En enero de 2012 un centenar de hombres a caballo entraron, desde Chad, en el Parque Nacional Bouba Ndjidah de Camerún y mataron a cientos de elefantes en una de las peores matanzas cometidas desde la prohibición mundial del tráfico de marfil en 1989. Armados con fusiles AK-47 y lanzagranadas, los aniquilaron con precisión militar. La carnicería recuerda la perpetrada en 2006 cerca del Parque Nacional Zakouma. Visto a ras del suelo, cada cadáver es un monumento a la codicia humana. La caza furtiva de elefantes está en su punto máximo de la última década, y las incautaciones de marfil ilegal, en su nivel más alto en años. Vistos desde el aire, los cadáveres componen la escena de un crimen sin sentido: se puede ver a los que huyeron, a las madres que protegieron a sus crías, y el terror de 50 ejemplares que cayeron juntos, las últimas víctimas de las decenas de miles de elefantes abatidos cada año en África. Desde más lejos, desde la perspectiva que da la historia, la escena de muerte no es nueva.

La conexión filipina

En una iglesia abarrotada, monseñor Cristóbal García, uno de los coleccionistas de marfil más conocidos de Filipinas, dirige un extraño ritual en honor de la imagen religiosa más importante del país, el Santo Niño de Cebú. La ceremonia, que el sacerdote celebra todos los años en Cebú, se llama Hubo, palabra que en lengua cebuana significa «desvestir». Varios monaguillos desnudan una pequeña figura de madera del Niño Jesús vestido de rey, réplica de otra que, según se cuenta, Fernando de Magallanes llevó a la isla en 1521. Los niños le quitan la pequeña corona, el manto rojo y las botas minúsculas, y le retiran una a una las prendas de vestir superpuestas en capas. Después, mientras los monaguillos cubren pudorosamente la imagen desnuda con una toalla blanca, el sacerdote la sumerge sucesivamente en varios toneles de agua, produciendo así suficiente agua bendita para el resto del año, tanto para uso de su iglesia como para venderla.

García es un hombre rollizo, de mirada estrábica y rodillas artríticas. A mediados de los años ochenta, según información publicada en 2005 por el Dallas Morning News y el proceso judicial correspondiente, cuando era sacerdote de la iglesia de Santo Domingo en Los Ángeles, García abusó sexualmente de un monaguillo de poco más de 13 años y fue destituido. De vuelta en Filipinas fue ascendido a prelado y puesto al frente de la Comisión Archidiocesana de Culto de Cebú, lo que lo convirtió en jefe de protocolo de la mayor archidiócesis católica del país, una comunidad de casi cuatro millones de personas en un país donde hay 75 millones de católicos, la tercera comunidad que tiene esta iglesia en el mundo. García es conocido fuera de Cebú. El papa Juan Pablo II bendijo al Santo Niño durante la visita del prelado a su residencia de verano en Castel Gandolfo, en 1990. García es tan famoso que para encontrar su iglesia solo tengo que bajar la ventanilla del coche y preguntar «¿Monseñor Cris?», y enseguida me indican el camino a su complejo amurallado.

Para algunos filipinos, el Santo Niño de Cebú es el mismísimo Jesús. En el siglo XVI los españoles declararon milagrosa la imagen y la usaron para convertir a los isleños. A partir de entonces, esta sencilla estatuilla de madera, que se conserva en una caja de cristal antibalas en la Basílica Menor del Santo Niño de Cebú, se convirtió en los cimientos sobre los que se desarrolló el catolicismo filipino. Este mismo año un párroco ha tenido que renunciar a su puesto por decir que las imágenes del Niño, la Virgen y los santos no eran más que muñecos de madera y escayola.

«El que no es devoto del Santo Niño no es un auténtico filipino –dice el padre Vicente Lina, Jr. (conocido como «padre Jay»), director del Museo Diocesano de Malolos–. Todos los filipinos tienen su imagen del Santo Niño, aunque vivan debajo de un puente.»

Para algunos, una réplica de plástico o de madera no es suficiente: el material ideal es el marfil de elefante

Cada mes de enero dos millones de fieles concurren en Cebú para caminar en la procesión del Santo Niño. La mayoría lleva réplicas en miniatura de plástico o de madera de la imagen. Muchos creen que cuanto más inviertan en su devoción, más bendiciones recibirán. Para algunos, una réplica de plástico o de madera no es suficiente: el material ideal es el marfil de elefante.

Me abro paso entre la multitud durante la misa de monseñor García, y en lugar de recibir la co­­munión de pie como la mayoría, me arrodillo.

«El cuerpo de Cristo», dice el padre.

«Amén», respondo yo, y abro la boca.

Me presento después de la misa y le digo que soy de National Geographic. Concertamos una cita para hablar del Santo Niño. La antesala de su despacho es un minimuseo dominado por grandes imágenes religiosas con cabezas y manos de marfil, guardadas en vitrinas. Hay una Madre del Buen Pastor de tamaño casi natural junto a un Jesucristo, ambos de marfil. Cerca del escritorio veo un Cristo crucificado de marfil macizo.

En Filipinas las imágenes religiosas de marfil son de dos clases: tallas de marfil macizo, o bien estatuas, a veces de tamaño natural, con la cabeza y las manos de marfil y el resto del cuerpo de madera, ataviado con lujosas vestiduras. García es el miembro más destacado de un grupo de pro­minentes coleccionistas de imágenes del Santo Niño que exponen sus piezas durante las fiestas patronales de Cebú en algunos de los mejores hoteles y centros comerciales de la ciudad.

Le digo que quiero comprar una imagen de marfil del Santo Niño dormido. «Así», le aclaro, llevándome un dedo a la boca. Él imita mi postura. «Dormido», dice con gesto aprobador.

El objetivo de mi reunión con García es conocer los entresijos del comercio del marfil en su país y, a ser posible, averiguar quién estaba detrás de las 4,9 toneladas de marfil ilegal confiscadas por la policía aduanera de Manila en 2009, de las 7 toneladas incautadas en 2005 y de las 5,5 toneladas que iban camino de Filipinas y fueron de­­comisadas en Taiwan en 2006. Calculando un promedio de 10 kilos de marfil por ejemplar, las remesas confiscadas representan 1.745 elefantes. Según la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Fauna y Flora Silvestres (CITES), la organización del tratado que establece las políticas internacionales sobre tráfico de especies naturales, Filipinas no es más que una etapa en el tránsito del marfil hacia China. Pero los recursos de la CITES son limitados. Hasta el año pasado la organización tenía un solo agente para controlar el tráfico de más de 30.000 especies animales y vegetales. Su evaluación de la situación en Filipinas no coincide con las declaraciones que José Yuchongco, jefe de la policía aduanera de ese país, hizo a un periódico de Manila tras ser confiscado el alijo de 2009: «Filipinas es uno de los principales des­tinos del contrabando de colmillos de elefante, quizá porque aquí los católicos aprecian las imágenes de santos hechas con este material». En Cebú, la relación entre marfil e Iglesia es tan estrecha que la palabra cebuana para designar marfil, garing, también significa «imagen religiosa».

Si compro un crucifijo de marfil, la tienda me lo hará bendecir por un sacerdote del Vaticano y me lo enviará a mi domicilio.

Clandestinidad católico-musulmana «Marfil, marfil, marfil –anuncia la vendedora de la Galería Savelli en la plaza de San Pedro, en el Vaticano–. No esperaba encontrar tanto, ¿verdad? Lo veo en su cara.» El Vaticano ha demostrado en los últimos tiempos su compromiso con la lucha contra los delitos transnacionales al suscribir diversos convenios sobre tráfico de drogas, terrorismo y crimen organizado. Pero no ha firmado el convenio CITES y, por lo tanto, no está sujeto a la prohibición del comercio de marfil. La vendedora me informa de que si compro un crucifijo de marfil, la tienda me lo hará bendecir por un sacerdote del Vaticano y me lo enviará a mi domicilio.

Aunque el mundo ha encontrado sucedáneos para todos los usos prácticos del marfil (bolas de billar, teclas de piano, mangos de cepillo), su uso religioso ha quedado congelado en el tiempo, y su función como símbolo político persiste. Años atrás el presidente de Líbano, Michel Sleiman, regaló al papa Benedicto XVI un incensario de oro y marfil. En 2007 la presidenta de Filipinas, Gloria Macapagal Arroyo, regaló al pontífice una imagen de marfil del Santo Niño. Todos esos regalos fueron portada en todo el mundo. Incluso el presidente de Kenya, Daniel arap Moi, inspirador de la prohibición mundial del tráfico de marfil, le regaló una vez a Juan Pablo II un colmillo de elefante. Moi protagonizaría más tarde un gesto de la mayor importan­cia simbólica al ordenar la quema de 12 toneladas de marfil keniano, tal vez el acto más emblemático de la historia del conservacionismo.

El padre Jay es el comisario de la exposición anual del Santo Niño de su archidiócesis, una muestra que da a conocer lo mejor de las colecciones de sus fieles y ocupa todo un edificio de dos plantas en las afueras de Manila. Las más de 200 piezas están rodeadas de tantas flores frescas e inmersas en tan solemne música religiosa que me parece estar en un funeral mientras miro los cuerpecitos pálidos vestidos como reyes diminutos. Los Santos Niños de marfil lucen coronas chapadas en oro, joyas y collares de cristales de Swarovski. Tienen ojos de cristal importado de Alemania y pintado a mano. Cada una de sus pestañas es un pelo de cabra. El hilo de sus capas es de oro auténtico, importado de la India.

Muchas de las refinadas piezas que se exponen pertenecen a familias muy modestas. Algunos devotos abren cuentas bancarias a nombre de sus imágenes de marfil y las recuerdan en sus testamentos. «No me parece un derroche –asegura el padre Jay–, sino una ofrenda al Señor.» El sacerdote contempla las imágenes, algunas de ellas adornadas con lagang, flores de madreperla talladas en conchas de nautilos. «Para los devotos del Santo Niño –añade–, ningún exceso es suficiente. Si Dios creyera que todo esto es una estupidez, ya le habría puesto fin.»

El padre Jay me señala un Santo Niño con una paloma en la mano. «La mayoría de las piezas antiguas de marfil son herencia familiar –dice–. Las nuevas vienen de África. Entran por la puerta trasera.» En otras palabras, son de contrabando. «Es como enderezar lo que estaba torcido: se compra marfil de origen turbio y se transforma en un objeto espiritual, ¿entiende? –dice con una risita. Pero enseguida baja la voz y añade–, porque es como comprar un artículo robado.»

La gente debería comprar piezas nuevas, dice, para evitar a los estafadores que manchan el marfil con té o con Coca-Cola para que parezca antiguo. «Animo a la gente a que compre piezas nuevas, así la historia de la imagen empezará con ellos.»

Cuando le pregunto cómo llega el marfil nuevo a Filipinas, me dice que lo llevan de contrabando los musulmanes de la isla de Mindanao. Después, para indicarme que todo funciona con sobornos, me pone dos dedos sobre el bolsillo de la camisa. «A los guardacostas, por ejemplo. Hay que pagar y pagar a mucha gente hasta que el marfil entra en el país.»

Es parte de los sacrificios que hay que hacer por el Santo Niño: pasar de contrabando marfil de elefante como acto de devoción.

Cómo ser un contrabandista de marfil

No me hacía ilusiones de poder vincular a monseñor García con ninguna actividad ilícita, pero cuando le dije que quería un Santo Niño de mar­fil, me sorprendió. «Tendrá que hacerlo entrar en Estados Unidos de contrabando.»

«¿Cómo?»

«Envuélvalo en ropa interior usada que huela mal y eche por encima ketchup para que parezca sucio de sangre. Así es como se hace.»

García me indicó los nombres de sus tallistas de marfil favoritos, todos de Manila, y me aconsejó a cuál debía acudir para un gran volumen de trabajo, cuál tenía una mujer que imponía tarifas excesivas y cuál incumplía los plazos. Me dio sus direcciones y teléfonos, y me dijo que si quería pasar de contrabando una imagen demasiado grande para esconderla en la maleta, podía tratar de obtener un documento del Museo Nacional de Filipinas que certificara que la pieza era una antigüedad, o pedirle al tallista un certificado de que se trataba de una imitación o de que la talla databa de una fecha anterior a la prohibición del comercio de marfil. Independientemente de lo que decidiera encargar, García prometió bendecirme la imagen.

«Yo no soy como esos sacerdotes fanáticos de los animales que se niegan a bendecir el marfil», dijo.

Unas pocas familias controlan la mayor parte de la talla de marfil en Manila. Se mueven como termitas entre enormes cantidades de colmillos. Dos de los principales traficantes tienen su base de operaciones en Tayuman, el distrito donde se concentran los proveedores de artículos religiosos. Durante mis cinco viajes a Filipinas visité cada uno de los talleres que García me recomendó y algunos más. En todos dije que quería comprar marfil. Más de una vez me preguntaron si era sacerdote. En casi todos me propusieron algún modo de introducir marfil de contrabando en Estados Unidos. En uno me sugirieron pintar el marfil con acuarela marrón lavable para que pareciera madera. En otro me ofrecieron fabricar réplicas idénticas de resina para camuflar mi estatuilla del Niño Jesús de marfil; si me descubrían, tenía que mentir a los agentes de aduanas e insistir en que todas las imágenes eran de resina.

El moderno tráfico de marfil sigue las antiguas rutas comerciales, agilizadas hoy por aviones, teléfonos móviles e Internet.

Sacerdotes, balikbayans (filipinos residentes en el extranjero) y homosexuales filipinos son los principales clientes, según el comerciante de marfil más importante de Manila. Un marchante de antigüedades de Nueva York y otro de Ciudad de México viajan periódicamente para comprar piezas nuevas, que introducen de contrabando en sus respectivos países camufladas en el equipaje. Mis interlocutores me recordaban a menudo que allí donde hay un filipino, hay un altar para adorar a Dios.

Y al parecer, el padre Jay no se equivocaba cuando mencionó la ruta musulmana de suministro. Varios mayoristas de Manila me dijeron que los principales proveedores eran musulmanes filipinos con conexiones en África. Los mu­­sulmanes malasios también figuraban en su red. «A veces lo traen ensangrentado, y huele mal», me dijo una mayorista, apretándose la nariz.

El moderno tráfico de marfil sigue las antiguas rutas comerciales, agilizadas hoy por aviones, teléfonos móviles e Internet. Las fotos que había visto de cruces coptas de marfil al lado de rosarios islámicos también de marfil en un mercado de El Cairo cobraban ahora sentido. De pronto, las recientes incautaciones de marfil en Zanzíbar, isla de Tanzania con población musulmana que durante siglos fue uno de los centros mundiales del tráfico de esclavos y de marfil, me parecieron particularmente preocupantes, una señal de que el comercio ilícito de marfil a gran escala no acabaría nunca. Por lo menos una de las remesas estaba destinada a Malaysia, donde el año pasado fueron confiscados diversos alijos.

El mercado de marfil de las islas Filipinas es pequeño comparado, por ejemplo, con el de China, pero es varias veces centenario y funciona a la vista de todos. Coleccionistas y vendedores cuelgan fotos de sus piezas en Flickr y Facebook. La CITES, en calidad de administradora de la prohibición mundial del comercio de marfil acordada en 1989, es la organización oficial que se interpone entre las matanzas de la década de 1980 (durante las cuales se dice que África perdió la mitad de sus paquidermos, más de 600.000 en esos 10 años) y el exterminio del elefante. Si la CITES ha pasado por alto el tráfico de marfil en Filipinas, ¿qué más se le ha escapado?

El monje elefante

Los tallistas de marfil de Phayuha Khiri y de Surin, los más famosos de Thailandia, son objeto de la mayoría de las investigaciones sobre el comercio ilícito de marfil en el país. Phayuha Khiri está tan dedicada al marfil que en el centro de la ciudad, donde uno esperaría encontrar una fuente, hay un círculo formado por cuatro grandes colmillos de elefante. Unos minutos en la calle principal me bastan para sentir un déjà vu: Tayuman, el distrito de Manila donde se concentran los proveedores de artículos religiosos, solo que aquí, en lugar de crucifijos e imágenes de la Sagrada Familia, hay figuras de tamaño natural de monjes famosos, estatuillas de Buda, brazaletes y bolsas llenas de pequeños objetos religiosos. Todas las tiendas a ambos lados de esta larga avenida son mayoristas de artículos budistas. Los únicos compradores que veo du­­rante mis visitas a Phayuha Khiri son pequeños grupos de monjes vestidos de color azafrán.

Localizo al principal comerciante de marfil de la ciudad, el señor Thi, que luce un amuleto de marfil colgado del cuello y una hebilla de marfil en el cinturón, y recorro con él sus tiendas, su taller y su lujosa mansión. El señor Thi me cuenta que la tradición de la talla en Phayuha Khiri fue iniciada por un monje al que le gustaba tallar amuletos de marfil. Averiguo que los monjes regalan amuletos como agradecimiento por los donativos. Cuanto mayor es el donativo, mejores son los amuletos. Los que son bendecidos por ciertos monjes son todavía más valiosos.

"El marfil ahuyenta a los malos espíritus"

Kruba Dharmamuni, alias El Monje Elefante, que antes se hacía llamar Monje Escorpión, quiere llevarme a comprar marfil en Surin. Hubo un tiempo en que Surin era el hogar de los cazadores de elefantes del rey de Siam; pero la vida de los actuales mahouts, los cuidadores de elefantes pagados por el Gobierno, no es más que una som­bra de su antigua existencia. Ahora dependen de las habilidades de sus animales para patear un balón de fútbol o para pintar «autorretratos» con un pincel en la trompa para diversión de los turistas. A las puertas del parque turístico de Surin hay una hilera de puestos de venta de anillos, pulseras y amuletos de marfil.

«El marfil ahuyenta a los malos espíritus», me dice El Monje Elefante. Viste el hábito marrón de los monjes rurales y mastica maak, una pasta envuelta en hojas de betel que escupe en grandes trozos de aspecto sanguinolento. De su cuello pende una cabeza de elefante tallada en marfil, colgada de un collar de cuentas del mismo material que representan las 108 pasiones humanas.

El elefante, símbolo de Thailandia, es un animal reverenciado por el budismo. Cuenta la leyenda que un elefante blanco de seis colmillos penetró por el costado derecho de la reina Maya la noche en que concibió a Sidarta Gautama. El Monje Elefante está convencido de haber sido un paquidermo en una vida anterior. Me cuenta que tiene 100.000 seguidores en todo el mundo, aunque durante mi visita a su templo veo muy pocos. Se arrodillan ante él con ofrendas y reciben a cambio un amuleto bendecido por el monje.

Muchos tailandeses llevan amuletos, a veces por docenas, para atraer la suerte y protegerse del mal y de la magia negra. El mercado de amuletos de Bangkok es enorme, con infinidad de puestos que venden decenas de miles de pequeños talismanes hechos de metal, tierra compactada, hueso y, por supuesto, también marfil. Los más caros pueden costar 80.000 euros. Hay re­­vistas, ferias, páginas web y libros dedicados al coleccionismo de estos objetos a los que supersticiosamente se les atribuye alguna virtud. Casi todos los taxis tailandeses llevan alguno colgado del retrovisor. El destituido mandatario Thaksin Shinawatra cree que su amuleto budista le ha permitido salir con vida de varios atentados, y el Ejército distribuye amuletos entre los soldados de los puestos fronterizos para protegerlos de la magia negra de las fuerzas camboyanas.

Los amuletos son la principal fuente de ingresos de El Monje Elefante, que comercializa una asombrosa variedad de ellos. Entre los artículos que ofrece figuran imágenes de sí mismo y de Buda, así como amuletos hechos con trozos de hueso del cráneo de embarazadas muertas, aceite puro de cadáver, tierra de siete cementerios, pelo de tigre, piel de elefante y marfil tallado. El negocio marcha tan bien que está construyendo un nuevo templo: Wat Suanpah, inspirado en parte en los populares parques de tigres de Thailandia, que según los críticos suelen ser tapaderas para el tráfico ilícito de artículos relacionados con los tigres. Recientemente un reportaje televisivo difundió que El Monje Elefante había dejado morir de hambre a un animal para vender el cuero y el marfil, pero él insiste en que murió de causas naturales y que se limitó a celebrar su funeral. Me dice, además, que le basta ir de compras a Surin para conseguir todo el cuero y el marfil de elefante que necesite. Antes de la emisión del reportaje, ingresaba alrededor de un millón de bahts (25.000 euros) al mes de la tienda de regalos, la página web y los viajes al extranjero. Ahora solo ingresa unos 300.000 bahts. Pero asegura que en tres días de gira por Malaysia o Singapur puede vender a sus seguidores artículos por valor de un millón de bahts o más.

Thailandia tiene una pequeña población natural de elefantes asiáticos, una especie en peligro cuyo comercio internacional está totalmente prohibido desde hace tiempo. Dentro de Thailan­dia, sin embargo, las leyes son menos estrictas. Los mahouts y otras personas pueden vender las puntas de los colmillos de los elefantes vivos que estén domesticados y los colmillos enteros de los que han muerto por causas naturales. Durante años los traficantes internacionales de marfil han aprovechado esa posibilidad para in­­troducir de contrabando marfil africano y mezclarlo con el marfil asiático.

Los conservacionistas llaman a eso «el coladero tailandés». Pero hay otro coladero todavía mayor del que se aprovechan todos los países del mundo. El marfil africano introducido en un país antes de 1989 se puede comercializar dentro de las fronteras nacionales. Por eso cuando se pilla a alguien con marfil, la excusa siempre es la misma: que data de antes de la prohibición. Como no hay inventarios de las existencias previas a la prohibición, y puesto que el marfil es más o me­­nos imperecedero, esa defensa siempre es eficaz.

Thailandia, lo mismo que Filipinas, ofrece otra ventaja a los traficantes: la corrupción

El mercado de marfil de Thailandia ha ido evolucionando. «Los comerciantes están acumulando existencias –dice Steve Galster, director de la Freeland Foundation, una organización no gubernamental con base en Bangkok–. Como la CITES ya ha suavizado otras prohibiciones, consideran que la suya es una apuesta segura.»

Thailandia, lo mismo que Filipinas, ofrece otra ventaja a los traficantes: la corrupción. Una tonelada de marfil africano confiscado desapareció recientemente de un almacén de aduanas tailandés. Cuando pregunto si puedo ver lo que queda, los funcionarios se niegan e insinúan que los periodistas lo han robado. Solo cuando les digo que he oído otra versión me cuentan la verdad: se cree que los funcionarios de aduanas son los verdaderos culpables.

El grado de corrupción en Filipinas es tal, que en 2006 el departamento de fauna llevó a juicio a una serie de altos funcionarios de aduanas por «perder» varias toneladas de marfil incautado. Escarmentados, en la siguiente incautación los funcionarios entregaron el alijo de marfil confiscado a las autoridades del departamento de fauna, que pronto descubrieron que sus propios almacenes habían sido saqueados. Pilas de colmillos habían sido sustituidas por réplicas de plástico.

Jom, el tallista favorito de El Monje Elefante, vive junto a un camino de tierra, en un lugar re­­moto. No doy crédito a mis ojos cuando veo que en el puesto montado delante de su casa no hay cajones de fruta sino vitrinas de joyería llenas de figurillas de marfil de Buda. Por fuera de una de ellas hay una pegatina con la cara de El Monje Elefante. La mayor parte del marfil es tailandés. «Ese es africano», dice el Monje Elefante, señalando una pieza particularmente blanca.

«Si le trajera marfil africano, ¿usted me lo po­­dría tallar?», pregunto a Jom.

«Dai», me responde.

«Ningún problema», conviene su mujer.

No hace falta nada más para que el monje empiece a hablar de contrabando. Me dice que trocee el marfil para que quepa en mi maleta, indicándome con las manos extendidas el tamaño de las piezas. Es lo que hacen sus seguidores, me cuenta. Cuando llegue al aeropuerto de Bang­kok, sus ayudantes me recogerán y me llevarán hasta él. Tiene acólitos en el departamento de inmigración; pero si algo va mal, tengo que decir que el marfil es para su templo. Al parecer, puedo confiar en la religión como tapadera.

Como todo es cuestión de fe, y la fe obliga a desprenderse de desconfianzas, el marfil comercializado con fines religiosos no es objeto de la misma indagación escrupulosa que el destinado, por decir algo, a fabricar piezas de ajedrez. El marfil de Dios goza de un coladero particular.

Las fábricas de marfil de China

El olor y el ruido dentro de la Fábrica de Tallas de Marfil de Beijing son los propios de un in­­menso taller de mecánica dental. Al fin y al cabo, eso es lo que es. El zumbido de los taladros eléctricos que horadan los colmillos llena el aire.

El polvo de marfil cubre los marcos de puertas y ventanas e incluso lo siento en los dientes mientras me abro paso entre hombres y mujeres inclinados sobre unas imágenes que repiten los motivos religiosos y mitológicos presentes en toda China, tales como Fu, Lu y Shou, los dioses de la fortuna, la prosperidad y la longevidad, o el Buda sonriente, o también Guanyin, la diosa budista de la misericordia. En todos los lugares donde encuentro marfil, la religión anda cerca. «Los chinos creen en los conceptos que estas figuras representan», me explica el director de la fá­­brica Daxin de tallas de marfil, en Guangzhou.

Cuando se acordó la prohibición, los mercados estadounidense, europeo y japonés consumían el 80 % del marfil tallado que se comercializaba en el mundo. Actualmente en el centro de Beijing hay concesionarios de Maserati, Bentley y Ferrari en medio de tiendas de Gucci y Prada. No muy lejos se encuentra el Emporio Artesanal de Beijing, en cuya planta baja un cajero automático dispensa lingotes de oro de 24 quilates. Subiendo la escalera mecánica, después de las galerías de jade y seda, la principal tienda de marfil resplandece como una joyería cubierta de nieve. Veo una Guanyin tallada en marfil con tantos ceros en la etiqueta que he de pedir ayuda para interpretarlo: 1360000,00 (unos 170.000 euros).

Todas las versiones presentan a China como el mayor villano mundial en el contrabando de marfil. En los últimos años el gigante asiático ha estado implicado en más incautaciones de marfil a gran escala que cualquier otro país fuera de África. Por primera vez en varias generaciones muchos chinos pueden pensar en un futuro de riqueza, y también volver la vista atrás, hacia su pasado glorioso. Uno de los primeros lugares al que muchos dirigen la mirada es la religión.

"Si no es marfil, que sea oro. Pero el marfil es más valioso"

«No todos pensamos en el dinero», me corrige Xue Ping, mientras bebemos té en su galería de arte budista en el Gran Hotel de Beijing. En 2007, durante un peregrinaje por el camino de Buda desde Nepal hasta la India, este directivo de una agencia de publicidad tuvo una visión: Buda lo animaba a hacer algo bueno con su vida. Regresó a casa y en 2009 fundó una empresa a la que llamó Da Cheng Bai Yi («Transmisión del gran legado»), dedicada a apoyar a los grandes maestros de China en cinco disciplinas artesanales: laca, laca tallada, porcelana, tapices thang­ka y tallas de marfil. Xue localizó a Li Chunke, de 62 años, uno de los 12 grandes maestros de la talla de marfil en China. Le construyó un taller en Beijing, le alquiló un apartamento y abrió esta galería increíble donde nada está a la venta. Xue es el único cliente de Li.

«El elefante es un buen amigo del hombre –dice Li–. Cuando muere, su deseo es dejarnos algo de valor que cuente como una buena acción para su vida siguiente.» Li talla el marfil para honrar el legado del elefante. Como buenos bu­­distas, Li y Xue aborrecen la idea de matar a un ser vivo. Su marfil proviene de las autoridades, me dicen, y por tanto se supone que procede de animales que murieron por causas naturales.

Del mismo modo que los sacerdotes filipinos bautizan las imágenes de marfil, los monjes budistas celebran una ceremonia llamada kai guang, o «apertura a la luz», para consagrar las estatuillas religiosas. «El marfil es muy valioso –me dice Xue–, y para ser respetuosos con Buda debemos usar materiales valiosos. Si no es marfil, que sea oro. Pero el marfil es más valioso.» Es otra versión del mensaje que oí transmitir a los católicos filipinos: el marfil honra a Dios.

Una parte sustancial del inventario que hay en cada tienda y taller que visito en China son tallas religiosas, entre las cuales figuran muchas de las piezas más costosas. Militares de alta graduación (muy bien pagados en China) y directivos de empresas que regalan tallas de marfil a otros directivos o a altos funcionarios para influir en sus decisiones se encuentran entre los compradores de los artículos más caros. «Lo llamamos la puerta de atrás», me explicó un representante de la Asociación China de Artes y Oficios (ACAO), que depende del Gobierno. Así, el marfil es ahora lo que antes podía ser una botella de Johnnie Walker Etiqueta Azul, solo que en este caso si el regalo funciona, es una bendición para quien lo da y para quien lo recibe.

En una galería de Guanzhou, Gary Zeng me enseña en su iPhone la foto de una «bola del diablo»: 26 esferas de marfil, una dentro de otra. Zeng, de 42 años, ha comprado en la fábrica Daxin dos de esas bolas de marfil, una para él y otra para un amigo empresario. Ha venido a la galería para comprobar que el precio pagado ha sido justo. Me subo a su Mercedes y voy con él a su lujosa urbanización, protegida con vallas de seguridad. Cuando llegamos, le da la bola más barata a su hijo de tres años para que Brent Stirton lo fotografíe para National Geographic. La bola de marfil ocupará un lugar de honor en la nueva casa que Zeng se está construyendo, «para que la proteja de los malos espíritus». Pero de mo­­mento esta pieza de casi 40.000 euros es simplemente un juguete muy caro. Le pregunto por qué compran marfil los jóvenes ejecutivos como él.

«Como inversión –contesta–. Y por el arte

«¿Piensan en los elefantes?», le pregunto.

«No, nunca», responde tajantemente.

En una de las calles más famosas de China por ser uno de los centros del comercio de marfil hay una valla publicitaria electrónica de cuatro pisos de altura que anuncia una nueva oportunidad de inversión: la venta de artículos de joyería budista y productos religiosos relacionados ha alcanzado los 12.500 millones de euros al año, y el crecimiento es de un 50 % anual. «Hay casi 200 millones de budistas en China», reza la valla. Las dos plantas del edificio están dedicadas exclu­­sivamente a las tallas de marfil. Un poco más allá, en la misma calle, otras galerías venden tallas de marfil, algunas legales y otras no tanto.

Todo hace pensar que el sector del marfil en China seguirá creciendo. El Gobierno ha concedido licencia de apertura al menos a 35 talleres nuevos y a 130 minoristas, y favorece la formación de tallistas de marfil en instituciones como la Universidad de Tecnología de Beijing. Más interesante aún es observar que en China, lo mismo que en Filipinas, tallistas como el maestro Li enseñan el oficio a sus parientes, una inversión en el futuro de la familia.

El experimento japonés

En 1989, después de diez años durante los cuales moría por lo menos un elefante cada diez mi­­nutos, el presidente George Bush padre prohibió la importación de marfil a Estados Unidos, Ke­­nya quemó (por orden del presidente Moi) las 12 toneladas de marfil que tenía almacenado y la CITES anunció la prohibición internacional del comercio de marfil, que entró en vigor en 1990. No todos los países acataron la prohibición. Zimbabwe, Botswana, Namibia, Zambia y Malawi expresaron «reservas» y se declararon exentos aduciendo que sus poblaciones de elefantes eran suficientemente numerosas para soportar el comercio. En 1997 la CITES celebró su reunión principal en Harare, capital de Zimbabwe, donde el presidente Robert Mugabe de­­claró que los elefantes ocupaban demasiado espacio y bebían enormes cantidades de agua, por lo que tenían que pagar el «alojamiento» con su marfil. Zimbabwe, Botswana y Namibia hicieron una oferta a la CITES: acatarían la prohibición si se les permitía vender el marfil de los elefantes abatidos en matanzas controladas y de los que murieran por causas naturales.

La CITES se avino a transigir y autorizó una «venta experimental» aislada de los tres países a un único comprador: Japón. En 1999 el Gobierno nipón adquirió 50 toneladas de marfil por 4 millones de euros. Casi inmediatamente pidió más, y pronto también China solicitó marfil legal. Si el keniano Daniel arap Moi fue el padre de la prohibición del comercio de marfil, el zimbabuense Robert Mugabe lo fue de la primera grie­ta abierta en el acuerdo sobre dicha prohibición.

Matar elefantes es fácil, pero localizar sus cadáveres no es tan sencillo,

Antes de autorizar otra venta, la CITES quiso conocer los resultados del experimento japonés: ¿Habían aumentado los delitos después de la venta? ¿Se habían incrementado, específicamente, la caza furtiva de elefantes y el contrabando de marfil? Para averiguarlo inició un programa de recuento de los elefantes abatidos de forma ilícita y otro de medición del alcance del contrabando de marfil.

Matar elefantes es fácil (ahora los furtivos de Kenya y Tanzania lo hacen con sandías envenenadas), pero localizar sus cadáveres no es tan sencillo, y a la CITES le ha llevado años poner en marcha el programa de recuento. Las autoridades de la organización se niegan a publicar una estimación oficial de los elefantes abatidos anualmente por temor a que ese número, basado en cálculos de población de 2007 y en datos de la caza furtiva de 2012, «quede fijado como la verdad absoluta en la mente del público». Pero según Kenneth Burnham, estadístico oficial del programa de Supervisión de la Matanza Ilegal de Elefantes (MIKE) de la CITES, es «muy probable» que al menos 25.000 elefantes africanos hayan sido abatidos por furtivos en 2011, aunque la cifra real podría ser incluso el doble. Paralela­mente, se calcula que el marfil ilegal confiscado el año pasado en todo el mundo fue de 31,5 tone­ladas. Aplicando una regla de la Interpol, según la cual los alijos incautados representan el 10 % del contrabando total, y suponiendo que se obtienen 10 kilos de marfil por elefante, ese volumen indica 31.500 elefantes muertos. «Ese es el quid de la cuestión –dice Iain Douglas-Hamilton, de la organización Save the Elephants–. Decenas de miles de elefantes fueron abatidos el año pasado. Y las cifras están aumentando de forma radical.»

Cuantificar el tráfico ilegal de marfil también es difícil. Los contrabandistas no declaran las cantidades facturadas. Si un año hay más incautaciones que otro, puede significar que ha aumentado el contrabando, o que las fuerzas del orden están actuando con más severidad, o ambas cosas a la vez. Una disminución de las incautaciones puede ser un dato positivo, pero también puede indicar que hay más permisividad. Los grandes contrabandistas tienen contactos en los departa­mentos de fauna locales, en las aduanas y en las empresas de transportes que les permiten mover de un país a otro cargamentos de varias toneladas. (En Filipinas conocí a vendedores de marfil que acusaban a los agentes de aduanas de confiscar marfil ilícito solo cuando no recibían su soborno.) Lo peor de todo es que los sistemas basados en las incautaciones recompensan a los países por confiscar marfil, cuando lo que deberían hacer es seguir la cadena de la demanda de marfil ilegal para localizar a los cabecillas. Por esta razón los investigadores consideran que las incautaciones son una mala forma de aplicar la ley.

Para efectuar el seguimiento de las incautaciones, la CITES recurrió a Traffic, una ONG que hace un seguimiento del comercio mundial de la flora y fauna silvestres. Pero Traffic no es un auditor imparcial, sino una organización subsidiaria del World Wildlife Fund (WWF) y la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), que, al igual que muchas ONG, tiene proyectos y oficinas en países donde se desarrolla el tráfico de marfil, lo que complica su capacidad para formular juicios independientes. Traffic fijó la sede de su nuevo programa de seguimiento de las incautaciones de marfil –el Sistema de Información sobre el Comercio de Elefantes (ETIS)– en el país africano más favorable a la legalización del comercio de marfil, Zimbabwe.

Desde el principio, Traffic afirmó que su base de datos se remontaba a 1989, el año de la prohi­bición, pero los países no empezaron a informar al ETIS de sus incautaciones de marfil hasta 1998. Durante esos 10 años los datos procedían de en­­cuestas esporádicas realizadas por Traffic, y eran muy escasos en lo referente a algunos países de importancia clave, como Japón (20 casos en un decenio), Thailandia (21), Filipinas (5) y China (2). Incluso cuando el ETIS ya había empezado a funcionar, muchos Gobiernos no le informaban de sus incautaciones. Así, cuando llegó el momento de juzgar el experimento japonés, la base de datos de Traffic tenía mucha información de Estados Unidos y la Unión Europea (más del 60 % de los casos) y muy poca del mercado más importante: Asia (menos del 10 %). El ETIS no disponía de suficientes datos para juzgar los efectos de la venta a Japón.

La CITES habría podido hacer un estudio más exhaustivo del experimento japonés, si hubiera combinado los informes de diferentes ONG internacionales –cuyos investigadores, que de­­sarrollaban su labor en secreto, observaron un aumento del tráfico ilegal de marfil después de la venta a Japón– con los datos de Traffic, cuyas estadísticas del ETIS no revelaban una relación significativa entre la venta a Japón y las incautaciones. También habría podido reconocer las limitaciones del ETIS, ya que al fin y al cabo las incautaciones, su criterio de medición, estaban bajo el control de los países evaluados. Puesto que la CITES tuvo problemas para calcular el volumen de la caza furtiva de elefantes, habría podido declarar que el experimento de Japón no había arrojado resultados concluyentes, o incluso que había sido un fracaso.

De hecho, China lo consideró un fracaso. En un informe de 2002 advirtió a la CITES que la causa principal del creciente problema chino con el contrabando de marfil era el experimento japonés: «Muchos chinos malinterpretan la decisión y creen que el comercio internacional de marfil se ha reanudado». Los consumidores chinos creían que se podía comprar marfil otra vez.

La CITES hizo caso omiso de la advertencia de China y depositó toda su confianza en las estadísticas del ETIS. «Los datos que poseemos del ETIS indican que no hay una correlación entre las decisiones tomadas por la CITES y el comercio ilegal», afirmaría más adelante Willem Wijnstekers, entonces secretario general de la CITES, antes de que se aprobaran más ventas de marfil con la bendición de la organización. Tom Milliken, director del ETIS, sugeriría asimismo que el experimento de Japón había sido positivo: «Es alentador observar que el tráfico ilícito de marfil decreció paulatinamente en los cinco años siguientes». Pero Milliken no sabía lo que había sucedido con el tráfico ilícito; solo disponía de sus estadísticas sobre las incautaciones. Aun así emitió un juicio, y puede que el futuro del elefante africano haya quedado ensombrecido para siempre desde el momento en que la CITES aprobó una segunda venta de marfil careciendo de datos suficientes para evaluar los efectos de la primera.

En 2004 China, olvidadas sus preocupaciones, solicitó a la CITES que le permitiera comprar marfil. En marzo de 2005, la organización envió a China un equipo de tres personas, entre las cuales estaba Milliken, durante cinco días para que evaluara su sistema de control del comercio de marfil. El equipo regresó «más que satisfecho» y pronosticó que el sistema de China podía «erradicar, o por lo menos reducir considerable­mente, el comercio ilícito». Sin embargo, también indicó que dos informes sucesivos del ETIS habían revelado que China era la principal razón de que el tráfico ilegal de marfil fuera en aumento. En consecuencia, la Secretaría de la CITES denegó la autorización para comprar marfil.

Pero el ETIS se podía manipular. Evaluaba los países no solo por las incautaciones de marfil sino también por las veces que se había aplicado la ley. Era posible burlar el sistema del ETIS in­­formando de muchas pequeñas confiscaciones, como la de unos pendientes de marfil que llevara una turista. «Tom Milliken me aconsejó que hi­­ciera redadas en Chatuchak [un mercado de Bangkok] para tener más casos de los que informar», me contó un oficial tailandés, contrariado con esa «medida». En 1999, el año de la venta a Japón, China notificó al ETIS siete incautaciones de marfil. Poco después de su solicitud a la CITES, empezó a registrar decenas de casos al año, en su mayor parte incautaciones de efectos personales a turistas. En los últimos años ha estado informando de cientos de casos al año. El pasado mes de febrero hizo público uno de sus mayores operativos contra el tráfico ilegal de marfil de 2011, en el que participaron 4.497 personas y 1.094 vehículos. El operativo descubrió 19 casos de comercio ilegal y confiscó 28,8 kilos de marfil, el peso de un caniche sobrealimentado.

En julio de 2008 la Secretaría de la CITES aceptó la solicitud de China de comprar marfil, una decisión que contó con el apoyo de Traffic y del WWF. Los países miembros dieron su aprobación y, ese otoño, Botswana, Namibia, Sudáfrica y Zimbabwe celebraron subastas en las que vendieron un total de más de 104 toneladas de marfil a mayoristas chinos y japoneses.

Como prueba para determinar si la venta de marfil incrementaba el tráfico ilegal, el experimento japonés falló. Como un precedente para pronosticar qué sucedería con la venta a China, sus defectos eran aún más profundos. Japón es una isla donde el marfil se destina principalmente a un solo uso: los tradicionales sellos hanko. China tiene fronteras con 14 países, un extenso litoral, una economía en expansión, una población diez veces superior, sustanciales inversiones en África y todo tipo de usos para el marfil, desde esculturas hasta fundas para móviles. Tras la primera venta de marfil a Japón, China dijo que sus problemas con el contrabando habían aumentado. Ahora la propia China estaba entrando en el negocio del marfil, mientras la CITES decía al mundo que no se preocupara.

El diablo está en los detalles

Meng Xianlin es director ejecutivo de la Autoridad Administrativa CITES en China, lo que lo convierte en el más alto responsable del comercio de flora y fauna silvestres en el país asiático. En 2008 asistió a las subastas de marfil en el sur de África. Mientras comemos cerca de su oficina en Beijing, me revela un secreto sorprendente: las pujas africanas no fueron competitivas. Antes de viajar a África, el grupo de compradores japoneses hizo escala en Beijing y presentó una propuesta estratégica. Como los japoneses utilizan sobre todo marfil de tamaño medio y de alta calidad para los sellos hanko y los chinos prefieren colmillos grandes y enteros para sus esculturas o piezas pequeñas para los últimos retoques decorativos, los japoneses propusieron que cada país hiciera ofertas solamente para su tipo preferido de marfil, con el fin de mantener los precios bajos. Los precios que pagaron fueron tan reducidos, según Meng, que una funcionaria de Namibia, donde se celebró la primera subasta, siguió a las delegaciones asiáticas por el resto de los países africanos con la esperanza de encontrar pruebas de que su país había sido estafado.

China podría combatir el tráfico ilícito inundando el mercado local con marfil legal a precios irrisorios

Aun así, para la Secretaría de la CITES, las subastas habían sido un éxito. Habían recaudado más de 12 millones de euros, que en su mayor parte se destinarían a financiar proyectos de conservación en África. Y aunque el precio me­­dio de 117 euros por kilo de marfil significaba que África tendría menos dinero para gastar en conservación, también significaba, según la CITES, que China podría combatir el tráfico ilícito inundando el mercado local con marfil legal a precios irrisorios. Eso dejaría fuera del negocio a los traficantes ilegales, que según había averiguado la CITES estaban pagando hasta 670 euros por kilo de marfil. Willem Wijnstekers declaró a Reuters que los precios bajos podrían contribuir a reducir la caza furtiva.

Pero el Gobierno chino hizo algo inesperado: subió el precio del marfil. A través de una filial de la ACAO, su asociación de artes y oficios, cobró al empresario Xue Ping 870 euros por kilo, lo que supone unos beneficios del 650%, e impuso unas tasas a la Fábrica de Tallas de Marfil de Beijing que situaron los costes de la empresa en 929 euros por kilo de marfil de clase A. Además, China ha preparado un plan decenal para limitar la oferta y está sacando a la venta unas cinco toneladas de marfil al año. El Gobierno de China, que controla quién puede vender marfil en el país, no arruinó el mercado negro con sus precios bajos, sino que utilizó su poder monopolístico para vender a precios aún más altos.

Si los precios bajos y los grandes volúmenes desincentivan el contrabando, según la lógica de la Secretaría de la CITES, entonces los precios elevados y la restricción de la oferta deberían incentivarlo. De hecho, la decisión de permitir a China la compra de marfil ha estimulado el tráfico ilegal de marfil, según grupos de observadores internacionales y comerciantes con los que hablé en China y Hong Kong.

El marfil legal de 2008 siempre será una coartada para el marfil de contrabando.

Y los precios siguen subiendo. Feng You Min, director de ventas de la fábrica Daxin de tallas de marfil, dice que el precio del marfil bruto es 20 veces más alto que el que se paga en África. El genio ya no se puede devolver a la botella. El marfil legal de 2008 siempre será una coartada para el marfil de contrabando.

Hay un último fallo en la decisión de la CITES de dejar que China comprara marfil. Para obtener la aprobación, China instituyó una serie de medidas de protección, la más notable de las cuales era la que estipula que cualquier talla de marfil a partir de un tamaño mínimo debe ir acompañada de una tarjeta identificativa con fotografía. Pero los delincuentes han transformado el sistema de tarjetas de identificación en un instrumento más del contrabando.

Antes de que se hablara de los elefantes en una reunión de la CITES en agosto de 2011, China promovió la expulsión de todas las ONG asistentes. Fue una medida extraordinaria. Entre los expulsados había representantes de la Born Free Foundation, de la Humane Society Interna­tional, de la Federación Japonesa de Asociaciones de Artes y Oficios, del Pew Charitable Trust, del Safari Club International y de National Geographic Society (yo mismo). A Tom Milliken, de Traffic, le permitieron quedarse en la reunión para presentar los últimos resultados del ETIS. La razón de la expulsión, opina Meng, fue un informe presentado por una ONG pequeña pero influyente radicada en Londres, la Agencia de Investigación Medioambiental (EIA), que había enviado en secreto a algunos de sus agentes a China. La EIA sostenía que el sistema chino de control del marfil era un fracaso, que hasta el 90 % del marfil comercializado en el mercado chino era ilegal y que las subastas de 2008 habían revitalizado el tráfico ilegal. Meng estaba indignado. Reconocía que el 80 % del informe de la EIA era veraz, «pero antes de hacer nada tenían que haber venido a hablar con nosotros».

El año pasado la CITES hizo una confesión sorprendente: «La Secretaría aún se está esforzando por comprender muchos de los aspectos del comercio ilegal de marfil». El pasado mes de abril, Tom Milliken hizo una declaración a la BBC que evocaba inquietantes ecos de la advertencia de China después del experimento japonés: «¿Exacerbó el problema la venta legal a China? Ahora, en retrospectiva, podemos afirmar que sí. Tal vez creó la imagen, en la mente de muchos potenciales consumidores chinos, de que era perfectamente lícito comprar marfil».

Meng se ríe entre dientes mientras le sirvo otra cerveza. Me cuenta que después de que llegase el marfil africano a China, oyeron un ruido raro procedente de uno de los cargamentos. Les llevó tiempo descubrir su origen. El marfil sudafricano, que durante las subastas les había parecido el mejor y el más blanco, estaba empezando a agrietarse. «Lo oíamos resquebrajarse», recuerda. Meng supone que para conseguir un buen precio, los sudafricanos lo habían blanqueado con productos químicos que lo deshidrataron y le produjeran las grietas al llegar a su destino.

Más valioso que el marfil blanco del elefante de sabana es el marfil amarillo del elefante de selva, más pequeño. «Este es el mejor», me dice Feng, de la fábrica Daxin. Las tallas realizadas con este tipo de marfil se venden con tal rapidez que los clientes han de encargarlas especialmente. La única que aún conserva Feng en los almacenes es una efigie antigua y agrietada de Mao Zedong. El problema es que no hay elefantes de selva en ninguno de los países donde China puede comprar marfil legalmente. Esos elefantes viven en África Occidental, en países como Camerún, que sufrió incursiones de furtivos musulmanes a principios de año.

En marzo la CITES volverá a reunirse para hablar del futuro del elefante africano.