Donald posee la torre más alta del bosque. No es tan majestuosa como la torre Trump del otro Donald, pe­­ro es impresionante, sobre todo si pensamos que la ha construido con la única herramienta a su disposición: su pico. Donald, un pergolero de MacGregor, vive en los oscuros bosques de los montes Adelbert de Papúa y Nueva Guinea. Allí, en lo alto de una plataforma de musgo y alrededor de un arbolito joven, ha tejido su atalaya de palos y ramitas. En la base ha dispuesto varias pilas de nueces, escarabajos y setas de color crema; de las ramas bajas ha colgado guirnaldas de heces de oruga que brillan con el rocío. Así decorada, la torre se yergue casi un metro sobre el suelo del bosque, apuntando al cielo como un faro. Donald está posado en un árbol cercano y también levanta el pico al cielo. «Rata-tatá –llama–, rata-tatá

Todo eso (la elaborada torre, las piezas preciosas dispuestas como ofrendas y los gritos estridentes) tiene un propósito: convencer a una hembra de su misma especie de que él es el mejor macho del vecindario, el único que cualquier chica debería elegir como pareja. ¿Será la lujosa torre de Donald lo bastante convincente?

«Es la prueba definitiva –dice Brett Benz, el ornitólogo que bautizó a Donald con el nombre del magnate inmobiliario–. Ya ha construido la torre más alta de la zona; veamos si consigue una Mary.» En la jerga local, una Mary es una chica.

Para atraer a las hembras, los machos de 17 de las 20 especies conocidas de pergolero construyen unas estructuras que recuerdan una glorieta o un cenador, con una plataforma artísticamente decorada. Benz ha medido todas las «pérgolas» hechas por pergoleros de MacGregor que ha visto en este bosque, por lo que puede opinar sobre los logros de Donald. También sabe lo que hacen los machos en ellas, porque ha instalado videocámaras camufladas que graban cada mo­­vimiento de las aves, incluida la cópula.

Los científicos se interesan por los pergoleros porque son un claro ejemplo del poder de la selección sexual, la fuerza evolutiva definida por Charles Darwin para explicar algunos de los rasgos más vistosos de ciertos machos, como el canto, los colores vivos y la cornamenta. En la mayoría de las especies animales, observó Darwin, la elección corresponde a las hembras, que basan su decisión en la ornamentación y la ostentación de los machos para atraerlas. Como la mayoría de los pergoleros son políginos (lo que significa que un macho se aparea con más de una hembra) y realizan fantásticas construcciones decorativas, constituyen un grupo ideal para estudiar ese mecanismo. Los machos no ayudan a las hembras a construir el nido, ni a incubar los huevos, ni a criar a los pollos; sólo les aportan sus genes. Como consecuencia, las hembras son extremadamente exigentes a la hora de elegir pareja.

Otro motivo para estudiar a los pergoleros es que se parecen bastante a nosotros. De hecho, el biólogo evolutivo Jared Diamond ha dicho que son «las aves más curiosamente humanas». Son pájaros capaces de construir una cabaña parecida a una casa de muñecas y de hacer arreglos artísticos con flores, hojas y setas. Algunos saben cantar simultáneamente los reclamos del macho y de la hembra de otra especie, y otros imitan fácilmente la ronca risotada de la cucaburra o el chirrido de una motosierra. Además, todos bailan. En cuanto a la pila de escarabajos de Donald, éste mató a los insectos con fines únicamente decorativos. Aparte de los humanos, no hay ninguna otra especie que utilice animales con tal propósito.

Ante tantas muestras de talento, algunos in­­vestigadores han atribuido un sentido estético y cultural a los pergoleros, rasgos que no suelen reconocerse en ninguna especie salvo en la nuestra. (Hoy se considera que algunos primates, como los chimpancés y los orangutanes, tienen tradición cultural, pero no sentido estético.)

«Las hembras son los jueces», me recuerda Benz mientras me abre su escondite. Cruzo los dedos para que Donald tenga suerte y entro silenciosamente. Acaba de amanecer y llovizna, el tiempo atmosférico preferido por los pergoleros de MacGregor en época de cortejo. Desde nuestro refugio, veo a Donald posado en la percha de cantar. Su aspecto es el de un pájaro corriente del tamaño de una urraca, con plumaje verde mate poco vistoso y una franja anaranjada en la cabeza. Durante un rato, lanza su reclamo, que suena a ráfaga de ametralladora. Luego, una hoja amarilla cae sobre la musgosa base de su torre. Donald baja pitando y la retira. Supongo que a las Marys les gustaría ver lo hacendoso que es.

Todos los pergoleros están obsesionados con el mantenimiento, son quisquillosos con los objetos que recogen y puntillosos con sus decoraciones. En Australia, delante de su avenida de palos y hierbas, un macho de pergolero satinado, cuyos ojos son de un azul brillante, compone un arreglo de plumas de loro azules, caracolas blancas y flores amarillas y moradas. En lo tocante a obsesión recolectora, pocas aves rivalizan con el pergolero grande, que vive en las zonas arboladas del norte de Australia. Estos machos acumulan miles de guijarros blancos y grises, caracolas y vértebras de oveja, montones de cristales verdes y morados, casquillos de cartucho y toda clase de cintas de plástico multicolores, alambres, ta­­pones, papel de aluminio, espejos y, en general, todo lo que brille, incluso CDs. Todos esos objetos impresionan a las hembras, pero los machos también los usan para competir entre sí. «Luchan, se roban los adornos y se destrozan mutuamente las construcciones», dice Natalie Doerr, de la Universidad de California en Santa Bárbara.

Los pergoleros de MacGregor se enfrentan en batallas similares, pero en el caso de Donald, ningún pájaro asalta su torre. De vuelta en su percha, acelera su canto, señal de que acaba de divisar una hembra. Pero también la han visto otros machos vecinos, que empiezan a entonar sus canciones de amor para atraer a la única señorita que se ha acercado. Empieza a llover con fuerza y el reclamo de Donald se intensifica, y yo, como cualquier aficionada a la literatura romántica, quiero saber a quién elegirá esta Mary. Sigo cruzando los dedos por Donald.

Donald interpreta un sensacional repertorio de cantos de ave y reclamos de ranas arborícolas, y luego baja de un salto a su plataforma musgosa. Se agacha detrás de su torre y levanta el pico hacia las copas de los árboles mientras pía dulcemente. De pronto, al otro lado de la torre aparece un congénere de su mismo color, pero con la cabeza más redonda. ¡Es una Mary!

Muy bien, Donald es capaz de atraer una Mary. Ahora veamos si consigue que se quede.

Donald y la chica empiezan a jugar al escondite. Él despliega la cresta naranja, corre hacia ella con las alas abiertas y luego retrocede con la misma rapidez. Aferrado al musgo, salta, se agita y se balancea, mientras canta como una estrella de rock. Después se esconde detrás de la torre y salta hacia la hembra por el otro lado. Ella tam­bién corre alrededor de la torre, a un lado y a otro. Donald no deja de perseguirla, mientras el objeto de su deseo corre por el otro lado para tratar de verlo mejor, a él y a su cresta flamígera.

Si la hembra lo elige, se aparearán sobre el musgo. Pero al cabo de diez minutos ella da unos pasos hasta el borde de la plataforma y alza el vuelo. Por lo visto, no le ha indicado a Donald que la siga, porque él se queda en su torre y vuelve a entonar su reclamo insistente, en un tono cada vez más agudo. ¿Qué habrá hecho mal?

«Quizá nada –dice Benz–. Yo diría que no es la primera vez que la hembra visita a Donald. Y apuesto a que volverá.»

Tal vez Donald también lo crea, o quizá confíe en que venga otra Mary. En cualquier caso, vuelve al tajo. Pliega la cresta de gala y se pone a trabajar en la base de su torre, transportando trozos de musgo y ramitas. Vuelve a arreglar las nueces y endereza la pila de escarabajos. Como toque final, ajusta las guirnaldas de heces de oruga. Se aparta un poco y contempla la estructura. Al parecer, decide que la torre está lista para otra visita. Entonces se posa en su percha y empieza a cantar de nuevo: «Rata-tatá. Rata-tatá».