El gigantesco tractor apareció de repente. Primero arrancó los plátanos. Después el maíz. Luego las alubias, los boniatos, la mandioca. En unos minutos la media hectárea cercana a Xai-Xai, Mozambique, que durante años había dado de comer a Flora Chirime y a sus cinco hijos había sido arrasada por una empresa china que construía una explotación agrícola de 20.000 hectáreas en el delta del Limpopo.

«Ni siquiera me dijeron nada –dice Chirime, de 45 años, en un tono elevado por la ira–. De pronto un día me encontré un tractor en mi finca arrasándolo todo. ¡Y no han compensado a nadie por quitarle su machambaColectivos locales de la sociedad civil denuncian que miles de personas han perdido sus tierras y su sustento a manos de la Wanbao Africa Agricultural Development Company, con el beneplácito del Gobierno mozambiqueño, muy dado a ignorar los derechos de los agricultores locales en beneficio de las grandes inversiones. Quienes han logrado colocarse en la macroexplotación traba­jan siete días a la semana sin cobrar horas extras. Un portavoz de Wanbao desmiente tales denuncias y subraya que la compañía forma a los agricultores de la zona en el cultivo del arroz.

La situación de Chirime no es en absoluto ex­­cepcional. Esta mozambiqueña solo es un personaje más de los muchos que aparecen en la historia más ambiciosa de la agricultura global: el inverosímil proyecto de convertir el África sub­sahariana, históricamente uno de los lugares más hambrientos del planeta, en un nuevo granero del mundo. Desde 2007 las subidas estratosféricas del precio del maíz, la soja, el trigo y el arroz han desencadenado una carrera mundial por hacerse con tierras. Las grandes empresas inversoras compiten por arrendar o adquirir terrenos en los países donde las hectáreas salen baratas, los Gobiernos son complacientes y los derechos de propiedad son ignorados.

La mayoría de las transacciones tienen lugar en África, una de las pocas regiones del planeta que aún conserva millones de hectáreas de tierra sin roturar y agua abundante para el riego. África presenta además la mayor «brecha de rendimiento» de la Tierra: mientras los productores de maíz, trigo y arroz de Estados Unidos, China y los países de la eurozona producen unas seis toneladas de cereal por hectárea, los agricultores del África subsahariana obtienen un promedio de una tonelada, más o menos lo mismo que en un buen año le rendían a un romano sus campos de trigo en tiempos de Julio César. Pese a haberse intentado más de una vez, la revolución verde –que con su combinación de fertilizantes, sistemas de riego y semillas de alto rendimiento duplicó de largo la producción mundial de cereales entre 1960 y 2000– no ha llegado a cuajar en África, debido a unas infraestructuras deficientes, unos mercados limitados, una gobernanza débil y unas guerras civiles fratricidas que asolaron el continente en la primera etapa del período poscolonial.

Hoy muchos de esos obstáculos están cayendo. El crecimiento económico del África subsaharia­na es constante, de en torno al 5 % anual en la úl­­tima década, por encima del de Estados Unidos y la Unión Europea. Las deudas nacionales se reducen, y cada vez es más frecuente la celebración de elecciones pacíficas. Más de una tercera parte de los subsaharianos tiene teléfono móvil, que usa para acceder a teleservicios bancarios, dirigir pequeños negocios o enviar dinero a sus familiares en áreas rurales. Tras 25 años sin casi inversión en la agricultura africana, el Banco Mundial y los países donantes han empezado a invertir. El continente emerge ahora como un laboratorio en el que ensayar nuevos métodos para incrementar la producción de alimentos. Si los agricultores subsaharianos consiguen aumentar sus rendimientos utilizando la tecnología existente, aunque no sea más que a cuatro toneladas de cereal por hectárea (lo cual es un reto, ya que significa cuadruplicarlos), algunos expertos creen que además de alimentarse mejor, podrían llegar a exportar alimentos, embolsándose así un dinero muy necesario y contribuyen­do además a dar de comer al mundo.

Es una proyección optimista, no cabe duda. En estos momentos Thailandia exporta más productos agrícolas que todos los países subsaharia­nos juntos; y el fantasma del cambio climático amenaza con pulverizar las cosechas africanas. Pero la incógnita más peliaguda es quién explotará las tierras de África en el futuro. ¿Los campesinos pobres como Chirime trabajando sus parcelas de media hectárea, que juntos suman alrededor del 70 % de la mano de obra del continente? ¿O macroempresas como Wanbao, con explotaciones industriales a imagen y semejanza de las del Medio Oeste estadounidense?

Las organizaciones humanitarias que trabajan para erradicar el hambre en el mundo y defender los derechos de los campesinos califican de neocolonialismo y agroimperialismo la apropiación de tierras por parte de las grandes empresas. En cambio, los veteranos en el terreno del desarrollo agrícola aseguran que la llegada masiva de capital, infraestructuras y tecnologías de origen privado que dichas operaciones traerían consigo a las áreas rurales y pobres podría ser un catalizador para el tan necesario desarrollo, siempre y cuando las grandes iniciativas y los pequeños productores puedan trabajar juntos. La clave, dice Gregory Myers desde la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional, es proteger los derechos de propiedad sobre la tierra de la población.

«Si escribiésemos una carta a Dios para pedirle el suelo y el clima perfectos para cultivar, esto es lo que nos concedería –dice Miguel Bosch, agrónomo argentino que gestiona Hoyo Hoyo, una plantación de soja de casi 10.000 hectáreas explotada por una gran empresa en el norte de Mozambique–. Es el paraíso del agricultor. He pasado muchos años en fincas de Brasil y Argentina y jamás había visto un suelo como este.»

Un suelo fértil, una demanda desbocada de soja y arroz, y un Gobierno dispuesto a arrendar grandes extensiones de tierra han puesto a la que fue antigua colonia portuguesa en el centro de la fiebre mundial por adquirir tierras que avanza por todo el continente. En 2013 Mozambique ocupaba el tercer puesto en la lista de naciones más pobres del planeta; casi la mitad de los niños menores de cinco años padecían retraso del desarrollo por malnutrición. El re­ciente hallazgo en el norte del país de importantes depósitos de carbón y gas natural, sumado a otras concesiones mineras y forestales, están cambiando su suerte. La carrera por extraer estos hidrocarburos ha puesto en marcha la economía mozambiqueña, que se calcula creció un 7 % en 2013. Surgen por doquier grandes proyectos de infraestructuras, muchos de ellos financiados en su mayor parte por préstamos de países deseosos de granjearse el favor de los líderes políticos para subirse al carro del éxito. Japón abre carreteras y levanta puentes. Empresas portuguesas construyen puertos y tienden vías férreas. China ha construido un aeropuerto, el parlamento, el estadio nacional de fútbol y un nuevo palacio presidencial. En 2013 el presidente Armando Guebuza visitó al nuevo presidente chino con una lista de proyectos constructivos en la mano por valor de 7.000 millones de euros.

Apenas nada de esa abundancia ha llegado a manos de los 24 millones de mozambiqueños, más de la mitad de los cuales vive con menos de 1,25 dólares al día. Lo único que podría desviar el río de capital que está entrando en Mozambi­que sería un regreso a la agitación social. Cuando en 2010 estallaron revueltas ciudadanas en Maputo por los precios de los alimentos, el presidente Guebuza destituyó a su ministro de agricultura y puso en su lugar al responsable del Ministerio del Interior, el agrónomo José Pacheco, quien desde entonces corteja a los inversores en convenciones celebradas en todo el mundo. De sus 36 millones de hectáreas de tierra cultiva­ble, el Gobierno considera que casi el 85 % están «desutilizadas». Desde 2004 se han arrendado a inversores tanto extranjeros como nacionales –para hacer desde productos forestales hasta caña de azúcar o biocombustibles– unos 2,5 millones de hectáreas, cerca del 7 % de la tierra arable del país, uno de los porcentajes más altos de África.

Firmar un acuerdo con un alto cargo ministerial en un ostentoso hotel de Maputo es la parte fácil. Instalar una macroexplotación in­dustrial, gestionarla y obtener beneficios en un entorno a menudo hostil es harina de otro costal. Hoyo Hoyo, ubicada en Gurué, la región sojera por excelencia del país, iba a ser ejemplo y bandera de la nueva agricultura africana, pero en lugar de eso se ha convertido en el arquetipo de proyecto descarrilado. En 2009 las autoridades mozambiqueñas arrendaron una granja estatal abandonada de casi 10.000 hectáreas a una em­­presa portuguesa vinculada al Gobierno. Pero la población local llevaba años cultivando el sustento de sus familias en aquellas tierras. Cuando los empresarios portugueses se presentaron en el lugar, se reunieron con los representantes de la aldea y les prometieron el doble de tierra cultivable en otra zona, además de una escuela, una clínica y pozos nuevos.

La mayoría de esas promesas no se cumplieron. La escuela y la clínica nunca se construyeron, si bien la empresa adquirió una ambulancia para trasladar a los enfermos a un hospital de Gurué, a una hora de distancia. Solo unos 40 hombres consiguieron un empleo mal remunerado como vigilantes. Otros cientos fueron desplazados. Aquellos que recibieron tierras des­cubrieron des­pués que son pantanosas y agrestes, y que están lejos de sus casas. Custódio Alberto, de 52 años, es uno de ellos. Lo conocí en una trilla colectiva que tenía lugar justo fuera del límite de Hoyo Hoyo, donde unos 20 feligreses de la iglesia católica local golpeaban con palos varias pilas de gra­nos de soja. Otras tantas mujeres aventaban el grano con canastos artesanos. La parcela de tres hectáreas, por ahora todavía controlada por la iglesia, linda con los campos de Hoyo Hoyo, que se pierden en los montes verdes en la distancia.

«Para nosotros, pequeños agricultores, la producción de esta soja garantiza los ingresos de la familia, y nos basta para dar estudios universitarios a nuestros hijos y que lleguen a ser ingenieros o médicos –dice Alberto–. Las tierras son cruciales para nosotros. Sin tierras no hay vida.»

Los lugareños desplazados, supervivientes de 16 años de guerra, son pobres pero tienen sus recursos. Al poco tiempo de que los portugueses arrendaran Hoyo Hoyo («bienvenido» en la lengua vernácula), empezaron a tener problemas con la maquinaria: tractores importados de Estados Unidos que misteriosamente ya no arranca­ban. Pregunto a un agricultor de la zona cuál era el problema. «No sé decirle –responde con una sonrisa pícara–. Será cosa de la magia africana.»

El conflicto de Hoyo Hoyo no es nada en comparación con lo que se avecina. En 2009 el Gobierno firmó con Brasil y Japón un convenio para el desarrollo de un megaproyecto agrícola llamado ProSavana, que cedería casi 14 millones de hectáreas del norte de Mozambique para la producción a escala industrial de soja, probable­mente la mayor operación de este tipo que jamás se haya anunciado. El plan está inspirado en un proyecto brasileñojaponés que transformó el cerrado de Brasil en una de las mayores regiones exportadoras de soja del mundo. Este corredor de territorio estaría salpicado de modernas granjas de 10.000 hectáreas gestionadas por empresas agrícolas brasileñas y de centros tecnológicos para enseñar a los agricultores locales a aumentar los rendimientos de la mandioca, las legumbres, las verduras y la soja. O al menos esa era la propuesta original. Cuando en 2013 un grupo de agricultores brasileños hizo una gira por la región, se dio de bruces con la realidad.

«Vieron buenas tierras, pero mirasen donde mirasen había una comunidad –explica Anacleto Saint Mart, quien trabaja con los agricultores de la región para la ONG estadounidense TechnoServe–. La realidad era muy distinta de lo que les habían contado en Brasil.» Los expertos en desarrollo que han estudiado los mapas de la región afirman que la mayor parte del territorio está sujeto a concesiones mineras o madereras, protegido en reservas de vida salvaje o ya cultivado por los agricultores locales. En estos mo­­mentos solo quedan unas 950.000 hectáreas sin uso, precisamente las peores tierras para cultivo.

Devlin Kuyek, de GRAIN, la primera ONG que llamó la atención del mundo sobre las inversiones corporativas en tierras agrícolas, declara: «[Aunque] ahora mismo hay pequeños agricultores trabajando esas tierras, el Gobierno las está poniendo en manos de grandes empresas. Estoy seguro de que algunas tienen buenas intenciones, pero aun así se están beneficiando de los salarios bajos y de los precios irrisorios de la tierra. La agricultura industrial solo traerá más explotación».

Si se implantan las políticas adecuadas, los pequeños agricultores pueden ser extremadamente productivos, dice Kuyek, y alude a los arroceros de Vietnam o a los lecheros de Kenya, que en sus pequeñas explotaciones producen más del 70 % de la leche del país. Simplemente ofreciendo a las mujeres –que son mayoría en el sec­tor agrario africano– el mismo acceso que tienen los hombres a la tierra, el crédito y los fertilizantes, la producción de alimentos podría aumentar hasta un 30 %. El Gobierno de Mozambique no lo ve así. Aunque la producción en pequeñas explotaciones ha mejorado en los últimos años, el 37 % de la población continúa desnutrida, y el sur del país sufre continuas sequías e inundaciones.

Pese a su riqueza mineral, Mozambique es uno de los países más hambrientos del mundo. El Gobierno cree que la solución está en las grandes explotaciones agrícolas.
«Yo veo en ProSavana, y en la región del valle del Zambeze, la despensa del país –dice Raimundo Matule, director de economía del Ministerio de Agricultura–. No pienso en macroexplotacio­nes como las de Brasil, sino en productores medianos de entre tres y diez hectáreas. Los brasileños tienen conocimientos, tecnología y maquinaria que nosotros podemos adaptar y transferir a explotaciones de tamaño intermedio. Si ProSavana no contribuye a mejorar la seguridad alimentaria, entonces no tendrá el apoyo del Gobierno.»

A pocos kilómetros de Hoyo Hoyo, siguiendo una pista de tierra cuajada de baches, la explotación de soja que dirige un maestro de escuela jubilado se erige en ejemplo de finca productiva de tamaño intermedio. Armando Afonso Catxava empezó a cultivar verduras en su tiempo libre en una pequeña parcela que con los años ha alcanzado 26 hectáreas. Hoy cultiva soja en calidad de «productor externo» contratado por una nueva empresa llamada African Century Agriculture, que le proporciona las semillas y el desherbado mecánico. A cambio él vende la soja a la empresa a un precio preacordado, restándole el coste de los servicios prestados. Hasta la fecha ambas partes se han beneficiado del trato.

«El secreto es el tamaño intermedio –afirma Catxava–. Las explotaciones grandes ocupan de­­masiada superficie y dejan a la gente sin espacio habitable. Si todos tuviesen cinco hectáreas de soja, harían dinero y no perderían sus tierras.» Los contratos de producción externa han dado resultado con las aves de corral y las cosechas de alto valor (como el tabaco y el maíz baby orgánico, que se exporta a Europa). Ahora los agricultores mozambiqueños empiezan a producir soja para abastecer el pujante sector avícola.

La zimbabuense Rachel Grobbelaar dejó su trabajo en el distrito financiero de Londres para dirigir African Century, empresa que trabaja con más de 900 productores externos (pequeños y medianos agricultores) en casi 1.000 hectáreas. Cada productor recibe siete visitas por temporada de los agentes de extensión agraria, quienes los forman en los fundamentos de la agricultura de conservación y en el uso de tratamientos baratos de las semillas (sustitutos de los abonos caros) para potenciar el rendimiento.

«Ayer visité a uno de los pequeños productores que tenemos monte arriba, y había consegui­do 2,4 toneladas por hectárea –dice Grobbelaar, refiriéndose a la cosecha del año pasado, más del doble del rendimiento medio–. No daba crédito. Se embolsó 37.000 meticales de beneficio [unos 860 euros], una barbaridad. Estoy totalmente a favor de implantar el modelo de productores externos en África. Las explotaciones comerciales quizá les den trabajo, pero les quitan las tierras y normalmente les pagan lo mínimo para subsistir. Sinceramente, creo que con nuestro sistema podemos aumentar la producción.»

Si se hace como es debido, las explotaciones a gran escala también pueden beneficiar a la población autóctona. Hace 14 años Dries Gouws, que en su día ejerció de cirujano en Zambia, plantó 12 hectáreas de plátanos en una explotación de cítricos en quiebra situada a las afueras de Maputo. Poco a poco fue transformándola en lo que hoy llama Bananalandia. Con 1.400 hectáreas, es la mayor plantación de plátanos de todo Mozambique y una de las empresas del país que genera más empleo, con 2.800 trabajadores contratados todo el año. En el ínterin, la explotación ha contribuido a transformar Mozambique de importador a exportador de plátanos. Conforme crecía la empresa, Gouws ha asfaltado carreteras, construido una escuela y una clínica, abierto pozos y tendido 55 kilómetros de líneas eléc­tricas que no solo suministran energía a sus sistemas de riego, sino también a las aldeas circundantes en las que viven sus empleados. Los que tienen el sueldo más modesto cobran un 10 % por encima del salario mínimo; los tractoristas y capataces, más del doble.

Gouws cree en una mezcla de explotaciones grandes y pequeñas, donde pequeños granjeros crían ganado y cultivan parcelas a modo de «red de seguridad» –por si las de mayor envergadura fracasaran– y fuente de orgullo, mientras que las grandes explotaciones como la suya aportan las carreteras, el suministro energético y las in­fraestructuras que no proporciona el Gobierno. Las grandes explotaciones ofrecen empleo a una parte de la población local; otra parte de los habitantes lo crean por sí mismos. La clave para que las explotaciones corporativas se ganen el favor de las comunidades autóctonas, afirma, es bien sencilla: cumplir lo que prometen.

«Yo puse esta línea eléctrica hasta la aldea –dice Gouws, mientras seguimos un cable por la pista de tierra roja que conduce a un grupo de cabañas entre campos de plátanos–. No me lo pidieron ni era mi obligación, pero en algún momento, y no quiero ponerme demasiado filosófico, todos queremos hacer del mundo un lugar mejor, ¿no? No todo va a ser ganar dinero.»

Pero que nadie se llame a engaño: si África se ha convertido en el escenario de una carrera por obtener tierras, ha sido en nombre del dinero, no de la noble intención de dar de comer al mundo. Recientemente una convención internacional de inversores agrícolas reunió en Nueva York a 800 líderes financieros que gestionan más de 2.000 millones de euros en inversiones: colo­sales fondos de pensiones, compañías aseguradoras, fondos de alto riesgo, fondos de capital privado y fondos soberanos, que actualmente tienen alrededor del 5 % de sus activos combinados asignado a inversiones agrícolas. Se prevé que esta cifra se triplique en la próxima década. Semejante inyección privada de capital, tecnologías e infraestructuras es justamente lo que necesita la agricultura del mundo, según los expertos de la FAO, que calculan que habremos de invertir 83.000 millones de dólares al año en la agricultura de los países en vías de desarrollo para poder alimentar a los 2.000 millones más de personas que habrá en la Tierra en 2050.

La clave es manejar esa inversión para que los beneficios sean universales. «Si lo lográsemos, sería una victoria por partida triple –dice Darry Vhugen, abogado de la ONG Landesa–. Se benefician los inversores, las comunidades locales y los países, porque se generan empleos, infraestructuras y seguridad alimentaria.»

En una larga carretera que se interna en el corazón del proyecto ProSavana, hago un alto frente a una cabaña de adobe para conversar con Costa Ernesto, un agricultor de 35 años, y su mujer, Cecilia Luis. No han oído hablar de ProSavana. Ellos simplemente hacen lo posible por dar de comer a su familia trabajando una hectárea de maíz y vendiendo varas de bambú para techumbres de paja. Tienen cinco hijos, de entre seis meses y once años. La mayor, Esvalta, muele maíz con una mano de mortero más alta que ella, como antes han hecho su madre, su abuela y su bisabuela. Mi guía, que lleva 20 años trabajando en el ámbito del desarrollo agrario, dice que los niños y sus padres parecen desnutridos. Pregunto a Ernesto si ese año han cosechado maíz suficiente. «Sí», contesta con orgullo. Insisto, y Cecilia añade: «Cuando ganamos a las ma­­las hierbas, producimos para el año entero».
Otros dos hombres se suman a la conversación. Les pregunto si renunciarían a sus pequeñas parcelas de tierra a cambio de un empleo en una finca grande. A la vista de sus ropas harapientas, sus vientres abultados, sus viviendas húmedas, su evidente pobreza, la pregunta parece injusta. Sí, afirman, sin la más mínima duda.
«Rezo para que suceda algo así –dice el mayor de los tres–. Porque de verdad necesito trabajo.»

Está por ver si los futuros agricultores de Mo­­zambique se parecerán más a los productores industriales de Iowa o a los pequeños pero productivos arroceros de Vietnam. Pero en algo hay unanimidad: la situación actual es intolerable.