Si entonces las capturas alcanzaron los 6.000 ejemplares, en los años noventa la cifra no superó los 1.900, y en 2009 fueron alrededor de 600. El declive ha sido bárbaro. En el siglo XVII la tasa de salmones capturados en el río Bidasoa fue de alrededor de 1.500 ejemplares; hoy la media es de 35, aunque el año pasado sólo se pescaron 10.
Pese a las dificultades, la vida sigue, y desde hace meses nuestro salmón nada infatigable río arriba. Con los ovarios repletos de millares de huevos (entre 1.500 y 2.000 por cada kilo de su propio peso), busca con determinación el lugar donde nació. Sigue, aunque parezca increíble, unos rastros químicos que recuerda de cuando era un diminuto alevín. La misión de Rita es muy concreta: dejar allí su legado para la posteridad, los huevos de los que nacerá su progenie. Aunque ella no llegará a verla, porque frezar será probablemente lo último que haga antes de morir.
«Aún hoy algunas etapas de la vida del salmón son un misterio no resuelto –dice Manu Esteve, biólogo marino e investigador de la Universidad de Toronto, Canadá, donde estudia la evolución de la familia de los salmónidos–. No nos explicamos, por ejemplo, cómo algunos de ellos entran en el río meses antes de la freza y pasan hasta un año sin alimentarse.» Manu, que desde hace años filma la freza de los salmones en distintos lugares del mundo, es un apasionado de esta familia de peces que también incluye, entre otros, a las truchas. Resulta fácil de comprender. Cuando uno descubre la vida privada de este pez anádromo (que nace en el río, migra al océano y vuelve a su lugar natal para reproducirse), no deja de asombrarse de la complejidad que vertebra la etología de la especie.
Indiferente a la mirada de los humanos, Rita vive enfrascada en la época más intensa de su vida. Desde que empezó a moverse torpemente con apenas cuatro milímetros de longitud, se ha espabilado para sobrevivir, lo cual ya es mucho. Tras eclosionar, estuvo durante un par de semanas alimentándose de los restos del saco vitelino donde se desarrolló, y al año ya medía alrededor de 14 centímetros. Logró mantenerse viva durante su primer año de existencia en el río, una etapa muy crítica. Luciendo esas manchas rojas típicas de su fase juvenil, capturó un sinfín de macroinvertebrados, tales como crustáceos, insectos y lombrices, y creció lo suficiente para acometer la siguiente etapa, el esguinado. Un proceso durante el cual los salmones se tornan plateados y desarrollan las adaptaciones fisiológicas necesarias para afrontar la vida en el océano.

«Pasar de un medio dulceacuícola a otro extremadamente salino conlleva serios problemas de osmorregulación, lo que significa que los salmones deben reequilibrar la proporción de agua y sales disueltas que hay en el interior de las células de su cuerpo en relación con la que hay en el medio exterior –explica Esteve–. De no conseguirlo, sufrirían un choque osmótico. Cuando un ser vivo es expuesto bruscamente a un medio con una concentración de sales muy superior a la existente en su organismo, sus células tienden a perder líquido para equilibrar ambas disoluciones, lo que conlleva una grave deshidratación. Incluso puede romperse la membrana celular y producirse la muerte.»
Por este motivo, distintos órganos de los salmones han evolucionado para funcionar de formas diferentes en el río y en el mar. Pero no sólo eso. Cuando un salmón entra en contacto con aguas salinas, bebe muchísimo para incorporar la sal necesaria a su organismo, y de vuelta en el río hace lo contrario: apenas ingiere agua.
Pero Rita ya pasó por todo eso. Aunque poca cosa podemos contarles de lo que hizo en su etapa oceánica: su rastro se perdió durante dos largos años. «Sabemos muy poco de la vida de los salmones mientras están en el mar –afirma Manu Esteve–. Sólo que tienden a permanecer cerca de la superficie y que se reúnen en las zonas más ricas para alimentarse de krill, peces, cefalópodos y crustáceos.» Durante su migración oceánica recorren grandes distancias, incluso llegan a alcanzar las aguas subárticas del Atlántico Norte, y es en el mar donde alcanzan las primeras etapas de la madurez sexual, aunque el proceso no concluye hasta que regresan al río. «De todos modos, la fidelidad al río natal no es del 100 %. Un pequeño porcentaje se “equivoca” de río, lo que ha propiciado la dispersión de la especie a ambos lados del Atlántico», añade.
Los días pasan, y nuestro salmón está cada vez más delgado. Saltando, ha superado barreras de casi cuatro metros de altura. Las aguas donde nació ya están muy cerca. Allí, Rita lo sabe por instinto, se encuentran los lugares ideales para frezar. De vez en cuando se cruza con otros ejemplares de su especie. Otros salmones, machos y hembras, que realizan la misma trayectoria. Nadan río arriba sin parar. Ha habido algún momento crítico, como la acometida de una nutria que consiguió atrapar dos salmones rezagados y muy debilitados. Pero Rita está fuerte y logró escapar con garbo gracias a la energía con la que sostiene esa carrera frenética.
Una mañana de mediados de noviembre, por fin alcanza las aguas someras de la cabecera, consiguiendo superar todos los obstáculos de la selección natural. Los machos ya están esperando, dispuestos a fecundar los huevos. No será fácil. Deberán competir y pelear con otros salmones de su mismo sexo e incluso con machos de trucha, que intentarán también rociar con su esperma la puesta, a la que son capaces de fecundar. Pero deberán esperar todavía un rato. Rita está ahora eligiendo el lugar donde desovar, batiendo el terreno y excavando una cama de freza de unos dos metros de diámetro. En ella escarba los nidos, unos surcos elípticos de 10 a 15 centímetros de profundidad, donde depositará y enterrará sus huevos. Los machos están atentos a todos sus movimientos e intentan posicionarse. Rita acelerará o ralentizará la puesta dependiendo de lo atraída que se sienta por los machos que la cortejan. De repente uno de ellos consigue una posición privilegiada. Con sus mandíbulas, que en la época de reproducción presentan forma de gancho, ahuyenta y muerde a sus adversarios, y a la vez corteja a la hembra mediante una serie de temblores, o quiverings. «Son unos movimientos que estimulan el desove de la hembra. Es un proceso muy rápido. La suelta de los huevos y del esperma apenas dura diez segundos», explica Felipe Melero, naturalista experto en salmones y colaborador de Esteve desde hace muchos años. Durante la freza, los machos se atacan de forma violenta en una «fiesta» a la que suelen sumarse los vironeros, un tipo de machos de pequeño tamaño que no han ido al mar y que son precozmente maduros. «Con tan sólo 50 gramos de peso, intentan fecundar a hembras adultas. Con frecuencia mueren por los ataques de los machos adultos, pero a veces logran fecundar toda la puesta», añade Melero.
Una vez fecundados, Rita entierra los huevos para protegerlos de las corrientes y los depredadores. Tras descansar un rato, excava otro nido para una nueva puesta, y así sigue hasta desovar millares de huevos. Después, extenuada, se dejará arrastrar inmóvil por las corrientes. Lo más probable es que muera, aunque puede que Rita sea uno de esos salmones zancados, como se denomina a las hembras (los machos mueren todos por lo general) que sobreviven a este proceso para volver al mar en primavera y reiniciar su ciclo de vida. Quién sabe.
Lo que es seguro es que nuestra «chica» ha puesto a buen recaudo a su prole y que, tras unos 55 días, su descendencia iniciará su andadura por el río. Algunos alevines, poquísimos, lograrán llegar al mar, y dentro de un año o dos regresarán para remontar este cauce que, esperemos, esté en las mejores condiciones para acogerlos y brindarles la oportunidad de sobrevivir.