La mayoría de nosotros nunca veremos en directo algunas de las mayores maravillas de la naturaleza. No atisbaremos el ojo de un calamar colosal, tan grande como un balón de fútbol, ni veremos el colmillo de un narval, semejante a un cuerno de unicornio, si no es en una fotografía. Pero hay una maravilla natural que casi todos podemos ver con sólo salir de casa: dinosaurios que usan plumas para volar.

Las aves son tan corrientes, incluso en las zo­­nas más urbanizadas del planeta, que es fácil pasar por alto su descendencia de los dinosaurios y el ingenioso plumaje que las mantiene en el aire. Para resistir la fuerza del viento en contra, las plumas de vuelo tienen una forma asimétrica, con el borde de ataque fino y rígido, y el borde de fuga largo y flexible. Para generar fuerza de sustentación, el ave sólo tiene que inclinar las alas y ajustar la circulación del aire por encima y por debajo de las mismas.

Las alas de los aviones aprovechan algunos de esos trucos aerodinámicos, pero el ala de un ave es mucho más sofisticada. Desde el raquis se extiende una serie de finas barbas, cada una de las cuales se ramifica a su vez en bárbulas, caracterizadas por presentar a lo largo unos ganchillos diminutos llamados barbicelos, que se agarran a los de las bárbulas vecinas y crean una red estructural muy ligera pero de gran resistencia. Cuando un ave se acicala las plumas, las barbas se separan sin esfuerzo y vuelven a encajar en su sitio.

Las alas de los aviones aprovechan algunos de esos trucos aerodinámicos, pero el ala de un ave es mucho más sofisticada

El origen de este maravilloso mecanismo es uno de los mayores misterios de la evolución. En 1861, sólo dos años después de que Darwin publicara El origen de las especies, los trabajadores de una cantera de Alemania sacaron a la luz fósiles espectaculares de un ave del tamaño de un cuervo, bautizada Archaeopteryx, que vivió hace unos 150 millones de años. Tenía plumas y otros rasgos de las aves actuales, pero también presentaba vestigios de un pasado reptiliano, tales como dientes en la boca, garras en las alas y una larga cola ósea. Como los fósiles de las ballenas con patas, Archaeopteryx parecía capturar un instante crítico de la metamorfosis evolutiva. «Es una gran prueba a mi favor», le confió Darwin a un amigo.

La prueba habría sido aún más concluyente si los paleontólogos hubiesen podido en­­contrar un espécimen más antiguo dotado de plumas más primitivas, algo que buscaron sin éxito durante casi un siglo y medio. Mientras tanto, otros científicos intentaban arrojar luz sobre el origen de las plumas estudiando las escamas de los reptiles actuales, que son los parientes vivos más cercanos de las aves. Tanto las escamas como las plumas son pla­­nas, por lo que era posible que las escamas de los antepasados de las aves se hubieran alargado, generación tras generación. Con el tiempo, los bordes de esas escamas podían haberse deshilachado y ramificado, hasta convertirse en las primeras plumas verdaderas.

También era razonable pensar que ese cambio se hubiera producido como adaptación al vuelo. Los ancestros de las aves podían haber sido pe­­queños reptiles con escamas, cuadrúpedos y de hábitos arborícolas, que saltaran de rama en rama. Si esas escamas se hubiesen hecho más largas, les habrían proporcionado una mayor fuerza de sustentación, lo que les habría permitido planear cada vez un poco más lejos. Sólo más adelante sus brazos habrían evolucionado hasta convertirse en alas que aquellas protoaves habrían podido batir, lo que las habría transforma­do de animales planeadores en voladores au­­tén­ticos. En otras palabras, la evolución de las plumas ha­­­­­bría coincidido con la evolución del vuelo.

El concepto que unía plumas y vuelo empezó a descifrarse en los años setenta, cuando el pa­­leontólogo John Ostrom, de la Universidad Yale, observó asombrosas similitudes entre el esqueleto de las aves y el de los terópodos, un grupo de dinosaurios terrestres bípedos que incluye monstruos tan célebres como Tyrannosaurus rex y Ve­­lociraptor. Según él, estaba claro que las aves eran los descendientes vivos de los terópodos. Aun así, muchos terópodos conocidos tenían grandes patas, brazos cortos y una cola larga y robusta, todo lo contrario de lo previsible en una criatura arborícola. Otros paleontólogos sostenían que las aves no evolucionaron a partir de los dinosaurios, sino que compartían un ancestro común, muy anterior, al que debían sus similitudes.

En 1996 unos paleontólogos chinos hicieron un asombroso hallazgo que vino a confirmar la hipótesis de Ostrom. Era el fósil de Sinosauropteryx, un pequeño terópodo de brazos cortos de hace 125 millones de años que presentaba un ras­go extraordinario: tenía el dorso y la cola cubiertos por un manto de filamentos finos y huecos. Por fin aparecían indicios de plumas primitivas, halladas en un terópodo terrestre corredor. Era posible, pues, que el origen de las plumas no estuviera relacionado con el origen del vuelo.

A partir de entonces los paleontólogos hallaron cientos de terópodos emplumados. Con tan­tos fósiles para comparar, pronto empezaron a componer una historia más detallada de la pluma. Lo primero fueron unos filamentos simples. Después, diferentes linajes de terópodos desarrollaron diversos tipos de plumas, algunas parecidas al plumón de las aves actuales y otras con barbas dispuestas simétricamente. Otros presentaban cintas largas y rígidas o filamentos anchos, distintos de las plumas de cualquier ave actual.

Los largos filamentos huecos de los terópodos suponían un enigma. Si se trataba de las plumas primitivas, ¿cómo habían evolucionado a partir de las escamas planas? Por fortuna, aún hay terópodos con plumas en forma de cinta: los pollos de las aves. Todas las plumas de un pollo empiezan siendo como unas cerdas que sobresalen de la piel; sólo después se abren y ramifican en formas más complejas. En el embrión, esas cerdas brotan de unos pequeños discos de células cutáneas llamados placodas. Un anillo de células de crecimiento rápido sobre la placoda construye una pared cilíndrica que se convierte en cerda.

Los reptiles también tienen placodas. Pero en los embriones de reptil, éstas sólo tienen activados los genes que hacen que crezcan las células cutáneas del borde posterior del disco, lo cual determina con el tiempo la formación de escamas. A finales de los años noventa Richard Prum, de la Universidad Yale, y Alan Brush, de la Universidad de Connecticut, desarrollaron la idea de que la transición de las escamas a las plumas pudo ser el resultado de una sencilla alteración de las instrucciones de los genes dentro de las placodas, lo que habría determinado que las células crecieran verticalmente en lugar de ha­­cerlo en sentido horizontal. Una vez que aparecieron los primeros filamentos, sólo habrían sido necesarias ligeras modificaciones sucesivas para producir plumas cada vez más complejas.

La transición de escamas a plumas pudo ser el resultado de una sencilla alteración genética

Hasta hace poco se creía que las plumas habían aparecido por primera vez en un miembro primitivo del linaje de los te­­rópodos que condujo a las aves. Pero en 2009, científicos chinos anunciaron el descubrimiento de una criatura con cerdas en el dorso, Tianyulong, perteneciente a la rama de los ornitisquios del árbol filogenético de los dinosaurios, lo que significa que no era ni por asomo un terópodo. El hallazgo planteó la asombrosa posibilidad de que el antepasado de todos los dinosaurios tuviera plumas semejantes a cerdas y que algunas especies las hubieran perdido en el transcurso de la evolución. El origen de las plumas podría retroceder incluso más en el tiempo si además se confirma que la «pelusa» observada en algunos pterosaurios eran plumas, ya que aquellos reptiles voladores comparten con los dinosaurios un antepasado aún más antiguo.

Hay otra posibilidad todavía más asombrosa. Los parientes vivos más cercanos de las aves, los dinosaurios y los pterosaurios son los crocodilios. Aunque estas bestias escamosas no tienen plumas en la actualidad, el descubrimiento en los aligátores del mismo gen que participa en la formación de plumas en las aves sugiere que tal vez sus antepasados las tuvieron, hace 250 millones de años, antes de que sus respectivos linajes divergieran. Así pues, según algunos científicos la pregunta no sería cómo desarrollaron plumas las aves, sino cómo las perdieron los aligátores.

Los parientes vivos más cercanos de las aves, los dinosaurios y los pterosaurios son los crocodilios.

Si la aparición de las plumas no tenía como propósito el vuelo, ¿qué otra ventaja pudieron ofrecer a los animales que las tenían? Algunos paleontólogos argumentan que pudieron aparecer con fines de aislamiento. Otra hipótesis que ha cobrado fuerza en los últimos años es que aparecieron para ser vistas. Las plumas de las aves actuales presentan una gran variedad de colores y dibujos. En algunos casos su belleza sirve para atraer al sexo opuesto. El pavo real macho, por ejemplo, despliega su cola iridiscente para atraer a la hembra. La posibilidad de que los terópodos desarrollaran plumas con similares fines de exhibición recibió un fuerte impulso en 2009, cuando los científicos empezaron a estudiar detenidamente su estructura.

Dentro de las plumas de dichos animales descubrieron unos orgánulos celulares microscópicos, llamados melanosomas, cuya forma coincide exactamente con las estructuras asociadas con colores específicos en las plumas de las aves actuales. Hay melanosomas tan bien conservados que es posible reconstruir el color de las plumas de los dinosaurios. La cola de Sinosauropteryx, por ejemplo, tenía al parecer franjas rojizas y blancas. Quizá los machos exhibían sus vistosas colas para el cortejo. O quizás ambos sexos usaban las rayas para reconocerse o para confundir a los depredadores.

Fuera cual fuese el propósito original de las plumas, probablemente existieron durante millones de años antes de que un único linaje de dinosaurios empezara a usarlas para volar. Los paleontólogos están estudiando a los parientes más cercanos de las aves entre los terópodos para determinar cómo se produjo la transición. Uno de los más reveladores es el recién descubierto Anchiornis, de más de 150 millones de años de antigüedad. Del tamaño de una gallina, tenía plumas en los miembros anteriores, con áreas blancas y negras, y en la cabeza lucía un llamativo penacho rojo.

Por su estructura, las plumas de Anchiornis eran casi idénticas a las plumas de vuelo, salvo en que eran simétricas en lugar de asimétricas. Sin un borde de ataque fino y rígido, es probable que fueran demasiado débiles para volar. Sin embargo, compensaban la falta de resistencia con la abundancia. Anchiornis tenía una cantidad inverosímil de plumas. Le brotaban de las extremidades anteriores y posteriores e incluso de los dedos. Es posible que la selección sexual impulsara la evolución de ese plumaje extravagante, como hoy impulsa la evolución de la cola del pavo real. Y al igual que la cola larga y pesada supone una carga para el pavo, la superabundancia de plumas quizá fue un problema para Anchiornis.

Corwin Sullivan y sus colegas del Instituto de Paleontología de Vertebrados y Paleoantropología de Pekín han hallado una manera de que Anchiornis pudiera superar ese problema. En los terópodos más directamente emparentados con las aves actuales, uno de los huesos del carpo tenía forma de cuña, lo que les permitía flexionar las manos. En Anchiornis, la forma de cuña de ese hueso era todavía más acusada, de modo que podía plegar las extremidades anteriores sobre los costados y mantener las plumas separadas del suelo cuando caminaba. Las aves actuales utilizan un hueso similar durante el vuelo, que les permite acercar las alas al cuerpo durante el movimiento ascendente. Si Sullivan y sus colegas están en lo cierto, este rasgo esencial para el vuelo evolucionó mucho antes de que las aves despegaran del suelo. Es un ejemplo de lo que los biólogos evolutivos llaman exaptación, que consiste en utilizar una estructura anatómica ya existente para un propósito nuevo. Todo parece indicar que el vuelo de las aves ha sido posible gracias a una sucesión de exaptaciones que fueron apareciendo a lo largo de millones de años, mucho antes de que ninguna ave volara.

El modo en que se produjo la transición final sigue inspirando encendidos debates. Algunos científicos sostienen que los dinosaurios emplumados desarrollaron el vuelo desde el suelo hacia arriba, batiendo las extremidades anteriores mientras corrían. Otros cuestionan este concepto y señalan que las «alas» de las patas traseras de Anchiornis y de otros parientes cercanos de las aves debieron de ser un obstáculo para correr con agilidad. Estos investigadores están recuperando la vieja idea de que las protoaves utilizaban las plumas para saltar de un árbol a otro, planear y, finalmente, volar.

Desde el suelo hacia arriba, desde los árboles hacia abajo… ¿Por qué no ambas cosas? El vuelo no evolucionó en un mundo bidimensional, re­­cuerda Ken Dial, de la Universidad de Montana-Missoula. Dial ha demostrado que los pollos de muchas especies baten sus rudimentarias alas para ganar adherencia al terreno cuando huyen de un depredador por una pendiente inclinada, como el tronco de un árbol o una pared rocosa. Pero el aleteo también ayuda a amortiguar la inevitable caída del animal. A medida que el ave madura, ese tipo de descenso controlado cede paso gradualmente al vuelo propiamente dicho. A lo mejor, dice Dial, el camino que sigue el pollo en su desarrollo refleje el recorrido por su linaje durante la evolución. Quizá sus antepasados aletearon torpemente como él, hasta que finalmente emprendieron el vuelo.