Cheryl Dinges tiene 29 años, es de Saint Louis y es sargento del Ejército de Estados Unidos. Su trabajo consiste en adiestrar a los soldados en el combate cuerpo a cuerpo. Especializada en jujitsu brasileño, dice que es una de las pocas mujeres del Ejército que ha alcanzado el nivel dos de combate. Según explica, el nivel dos requiere un entrenamiento intensivo en luchas de dos atacantes contra uno.
Puede que Dinges deba enfrentarse a un combate aún más difícil en las años venideros, pues su familia es portadora del gen del insomnio familiar fatal, conocido por las siglas FFI por su nombre en inglés, cuyo síntoma principal es la imposibilidad de conciliar el sueño. Primero desaparece la capacidad de dar una cabezada; después, la de dormir por la noche, y finalmente el paciente no puede dormir en absoluto. El síndrome suele manifestarse entre los 50 y 60 años de edad. Por lo general cursa en un año, y como indica su nombre, siempre es mortal. Dinges no ha querido hacerse la prueba para saber si es portadora del gen. «Tenía miedo de darme por vencida y no emplearme a fondo en la vida si sabía que tenía la enfermedad».
El FFI es una enfermedad espantosa, y lo peor es que no sabemos casi nada de su mecanismo
El FFI es una enfermedad espantosa, y lo peor es que no sabemos casi nada de su mecanismo. Tras años de estudio, los investigadores han llegado a la conclusión de que unas proteínas anómalas llamadas priones atacan el tálamo, una estructura de la parte profunda del cerebro que, al quedar dañada, interfiere en el sueño. Pero no saben por qué sucede, ni cómo impedirlo, ni conocen la forma de aliviar sus terribles síntomas. Antes de que se estudiara el FFI, la mayoría de los investigadores ni siquiera sabía que el tálamo estaba relacionado con el sueño. El FFI es una enfermedad muy rara, que sólo se ha observado en 40 familias en el mundo. Pero en un aspecto es bastante parecida a los tipos menos graves de insomnio que atormentan actualmente a millones de personas: es un misterio.
Si ignoramos por qué no podemos conciliar el sueño, es en parte porque tampoco sabemos realmente por qué necesitamos dormir. Sabemos que echamos de menos el sueño cuando nos falta, y que por mucha resistencia que le opongamos, al final nos vence. Sabemos que entre siete y nueve horas después de entregarnos a él, la mayoría estamos listos para levantarnos, y que entre 15 y 17 horas después volvemos a estar cansados. Sabemos desde hace 50 años que al dormir pasamos por fases de sueño profundo y fases de sueño paradójico o REM (por las siglas en inglés de «movimiento ocular rápido»), cuando el cerebro está tan activo como durante la vigilia, pero los músculos voluntarios están paralizados. Sabemos que todos los mamíferos y las aves duermen, y que los delfines duermen con medio cerebro despierto para no dejar de vigilar su entorno subacuático. Peces, reptiles e insectos también experimentan algún tipo de reposo.
Toda esa inactividad tiene un precio. Si un animal se queda mucho rato quieto, es presa fácil para sus enemigos. ¿Qué compensación puede haber para semejante riesgo? «Si el sueño no cumple una función absolutamente vital –dijo en una ocasión el prestigioso investigador del sueño Allan Rechtschaffen–, entonces es el peor error que ha cometido jamás la evolución.»
La teoría predominante del sueño es que el cerebro lo necesita
La teoría predominante del sueño es que el cerebro lo necesita. La idea deriva en parte del sentido común: ¿quién no ha sentido la cabeza más despejada después de dormir bien toda la noche? Pero no es fácil confirmar ese supuesto con datos reales. ¿De qué manera beneficia el sueño al cerebro? La respuesta puede depender del tipo de sueño al que nos refiramos. Hace poco un equipo de investigadores de Harvard dirigido por Robert Stickgold sometió a un grupo de estudiantes a varias pruebas de aptitud, les permitió echar una siesta y volvió a hacerles pruebas. Los investigadores observaron que aquellos que habían experimentado sueño REM mejoraban su actuación en tareas de reconocimiento de patrones, como, por ejemplo, en gramática, mientras que los que habían dormido profundamente eran mejores en las tareas de memorización. Otros estudios han revelado que el cerebro dormido parece repetir patrones de activación de las neuronas producidos anteriormente, cuando la persona estaba despierta, como si durante el sueño tratara de fijar en la memoria a largo plazo lo aprendido durante la vigilia.
Esos estudios sugieren que la consolidación de la memoria puede ser una de las funciones del sueño. Giulio Tononi, destacado investigador del sueño de la Universidad de Wisconsin en Madison, publicó hace unos años un estudio que dio un interesante giro a esta teoría. Según su trabajo, es posible que el cerebro dormido elimine las sinapsis o conexiones redundantes o innecesarias. Así pues, el sueño podría asentar en la memoria lo importante, ayudándonos a olvidar lo superfluo.
También es probable que el sueño cumpla una función fisiológica. Resulta significativo, en este sentido, que los pacientes con FFI nunca vivan muchos años. Pese a los enormes esfuerzos de la ciencia por desvelar la causa exacta de su muerte, aún la ignoramos. ¿Mueren literalmente por falta de sueño? Y de no ser así, ¿qué papel desempeña el insomnio en el desarrollo de los trastornos que los matan? Algunos investigadores han observado que la falta de sueño ralentiza la curación de heridas en las ratas, y otros han sugerido que el sueño podría fortalecer el sistema inmunitario y el control de las infecciones. Pero ninguno ha obtenido resultados concluyentes.
En la década de 1980, en el más famoso intento de averiguar por qué dormimos, Rechtschaffen obligó a unas ratas a permanecer despiertas en su laboratorio de la Universidad de Chicago colocándolas en un disco suspendido sobre un eje, en un cubo de agua. Si las ratas se dormían, el disco giraba y las arrojaba al agua; al caer, se despertaban de inmediato. Después de unas dos semanas de estricta vigilia forzada, todas las ratas habían muerto. Pero cuando Rechtschaffen les practicó la autopsia, no encontró ninguna anomalía significativa. No tenían ningún órgano dañado. Parecían haber muerto de cansancio, exhaustas; es decir, por no dormir. Un experimento similar realizado en 2002 con instrumentos más avanzados tampoco encontró «una causa inequívoca de muerte» para las ratas.
"Hasta donde yo sé, a única razón sólida por la que necesitamos dormir es porque tenemos sueño"
En la Universidad Stanford visité a William Dement, codescubridor del sueño REM y cofundador del Centro de Medicina del Sueño de Stanford. Le pedí que me contara lo que sabía, después de 50 años de investigación, sobre la razón por la que dormimos. «Hasta donde yo sé –respondió–, la única razón sólida por la que necesitamos dormir es porque tenemos sueño.»
Por desgracia, la situación inversa no siempre se cumple; no siempre tenemos sueño cuando necesitamos dormir. El insomnio alcanza niveles epidémicos en el mundo desarrollado. Entre 50 y 75 millones de estadounidenses, más o menos una quinta parte de la población, tienen dificultad para conciliar el sueño. En 2008 se extendieron 56 millones de recetas de somníferos, un 54 % más que en los últimos cuatro años. Aun así, no ha habido mucha investigación para descubrir las raíces del problema del insomnio. La mayoría de los estudiantes de medicina reciben menos de cuatro horas de formación sobre trastornos del sueño, y en algunos países, nada. Muchos médicos de cabecera no preguntan al paciente sobre sus hábitos de sueño en los cuestionarios rutinarios.
Los costes sociales y económicos del insomnio tratado de forma insuficiente son enormes. Según cálculos del Instituto de Medicina, una organización científica independiente de Estados Unidos, el 20 % de los accidentes de tráfico graves guardan relación con la somnolencia del conductor, lo que sitúa en decenas de miles de millones de dólares el coste médico directo de la falta colectiva de sueño de los estadounidenses. Las pérdidas en productividad laboral son aún mayores. También hay otros costes más difíciles de cuantificar: el deterioro de las relaciones, la incapacidad de realizar un trabajo, el menor disfrute de los placeres de la vida…
La lucha contra el insomnio queda en gran medida en manos de los laboratorios farmacéuticos y centros privados
Si un trastorno médico que afectara a una función corporal menos privada y menos misteriosa estuviera causando daños tan extendidos, los gobiernos lo atacarían con todas sus armas. Pero los Institutos Nacionales de la Salud de Estados Unidos destinan apenas 230 millones de dólares al año (167 millones de euros) a la investigación sobre el sueño, una cifra comparable a la que gastaron en 2008 los fabricantes de los populares somníferos Lunesta y Ambien en una sola campaña de anuncios televisivos. Los militares también invierten dinero en la investigación del sueño, pero su principal objetivo es mantener a los soldados despiertos y listos para luchar, no garantizarles un buen descanso nocturno. Como resultado, la lucha contra el insomnio queda en gran medida en manos de los laboratorios farmacéuticos y los centros privados.
El año pasado visité el Centro de Medicina del Sueño de Stanford. Fundada en 1970, fue la primera clínica del país dedicada al problema del insomnio, y sigue siendo de las más importantes. Atiende a más de 10.000 pacientes al año y practica más de 3.000 estudios del sueño nocturno.
La principal herramienta diagnóstica del centro es la polisomnografía, en la que un electroencefalógrafo (EEG) registra la actividad eléctrica del cerebro del paciente mientras duerme. Cuando nos quedamos dormidos, el cerebro se vuelve más lento, y su trazado eléctrico pasa de ondas cortas, con picos frecuentes, a ondulaciones mucho más largas y suaves, de manera semejante al movimiento del mar, que se vuelve cada vez más sereno a medida que nos alejamos de la orilla. En el cerebro, esas ondas suaves se ven interrumpidas periódicamente por una repentina renovación de la actividad propia del sueño REM. Por razones desconocidas, casi siempre soñamos durante esa fase.
Mientras el EEG registra este accidentado viaje, los instrumentos miden también la temperatura corporal, la actividad muscular, el movimiento ocular, el ritmo cardíaco y la respiración. Después, los técnicos estudian los datos en busca de signos de sueño anómalo o de despertares frecuentes. Cuando una persona padece narcolepsia, por ejemplo, pasa de la vigilia al sueño REM sin ninguna fase intermedia. En el insomnio familiar fatal, el paciente nunca puede ir más allá de las primeras fases del sueño; su temperatura corporal sube y baja bruscamente.
El FFI y la narcolepsia únicamente se pueden diagnosticar mediante el EEG y otros instrumentos de monitorización. Pero Clete Kushida, director del Centro, me dijo que puede distinguir la mayoría de los trastornos de los pacientes ya en la primera entrevista. Están los que no pueden mantener los ojos abiertos y los que hablan de una sensación de cansancio absoluto pero no dan cabezadas. Los primeros suelen padecer apnea del sueño; los segundos padecen lo que Kushida denomina «insomnio verdadero».
En la apnea obstructiva del sueño, la relajación muscular propia del sueño hace que los tejidos blandos de la garganta y el esófago se cierren, lo que bloquea las vías aéreas del durmiente. Cuando el cerebro nota la falta de oxígeno, envía una señal de emergencia. El sujeto se despierta, inhala una bocanada de aire que oxigena el cerebro y vuelve a dormirse. El sueño nocturno de una persona con apnea es en realidad una sucesión de cientos de pequeñas cabezadas. Este trastorno acapara la mayor parte de la actividad de las clínicas especializadas en problemas del sueño. John Winkelman, director médico del Centro del Sueño del Brigham and Women’s Hospital de Brighton, Massachusetts, dice que dos terceras partes de las personas que acuden a consultar en su centro reciben ese diagnóstico.
La apnea es un problema grave, que aumenta el riesgo de infartos y accidentes cerebrovasculares, pero sólo indirectamente es un trastorno del sueño. Los verdaderos insomnes (personas diagnosticadas con lo que algunos especialistas llaman «insomnio psicofisiológico») no pueden conciliar el sueño o son incapaces de permanecer mucho rato dormidos sin razón aparente. Se despiertan cansados. Cuando se acuestan, su cabeza bulle de pensamientos. Ese grupo constituye el 25 % de los que acuden a centros del sueño, según Winkelman. El Instituto de Medicina calcula que hay 30 millones de afectados en Estados Unidos.
Mientras que la apnea se puede tratar con un dispositivo de aire a presión que mantiene abiertas las vías aéreas del sujeto, el tratamiento del insomnio clásico es mucho menos directo. La acupuntura puede servir de ayuda; en la medicina asiática se ha utilizado tradicionalmente con este fin y actualmente se está estudiando en el Centro del Sueño de la Universidad de Pittsburgh.
Por lo general, el insomnio psicofisiológico se trata desde dos frentes. El primero es la prescripción de somníferos, la mayoría de los cuales funciona potenciando la acción del GABA, un neurotransmisor que regula el estado general de ansiedad y de alerta del organismo. Aunque ya no son tan peligrosos como en el pasado, los somníferos pueden crear adicción psicológica. Muchos usuarios se quejan de que la calidad del sueño es diferente cuando los toman y de que experimentan resaca al despertarse. «Los somníferos no son una manera natural de dormir», puntualiza Charles Czeisler, director de un grupo de Harvard que estudia los horarios de trabajo y su relación con la salud y la seguridad laboral. Además, a la larga, las píldoras pueden agravar el insomnio, causando un «efecto rebote».
Habitualmente el segundo frente del tratamiento del insomnio verdadero es la terapia cognitivo-conductual (TCC), en la que un psicólogo especializado enseña al insomne a considerar sus trastornos del sueño como algo manejable, que incluso tiene solución (ésa es la parte cognitiva), y a practicar una buena «higiene del sueño». Ésta consiste básicamente en una serie de consejos de probada eficacia: dormir en una habitación oscura, no ir a la cama antes de tener sueño y no hacer deporte antes de irse a dormir. Varios estudios han revelado que en el tratamiento a largo plazo del insomnio la TCC es más efectiva que los somníferos, pero muchos pacientes continúan teniendo problemas. «Algunos siguen padeciendo –dice Winkelman–. No consiguen un sueño plenamente satisfactorio.»
Hay personas que no pueden dormir por culpa de la depresión, y otras que caen en la depresión porque no logran dormir
Winkelman cree que la TCC es mejor para algunos pacientes que para otros. El insomnio está presente en multitud de trastornos. Entre el FFI, que es muy poco frecuente, y la apnea del sueño, que es muy común, hay casi 90 trastornos del sueño reconocidos e infinidad de razones más difíciles de clasificar por las que muchas personas no pueden dormir. Algunos insomnes padecen el síndrome de las piernas inquietas, un intenso malestar en las extremidades que les impide conciliar el sueño, o el trastorno de movimientos periódicos de las extremidades, que les hace dar patadas involuntarias cuando duermen.
Los narcolépticos suelen tener dificultad tanto para dormirse como para mantenerse despiertos. También hay personas que no pueden dormir por culpa de la depresión, y otras que caen en la depresión porque no logran dormir. Otras tienen problemas para conciliar el sueño a causa de la demencia o la enfermedad de Alzheimer. Algunas mujeres duermen peor durante los días de la menstruación (las mujeres tienen el doble de probabilidades que los hombres de padecer insomnio) y a muchas les cuesta dormir durante la menopausia. Los ancianos, en general, duermen peor que los jóvenes. Algunos insomnes no pueden dormir porque siguen un tratamiento con fármacos que los mantiene despiertos. Otros se preocupan por el trabajo o por la perspectiva de quedarse sin empleo (un tercio de estadounidenses afirma dormir peor a causa de la reciente crisis económica). De todos ellos, los pacientes cuyo insomnio obedece a causas físicas internas (quizás el exceso o la escasez de diversos neurotransmisores) son los que probablemente responderán peor al tratamiento psicológico.
Aun así, para la mayoría de esos trastornos, la terapia cognitivo-conductual se ofrece como un tratamiento potencialmente curativo, quizá porque el insomnio ha pertenecido durante mucho tiempo al ámbito de la psicología. Dentro de ese ámbito, se considera que las dificultades para conciliar el sueño suelen obedecer a alguna causa que la psicología puede tratar, como la ansiedad o la depresión. En consecuencia, la TCC pide al insomne que piense en lo que está haciendo mal, no en el trastorno físico que pueda tener. Winkelman desearía que los dos aspectos del insomnio, tanto el físico como el mental, fueran considerados como una unidad más a menudo. «El sueño es extraordinariamente complicado –dice–. ¿Por qué deberíamos pensar que los mecanismos físicos no pueden fallar?»
Si no podemos dormir, quizá sea porque se nos ha olvidado cómo hacerlo. En el pasado la gente dormía de otra manera: se iba a la cama cuando se ponía el sol y se levantaba al alba. En los meses invernales, con tantas horas de oscuridad para dormir, es posible que nuestros antepasados fragmentaran el sueño en varios tramos. En los países en desarrollo todavía es frecuente dormir así. Duermen varias personas en la misma habitación y la gente se levanta de vez en cuando a lo largo de la noche. Algunos duermen al aire libre, donde hace menos calor y el efecto de la luz natural sobre nuestros ritmos circadianos es más directo.
En 2002, Carol Worthman y Melissa Melby, ambas de la Universidad Emory, publicaron un estudio comparativo sobre la forma de dormir en diversas culturas. En él observaban que en los grupos recolectores, como los kung y los efe, «los límites entre el sueño y la vigilia son muy fluidos». No hay una hora fija para irse a la cama, y nadie ordena a nadie que se vaya a dormir. Cuando uno está durmiendo se levanta simplemente si oye una conversación o algún sonido que lo despierta y atrae su curiosidad.
Dormimos por término medio una hora y media menos que hace apenas un siglo
Nadie duerme de ese modo actualmente en los países desarrollados, o al menos nadie lo hace a propósito. Nos vamos a la cama a una hora fija, dormimos solos o con nuestra pareja, sobre un colchón mullido y cubiertos con sábanas y mantas. Dormimos por término medio una hora y media menos que hace apenas un siglo. Es probable que nuestra epidemia de insomnio se deba al menos en parte a la escasa atención que prestamos a la biología. Los ritmos naturales del sueño de los adolescentes los llevan a levantarse tarde por la mañana, pero las clases empiezan a las ocho. El trabajador del turno de noche que duerme de día tiene que combatir los ritmos primigenios de su organismo, que lo instan a levantarse para cazar o recolectar bayas cuando el cielo está inundado de luz.
Sin embargo, no tiene elección posible. Oponerse a esa tendencia natural tiene un precio. En febrero de 2009 se estrelló un avión que cubría el breve trayecto de Newark a Buffalo, causando la muerte de sus 49 ocupantes y de una persona en tierra. El copiloto, y probablemente también el piloto, había dormido muy poco durante la jornada anterior al accidente. La Junta Nacional de Seguridad del Transporte de Estados Unidos concluyó que su actuación «probablemente se vio afectada por la fatiga». Ese tipo de noticias indigna a Charles Czeisler, de Harvard, quien señala que 24 horas sin dormir o toda una semana durmiendo sólo cinco horas al día es el equivalente a una tasa de alcoholemia de un gramo por litro en sangre. Sin embargo, la moderna ética del trabajo aprecia ese tipo de «hazañas». «Nunca diríamos que alguien es un gran empleado si pasa la mitad del tiempo borracho», escribió Czeisler en 2006 en un artículo aparecido en Harvard Business Review.
En 2004 Czeisler empezó a publicar una serie de informes en revistas médicas basados en el estudio realizado por su equipo sobre un total de 2.700 residentes médicos de primer año, hombres y mujeres jóvenes que hacían guardias de hasta 30 horas dos veces por semana. La investigación reveló el notable riesgo para la salud pública que suponía su falta de sueño. «Sabemos que uno de cada cinco residentes de primer año admite haber cometido al menos un error inducido por el cansancio, que causó algún daño a un paciente –me dijo en la primavera de 2005–. Uno de cada 20 reconoce haber cometido al menos un error inducido por el cansancio, que causó la muerte a un paciente.» Cuando hizo pública esta información, Czeisler esperaba que los hospitales se lo agradecieran. En lugar de eso, se pusieron a la defensiva. Ahora está convencido de que no será posible hacer nada mientras los empresarios no se tomen en serio el problema del insomnio y la falta de sueño. «Estoy seguro de que algún día la gente considerará una barbaridad lo que se hace actualmente.»
Consideremos ahora la siesta. El momento de la siesta tradicional coincide con el descenso natural del ritmo circadiano después de comer. Diversos estudios han revelado que las personas que practican ese hábito son más productivas y probablemente tienen menos riesgo de morir de alguna enfermedad cardiovascular. Los españoles han hecho famosa la siesta, pero lamentablemente ya no viven lo bastante cerca del trabajo como para ir a casa a echar una cabezada. En su lugar, algunos emplean la pausa del mediodía para comer con amigos y colegas. Puesto que la comida puede prolongarse unas dos horas, la jornada laboral no termina hasta las siete o las ocho de la tarde. Pero algunos ni siquiera entonces vuelven a casa, sino que se van a tomar una cerveza o a cenar. (El horario de máxima audiencia de la televisión termina a las doce de la noche.)
Últimamente los españoles han empezado a tomarse en serio el problema del sueño. Según las estadísticas, en España se duerme 52 minutos menos de media que los demás europeos. Ahora los controles policiales incluyen preguntas sobre las horas de sueño en los interrogatorios a los conductores implicados en accidentes de tráfico, y el Gobierno ha flexibilizado el horario de los funcionarios de la Aministración General del Estado para que su jornada laboral finalice antes.
Lo que ha motivado a los españoles a tomar medidas contra la falta de sueño no es tanto la tasa de accidentes (históricamente una de las más altas de Europa occidental) como el estancamiento de la productividad. Los españoles pasan más horas en el trabajo que la mayoría de sus vecinos europeos, pero su productividad es menor. «Una cosa es echar horas, y otra, trabajar», declaró Ignacio Buqueras y Bach, empresario de 68 años, al frente de una campaña que aboga por que los españoles se vayan a la cama más temprano.
En 2006 el Gobierno se unió a la Comisión Nacional para Racionalizar los Horarios Españoles, constituida en 2003 y presidida por Buqueras, para intentar cambiar las cosas. Dos años después asistí a una de las reuniones de la Comisión, en un anexo del Congreso de los Diputados. Diversas personalidades de la escena española dieron su testimonio. Hablaron de accidentes sufridos por trabajadores cansados, de mujeres exhaustas por el largo horario laboral sumado a las labores domésticas y de niños privados de sus diez a doce horas de sueño diario. La Comisión resolvió ponerse en contacto con las cadenas de televisión para tratar de que adelantaran la emisión de los programas de máxima audiencia.
Buqueras intentó imprimir un ritmo ágil a la reunión, instando a los miembros a ser «telegráficamente breves». Pero la iluminación era tenue y la sala estaba bien caldeada. Entre el público, algunas cabezas empezaron a inclinarse lentamente, para luego levantarse de golpe; luego sus ojos se cerraron un poco más y sus papeles cayeron: empezaban a pagar la deuda atrasada de sueño que arrastra el país.