Me habían advertido que no me sería fácil acceder a los astilleros de desguace de barcos de Bangladesh. «Antes eran una atracción turística –me dijo un lugareño–. Pero ahora no dejan pasar a los curiosos.» Anduve unos cuantos kilómetros por la carretera que bordea el golfo de Bengala, al norte de la ciudad de Chittagong, donde 80 instalaciones de desguace operativas ocupan un tramo de 12 kilómetros de costa. Cada una estaba rodeada de altas vallas rematadas con alambre de espino. Había guardias apostados y carteles que prohibían tomar fotos. Los visitantes han dejado de ser bienvenidos en los últimos años, sobre todo desde que una explosión mató a varios trabajadores y alimentó las críticas de que los propietarios de estas instalaciones anteponen los beneficios a la seguridad. «Pero no pueden vallar el mar», me dijo el lugareño.

Así pues, una tarde contraté a un pescador para que me llevara a ver estos cementerios de buques desde el mar. Cuando subió la marea, el mar penetró entre las hileras de petroleros y portacontenedores varados en la playa, y nosotros nos deslizamos entre las oscuras sombras proyectadas por sus chimeneas y superestructuras. Algunos barcos estaban intactos, como si acabaran de embarrancar. Otros no eran más que esqueletos, desprovistos de la piel de acero, con las negras bodegas cavernosas a la vista.
Pasamos junto a cascos incrustados de bellotas de mar y bajo las palas de hélices colosales. Yo leía los nombres pintados en la popa: Front Breaker (Comores), V Europe (islas Marshall), Glory B (Panamá)… ¿Qué carga habrían transportado, en qué puertos habrían recalado y con qué tripulaciones habrían navegado?

La vida útil de ese tipo de embarcaciones es de 25 a 30 años, por lo que la mayoría debían de haber sido botados en la década de 1980. El coste creciente de asegurar y mantener buques viejos hace que ya no sean rentables. Entonces, su valor se concentra en el acero de sus cascos.
Casi todas las cuadrillas de desguazadores ha­­bían acabado su jornada, y los barcos se erguían silenciosos. El aire tenía un fuerte olor a salitre y gasóleo. Mientras rodeábamos uno de los cascos, oímos risas y encontramos un grupo de niños desnudos que habían llegado nadando hasta un trozo de chatarra medio sumergido y lo estaban usando de plataforma para zambullirse en el mar. Más allá de la hilera de barcos, unos pesca­dores echaban las redes sobre unos peces diminutos muy apreciados en la cocina local.

De repente, una lluvia de chispas cayó sobre nosotros desde una altura de varios pisos. Por un costado asomaron una cabeza y unos brazos que se agitaban enérgicamente. «¡Fuera! ¡Estamos cortando esta sección!», nos gritó un hombre.
Los buques transoceánicos no están hechos para que puedan desmontarse. Están diseñados para soportar fuerzas extremas en algunos de los ambientes más hostiles del planeta, y muchos están construidos con materiales tóxicos, como amianto y plomo. Cuando los barcos se desmantelan en países desarrollados, la regulación es más estricta y el proceso es más caro, por lo que el grueso del desguace de buques se hace en Bangladesh, India y Pakistán, donde la mano de obra es barata y la normativa es mínima.
Las reformas de la legislación de este sector han ido llegando a rachas. Ahora la India demanda más protección para los operarios y el medio ambiente. Pero en Bangladesh, donde en 2013 se desmantelaron 194 barcos, la actividad sigue siendo extremadamente sucia y peligrosa.
Y lucrativa. En Chittagong, unos activistas me contaron que un barco desguazado en tres o cua­tro meses en Bangladesh reporta un beneficio de alrededor de un millón de dólares por una inversión de cinco millones, mientras que en Pakistán las ganancias no superan los 200.000 dólares. Llamé a Jafar Alam, expresidente de la Asociación de Desguazadores de Barcos de Bangladesh, y me negó que los márgenes de beneficio fueran tan sustanciosos: «Varían de un barco a otro y dependen de muchos factores, entre ellos el precio del acero», me dijo.
Pero sea cual fuere el volumen de las ganancias, el modo de obtenerlas consiste en reciclar a conciencia más del 90 % de cada buque. El proceso empieza cuando una empresa de desguace adquiere un barco a un agente internacional que comercia con naves que han llegado al final de su vida útil. Lo primero es contratar a un capitán especializado en varar grandes buques para que lleve el barco al desguace, que por lo general es un tramo de playa de unos cien metros de largo.
Una vez que el barco está encallado en el fango, se extraen mediante bombeo todos los líquidos que pueda contener, incluidos los restos de gasóleo, el aceite de motor y las sustancias para extinguir incendios, que se revenden. A continua­ción se desmontan las máquinas y el equipamien­to, y se vende todo lo vendible, desde motores enormes, baterías, generadores y kilómetros de alambre de cobre, hasta las literas de la tripulación, los ojos de buey y los botes salvavidas.
Cuando solo queda el esqueleto de acero, en­­jambres de trabajadores de las zonas más pobres de Bangladesh trocean la carcasa con sopletes oxiacetilénicos. Después, cuadrillas de porteadores acarrean esos trozos, que posteriormente serán fundidos y utilizados en la fabricación de varillas de refuerzo para la construcción.
«Parece un buen negocio, hasta que piensas en las sustancias tóxicas que están impregnando nuestro suelo –dice Muhamed Ali Shahin, activista de la ONG Shipbreaking Platform–, o hasta que conoces a viudas de jóvenes que han muerto aplastados por trozos de acero que se desploman de las alturas o asfixiados dentro de un barco.» Shahin tiene 37 años y lleva más de 11 tratando de dar a conocer el padecimiento de los hombres que se ganan la vida en los astilleros de desguace. Según dice, el sector está controlado por unas cuantas familias poderosas de Chittagong, que también tienen intereses en los negocios relacionados, entre ellos las plantas donde se fabrican las varillas de acero reciclado.
Shahin insiste en que es muy consciente de lo mucho que su país necesita los puestos de trabajo creados por los desguaces. «No digo que haya que detener del todo la actividad –aclara–, pero es preciso hacerla más limpia y segura, con mejores condiciones para los trabajadores.»
Sus críticas no se circunscriben a los desguazadores bangladesíes. «En vuestras playas de Occidente no permitís desguaces que contaminen vuestros países. ¿Por qué los trabajadores pobres de aquí deben arriesgar la vida para reciclar los barcos que vosotros no queréis?»
En los extensos barrios de chabolas que han surgido en torno a estas instalaciones, encuentro a decenas de los trabajadores que más preocupan a Shahin: los hombres que cortan el acero y se lo llevan de la playa. Muchos tienen cicatrices profundas e irregulares. «Los tatuajes de Chitta­gong», las llamó un hombre. Algunos han perdi­do uno o más dedos. A alguno le falta un ojo.
Visito una familia cuyos cuatro hijos trabajaron en los desguaces. El mayor, Mahabub, de 40 años, fue auxiliar de cortador durante dos semanas, hasta que vio a un hombre morir achicharrado cuando alcanzó con la llama del soplete una bolsa de gas atrapada en la bodega del barco. «Ni siquiera fui a por la paga, por miedo a que no me dejaran marchar», dice, y me explica que a menudo los jefes intimidan a los trabajadores para que no hablen de los accidentes.
Me señala una foto en una vitrina de cristal. «Es Jahangir, el segundo de mis hermanos.» Empezó a trabajar a los 15 años, tras la muerte de su padre. «Era cortador en el desguace de Ziri Subedar y en 2008 sufrió un accidente mortal.»
El tercer hermano, Alamgir, de 22 años, no está en casa. Era asistente de cortador cuando cayó por una escotilla en un buque cisterna, y se precipitó 25 metros. Milagrosamente había entrado suficiente agua en la bodega para amortiguar su caída. Un amigo suyo arriesgó la vida bajando por una cuerda para rescatarlo. Al día siguiente, Alamgir dejó el trabajo. Ahora sirve el té a los directivos en las oficinas del desguace.
El hermano menor, Amir, de 18 años, sigue trabajando de asistente de cortador. Le pregunto si no le dan miedo las experiencias de sus hermanos. «Sí», responde, sonriendo tímidamente, como si no supiera qué más decir. Mientras conversamos, un estruendo sacude el techo de chapa. Le sigue otro ruido atronador. Salgo a ver, convencido de que será el comienzo de uno de los violentos monzones que suelen abatirse sobre Bangladesh, pero el cielo está despejado. «Se ha caído una pieza grande de un barco –dice el chico–. Lo oímos todos los días.»