“Honestamente, creo que las guerras ya no son ni serán como antes. La época de las grandes guerras no tiene cabida en el siglo XXI”. Me sorprendo pensando a menudo el cuantioso número de veces que he escuchado estas palabras u otras similares desde que tengo uso de razón. Parece como, si de un modo u otro, hubiese calado en la conciencia colectiva el pensamiento de que, en un mundo globalizado y altamente dependiente de los escasos recursos, el conflicto armado, otrora lucrativo, se ha transmutado en uno de índole económica. Innumerables distopías y fábulas sobre mundos futuristas marcados por la seguridad o el control férreo de las que nos hemos nutrido durante décadas nos han inducido a pensar que la guerra convencional es cosa del pasado. Los grandes avances técnicos y científicos no han hecho sino reafirmarnos en nuestra ignorancia y los medios de comunicación han contribuido a conferirle a la guerra un cariz foráneo, cuasi barbárico.

Albergamos una vaga noción de la existencia en el mundo de decenas de conflictos armados actualmente activos, desde luego ajenos a la civilización occidental. Nada más lejos de la realidad. El 24 de marzo de 2022 pasará a la historia no solo como el día que marcó el inicio de una agresión armada por parte de un estado a una nación soberana, sino como el día que salimos de nuestro ensimismamiento y contemplamos con horror cuán errados habíamos estado. El reconfortante pensamiento de que las guerras ya no son como antes le ha estallado en la cara a la sociedad de los NFTs, de las criptodivisas y las sonadas acciones bursátiles. Al mundo que es adalid de la libertad sexual o del ecologismo. Al mundo que enarbola los valores de la posmodernidad. Las balas y los misiles han enmudecido a una generación que ha visto la guerra como un suceso vacuo propio de los textos escolares, repleto de infinitos nombres y datos. El 26 de marzo de 2022 nos ha hecho tragar saliva y recordarnos que la guerra no es vacía, ni tampoco un acontecimiento cargado de épica, ni mucho menos motivo de orgullo. La guerra no es vacía, pero deja tras de sí un vacío.

Sin embargo, el mundo no puede cebarse en el desamparo. Si algo ha caracterizado al ser humano en su periplo por el planeta Tierra es su resiliencia y su altísimo grado de adaptibilidad bajo circunstancias adversas. Esto no es sino una bengala de auxilio a los jóvenes. Una bengala desde Ucrania, desde Yemen, desde Afganistán o desde Myanmar. Una bengala de auxilio cargada de esperanza, a un grupo social que es ahora testigo ocular del peligro que entraña la violencia armada entre seres humanos. No podemos elegir el mundo que hemos heredado, pero sí el que tendrán los jóvenes que vengan después. De nosotros dependerá si elegimos la guerra, como han hecho tantas generaciones de jóvenes que nos han precedido, o si el ciclo termina aquí.