«¡Corra! –gritó a su madre el hermano de María Magdalena Padilla–. Esta vez es de verdad. ¡Márchese ya mismo!».
María Magdalena, una niña de 10 años más conocida como Mayito, podía ver cómo avanzaba el humo negro procedente del valle mientras los paramilitares, grupos armados de ideología derechista, avanzaban hacia el pueblo de El Salado prendiendo fuego a las casas de sus vecinos. Su madre vació todo el maíz de un saco de arpillera para que las gallinas pudieran comer durante unos días, metió en él algo de ropa y se subió con la niña a lomos del burro de la familia. Tras ella iban a pie los dos hijos mayores. Durante toda una semana, con poca agua y casi nada de comida, se escondieron en las cabañas que los campesinos tienen por las fincas de la zona.


«Recuerdo que los niños nos quedamos callados durante todo aquel tiempo –relata ahora Mayito–. Parecía que ni siquiera los bebés lloraban».
Desde la distancia, aquella aterrorizada familia no podía imaginar el alcance de lo que estaba pasando en El Salado, un pueblo próspero para los estándares de la Colombia rural, situado en el centro de un te­­rritorio disputado por las guerrillas izquierdistas y sus enemigos paramilitares. Aquel ataque fue uno de los episodios más terribles de todos los acaecidos durante las cinco décadas de brutal guerra ideológica en Colombia.

Aquellos que no pudieron escapar

A los vecinos que no habían tenido tiempo de escapar los reunieron frente a la iglesia, en un terreno donde se solían jugar partidos de fútbol. Las víctimas, acusadas de simpatizar con las guerrillas, fueron llevadas una a una al centro del campo y allí, mientras a los familiares los obligaban a mirar, los torturaron, los humillaron, los acuchillaron y finalmente los estrangularon o los mataron a tiros.

Mientras a los familiares los obligaban a mirar, los torturaron, los humillaron, los acuchillaron y finalmente los estrangularon o los mataron a tiros.

Los paramilitares se dedicaron a apalear a los que protestaban a gritos. También violaron a las jóvenes antes de matarlas. Irrumpieron en la casa de la cultura y, en esta región del norte de Colombia donde la música y la danza son parte fundamental de la vida, cogieron los instrumentos de la banda local y celebraron cada uno de los asesinatos tocando con gran estruendo en medio de una borrachera.

La masacre de El Salado y de otras localidades cercanas duró seis días, desde el 16 hasta el 21 de febrero de 2000. Hubo 66 víctimas mortales. Tras volver a casa con su familia, la pequeña Mayito se quedó impresionada ante el panorama de casas quemadas y el persistente olor a muerte. En aquella ocasión no había ningún pariente cercano entre los muertos, pero la familia ya había quedado traumatizada antes: al padre de Mayito lo habían asesinado hacía unos años, acusado de ser simpatizante de la guerrilla.

Su madre recogió las pertenencias familiares mientras otros supervivientes enterraban apresuradamente a sus muertos en cuatro fosas comunes. En cuestión de una semana, los 4.000 habitantes de El Salado habían huido, al igual que los otros dos millones de desplazados internos colombianos que por aquella época perdieron sus familias, sus casas, sus medios de vida y su paz.

Lo que diferencia esta historia de otros episodios de horror y sufrimiento vividos en Colombia es que la gente de El Salado regresó. En un acto de obstinación, los saladeros volvieron dos años después de la matanza a esta más que dudosa tierra de promisión y empezaron a desbrozar la vegetación tropical que había invadido los caminos, las paredes y todas las habitaciones vacías; después blanquearon las casas de adobe y replantaron los campos de tabaco que poco tiempo atrás les habían reportado unos ingresos aceptables. No había escuela para los niños, pero Mayito Padilla, que por entonces tenía 12 años, decidió poner en marcha la suya propia, donde enseñaba a leer y a escribir, las tablas de multiplicar y una asignatura de historia en la que sus 37 alumnos relataban sus experiencias para no olvidar los terribles hechos del pasado reciente.



Hoy en día, tanto El Salado como Colombia es­­tán transformando su siniestra herencia. Aquella niña, actualmente conocida como Seño Mayito, obtuvo el título de maestra de educación infantil y accedió al cargo de directora de relaciones comunitarias de su localidad. Después de medio siglo de guerra interminable, y tras cuatro años de agotadoras negociaciones, en junio de 2017 la guerrilla de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) –el grupo guerrillero más antiguo del país– entregó sus últimas armas a un equipo de las Naciones Unidas. Por entonces, el país entero había cambiado drásticamente por culpa de la violencia. Ahora habrá que conseguir una paz duradera, paso a paso. El Salado, con su pionero esfuerzo de reconstrucción de una vida en paz, ha infundido en la gente la esperanza de que el país también puede cicatrizar sus heridas.

Después de medio siglo de guerra interminable, en junio de 2017 la guerrilla de las FARC entregó sus últimas armas a un equipo de las Naciones Unidas.


Lo cierto es que durante los dos siglos de independencia, Colombia rara vez ha vivido en paz. Hay quien sostiene que el último ciclo de violencia comenzó el 9 de abril de 1948, con el atentado que acabó con la vida de Jorge Eliécer Gaitán, popularísimo líder del tradicional Partido Liberal. Aquel asesinato desencadenó unos sangrientos tumultos en Bogotá seguidos de diez años de matanzas sectarias en las zonas rurales, un período que se conoce como La Violencia. Pero ya hacía tiempo que militantes del Partido Conservador mataban a liberales, y viceversa.

En 1957 se logró un acuerdo para poner fin a la violencia a cambio de que ambos partidos se alternaran en el poder, lo que permitió un decenio de relativa paz. Sin embargo, en las ciudades fueron pocos los que prestaron atención a unas decenas de familias campesinas liberales que estaban siendo radicalizadas por un vehemente líder comunista. Entre los que sí se fijaron estaban el Ejército y el presidente de turno. En 1964, una operación militar ejecutada por miles de soldados arrasó las precarias instalaciones que el grupo de liberales tenía en las estribaciones de los Andes colombianos.

Radicalizados aún más por culpa de los bombardeos, los campesinos adoptaron el nombre de FARC y se embarcaron en una guerra de guerrillas contra el Estado que habría de durar 52 años.


Aquella pequeña banda de campesinos radicales, sin armas ni formación militar, fueron poco a poco reclutando vecinos de las aldeas cercanas, hasta que el número superó sus expectativas más optimistas. Las FARC volvieron a crecer espectacularmente en la década de 1980 gracias a la guerra contra las drogas iniciada en Estados Unidos y librada principalmente en México y en los países andinos donde se cultiva la coca. Las hojas de esta planta son medicinales, y sagradas para las poblaciones nativas de los Andes. Son además el ingrediente principal de la cocaína.

Cuando se ilegalizó el cultivo de la coca, los campesinos andinos trasladaron el que era su cultivo más lucrativo a las zonas más remotas del vasto interior de Colombia. Al fin y al cabo, siempre había alguna mafia dispuesta a pagar sus buenos dólares por una planta que, aparte de eso, no servía para nada.

La insaciable demanda de drogas recreativas en todo el mundo hizo que aquella guerra solo sirviera para elevar todavía más los precios. Las FARC vieron una oportunidad y entraron en el negocio. A cambio de proteger a los campesinos de los brutales traficantes y garantizar unos precios fijos para la hoja de coca que cosechaban, impusieron un arancel a la exportación por cada kilo de pasta de coca procesada que salía de los territorios bajo su control.


Poco después los guerrilleros de las FARC em­­pezaron a lucir uniformes, botas y armas estandarizadas. Su número se disparó hasta contar con unas 20.000 personas en sus filas. Las guerrillas se forraron de dinero y, como era de esperar, sus líderes se volvieron corruptos, despiadados y avariciosos. Poco revolucionarios ya, ideológi­camente hablando, se dedicaban a extorsionar, secuestrar y poner bombas.

Y como las FARC atraían la atención de los grupos paramilitares que surgieron para hacerles frente, acabaron causando un gran sufrimiento a los mismos campesinos entre los cuales vivían. De simpatizar con las FARC fue de lo que acusaron los paramilitares asesinos a los vecinos de El Salado, y fueron esas mismas FARC las que, acorraladas militarmente, finalmente firmaron un acuerdo de paz con el Gobierno el 24 de noviembre de 2016 y entregaron las armas en junio de 2017.

Acorraladas militarmente, las FARC firmaron un acuerdo de paz con el Gobierno el 24 de noviembre de 2016 y entregaron las armas en junio del año pasado.

Desde la península de La Guajira, con sus gigantescas dunas de arena y paisajes desérticos, hasta los elevados páramos andinos, donde es posible caminar literalmente entre las nubes; desde las llanuras tropicales de la costa atlántica hasta las densas selvas del Pacífico, este es un país espectacular de apenas 48 millones de habitantes con una extensión que duplica la de España. Colombia tiene más variedades de colibríes, mariposas, orquídeas, ranas y demás seres vivos tropicales que cualquier otro país del mundo.

Mucha gente vive en la extrema pobreza, algo que queda patente si uno viaja desde las modernas ciudades hasta, por ejemplo, la región del Chocó, donde la población amerindia y afrocolombiana aún tiene que navegar en canoa por los ríos debido a la escasez de carreteras. A los turistas que visitan Cartagena de Indias no se les habla de un barrio periférico llamado Nelson Mandela, donde unas 40.000 personas, la mayoría refugiados de la violencia de lugares como el Chocó o El Salado, viven en unas condiciones indignas.

Al sobrevolar este país de color verde se ven ríos caudalosos por todas partes, profundos valles moteados de cafetales, fértiles pastos que se ex­tienden como mantos de terciopelo hasta el Amazonas. Lo que no se ven son las minas terrestres.

Tras el fracaso de las conversaciones de paz de principios de este siglo, el devenir de la guerra se volvió contra las FARC, que intensificaron el uso de minas (técnicamente eran artefactos explosivos improvisados, hechos a mano) con el fin de dificultar la persecución del Ejército. Amargo recuerdo de las guerrillas, su eliminación es una tarea crucial para el Gobierno. Con demasiada frecuencia un campesino pisa una mina enterrada hace años y deja a un niño ciego por la metralla o a un agricultor mutilado e incapaz de dar de comer a su familia. Según HALO Trust, una ONG internacional dedicada al desminado, Colombia siempre ha estado detrás de Afganistán en la lista mundial de países con mayor número de víctimas de minas. Desde 1990 estos artefactos han matado o herido a más de 11.400 colombianos.

«Las minas han hecho más daño a los campesinos que a los militares», me dice Álvaro Jiménez, experto en este tipo de explosivos. El propio Jiménez es un exguerrillero (la organización a la que pertenecía, el M-19, entregó las armas al Go­bierno en 1990). Hace 18 años accedió a la dirección de la Campaña Colombiana Contra Minas, dedicada a crear y patrocinar programas de mitigación de daños en zonas minadas por las guerrillas. «Las minas causan mucho miedo –asegura–. Como el miedo a salir de noche en busca de un médico si alguien se pone enfermo, o el miedo a llevar a los niños a la escuela».

Jiménez me sugiere viajar al departamento de Nariño, un territorio de altas colinas cubierto de campos verdes que luego desciende abruptamente hasta la selva virgen de la costa del Pacífico. En la remota localidad de Ricaurte, que como la mayoría de los núcleos urbanos de Colombia es un caos superpoblado lleno de ruidosas motos, me presentan a Cristian Marín, un miembro del pueblo indígena awá que vive en una reserva en la selva no muy lejos. Marín es uno de los líderes más jóvenes elegidos por los awá para resolver disputas y tratar con el mundo exterior.

Marín habla en voz baja y prefiere no cargar las tintas, de modo que es difícil tener una idea del sufrimiento padecido por esta comunidad sin recurrir a incómodas preguntas. Solo al responderme a una de esas preguntas me habló de un enfrentamiento entre Ejército y guerrilla cerca de la casa de su familia en el que, como era habitual, ningún bando salió vencedor.

«Y como siempre –dice Marín–, la guerrilla minó el terreno a medida que se retiraba. Por eso la gente decidió no salir de casa. Tenían miedo». Atemorizados, incapaces de trabajar sus campos o de viajar a los mercados en busca de suministros, no salieron de sus fincas durante meses, con el sufrimiento que eso supone. Marín no hace mención a ello hasta que se lo pregunto: él también perdió a cuatro familiares por culpa de las minas.


Charlamos a la sombra de un frondoso ficus, en una plaza circundada de anodinos edificios municipales. Marín trabaja en Ricaurte como representante de los awá, contratado para recibir formación en materia de derechos humanos. «Es una cosa política que quieren hacer –me dice, encogiéndose de hombros–. Hay una partida presupuestaria, pagan los noruegos». Sin embargo, reconoce que ese esfuerzo está ayudando a que los awá obtengan documentación oficial y presenten quejas sobre violaciones de derechos humanos.

Además, en el marco de los acuerdos firmados entre el Gobierno y las FARC, un programa conjunto formado por personal militar y guerrilleros desmovilizados está iniciando el lento y arriesgado proceso de desminado. La actual etapa sin hostilidades es una gran ventaja, añade: ahora es más fácil para los niños awá acceder a la escasa escolarización de que disponen.

En las florecientes ciudades, con sus sofisticados restaurantes, galerías de arte y edificios de diseño, la gente podía olvidar que había una guerra. Incluso ahora que la inversión ex­tranjera está aumentando y los embotellamientos adquieren proporciones monumentales, es difícil recordar que esta es una economía modesta y que el Gobierno gestiona unos presupuestos alarmantemente insuficientes.

En Bogotá, en un despacho bastante deteriorado con una sala de espera minúscula y abarrotada de gente, hablo con Antonio Navarro Wolff, un prominente senador que fue gobernador de Nariño. También es algo así como un experto en posconflicto, ya que fue un dirigente de la guerrilla M-19. Su grupo se desmovilizó con éxito, y siempre ha seguido de cerca las muchas conversa­ciones de paz que ha habido a lo largo de los años.

Le pregunto cuáles son las tareas posconflicto que el Gobierno debería priorizar a la vista de la escasez presupuestaria y de personal: ¿devolución de tierras a los campesinos expulsados de sus propiedades por los paramilitares?, ¿educación y reinserción de los cerca de 7.000 guerrilleros desmovilizados?, ¿exhumación e identificación de las decenas de miles de «desaparecidos»?, ¿desminado? «La cuestión principal y más urgente solo es una –me responde–: ¿quién va a ocupar el territorio abandonado por las FARC? ¿El Estado o las nuevas bandas criminales?».

Las guerrillas y los paramilitares combatieron por el control de los remotos e inaccesibles territorios que resultan idóneos para el cultivo de coca y de la adormidera empleada para fabricar heroína. «Puede que las guerrillas desaparezcan, pero la tierra sigue ahí», afirma Navarro Wolff.

Y también el narcotráfico… y la guerra contra las drogas. «Lo que necesitamos ahora es policía. En el posconflicto, la tarea ya no será matar delincuentes, sino asegurarse de que no surjan otros nuevos. Para ello necesitamos una fuerza de seguridad, pero ahora apenas contamos con 10.000 policías en las zonas rurales», me explica.

Una gran ironía de esta complicada guerra es que las FARC podrían ser el mal menor si se comparan con el coste de controlar a las nuevas y salvajes bandas de narcotraficantes que se están haciendo con los territorios anteriormente disputados por guerrillas y paramilitares. El Gobierno calcula que el 5% de los guerrilleros no han de­­puesto las armas y podrían sumarse a las llamadas bacrim (acrónimo de bandas criminales). Hoy por hoy se dedican sobre todo al narcotráfico, pero poco a poco van incorporando actividades que eran propias de las guerrillas y los paramilitares: extorsiones, secuestros y tráfico de personas.

Y, como me había dicho Marín en la pequeña plaza de Ricaurte, «por lo menos las guerrillas tenían un mando central con el que negociar», negociar cosas como el horario del toque de queda. No es así con las bandas criminales. «Esos simplemente dicen “plata o plomo”. Y cualquiera con dos dedos de frente responderá: “mejor la plata, que el plomo pesa mucho”».

Ahora que hay paz, ¿cómo se las arreglará el 23 por ciento de los colombianos que vive en el campo? Durante medio siglo más de siete millones de personas han abandonado las áreas rurales más castigadas por la violencia de la guerrilla y de los paramilitares. Los esfuerzos estatales en materia de reconstrucción se están centrando en esas regiones. Transcurridos 17 años de la matanza que vació la localidad, El Salado es un buen lugar para observar los primeros resultados.

Situado a un par de horas de la costa del Caribe, en este pueblo sigue sin haber mucho que visitar. Por el centro discurre un barranco, y cuando yo estuve allí una conducción averiada hacía que el suministro de agua fuese un problema. Aun así, para 2.000 vecinos en el exilio, la nostalgia ha sido lo bastante fuerte como para, haciendo frente a las amenazas de muerte y a los horribles re­cuerdos, conjurarse para recuperar su pueblo.

Hace 17 años Luis Torres encabezó la campaña de retorno, y cuando los primeros 130 vecinos accedieron a regresar a El Salado, recabó los fondos necesarios para alquilar los camiones que los transportaron de vuelta a casa. En el momento de mi visita, este elocuente hombre de 71 años, con una sorprendente jovialidad, trabajaba como intermediario entre el pueblo y la Fundación Semana, que durante muchos años coordinó los esfuerzos encaminados a recuperar El Salado.

Negociaciones con las FARC para recuperar el pueblo

Al principio tuvo que negociar con un destacamento de las FARC, que entonces controlaban el territorio, y pedirles permiso para reocupar su pueblo. Luego fue acusado de «rebelión» y pasó tres meses en la cárcel; después sufrió un largo exilio en los Países Bajos, Suiza y España, hasta que le pareció seguro regresar. Ahora rebosa satisfacción mientras me enseña su localidad natal: una antena de telefonía móvil, una guardería, un centenar de casas nuevas para las familias más pobres, un par de tiendas de alimentación, una iglesia evangélica, una calle de nuevo animada con la presencia de niños corriendo y gente saludándose.

«Cuando la gente regresó, sus temores seguían muy vivos –recuerda Torres–. Cargaban con un estigma, el del exilio. En las ciudades nadie quiere dar trabajo a un desplazado. Y nuestro temor y desconfianza no acaban de desvanecerse. No ha sido hasta hace poco que la gente ha empezado a dejar las puertas abiertas».

En función del prisma con que se miren los avances –el de Torres o el mío, por ejemplo–, es posible ver logros heroicos conseguidos contra todo pronóstico o bien una tímida recuperación gracias a la lluvia de donaciones recibidas, sin que lleguen a solucionarse muchos de los problemas básicos del pueblo, entre ellos el del agua, el empleo y la educación. Y El Salado no es más que una pequeña localidad entre las miles que se hallan en circunstancias similares.

Hace solo dos años que consiguió su mejora más importante: un tramo de 19 kilómetros de carretera asfaltada que sirvió para reducir a 30 minutos el viaje a la ciudad y a la carretera principal más próximas, un trayecto que antes podía durar hasta cuatro horas. Puede que la transformación de El Salado solo haya servido para convertirse en otro pueblo más sin agua potable, sin saneamiento, sin escuelas, sin atención sanitaria, y en el que demasiados campesinos carecen de la propiedad legal de las tierras que llevan generaciones ocupando.

Luis Torres tiene un sueño todavía más utópico: se ve a sí mismo entre la multitud y aplaudiendo la inauguración de una escuela técnica en su localidad natal, una escuela en la que los chavales que ahora andan dando vueltas en sus motos sin nada que hacer puedan formarse para algo mejor que una vida de miseria. «Cuando vea esa inauguración, podré morir en paz», me dice.

En el centro de la nueva colombia, las antiguas guerrillas que tanto contribuyeron a crear la vieja Colombia tienen sueños más ambiciosos. «Yo quiero ayudar a crear igualdad no solo para nosotros, sino para todo el pueblo colombiano y, ¿por qué no?, para el mundo entero», me dice un joven que se presenta como Álex.

Asentamientos para guerrilleros desmovilizados

Nos sentamos en un lugar con vistas a un amplio valle, con campos verdes bañados por una luz dorada. Detrás de nosotros hay una sencilla cocina comunitaria, y nos rodea un nuevo asentamiento de 26 viviendas construidas de la nada durante los seis meses anteriores, diseñadas para albergar a unos 300 guerrilleros desmovilizados. Estos asentamientos forman parte del acuerdo de 297 páginas que tanto costó negociar entre los líderes de las guerrillas y el Gobierno.

Se supone que ayudarán a suavizar la transición a una sociedad de consumo moderna para unos 7.000 combatientes que han depuesto las armas.
Pese a la precariedad de las residencias (una habitación con paredes de cartón yeso por cada guerrillero o pareja de guerrilleros, cuartos de baño colectivos), Álex está contento en su nuevo vecindario. Con solo 25 años, tímido ante los extraños y ajeno a los usos capitalistas, se muestra y actúa más bien como un adolescente, como si su vida real se hubiera detenido el día en que, a los 15 años, se escapó de casa para unirse a las FARC. «Sin dinero, sin trabajo y sin posibilidad de estudiar… mi familia era pobre», me explica.

Me dice que nunca se ha arrepentido, pero cabría preguntarse hasta qué punto mejoró su situación: durante los 10 años que pasó en la guerrilla nunca durmió bajo techo, nunca vio a su familia y nunca usó dinero. «Al echar la vista atrás, veo que fueron años de sufrimiento y penurias», admite. Años de dormir en hamacas y tapados con un plástico para guarecerse de la lluvia; de acostarse todos los días a las seis para evitar que cualquier conversación, risa o la luz de un cigarrillo pudieran delatar la posición del grupo. (Las radios no estaban permitidas porque cualquier infiltrado podría instalarles un localizador). De atravesar el país con mochilas de 50 kilos a sus espaldas, comiendo arroz. En su primer día como guerrillero, relata Álex, su grupo asaltó un puesto militar y vio morir a tres de sus jóvenes compañeros.

«El cambio se nota sobre todo en la tranquilidad», dice. Y además tienen estas residencias: «Ahora todos podemos organizar nuestro pequeño cuarto como queramos. La hora de acostarse también ha cambiado, porque algunos quieren ver telenovelas y otros prefieren el fútbol». Le preocupa que la ayuda de casi 250 euros mensuales que el Estado da a cada guerrillero desmovilizado sea difícil de administrar, pero el dinero se lo ingresan en un banco cercano. «Ahora que somos civiles tenemos que aprender a administrarnos –dice–, y sabemos que ahí fuera hace falta el dinero para todo».

Exguerrilleros colombianos

Si el Gobierno hubiera sido más audaz, o más rico, o si hubiera estado menos maniatado por la fuerte oposición al acuerdo de paz por parte del Congreso y de los colombianos en general, cada exguerrillero habría recibido mucho más dinero, lo suficiente para montar un puesto callejero de arepas, o finalizar los estudios o, en definitiva, garantizar que a una persona que vuelve a la sociedad desde otro planeta solo con lo puesto pueda parecerle más atractivo vivir dentro de la ley que trabajar para una de las nuevas bandas criminales.

El subsidio mensual se terminará en julio de 2019, cuando también desaparecerán los territorios de desmovilización, en los que la Misión de Verificación de las Naciones Unidas y la Policía Nacional se encargan hoy de garantizar la seguridad y la protección. Casi me parece injusto preguntarle a Álex, que todavía se está adaptando a su nueva vida, qué perspectivas de futuro prevé para después de este período de transición, pero está claro que eso es algo que él y sus compañeros discuten constantemente.



«Lo que más me preocupa es la seguridad», me confiesa de inmediato. A mediados de los años ochenta las negociaciones fracasadas con las FARC incluían una tregua, una amnistía y la oportunidad de crear un partido político: la Unión Patriótica. En cuestión de diez años más de mil militantes de esa formación fueron asesinados, la mayoría a plena luz del día y en lugares públicos, para que se viera bien.

En el momento de escribir este reportaje las FARC se han transformado en un nuevo partido que se supone guiará a los excombatientes, ganará las elecciones y conducirá a Colombia hacia ese nuevo mundo que, según Álex, sus años de lucha han hecho posible.

Cuando habla, con una voz que podría considerarse heroica, Álex reflexiona sobre un futuro de esfuerzos colectivos y alegrías compartidas, pero cuando se le coge con la guardia baja, sueña despierto con la pequeña granja que espera le consigan los líderes de las FARC. También le gustaría estudiar, terminar la enseñanza primaria y después el bachillerato. ¿Y la granja? Entonces duda. Hoy en día la vida es difícil e incierta para todos, pero ¿quién sabe? A lo mejor todo acaba bien.