"Martes, 12 de septiembre.Poca visibilidad. Brisa desagradable del S. -52 °C. Los perros claramente afectados por el frío. Los hombres, tiesos dentro de la ropa congelada, más o menos satisfechos tras una noche en el hielo […]. Pocos visos de un tiempo más clemente".
El autor de esta anotación de diario fue Roald Amundsen, un explorador noruego que se había hecho un nombre cinco años antes por ser el primero en navegar del Atlántico al Pacífico por el legendario Paso del Noroeste. Ahora se hallaba al otro lado del globo, en el Antártico, tratando de anotarse la hazaña más prestigiosa en el mundo de la exploración: llegar al polo Sur. Planeada con la meticulosidad que lo caracterizaba, aquella audaz iniciativa también era el resultado de la casualidad.
Dos años antes estaba proyectando completar su exploración del océano Ártico y atravesar el polo Norte cuando recibió la noticia (posteriormente puesta en duda) de que Robert Peary ya había pisado el polo. En ese momento, recordaría posteriormente Amundsen, "decidí dar media vuelta y mirar al sur". Calculaba que si llegaba primero al polo Sur, tendría garantizadas la fama y la financiación de exploraciones futuras. Aunque de cara a la galería preparaba una expedición boreal, en secreto hacía planes para un viaje austral.
Foto: Biblioteca Nacional de Noruega / Picture Collection
Noruegos capitaneados por Roald Amundsen arribaron a la bahía de las Ballenas el 14 de enero de 1911. Con tiros de perros, se dispusieron a adelantar a los británicos en la carrera al polo Sur. El barco de Amundsen, el Fram, cedido por el explorador ártico Fridtjof Nansen, era el no va más en buques polares.
No estaba nada claro, sin embargo, que lograse ser el primero en poner un pie en el polo Sur. También se disponía a intentarlo la publicitada Expedición Antártica Británica, al mando del capitán Robert Falcon Scott. Atormentado ante la posibilidad de que Scott se le adelantase, el noruego partió antes de que llegara la primavera polar y el tiempo fuera soportable.
Esa decisión se saldó con la pérdida de valiosos perros y congelación en los pies de sus hombres, que tardarían un mes en sanar. Mientras regresaban precipitadamente a la base, Framheim (así llamada en alusión a su barco, el famoso Fram, que en noruego significa «adelante»), Amundsen abandonó a dos expedicionarios, que alcanzaron con dificultad el campamento un día después que él. «Esto no merece llamarse expedición. Es pánico», dijo a Amundsen el explorador polar más experimentado del equipo, Hjalmar Johansen. La censura le costó el puesto en el grupo, que finalmente partiría en busca del polo.
Foto: Royal Geographical Society
Enfundado en un anorak de piel de lobo como los de los esquimales netsilik, Amundsen posa en la nieve con actitud heroica cerca de su hogar noruego, en una de sus imágenes más divulgadas.
Si merece la pena demorarse en estos errores no es en desdoro de Amundsen, sino para librarlo del sambenito que se le ha colgado: que su hazaña polar fue una aséptica aplicación de pericia y fría ambición, y que el propio Amundsen era un profesional gris y falto de pasión. Esta caracterización contrasta de lleno con la imagen de Scott, quien, con su osado equipo británico, hizo gala de agallas y coraje luchando kilómetro a kilómetro, hasta morir trágicamente en el hielo.
La salida fracasada de septiembre de 1911 es un recordatorio de que, en la arriesgada aventura de la exploración polar, nada más lejos de la realidad que los resultados infalibles. Metódico y cuidadoso, Amundsen era también un hombre de ambición desmedida, prisionero de los mismos sueños que llevan a todo explorador a arriesgar su vida. La grandeza del noruego radica en su dominio de tales impulsos, como atestigua su diario.
Foto: Herbert Ponting / National Geographic
El equipo británico (Robert Falcon Scott, en el centro) vestía ropa de lana y cortavientos para arrastrar los trineos. Pero hacía falta algo más para sobrevivir. «Una expedición […] sin pieles está mal aviada», observó Amundsen.
A los cuatro días de partir, evaluó la situación y decidió «regresar sin demora para esperar a la primavera. Arriesgar hombres y animales obstinándome en seguir en camino es algo que descarto por completo. Si pretendemos ganar la partida, debemos mover las piezas adecuadamente; un movimiento en falso y podría perderse todo». La capacidad de recobrar la perspectiva cuando se va en pos de un sueño personal es una rara virtud. Al igual que otros grandes exploradores, Amundsen sabía cuándo retroceder.
En su aventura austral, Roald Engelbregt Gravning Amundsen dejó un historial deslumbrante. Nacido en 1872 en el seno de una familia acomodada de marinos y armadores, se hizo a la mar a los 25 años como segundo oficial del Belgica, en una expedición científica al Antártico. Cuando el Belgica quedó atrapado en la banquisa, la tripulación se ganó a su pesar el mérito de ser los primeros humanos que pasaban el invierno en el Antártico.
Foto: Herbert Ponting / National Geographic
El barco de Scott, el Terra Nova, transportaba perros siberianos y ponis manchúes, que requerían mucho alimento y atenciones. Las raquetas escandinavas de caña retorcida ayudaban a algunos ponis; los que carecían de ellas se hundían en la nieve hasta las rodillas. Se debatió mucho acerca de cuál sería el mejor medio de transporte: en los planes originales de Amundsen para el Ártico, se hablaba de guarnecer osos polares.
Desmoralizados y enfermos, si los expedicionarios no se vinieron abajo fue gracias al médico del barco, Frederick Cook, y a Amundsen, cuyo diario demuestra que estaba en total contacto con su entorno. «En cuanto a la tienda, en forma y tamaño es cómoda, pero se resiente demasiado ante el viento», observó en febrero de 1898. Con los años introduciría ingeniosas mejoras en la equipación polar.
Desde que leyera el episodio siendo un niño, Amundsen había estado fascinado por la catastrófica búsqueda del Paso del Noroeste por parte del inglés John Franklin. Así, aunque continuó con su carrera marina, también comenzó a planificar una aventura ártica.
En 1903 zarpó rumbo al norte en el Gjøa con una tripulación notablemente exigua de sólo seis hombres (Franklin había llevado 129) en busca del Paso del Noroeste y, quizá para que la gente le reconociera cierta pátina científica, de la posición del polo norte magnético. Durante tres inviernos Amundsen vivió y trabajó en el Ártico, y al final logró navegar por una ruta que se abría paso entre las islas, las barras de arena y el hielo del archipiélago Ártico canadiense hasta los mares de Beaufort y de Bering: un logro histórico. «Salvado el Paso del Noroeste –escribió Amundsen en su diario el 26 de agosto de 1905–. El sueño de mi infancia estaba cumplido. Una extraña sensación me llenó la garganta; estaba agotado y extenuado, y (por una debilidad en mi carácter) noté que se me humedecían los ojos.»
Foto: Herbert Ponting / National Geographic
Para Scott, los perros robaban la «gloria» al viaje en trineo. El ideal de exploración «sin asistencia» pasaba por que los hombres acarrearan las provisiones, aunque eso no le impidió probar trineos motorizados. Sin haber pasado suficientes pruebas previas, éstos se averiaron.
La expedición del Gjøa valió a Amundsen algo más que su primer éxito geográfico. En el transcurso de aquel viaje llegó a conocer bien a los esquimales netsilik y su extraordinaria adaptación a los rigores del mundo ártico. Pero él no fue el primer explorador europeo que aprendió de los indígenas. El gran explorador polar Fridtjof Nansen y otros ya habían descubierto cómo vestirse, desplazarse y comer observando al pueblo sami del norte de Noruega.
Posteriormente Amundsen sumó a toda esta sabiduría una serie de herramientas de supervivencia que había estudiado y conocido de primera mano: ropas flojas de piel de reno que proporcionaban calor y ventilación, botas de pelo de animal, trineos tirados por perros, raquetas de nieve, cuevas de hielo, iglúes.
«Nosotros solemos decir: “Los noruegos nacen con los esquíes puestos” –dice el historiador polar Harald Jølle–, pero olvidamos el resto de sus habilidades.» Cuando Roald Amundsen estableció el campo base en la bahía de las Ballenas en enero de 1911, tenía 38 años y era un curtido veterano polar. Estaba en un territorio totalmente ignoto, pero también en un paisaje de nieve y hielo que conocía bien.
Amundsen y sus hombres dedicaron los meses anteriores al viaje polar a acumular depósitos de provisiones y a someter hasta el último artículo de comida, vestido y equipación a un escrutinio y un perfeccionamiento implacables. Se estudiaba cada detalle con una seriedad absoluta, nacida del profundo respeto de Amundsen por el entorno al que se enfrentaba.
Foto: Biblioteca Nacional de Noruega / Picture Collection
Los depósitos de alimentos básicos para la exploración polar fueron de vital importancia para la supervivencia de los dos equipos una vez iniciada la marcha. A 80° de latitud Sur, anotó Amundsen, «nos detuvimos para dejar un depósito de reservas […] de 12 cajas de pemmican para los perros […] unos 30 kilos de filetes de foca y 50 kilos de grasa junto con 20 tabletas de chocolate. Además, 1 caja de margarina y 2 cajas de galletas de trineo».
El viaje de 1.300 kilómetros se emprendió por fin el 20 de octubre, con Amundsen y sus cuatro compañeros sobre esquíes detrás de cuatro trineos, cada uno de ellos con una carga de 400 kilos y tirado por 13 perros. Por delante, un arduo camino por un territorio desconocido a través de (y a veces con una caminata extenuante) grietas glaciares, bordeando los abismos y el hielo de las montañas de la Reina Maud y ascendiendo a la meseta polar, con una meteorología imprevisible. Pese a todo, los noruegos llegaron a su destino según el programa y sin incidentes reseñables. «Y así alcanzamos por fin nuestro destino –escribió Amundsen el 14 de diciembre de 1911–, y clavamos nuestra bandera en el polo Sur geográfico, la meseta del rey Haakon VII. ¡Gracias a Dios!»
Antes de abandonar Polheim (nombre que dieron los hombres al campamento que levantaron en pleno polo), Amundsen dejó una misiva para el rey de Noruega, Haakon VII, «y unas líneas para Scott, quien presumo será el primero en llegar después de nosotros». La carta garantizaba que se conocería su éxito si ocurriese una desgracia y era un modo elegante de decir: «Scott, te he ganado». Que Scott custodiase con honor la carta probaría el éxito de Amundsen.
De regreso, los hombres abandonaron las provisiones sobrantes (algunas de las cuales recuperaría agradecido el equipo de Scott). Al igual que se hizo durante toda la expedición, se sacrificaron perros que, junto con los que morían, sirvieron de alimento tanto a los perros supervivientes como a los hombres. A primera hora del 26 de enero de 1912, los triunfadores polares llegaron a Framheim.
Foto: Biblioteca Nacional de Noruega
Amundsen y sus cuatro compañeros, esquiadores expertos, alcanzaron la meta el 14 de diciembre de 1911. Pasaron tres días «marcando el Polo», esto es, realizando observaciones para determinar su ubicación exacta. El quinteto de Scott llegó 34 días después.
El contraste entre lo que Apsley Cherry-Garrad, el legendario cronista de la expedición británica, llamó la operación «de eficacia infalible» de Amundsen y la «tragedia en toda regla» de Scott es difícil de trazar, pero pone de relieve cuestiones que todavía hoy siguen preocupando a aventureros y exploradores. Amundsen usó perros; Scott, ponis y trineos motorizados. El noruego se movía con esquíes, sobre los cuales tanto él como sus hombres eran unos expertos; el inglés nunca fue un buen esquiador, por lo que él y su equipo avanzaban a duras penas, empujando sus propios trineos.
Amundsen jalonó la ruta con tres veces más provisiones que Scott; Scott pasó hambre y sufrió el escorbuto. Algunos de los errores fatales de Scott son justificables a la luz de los precedentes del momento: su compatriota y rival, Ernest Shackleton, había usado ponis y a punto estuvo de llegar al polo. Y algunas de las tácticas de Amundsen son inquietantes, como el sacrificio de perros que tenían su propio nombre y eran tratados con afecto.
A la hora de la verdad, sin embargo, la diferencia entre Amundsen y Scott no radica en detalles de gestión, sino en la perspectiva general: la del profesional frente a la del aficionado. «Me inspira la forma en que Amundsen preparaba sus expediciones –declara Børge Ousland, el explorador noruego que cruzó el Antártico en solitario por primera vez–. Siempre procuraba aprender de los demás. Identificaba el problema y a continuación se proponía solucionarlo.»
Amundsen gozó de fama hasta el fin de su vida, pero a diferencia de su compatriota y mentor, el polifacético y carismático Nansen, nunca alcanzó la seguridad económica que esperaba lograr con sus libros y conferencias. En julio de 1918 regresó al Ártico para llevar a cabo la labor científica que había prometido a Nansen: seguir la deriva del hielo marino en su barco Maud. En la década de 1920, deseando cosechar nuevos éxitos como pionero, Amundsen se volcó en la aviación, con varios intentos frustrados de sobrevolar el polo Norte. En 1926 capitaneó la aeronave Norge, pilotada por Umberto Nobile, y fue el primero en cruzar el Ártico por vía aérea.
Por osadas que fuesen estas aventuras tardías, Amundsen participaba más en calidad de pasajero que de líder, dejando el control en manos ajenas. Sin financiación, fue amargándose, y arremetió contra antiguos aliados. Con todo, en mayo de 1928, cuando la aeronave del italiano Nobile desapareció sobre el Ártico, Amundsen se sumó al equipo de rescate internacional, apremiando a sus amistades a costear los gastos de un avión de rescate. Estaba a punto de casarse, y la determinación con que insistió en participar en el rescate sugiere que, como hombre solitario que era, huía de aquel compromiso. También es evidente que añoraba la atención pública que antes le habían reportado sus heroicidades. De igual modo que su éxito austral se iniciara con atropello, la última misión de Amundsen contradice la imagen de hombre de oficio que se le atribuía, revelando a una persona muy humana.
En Tromsø, por encima del círculo polar Ártico, se embarcó en un Latham 47 equipado con flotadores proveniente de Francia. Los pilotos llevaban volando tres días sin apenas dormir. El avión, cargado hasta los topes, levantó el vuelo con dificultad. No había viento, presagio de bancos de niebla estival y visibilidad peligrosa hacia el norte. Visto hoy, el encadenamiento de errores es ominoso.
El avión despegó de Tromsø el 18 de junio, y a las 4 de la tarde fue visto por última vez sobrevolando Sommarøy, donde la tierra montañosa se une con el mar. Era verano, y la tierra estaba verde, pero Amundsen se dirigía al norte, hacia el hielo.