Una cálida mañana de finales de la estación seca, a principios de noviembre, un helicóptero Bell JetRanger rojo y negro sobrevolaba veloz, en dirección este, el palmeral de la sabana del Parque Nacional de Gorongosa, en Mozambique.

Mike Pingo, veterano piloto oriundo de Zimbabwe, manejaba el aparato; el sudafricano Louis van Wyk, especialista en captura de animales salvajes, tenía medio cuerpo asomado por la trasera del flanco derecho y apuntaba a tierra con un rifle de dardos tranquilizantes. En el asiento del copiloto iba Dominique Gonçalves, una joven ecóloga mozambiqueña que se ocupa de la gestión de los elefantes del parque.

Hoy viven en Gorongosa más de 650 elefantes, un aumento sustancial desde los tiempos de la guerra civil (1977-1992), cuando la mayoría de los elefantes del parque fueron abatidos para financiar, con su carne y su marfil, armas y munición. Ahora que la población se está recuperando, Gon-çalves quería colocar un collar GPS a una hembra madura de cada grupo matriarcal.

Gonçalves escogió una candidata de entre un grupo de elefantes que corrían por el palmeral y Pingo descendió hasta donde se lo permitieron los árboles. Diez elefantes –hembras adultas, con crías pegadas a su lado, y subadultos– huían del estruendo de los rotores. Van Wyk, obligado a disparar a mayor distancia que de costumbre, acertó igualmente en la nalga derecha de la hembra seleccionada.

Pingo aterrizó y los otros dos pasajeros, apeándose de un salto, avanzaron por la hierba pisoteada hacia la elefanta sedada. Unos instantes después llegaba al lugar un equipo terrestre con material más pesado, asistentes técnicos y un guarda armado. Gonçalves colocó una varilla en la punta de la trompa de la elefanta, dejándola perfectamente abierta para facilitarle la respiración. El animal, tendido sobre el costado derecho, empezó a roncar a todo volumen. Un técnico tomó una muestra de sangre de una vena de la oreja izquierda; otro ayudó a Van Wyk a pasar el collar por debajo del cuello de la elefanta.

Gonçalves, con las manos enfundadas en unos guantes quirúrgicos, tomó una muestra de saliva de la boca del animal y una segunda muestra del recto, que selló en sendos tubos. Luego se cubrió el brazo izquierdo con una larga manga de plástico y lo introdujo en el recto de la elefanta, del que extrajo un puñado de excremento fibroso y amarronado que se analizaría para determinar su dieta. El abultado costado de la elefanta subía y bajaba sereno, en un ritmo acompasado por el susurro de la trompa.

«Louie, ¿puedes ver si está preñada?», preguntó Gon-çalves.

«Está a punto de parir», respondió Van Wyk, fijándose en la leche aguada que secretaban las mamas distendidas de la elefanta.

El aumento de la población de elefantes es solo una de las prometedoras noticias que llegan desde Gorongosa. Casi todas las poblaciones de grandes mamíferos –leones, búfalos africanos, hipopótamos y ñúes– son mucho más numerosas ahora que en 1994, recién terminada la guerra. En el ámbito de la conservación, donde demasiados indicadores pintan rematadamente mal, no es habitual asistir a un éxito a tan gran escala.

Van Wyk terminó de colocar el collar y Gonçalves embolsó las muestras. Luego Van Wyk inyectó un antídoto en una vena auricular de la elefanta y los profesionales se retiraron a una distancia prudencial. Al cabo de un minuto la hembra se incorporó, sacudió la cabeza, confusa, y se alejó para reunirse con los suyos. Los datos recogidos por el collar dirán a Gonçalves y sus colegas cómo se mueven los elefantes por el territorio y los alertarán si el grupo cruza las lindes del parque en dirección a algún cultivo, para que el agricultor tenga tiempo de tomar medidas y salvar la cosecha.

Así se trabaja en el marco del Proyecto de Restauración de Gorongosa, una colaboración iniciada en 2004 entre el Gobierno mozambiqueño y la Fundación Gregory C. Carr, con sede en Estados Unidos. Para que elefantes, hipopótamos y leones medren dentro de los límites de un parque, es imprescindible garantizar que los humanos que habitan en su periferia también vivan con prosperidad.

Situado en el sur del Gran Rift Valley africano, en una llanura aluvial que abarca sabanas, bosques, humedales y una gran masa de agua conocida como el lago Urema, Gorongosa fue en su día una reserva de caza: la fundaron los administradores coloniales portugueses en 1921 para su propio recreo cinegético, desalojando a la población local. En 1960, cuando se reconvirtió en parque nacional, tenía unos 2.200 elefantes, 200 leones y 14.000 búfalos africanos, además de hipopótamos, impalas, cebras, ñúes, grandes antílopes y otras especies icónicas de la fauna africana.

Pero su ubicación remota fue su perdición. En la devastadora guerra civil que se prolongó 15 años tras la independencia de 1975, Gorongosa fue el bastión de la derechista RENAMO, o Resistência Nacional Moçambicana, las fuerzas rebeldes que recibían apoyo militar de las vecinas Rodesia (hoy Zimbabwe) y Sudáfrica. Cuando las fuerzas gubernamentales acudían a hacerles frente, se libraban combates sobre el terreno, se lanzaban obuses a la sede central del parque, se desataba la carnicería a lo largo y ancho de la sabana. Además de la matanza de elefantes, miles de cebras y otras especies de fauna mayor eran abatidas con propósitos alimenticios o por pura diversión. En 1992 se alcanzó un alto el fuego, pero continuó la caza furtiva profesional y los vecinos de las comunidades circundantes siguieron colocando trampas para cazar cualquier animal comestible que sobreviviese. Cuando el siglo xx llegó a su fin, el Parque Nacional de Gorongosa estaba destrozado.

Las circunstancias eran igual de aciagas en torno al parque. Unas 100.000 personas habitaban lo que hoy los planificadores llaman la zona de transición. Eran casi siempre familias que malvivían del cultivo del maíz y de otras especies de subsistencia, y cuyos hijos carecían de educación y de atención médica.

Cuando el suelo se agotaba y el maíz ya no crecía bien, los agricultores talaban el bosque, quemaban la broza y volvían a intentarlo en una parcela nueva. Con el tiempo las talas y roturaciones se expandieron desde las estribaciones del monte Gorongosa –un macizo granítico de 1.863 metros de altitud que se cierne sobre el límite occidental del parque– hasta cotas más altas y húmedas. Antaño tapizado de densa selva, el monte es el nacimiento del río Vunduzi, que lleva agua al parque y a su rica llanura aluvial. A comienzos del siglo xxi se habían arrasado enormes franjas de bosque del macizo y del resto de los 5.400 kilómetros cuadrados de la zona de transición.

El principio del fin de este ciclo de desesperación y deterioro llegó en 2004, cuando el presidente de Mozambique, Joaquim Chissano, visitó la Universidad Harvard para impartir una conferencia, invitado por un estadounidense de nombre Greg Carr. En 1986 Carr y un amigo habían fundado la empresa Boston Technology, que en un ejercicio de clarividencia ofrecía métodos de conexión de sistemas telefónicos con ordenadores. A Boston Technology le siguió otro emprendimiento de éxito y en 1998, antes de cumplir los 40 años, Carr firmó un contrato por el que se embolsó 800 millones de dólares. «Mi afición era leer librillos de cinco dólares –me dijo en Gorongosa–. No necesitaba tanto dinero».

Creó entonces la Fundación Carr, una entidad filantrópica, sin tener demasiado claro a qué se dedicaría. Pero los trabajos de Edward O. Wilson habían despertado en él un vivo interés por el conservacionismo. Al mismo tiempo estaba sumergiéndose en el estudio de los derechos humanos. Aquellas dos líneas de estudio acabarían convergiendo cuando Carr supo que Mandela, por entonces presidente de Sudáfrica, estaba colaborando con el presidente de Mozambique para crear «parques de la paz», parques nacionales transfronterizos ideados para conservar la fauna salvaje y beneficiar a la población autóctona.

«El presidente Chissano adoraba los parques nacionales», recuerda Carr. En su primer viaje a la región, en 2004, «me invitó a restaurar Gorongosa».

Tres años después Carr firmaba un acuerdo a largo plazo con el Gobierno mozambiqueño. Llegaría al proyecto no solo con sus recursos financieros y su competencia gestora, sino también con la visión compartida de que Gorongosa se convirtiese en un «parque de los derechos humanos». Ello pasaba por generar beneficios tangibles para la población de los alrededores –en forma de atención sanitaria, educación, agronomía, desarrollo económico– y por proteger el paisaje, las aguas y la biodiversidad en todas sus formas. National Geographic Society también financia iniciativas de conservación y ciencia dentro y alrededor del parque, así como programas de desarrollo comunitario y proyectos de educación y empoderamiento de la mujer.

Una lluviosa mañana de jueves del mes de abril nueve niñas saltaban a la comba a la sombra de un árbol en la población de Mecombezi Ponte, a unos 30 kilómetros del parque. Vestían camisetas de color azul marino con el mensaje «Rapariga do Clube» (Niña del Club) en la espalda, y un pequeño escudo redondo que rezaba «Parque Nacional da Gorongosa» en la delantera. Alrededor de las niñas formaban un semicírculo diez madrinhas, madrinas voluntarias que donaban su tiempo para supervisar y ayudar a proteger a aquellas pequeñas de los peligros que las acechan: el matrimonio forzoso prematuro, los embarazos constantes, la mala salud y la educación truncada demasiado pronto.

El Club de Niñas de Mecombezi Ponte es uno de los 50 clubs organizados y patrocinados por el parque para ampliar la jornada escolar de unas 2.000 niñas que viven en la zona de transición. Los lunes, miércoles y viernes se dedican a la alfabetización. La agenda de los martes es salud y reproducción. Los jueves, tal y como comprobamos Carr y yo, son día de juegos. Las mujeres daban palmas y cantaban mientras las pequeñas se iban turnando para saltar con entusiasmo. Carr, con camiseta, bermudas y barba de dos días, se puso a la cola e hizo un audaz intento de imitarlas. Las niñas saltaban mejor.

Carr cree que los Clubs de Niñas constituyen una pieza crítica de la resurrección del Parque Nacional de Gorongosa. Disuadir a los hombres de cazar los animales del parque –posibilitando fuentes de ingresos alternativas y patrullando con guardas– es importante, pero insuficiente. Las mujeres son la clave. Si la población de la zona de transición sigue creciendo sin freno como consecuencia de los matrimonios prematuros y las familias numerosas, no habrá iniciativa dentro del parque capaz de proteger su paisaje y su fauna. «Pero si las niñas se escolarizan y las mujeres gozan de oportunidades –dijo Carr–, entonces tendrán familias de dos hijos». No es una solución impuesta. Es parte de un fenómeno que nace del empoderamiento de la mujer. «Aquí es donde convergen el desarrollo humano y la conservación –añadió–. Derechos para las mujeres y los niños, mitigación de la pobreza: esto es lo que necesita África para salvar sus parques nacionales».

Antes de marcharnos, fuimos testigos de una pequeña ceremonia. Una alumna de sexto curso llamada Helena Francisco Tequesse dio un paso al frente y leyó, en una tarjeta plastificada, un decálogo de 10 derechos y 10 deberes de los niños. «Los niños tienen el derecho a ser alimentados y el deber de no desperdiciar el alimento –leyó–. Los niños tienen el derecho a vivir en un entorno sano y el deber de cuidar del medio ambiente».

«Esto es muy emocionante –dijo Carr–. La primera vez que vine, ¿sabe qué porcentaje de mujeres de la zona de transición sabía leer? Cero». Pidió a las niñas que explicasen qué querían ser de mayores. Cada una de ellas dijo su nombre y respondió con aplomo: enfermera, matrona, maestra, enfermera, policía…

Aunque se alza fuera de los límites del parque, el monte Gorongosa es indispensable para el ecosistema homónimo. El monte no solo capta las precipitaciones y las conduce a la llanura aluvial del parque, sino que también añade diversidad de altitud, clima, suelo, flora y fauna al conjunto del gran Gorongosa. En 1969 un ecólogo sudafricano llamado Ken Tinley propuso que el monte, además de la meseta y los hábitats costeros que se extienden hacia el este desde la frontera del parque, también extremadamente diversos, se consolidasen en una sola zona de gestión integrada.

La propuesta de Tinley ha arraigado en la visión de Gorongosa como un todo «del monte al manglar». En el año 2010 se incluyeron en el parque las zonas altas del monte Gorongosa (por encima de los 700 metros). La cumbre abarca el nacimiento del Vunduzi y zonas de bosque remoto (todavía en manos de los rebeldes, pese al alto el fuego más reciente), pero en las cotas inferiores la población local seguía talando, quemando y roturando. No tenían muchas más opciones.

Poco después el gestor forestal del parque, un mozambiqueño llamado Pedro Muagura, hizo una sugerencia: ¿por qué no cultivar café en las parcelas ya deforestadas de la ladera? Podría cultivarse aprovechando la sombra de árboles nativos replantados, lo que generaría algo de ingresos a los lugareños además de restaurar el bosque. Muagura se sobrepuso al escepticismo inicial y hoy es el encargado del parque. Y su idea de los cafetales, pese al recrudecimiento bélico sufrido entre 2014 y 2016, cuando las tropas gubernamentales avanzaron monte arriba para atacar el bastión rebelde, va viento en popa.

Quentin Haarhoff, el experto en cafetales del parque, cultivó café en Zimbabwe hasta el día en que, según me dijo, el presidente Robert Mugabe decidió que los agricultores blancos no eran bienvenidos y tuvo que marcharse a punta de Kaláshnikov. Subíamos en todoterreno hacia la zona del proyecto cafetero por una pista empinada que asciende por la ladera sur del macizo, dejando atrás campos de sorgo y maíz, unas pocas casas y cabañas, y una plantación de piña. Abandonados, a los lados se pudrían los grandes árboles de madera noble que habían talado los soldados de la RENAMO para cortar el paso a los vehículos gubernamentales. Un poco más arriba llegamos a la cota adecuada para el cultivo de café.

«Este monte tiene un entorno fantástico», dijo Haarhoff. Buena humedad, temperaturas suaves sin grandes fluctuaciones y cero heladas. «Si intentas cultivar café a estas cotas en Zimbabwe, las plantas se te mueren».

Cultivar café y restaurar el bosque en una zona de guerra intermitente continúa siendo una tarea abrumadora. Pero los agricultores de la zona se han entregado a la empresa, de lo que dan fe las mujeres que salían de noche para regar los cafetos incluso durante los renovados combates de 2014. Aquellas plantas sobrevivieron y hoy crecen lozanas al lado de muchas más.

Aparcamos el Jeep y seguimos a pie, cruzando un riachuelo sobre unas pasaderas e inspeccionando un vivero a la sombra de árboles donde crecían 260.000 pimpollos, cada uno de los cuales brotaba de un terroncillo de tierra contenido en una funda de plástico a modo de maceta. Más arriba llegamos a las plantas productoras, grandes y sanas, plantadas en hileras oblicuas a la sombra de acacias y otros árboles. Ahora el parque tiene 180 empleados para las labores de este proyecto de demostración, me explicó Haarhoff. El plan es mostrar cómo se hace –cafetos a la sombra de árboles autóctonos, fertilizados con compost, desherbados a mano, con cultivos secundarios de hortalizas, frutas y legumbres entre hilera e hilera– y a continuación proporcionar formación, herramientas, plantones y semillas, y ofrecer a buen precio el café producido, que es adquirido por Produtos Naturais, una empresa de la división de finanzas sostenibles del parque.

Produtos Naturais procesa el café en la nueva fábrica que ha abierto cerca y vende el grano tostado a mayoristas mozambiqueños. El café y otros cultivos comerciales (como el anacardo) darán a los lugareños un modo mejor de ganarse la vida y los alejarán del maíz de roza y quema, con lo cual no solo estarán protegiendo lo que queda del bosque de montaña, sino también reforestando las zonas taladas. «Yo no soy científico –declaró Haarhoff–, pero han vuelto las aves, han vuelto las abejas. Es palpable que la naturaleza suspira con alivio».

La naturaleza es resiliente, pero sus suspiros de alivio, sus tendencias de recuperación y resurgimiento requieren más que reforestar laderas y perseguir la caza furtiva. En 2018, después de varias semanas de aclimatación en un amplio cercado, se soltó en el parque una jauría de licaones (depredadores nativos, desaparecidos durante la guerra). Un modesto rebaño de cebras también trotó con cautela hacia el remolque que esperaba a la puerta del corral para soltarlas en la naturaleza. Y se ha avistado un leopardo solitario.

En otros tiempos también había en Gorongosa rinocerontes negros, pero su reintroducción, con el riesgo que conlleva de atraer cazadores furtivos comerciales, tendrá que esperar. La recuperación plena exige tiempo y espacio. El factor tiempo se reconoce en un acuerdo a largo plazo entre el grupo de Carr y el Gobierno, renovado en 2018 por 25 años. Cierto es que, en términos ecológicos, incluso 25 años es apenas un comienzo.

La importancia del espacio –a mayor superficie protegida, mayor diversidad y mayor integridad ecológica, por norma general– explica por qué Carr y sus colegas, entre ellos socios del Gobierno mozambiqueño, son partidarios de seguir ampliando Gorongosa en línea con aquel primer modelo «del monte al manglar». Imaginan un ecosistema del gran Gorongosa –íntegramente protegido o gestionado de forma sostenible, con agricultura rentable y otras actividades locales– que conecte el monte Gorongosa al oeste, el parque en la zona sur del Rift Valley, grandes manchas de bosque de frondosas en la meseta de Cheringoma al este del valle, y los humedales y bosques costeros del lado sur del delta del Zambeze. La pieza costera de ese puzle ya goza de cierta protección al constituir la Reserva Nacional de Marromeu, una zona natural húmeda y sin carreteras en la que abundan las aves y el búfalo africano.

Otro día, Carr y yo despegamos de buena mañana en el JetRanger con Marc Stalmans, director del departamento científico del parque, y pusimos rumbo este en dirección a Marromeu, sobrevolando a baja altura la sabana, el palmeral y el bosque más denso de la meseta. Cuando dentro de 50 años Dominique Gonçalves o cualquier otra persona de su generación pase por encima de este paisaje, dijo Carr, verá animales salvajes en gran número: 10.000 elefantes, 1.000 leones. ¿Búfalos? Quizá 50.000.

«Difícil, pero factible –agregó Carr–. Me gusta la idea de que esté justo al límite de lo posible».

«Difícil» se queda corto. El último recuento aéreo de la fauna salvaje del parque, efectuado en octubre de 2018, reveló incrementos continuados en el caso de muchas especies: el búfalo, el kudú, el impala. Además de la reintroducción de los licaones, han aumentado las poblaciones de cebras, ñúes y grandes antílopes. Las patrullas de los guardas –hay 261, entre ellos un número reducido pero creciente de mujeres– han minimizado la caza furtiva. Los últimos recuentos demuestran que los objetivos de Carr quedan muy lejos, pero si algún día puede traspasarse el límite de lo posible, será aquí, en el Parque Nacional de Gorongosa.

Pingo posó el helicóptero en la playa de Marromeu, y en nuestra breve escala, él, Stalmans y yo conversamos sobre el búfalo africano mientras Carr se alejaba en solitario. Los búfalos necesitan hierba, agua y, de vez en cuando, sombra, pero poco más, dijo Stalmans. Antes de la guerra civil había 55.000 ejemplares en la Reserva Nacional de Marromeu. Tras la guerra, solo 2.000. Y si esos 2.000 sobrevivieron, fue porque el empapado terreno costero hacía muy difícil su caza.

Observamos entonces que Carr se había descalzado y adentrado hasta donde rompían las olas, probando los límites, muy en su línea, como un niño. Al volver empezó a imaginar un albergue de playa que, levantado allí mismo, atraería turistas deseosos de disfrutar de la costa y la fauna, y también un centro de investigación marina, y ambos afianzarían la enorme extensión de ecosistema diverso: el monte, el valle, el lago, la meseta, los humedales costeros, los manglares, la playa.

«Júntenlo todo –dijo Carr, entusiasmado– y tendrán una cosa extraordinaria».

Volvimos a montar en el helicóptero. Al elevarnos, sobrevolamos un rebaño considerable de búfalos, oscuros y esbeltos, cada uno con su par de blanquísimas garcetas en el lomo. Las aves levantaron el vuelo y huyeron, espantadas por el ruido del helicóptero, como una bandada de ángeles de la guarda que regresaban a la base.