El pasado nunca es pasado en Sebastopol. Ondea en las astas de la bandera y viste la tribuna de las autoridades en los desfiles patrióticos. Tiene un santuario en los monumentos conmemorativos de la guerra y está en el callejero: plaza Lenin, calle de los Héroes de Stalingrado, cine Moscú. Hasta bulle en una olla de borscht.

Para muestra, la versión que prepara Galina Onischenko de este icono culinario de la Europa del Este. «Esto es un borscht ruso –dijo, dejando en la mesa una sopera de borscht verde, o de verano, con su mosaico de berenjenas, zanahorias y patatas salpicado de eneldo–. Sin la manteca con ajo que le ponen al borscht ucraniano.»

Galina, de 70 años, acababa de llegar a su casa, un quinto piso sin ascensor, tras marchar por la calle Lenin ondeando una bandera de la Armada soviética en apoyo a su querida Flota del mar Negro. «Sebastopol es una ciudad rusa, y nunca nos resignaremos a que la gobierne Ucrania», dijo. Aunque Galina protestaría al oírlo, según el historiador gastronómico ruso V. V. Pojlébkin, el borscht es originariamente ucraniano. Y aunque proteste, Sebastopol, ciudad de Crimea, también es ucraniana.

La península de Crimea es un diamante que pende de la costa meridional de Ucrania, está suspendido de la fina cadena que es el istmo de Perekop, y bañado por el mar Negro en la misma latitud que el sur de Francia. Cálida, bella, exuberante, con una costa de curvas voluptuosas y resplandecientes acantilados, Crimea fue la joya del Imperio ruso, refugio de los zares Romanov y patio de recreo de los gerifaltes del Politburó. Oficialmente llamada República Autónoma de Crimea, tiene sus propios Parlamento y capital (Simferopol), pero recibe órdenes de Kíev.

Desde el punto de vista físico y político, Crimea es Ucrania; desde el intelectual y sentimental, se identifica con Rusia y constituye «una oportunidad singular de que los ucranianos se sientan extranjeros en su propio territorio», en palabras de un periodista. Crimea representa la persistencia de la memoria, la capacidad de resistencia y subversión del pasado.

Desde el punto de vista físico y político, Crimea es Ucrania; desde el intelectual y sentimental, se identifica con Rusia

En el año 1954, Nikita Serguéievich Jrushchov, secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética, cedió Crimea a Ucrania en un gesto de buena voluntad. Galina tenía 14 años.

«Una ilegalidad –me dijo ella cuando le pregunté acerca de la cesión–. No hubo referéndum. No se anunció nada. Se hizo, y punto.»
¿Cuál fue el razonamiento de Jrushchov?
«Ninguno –espetó Galina–. Jrushchov tenía la cabeza llena de pájaros.»

Crimea era un obsequio precioso, pero la caja venía vacía. A fin de cuentas, Ucrania pertenecía a la Unión Soviética. Nadie podía imaginar que en 1991 el bloque soviético se desmoronaría y Crimea saldría de la órbita del poder ruso, arrastrada por una Ucrania independiente.

¿Echa de menos la Unión Soviética?, pregunté a Galina, mientras rememoraba lo estable que era la vida en la época soviética. Los precios se mantenían artificialmente bajos. «Un kilo de azúcar salía por 78 kopeks [unos siete céntimos de euro] –dijo–. El de mantequilla, ¡sólo por 60! Ahora ni la compro.» La educación y la sanidad eran gratuitas. ¿Y las vacaciones? «Podía ir a un centro de veraneo», algo hoy impensable con su pensión mensual equivalente a unos 95 euros. «Sí, añoramos la Unión Soviética –aseguró–. Pero es imposible que vuelva, por mucho que lo deseemos. Sólo nos queda toskavat.»

Toskavat, verbo, añorar. Toska, sustantivo, añoranza, más profunda que la nostalgia, rozando la depresión. La cultura rusa se inscribe en una matriz de toska. Cuando en Las tres hermanas, de Antón Chéjov (propietario de una dacha en Crimea), Irina suspira con melancolía: «¡Oh, ir a Moscú, a Moscú!», eso es toska. Si Sebastopol, donde el 70% de la población es de etnia rusa, pudiese hablar, imagino que también diría: «A Moscú, a Moscú». En una encuesta realizada en 2009, casi una tercera parte de los encuestados crimeos afirmó desear que la región se separase de Ucrania y se integrase en Rusia.

En cierto modo nunca ha dejado de formar parte de ella. Y no sólo de Rusia. En la práctica, Crimea es un epígono de la extinta Unión Soviética: la arquitectura, los herrumbrosos buques de guerra rusos en el puerto, los medallones con la hoz y el martillo en los portales de hierro del parque Primorski. También es una actitud. Brusca, rígida, arisca: la peor especie de resaca soviética. Se puede arrancar Crimea de la Unión Soviética, pero arrancar la Unión Soviética de Crimea es harina de otro costal. Cuando pregunté a Yelena Nikoláyevna Bazhénova, directora de un operador turístico, por qué Crimea no atrae más turismo pese a tener una costa maravillosa, ella vaciló un instante. «No estamos acostumbrados a recibir a la gente con una sonrisa», dijo al fin.

Crimea también suena a Rusia. Aunque el ucraniano sea el idioma oficial, la lengua franca es el ruso, incluso en los edificios oficiales. De los 60 institutos de secundaria de Sebastopol, sólo uno imparte todas las materias en ucraniano.

Un capricho de la historia arrancó Crimea a Rusia (con la independencia de Ucrania de 1991), infligiendo a Moscú su propia dosis de toska. Inventario de lo que Rusia perdió al dejar marchar a Crimea: los viñedos de Massandra e Inkerman; champán de color rubí; Yevpatoriya y Feodosia, los complejos de talasoterapia de las costas oeste y este; las soleadas Yalta y Foros en la costa sur; huertas rebosantes de melocotones, cerezas y albaricoques; campos dorados de trigo.

Y unos puertos que nunca se hielan. A diferencia de Rusia, Crimea goza de la bendición del calor. El 65% de Rusia está cubierto de permafrost. En Crimea, el 0%. Una quinta parte de Rusia se sitúa por encima del círculo polar Ártico. De Crimea, ni un metro. En febrero, cuando en Moscú alcanzan los -10 °C, Yalta puede estar a 6 °C. «Rusia necesita su paraíso», escribió el príncipe Grigori Potemkin, general y amante de Catalina la Grande, instando a la anexión. Prácticamente todas las potencias europeas habían puesto tajadas de Asia, África y América en su bandeja imperial; Rusia tenía el mismo apetito expansionista. En 1783 Catalina declaró que Crimea siempre sería rusa. De este modo añadió 46.000 kilómetros cuadrados al Imperio ruso, amplió sus confines hasta el mar Negro y dio el primer paso para convertirse en una potencia naval. Rusia había reclamado su paraíso.

Y lo retuvo 208 años, hasta el desmembramiento de la Unión Soviética. Con el surgimiento de estados independientes, las propiedades del extinto Imperio (entre ellas las bases militares) recayeron en las nuevas naciones. Pero el premio de Catalina no se entregó a la primera de cambio. Rusia tenía pocos naipes que jugar, pero una mano potente.

«Dependíamos enormemente del gas y el pe­­tróleo rusos –explicó un alto cargo ucraniano–. Debíamos a Rusia unos 725 millones de euros. La presión era enorme.» Ambas naciones negociaron un acuerdo en 1997. La flota rusa podía quedarse hasta 2017; a cambio, la deuda ucraniana se reducía en decenas de millones de euros. El año pasado el gobierno pro ruso del recién elegido presidente Víktor Yanukóvich prorrogó el acuerdo para otros 25 años. De nuevo, el efecto lubricante del gas y el petróleo facilitó el trato. Como contrapartida, Rusia concedió a Ucrania, aún ahogada por la deuda, un 30% de descuento en la factura del gas natural.

La reacción dividió al este y sur de Ucrania, de habla rusa, y las regiones occidentales, bastión del nacionalismo ucraniano. A Galina le pareció bien. Lleva la Armada rusa en los genes. «Tengo a mi nieto en la academia militar de San Petersburgo. Mi marido era oficial de la marina. Mi abuela cosía uniformes para la marinería. Yo me crié en una casa de héroes en una ciudad de héroes.»

Una ciudad de héroes, un santuario bélico. Sebastopol tiene 2.300 monumentos conmemorativos; la ciudad entera es una placa de bronce. En 1945 la Unión Soviética le concedió la Orden de Lenin y la declaró Ciudad Heroica por res­istir 247 días de asedio alemán en la segunda guerra mundial. Cerca de un siglo antes había sufrido un sitio de 349 días a manos de franceses, británicos y turcos en la guerra de Crimea.

Moraleja: la historia de Crimea sugiere cuán imprudente es pensar que la posesión de un territorio, en especial si hablamos de un paraíso, es para siempre. Crimea ha pasado de mano en mano, de los escitas a los griegos y de los griegos a los romanos, godos, hunos, mongoles y tár­taros. Estos últimos, musulmanes turcos emigrados de la estepa euroasiática en el siglo XIII, estuvieron en el brutal punto de mira de Stalin y sufrieron deportaciones en masa.

Durante tres días de mayo de 1944, la milicia soviética aporreó las puertas de los hogares tártaros, acorraló a las familias, les ordenó hacer las maletas y los expulsó a Asia Central. De los 200.000 deportados, casi la mitad murió de enfermedades o de hambre. «Yo era un niño la noche que vinieron –dijo Aydin Shemí-zadé, profesor jubilado de 76 años residente en Moscú–. Recuerdo que fui a coger la cartera del colegio que tenía colgada en la pared, y un soldado me la arrancó de las manos.» Se le quebró la voz. Tardó 20 años en volver a su tierra.

En 1989 Mijaíl Gorbachov permitió que los tártaros regresasen a Crimea. Lo hicieron unos 260.000, y hoy representan el 13% de la población. Muchos viven en chabolas en los arrabales de Simferopol y Bajchisarai, confiando en recobrar las tierras de sus ancestros, marcados por aquella usurpación y su desvalimiento. Con todo, la mayoría de los tártaros son ucraniófilos. Temen a Rusia como un acto reflejo (por su na­­cionalismo y porque es la sucesora del Estado soviético), pero Ucrania no lleva tal bagaje.

«En mi casa se hablaba constantemente de Crimea», me dijo Rustem Skibin, un pintor tártaro de 33 años. Estábamos en su estudio, situado detrás de su vivienda en Acropolis, un pueblo al nordeste de Simferopol, donde el verde de la Crimea costera da paso al interminable horizonte de la estepa tórrida y seca. «Oía las historias –añadió–, pero no las sentía.» La familia se había realojado por obligación en Uzbekistán. «En 1991 regresamos. Crimea era el hogar. Fui a Alushta para ver las callejuelas con sus casitas tártaras. Me embargó un sentimiento de pertenencia y comprendí lo que significaba ser un tártaro en mi país.»

Es nuestra patria, me decían una y otra vez, pero… ¿la patria de quién? Para Galina, la patria era Rusia. Para Rustem Skibin, Crimea era la patria tártara desde hacía al menos siete siglos. Para Serguéi Kulik, de 54 años, oficial retirado de un submarino ruso y hoy director de Nomos, un think tank de Sebastopol, la patria era Ucrania. «Sentí que la Unión Soviética se viniese abajo –reconoció Kulik una noche, mientras compartimos una cena–. De repente me vi en tierra de nadie. Tuve que adaptarme.»

Cuando Ucrania se independizó y se hizo con Sebastopol (una ciudad cerrada en la época so­­viética, en la que para entrar hacía falta una autorización), los dos gobiernos se enfrentaron a la tarea de repartirse la Flota del mar Negro. A Kulik y sus compañeros de la fuerza naval (eran unos 100.000) les dieron un año para decidirse entre la Armada rusa o la ucraniana.

«No me lo pensé dos veces –dijo Kulik–. Soy ucraniano. Aquí tengo a mis padres. Hablo ucraniano. Así que opté por la Armada de Ucrania.» ¿Pero qué significa ser ucraniano?, le pregunté.

Kulik meditó unos instantes. «Ser ucraniano es como respirar», respondió.
Me pareció importante seguir indagando en el significado de esa identidad.
«En el siglo XXI todo depende de las fronteras políticas. Si te consideras ucraniano, lo eres», dijo Olexii Harán, profesor de ciencias políticas.
«Ser ucraniano es los cerezos en flor, el trigo maduro, nuestra gente testaruda y trabajadora, la lengua que amo», insistió Anatolii Zhernovoi, abogado y miembro del movimiento cosaco ucraniano. Los cosacos ucranianos, cuyos antepasados patrullaron la estepa desde el siglo XIII hasta el XVIII, constituyen un pujante renacimiento de la identidad nacional. «La era del nacionalismo es historia. Ser ucraniano es ser ciudadano de Ucrania. Punto», dijo Vladímir Pávlovich Kazarin, representante de la presidencia en Crimea, destacado en Simferopol.

Pero Serguéi Yúrchenko, de la Unión Crimea de Cosacos, no está de acuerdo. Los 7.000 hombres de su grupo paramilitar se consideran de­­fensores de la ideología nacionalista rusa. Me entrevisté con Yúrchenko en un complejo cosaco, a una hora en coche de Sebastopol, al que un mes más tarde llegarían 200 muchachos de entre 12 y 15 años para participar en un campamento de verano y recibir adiestramiento pseudomi­litar bajo su supervisión. Yúrchenko, con boina militar y uniforme de faena, tenía la cara del púgil que ha encajado demasiados puñetazos. Me mostró la explanada donde dormirían los chicos en tiendas de campaña. «Les inculcamos patriotismo», me dijo. También les enseñarían artes marciales y a disparar con ametralladora.

Sobre el campamento se proyectaba la sombra de una cruz de madera de cinco metros de altura que los cosacos habían erigido en lo alto de la meseta de Ai-Petri. Las autoridades habían exigido en vano que se retirase, pues ofendía a la población tártara del lugar. «Quizá se haya fijado en que hay muchos chabolistas tártaros por aquí. Nosotros los vigilamos –dijo Yúrchenko–. El go­­bierno ucraniano mira hacia otro lado. Somos los únicos que ponemos algo de orden.» Poner algo de orden significaba participar en refriegas como las que en 2006 enfrentaron a tártaros y cosacos en el mercado de Bajchisarai. La violencia se saldó con decenas de hospitalizados.

«Es un provocador –dijo Refat Chubárov, di­­putado del Mejlis (el parlamento tártaro) cuando salió a colación el nombre de Yúrchenko–. Nos preocupa cualquier movimiento paramilitar, pero lo cierto es que enseñar a unos chiquillos a jugar con pistolas es bastante menos grave que enseñarles a jugar con determinadas ideas.»

Un cálido día de verano compartí mesa en un restaurante de Balaklava con Konstantín Za­­tulin, diputado de la Duma rusa. Persona non grata en Ucrania durante la presidencia de Víktor Yúshchenko, Zatulin disfrutaba de la cálida bienvenida que ahora le dispensaba el nuevo régimen pro ruso. Desde nuestra mesa se veía el puerto por donde en otro tiempo entraban los submarinos rusos. Al otro lado de la bahía, más allá de los elegantes yates blancos en sus amarres, se distinguía la boca oscura del cavernoso acceso a las 1,6 hectáreas del complejo para submarinos excavado en la cara de una montaña. Aquel vestigio de la Guerra Fría, una instalación militar de alto secreto de la época soviética, era ahora un museo. Los turistas podían desfilar frente a las puertas de titanio de 150 toneladas capaces de resistir explosiones nucleares, recorrer los túneles y curiosear en los antiguos almacenes de cabezas nucleares. El juego letal de las dos superpotencias no podía antojarse más remoto.

«Diputado Zatulin, ¿sabe qué escribió Catalina la Grande a Potemkin tras la anexión de Crimea? –pregunté–: “Hacernos con cosas nunca es desagradable; lo que nos disgusta es perderlas”.» «Catalina también escribió otra cosa –contestó él, sosteniéndome la mirada–. Potemkin sufrió varias derrotas; quería retirarse. Catalina se oponía tajantemente. “Tener Crimea y renunciar a ella es como ir a caballo, desmontar y echarse a caminar tras la montura”, le dijo.
»Y sí, hemos renunciado a ella. –Frunció el ceño–. Ahora la cuestión es en qué condiciones seguirá existiendo.»

Lo mismo se preguntaba la oposición en Kíev. «Rusia no necesita tener la flota en Sebastopol –había declarado un ex ministro de defensa con una ira a duras penas reprimida–. Si la mantiene, es sólo para generar inestabilidad.»

Zatulin torció el labio cuando cité al ex ministro, y dijo: «El gobierno que ponga fin al acuerdo tendrá que discurrir dónde comprar gas a menor precio».
¿Se irá algún día la flota rusa?, insistí. ¿Cuándo? «Si me pide mi opinión, jamás», dijo tajante.

Escriba la verdad, me instaba Galina sin cesar, pero no era fácil discernir la verdad cuando ucranianos, rusos y tártaros tenían sueños contrapuestos. La mayoría de la gente consideraría inimaginable un conflicto armado entre Rusia y Ucrania a cuenta de Crimea, en virtud de los estrechos vínculos culturales e históricos que las unen, especialmente ahora que Yanukóvich acababa de convertir a Rusia en la mejor amiga de Ucrania al prorrogar el acuerdo. Era tentador, pero simplista, dar por hecho que Yanukóvich fuese el valido de Vladímir Putin en Kíev. Las elecciones se habían desarrollado con limpieza; bajo la presidencia de Yanukóvich, el Parlamento había votado a favor de participar en ejercicios militares de la OTAN, y Ucrania todavía tenía esperanzas de ingresar en la Unión Europea. Pese a todo, seguía respirándose intranquilidad.

«Estuve en la plaza Roja de Moscú el Día de la Victoria», me contó Leonid Kravchuk, primer presidente de Ucrania. Kravchuk había gestionado con habilidad su transición de jefe del Par­tido Comunista a dirigente de una democracia independiente. Años después, ucraniano decidido, recelaba del Kremlin. «En mis tiempos asistí a muchos desfiles. Y fíjese en lo que le digo: jamás vi cosa igual.» Se refería a aquella desorbitada demostración de poder.

La preocupación de que Crimea pudiese convertirse en el nuevo punto de ignición entre Rusia y sus antiguos satélites había amainado con la reformulación de la política exterior de Kíev, pero Kravchuk no descartaba del todo la posibilidad de que se repitiese el conflicto de 2008, cuando Rusia envió sus tanques a Georgia (para proteger a sus ciudadanos, según el gobierno ruso, como tentativa de recobrar el poder en sus antiguos te­­rritorios, según otras voces). «Sigue siendo una posibilidad –dijo–. Rusia sabe lo que quiere de Ucrania. Ucrania no sabe lo que quiere de Rusia.»

La mejor vacuna frente a las intrusiones de Rusia parece radicar en la capacidad ucraniana de cristalizar una conciencia de sí misma, pero el camino se perfila accidentado, dados sus problemas económicos y su frágil tradición política. Es cierto que Yanukóvich había apagado las chispas que saltaban entre Ucrania y Rusia, pero, ¿de verdad el primer ministro ucraniano Mikola Azarov tenía que decir: «Todo depende de la buena voluntad de los rusos: somos como siervos de la gleba»? Con manifestaciones públicas de ese tenor no es de extrañar que una encuesta nacional revelase que los ucranianos confían más en los astrólogos que en los políticos.

En mi último día en Vrimea me senté en una terraza sobre la bahía de Sebastopol con Serguéi Kulik, el oficial de un submarino ruso reciclado en director de un think tank ucraniano. Me dijo: «Cuando solicito un visado para viajar, el cónsul me mira como preguntándome: “¿Piensas volver?” No lo dude. Soy ucraniano. Pienso volver».

Kulik sabía quién era. ¿Y el resto de Crimea, y la propia Ucrania? La identidad es una cuestión problemática, dijo Oleg Voloshin, secretario de prensa del ministro de Asuntos Exteriores, porque Ucrania no era una nación «clásica» como Inglaterra. Aunque la mayoría de los países de la Europa oriental eran entidades disgregadas, divididas en fracciones y recompuestas al azar, Ucrania estaba más fragmentada que ninguna, al haber sido partida siglo tras siglo entre Rusia y Polonia, Rusia y Austria, y más tarde entre Rusia, Polonia, Checoslovaquia y Rumania, antes de convertirse en un Estado independiente en 1991.

Crimea formula tantos interrogantes a Ucrania como antaño formuló a Rusia. «Potemkin definió Crimea como una verruga en la nariz de Rusia», recordé al ex presidente de Ucrania Leonid Kravchuk al final de nuestra entrevista. Potemkin quería decir que Crimea era díscola; le preocupaba que Rusia nunca lograse someter a los tártaros. «En lugar de ser una verruga en la nariz de Rusia, ¿no le parece que hoy Crimea es una verruga en la nariz de Ucrania?», sugerí.

Tras considerarlo un momento, declaró: «Una verruga, no. Un forúnculo purulento». Tal vez haya de pasar otra generación, o va­­rias, incluso muchas, para que Crimea se defina como ucraniana, y no ucraniana por defecto. Resistiéndose al cambio hay gente como Galina. La última vez que fui a verla me contó que se había gastado 100 grivnas en una nueva bandera soviética, pese a que debía 1.500 de calefacción.

«Mis banderas siempre estarán conmigo –me dijo–. Me inspiran y me animan.»

De repente pareció frágil, sentada en su oscuro apartamento con sus zapatillas disparejas, rodeada del pasado: sus banderas (seis enseñas de la Armada soviética, la bandera zarista, la nueva adquisición de la hoz y el martillo), la espada de su abuelo colgada en la pared, medallas militares, el retrato de su esposo uniformado, la guerrera de marinero de su padre envuelta en papel de seda y bolas de naftalina.

«Mi bisabuelo, mi abuelo, mi padre, mi marido y mi hijo sirvieron en la flota –dijo–. Y ahora, ¿qué tengo yo? Un piso de dos habitaciones sin agua caliente porque no puedo pagarla.»

La espada de la pared había perdido el lustre. Las fotografías sepia se desvaían. El pasado, un cuento de hadas político de azúcar a 78 kopeks el kilo y vacaciones pagadas por el Estado, se había esfumado. El Telón de Acero había caído hecho jirones, y una nación caminaba tambaleante hacia el futuro.

«Pero el mar sigue conmigo –dijo Galina–. El mar Negro no me lo han quitado. Todavía puedo ir por las mañanas y nadar.»