Cuando cae el mediodía en la Quebrada de Humahuaca, en la provincia argentina de Jujuy, el sol desgasta el cuerpo como si dos cuchillos se apuntalaran en bucle sobre la cabeza. Sin embargo, a Elizabeth Salinas —que lleva una hora esperando en el puente que une la población de Huacalera con los Valles de Altura—, parece no importarle. Acarrea serena tres bolsas, una en la espalda, otra en el hombro, la más pesada en la mano. Dice que en su equipaje personal nunca faltan dos amuletos: una linterna y un rosario bendecido.
Elizabeth lleva diecinueve horas fuera de su casa y aún tardará unas seis más en llegar a su puesto de trabajo. Antes, se ha tomado dos autobuses —el primero hasta la capital de la provincia, San Salvador de Jujuy; el segundo hasta esta población de la Quebrada de Humahuaca, el corredor natural que lleva al Altiplano, donde ha pernoctado. Aquí alquila una habitación que paga de forma mensual con su salario de maestra y que le sirve de refugio cada vez que accede a los valles, donde se encuentra la escuela que dirige.
Ricardo Veteri
La población de Huacalera, en la Quebrada de Humahuaca (Patrimonio Cultural y Natural de la Humanidad por la UNESCO), es una de las bases de entrada a los Valles de Altura. Elizabeth Salinas espera aquí la llegada de una camioneta para ser trasladada hasta Abra de Yala, el puerto de montaña donde inicia la caminata que la conduce a su lugar de trabajo.
Una camioneta privada, que también paga con su salario junto a otros docentes que trabajan en la zona, la conduce a media mañana allí donde termina la pista de tierra en el cruce más cercano a la escuela. Es un puerto de montaña a 3.500 metros de altura, con un montículo de piedras que los lugareños han construido para honrar a la Pachamama, la tierra. Frente a ella se arrodilla, con el viento en la nuca, cada vez que ingresa a los Valles de Altura, encomendándose a la fuerza de esta tradición para llegar sana y salva.
«El desafío es llegar todos los meses y llegar bien –explica, el día que la visito en la escuela–. No sabemos lo que nos puede pasar en el camino».
El recorrido a pie, que de ida es más ligero porque es en descenso, atraviesa montes con grietas rebeldes. Durante cinco horas los cóndores nos persiguen, frente a un vacío que a su vez es áspero y bello. En algunos tramos, el sendero se esconde bajo los matorrales, obligándonos a rehacer el camino. Me guían los arrieros que mensualmente acompañan a Elizabeth, cargando en mulas las provisiones que alimentarán al equipo docente y a los dos únicos alumnos que la escuela reúne en el momento de mi visita.
Footage de filmación del documental 'La pantalla andina'
Para llegar a la Escuela Nº 89 Salvador de Benedetti, en la comunidad de Yala de Monte Carmelo, hay que acceder en camioneta hasta el puerto de montaña Abra de Yala y luego descender un valle a pie durante 3-5 horas.
Una odisea rutinaria
Yala de Monte Carmelo es un centro albergue de difícil acceso ubicado a unos cuarenta y tres kilómetros de Huacalera, su población más cercana, según las mediciones de la Dirección Provincial de Vialidad. La ruta provincial 18, de reciente construcción, solo conecta una de las siete escuelas que completan los valles, donde en su mayoría permanecen comunidades indígenas kolla dedicadas a la agricultura y ganadería de subsistencia.
No es el caso de la escuela de Yala de Monte Carmelo, que permanece incomunicada. A ella se trasladan durante veinte días los niños de la comunidad, cuyas casas se encuentran a horas de caminata del edificio educativo. Organizados con un sistema plurisala, los alumnos son agrupados a pesar de sus diferentes edades. Durante la cursada, la bandera nacional es izada a diario, al son del resto de escuelas de la provincia, además de otras tareas curriculares que se cumplen como si el aislamiento extremo no existiera.
Maestros y alumnos regresan a sus hogares los últimos diez días del mes, en una odisea que ya es rutina. La misma metodología se aplica al resto de centros educativos de los Valles de Altura, los más inaccesibles de esta provincia argentina que colinda con Chile y Bolivia. Un paraje remoto donde la educación se mantiene intacta gracias a docentes como Elizabeth que, mensualmente, exponen su cuerpo bajo dos leyes. La primera, la disciplina. La segunda, la naturaleza; y la certeza de que es ella quien nos domina y no al revés.
Caminar, un símbolo de la tradición andina
Elizabeth pidió su traslado a los valles buscando demostrarse a sí misma que tenía algo más para dar. Una vez allí, lo que terminó encontrando fue un material humano excelente, una niñez transparente, dice, y una oportunidad única de convertir la educación en un sueño de futuro. «Solo espero que sean hombres de bien, que tengan sus trabajos y que siempre vuelvan a sus orígenes, que nunca se olviden de sus tierras», explica desde el interior de su despacho.
La habitación, sobria, alberga una treintena de libros redactados a mano por los directores que se han ocupado de la institución desde su fundación en 1942. En sus tiempos libres ordena el contenido, repasando la despoblación histórica de la comunidad cuando gran parte de ella se trasladó a trabajar a los ingenios azucareros ubicados en otras zonas de la provincia. Su acto es altruista, en un intento de salvaguardar una historia ajena. «La de ellos, la de los cerros», sigue.
Aunque la labor docente aquí es de sol a sol, el contacto con lo inhóspito, con el rostro voraz de la tierra, a Elizabeth le ha entregado un bien invaluable: tiempo. Para leer, para echar de menos, para querer cambiar.
Ricardo Veteri
Para trasladarse hasta su lugar de trabajo, Elizabeth Salinas debe viajar la tarde anterior hasta Huacalera, población de la Quebrada de Humahuaca, en el departamento de Tilcara, donde tiene una habitación alquilada que le sirve de refugio cada vez que ingresa a los Valles de Altura o regresa de ellos.
«Aquí todos los días nos pasa algo, conocemos algo más. Observamos, contemplamos, valoramos. Y caminamos –explica–. Y al caminar no solo dejamos algo atrás, adquirimos algo también».
Se refiere a la fortuna —y aspereza— de experimentar en piel propia uno de los valores transversales de estos montes. «Caminar es un signo más de la cultura andina porque en el camino está el paso de toda una vida», sigue.
El precio de vivirla es la soledad y, en su caso, también el sacrificio de su figura de madre. «Mis hijas no están solas; mientras estoy aquí tengo el apoyo de sus abuelas, de sus tías, pero la mirada de la madre es la mirada de la madre. Siempre pienso que ellas no estarán viendo algo que yo sí estaría viendo, en cuanto a su bienestar», añade.
Garantizarles un mejor futuro también es uno de los motivos que ha llevado a Elizabeth a trabajar en condiciones adversas, pues el salario que percibe una maestra rural puede llegar a ser un 30-35% superior al que se recibe en centros urbanos (aunque a este monto hay que descontarle la inversión que requiere trasladarse hasta estos lugares inhóspitos).
Footage de filmación del documental 'La pantalla andina'
Camino a la Escuela Nº 133 Presidente Juan Domingo Perón, en la comunidad de Alonso, la única de las siete escuelas de los Valles de Altura que ya cuenta con una pista de tierra de acceso.
Ella no es la única. Para la mayoría de los docentes de los Valles de Altura, el progreso de sus hijos es el consuelo a su sacrificio. Lo ha sido para Walter Carrizo que, durante veintinueve años, caminó desde Huacalera hasta la escuela de la comunidad de Alonso, la única que actualmente —y de forma reciente— es accesible a través de una pista de tierra. Motivado por el reto físico que el trabajo suponía, Walter se habituó a trepar quebradas de noche, tropezando con rocas y soportando el sonido de los truenos. Fue una vez superada esta meta que encontró el sentido real a su labor: devolverles a los valles lo que estos le habían entregado a su familia.
«Mi mamá nació en esta zona y siempre me cuenta que cuando era pequeña una maestra la llevó a la ciudad y le dio apoyo. Esto a mí se me quedó como algo importante, lo importante que es enseñar», me explica en una de las aulas.
Contención humana y educativa
Walter, que evolucionó a la par que este lado del valle también lo hacía, recuerda el barro y paja del primer techo de la escuela, el fuego a leña durante los primeros inviernos, el queroseno encendido con mecha de gasa para alumbrar la noche, o el agua de río hervida en una olla para uso doméstico.
Fotograma del documental 'La pantalla andina', de Carmina Balaguer
Las maestras de los Valles de Altura se ocupan de la contención del alumnado, con tareas y hábitos que trascienden el currículo escolar, como es el cuidado higiénico y alimenticio. En la imagen, María Mabel Canavire, una de las docentes de la Escuela Nº 219 de Yaquispampa en el momento de la visita, peinando a una de las alumnas.
La actualidad es un poco más pictórica. Los murales bordean los interiores del patio en el que juegan un total de cinco alumnos, con adivinanzas escritas en quechua, la figura de Mafalda o un calendario agro-festivo que incluye tiempos de siembra, riego y cosecha. A pesar de esto, y que ya llega el agua corriente, un flojo wifi y una señal de radio en el puesto sanitario que custodia el edificio, la noche —y el día— a estas latitudes sigue siendo muy hostil. La tarea de Walter —como la de todas las maestras de estos valles— es también velar para la contención del alumnado, con tareas y hábitos que trascienden el currículo escolar, como es el cuidado higiénico y alimenticio.
«Trabajamos para fortalecer a los alumnos, enseñarles valores, esto es lo que les va a ayudar cuando terminen la educación primaria y tengan que dejar los Valles, bajar a la Quebrada», explica.
Vocación de género femenino
Walter, que ha llegado a la escuela en un 4x4, con la mirada pegada al ventanal y a un pasado tosco, convive con un sentimiento de contradicción. Su deseo para los últimos años de su carrera es trasladarse a la escuela de Yaquispampa, la más aislada de la zona y la más cercana a la cuna de su madre. Sin embargo, aquí ha forjado un compromiso de difícil desarraigo.
«La nostalgia es lo que voy a extrañar en el futuro, lo que voy a sentir en los momentos cuando deje de venir, pero debe ser la Pacha que no me quiere dejar ir –cree– porque el traslado no me sale».
Seguramente porque, además de superarse, este lugar le enseñó uno de los ejercicios más difíciles: la entrega incondicional. Un valor que, según él, trasciende al género. «Yo creería que cuando uno tiene vocación tanto el hombre como la mujer pueden trabajar en esta zona», comenta.
El panorama de los Valles de Altura en el momento de la visita también lo suscribe, con seis de las siete escuelas dirigidas por mujeres. Aun así, Walter admite que la mujer sufre un sacrificio extra: poner en juego su relación de familia, llegando incluso a perderla.
Ricardo Veteri
Vicenta González parte de su casa, en el barrio de Malvinas de San Salvador de Jujuy, para iniciar el periplo de regresar a Yaquispampa, en los Valles de Altura, donde permanece veinte días por mes. Cuando no es temporada de lluvias, la ruta de acceso a la escuela es por Abra del Queñual, un puerto de montaña al que se accede en 4x4 y desde el que se acorta un poco el tiempo de caminata.
Vicenta González es una de ellas. La primera vez que se despidió de su hija sollozó durante siete horas por el caudal de un río seco, quebrada adentro, sin vislumbrar el centro educativo por el cual la había dejado. Ese horizonte prometido era una escuela-rancho sin luz, ni agua corriente, ni dormitorio, que le valió pasar a ser considerada una «hermana» por su propia hija durante décadas.
«Pasan muchas cosas cuando una deja a los hijos», asegura en su casa de Malvinas, un barrio periférico de la capital jujeña.
Para soportar esta etapa, Vicenta se abocó al conocimiento del campo. De sus alumnos aprendió a mirar el cielo, señalar el planeta Venus y guiarse con él hasta la escuela; buscar el este y el oeste con la Cruz del Sur; y augurar un buen año de lluvia cada vez que la luna aparecía ‘con casa’ (el efecto de un halo a su alrededor).
Ricardo Veteri
Un cálculo exacto de provisiones es clave para lograr terminar la travesía que lleva de Tilcara a Yaquispampa. En su set básico, Vicenta González incluye toallas, guantes, un gorro y un paraviento, además de unas zapatillas de recambio. También agrega elementos de emergencia como caramelos, pastillas para el mal de altura, hojas de coca, papel higiénico y pomada de átomo para los calambres, así como un USB diminuto y un calendario con la fecha de ingreso a la escuela marcada en círculo.
«Nosotros vamos con letras y números, pero ellos ya saben un montón de cosas antes», comenta mientras dobla a la perfección todo lo que se llevará a Yaquispampa, la escuela más aislada de los Valles de Altura a la que Walter nunca logró trasladarse. Entre varios elementos, su mochila incluye una toalla, un gorro, un paraviento, unos guantes, además de un kit de emergencia con hojas de coca, papel higiénico, pomada de átomo para calambres y zapatillas de recambio.
Dice que el equipaje ha crecido, pues la primera vez que accedió al lugar fue aconsejada por una amiga que conocía la zona, convenciéndola de solo viajar con pan, agua y dos mudas —una de abrigo y otra para cambiarse— para los veinte días de turno escolar.
Ricardo Veteri
Vicenta González parte de su casa, en el barrio de Malvinas de San Salvador de Jujuy, para iniciar el periplo de regresar a Yaquispampa, en los Valles de Altura, donde permanece veinte días por mes.
Fe comunitaria
En el trayecto que lleva a la escuela, hasta un pañuelo de más pesa en la espalda. Un cálculo exacto de provisiones es clave para lograr terminar una travesía que empieza en la población de Tilcara —enclave de la Quebrada de Humahuaca—,e implica caminar dieciséis horas a una altura máxima de 4.500 metros sobre el nivel del mar.
Todas las pertenencias personales, además de menesteres didácticos como libretas y hojas, son cargadas en las mulas que las maestras pagan de su bolsillo. También los caballos que montan cuando el cansancio acecha. El total del servicio puede llegar a costar entre el 10-14% de su salario, en función de la antigüedad de la docente. El resto del traslado —las mercaderías alimenticias— es cubierto por el Ministerio de Educación provincial.
Cuando la caravana de animales va llena —como sucede el día que me uno a la travesía, con unos 320 kilos distribuidos en ocho mulas— la partida demora entre dos y tres horas. De madrugada, arrieros y docentes se turnan las linternas para conseguir coser las bolsas arpilleras y montarlas en alforjas, disponiéndolas de manera estudiada: bolsas de harina con bolsas de azúcar; leche con enlatados y los huevos separados de todo el resto.
Para culminar los preparativos, una cuerda une una mula detrás de la otra. El sendero es angosto y, en su mayoría de tramos, avanza al borde del precipicio, así que la única manera de transitarlo es en fila y bajo un sentido de equipo que hasta los animales asumen: si el de enfrente pisa mal, arrastra al resto.
Fotograma del documental 'La pantalla andina', de Carmina Balaguer
Caravana de mulas descansando en su camino a la Escuela Nº 219 de Yaquispampa, a la que ingresan una vez al mes por senderos que transcurren a la misma altura que las nubes. En sus cargas transportan pertenencias personales, menesteres didácticos y mercaderías alimenticias tanto para el equipo docente como para los alumnos.
Fe personal
La primera vez que recorrió el camino, a Vicenta se le sumó un desafío mayor: rehacer el trayecto al día siguiente. Su fecha de ingreso a la escuela, 12 de marzo de 2020, coincidió con la suspensión de clases ordenada por el gobernador provincial Gerardo Morales como medida preventiva del coronavirus. Los maestros de los valles, que no supieron de la noticia hasta que el punto del camino alcanzó la señal de radio —la única vía de comunicación en la zona—, repartieron las mercaderías una vez llegaron al centro educativo y regresaron a sus hogares.
Vicenta, que había caminado bajo la lluvia con las piernas temblando, y a mitad de camino había dormido en un corral cubriéndose con un cuero de cordero, logró cumplir semejante travesía sin entrenamiento previo —y por partida doble— gracias a un motor que en estas laderas es personal y comunitario.
«Fue Dios –asegura, escondiendo la voz–, porque yo dije ‘hágase tu voluntad y si no llego, me vuelvo’. Pero llegué. Y cada vez que voy por allí voy con el Jesús en la boca porque no tenemos la fuerza suficiente para defendernos de un toro o de un puma».
Fotograma del documental 'La pantalla andina', de Carmina Balaguer
Silvina Velázquez ingresa una vez al mes a los Valles de Altura, donde permanece veinte días cada vez. El trayecto, que en temporada de lluvias debe transitarse desde la población de Tilcara, implica partir de madrugada y caminar un recorrido de 14-16 horas que alcanza los 4.500 metros sobre el nivel del mar.
Cada detalle del paisaje que lleva a la escuela de Yaquispampa expresa el sincretismo religioso que atraviesa este territorio, con caminos que transcurren a la misma altura que las nubes.
La fe —y el apego a la tierra, que aquí es tan objeto de culto como la virgen—, también es un impulso para Silvina Velázquez, directora del centro, quien acompañó a Vicenta en ese primer recorrido.
«Ante la adversidad hay que escuchar a las comunidades, al lugareño, y agarrar su ejemplo –explica el día que visito la escuela, mientras agarra una rama del camino–. Yo escucho a la gente y he aprendido que debo usar un bastón de madera para caminar y no de hierro porque estaría dañando a la tierra».
Silvina también ha aprendido que para adaptarse a un territorio hay que creer en él. «A parte de caminar, lo más fuerte es lograr llegar y permanecer, hacer algo positivo. No llegar y solo cumplir con lo que está reglamentado, sino ir un poco más allá», sigue.
Fotograma del documental 'La pantalla andina', de Carmina Balaguer
El puesto de salud de Yaquispampa sirvió de nexo durante el confinamiento causado por el COVID-19 para que los padres de la comunidad fueran a retirar las tareas escolares que el agente sanitario, Osvaldo Galán, trasladaba a pie desde el pueblo de Tilcara.
Una red humana
A esta convicción se aferraron tanto ella como el resto de maestras de los valles para mantener intacta su labor durante el confinamiento causado por el COVID-19. Vicenta, que tuvo que asumir la docencia de esos meses sin ni siquiera haber visto la cara de sus alumnos —pues antes de recibirlos en el aula tuvo que dar vuelta y confinarse—, se dedicó a preparar secuencias de ejercicios con un doble objetivo: conocer su hábitat para conocerlos a ellos. Basadas en preguntas, las tareas también invitaban a los niños a explicar cómo se sentían durante la cuarentena.
«Aburrido, en mi casa, o extraño ir a la escuela», recuerda Vicenta que le decían. Desde su comedor —que también es cocina— me muestra alguna de las hojas que recibía, respondidas con el menú que los niños comían durante la cuarentena (empanadas, chicha, asado de cordero y chorizo) o el nombre de sus ovejas (Chola, Clafor). También recibía paisajes de altura dibujados —sin ríos ni árboles— o corazones trazados en la parte de atrás de papeletas electorales, que eran reutilizadas para estas tareas.
«Preparábamos todo en base al diseño curricular, lo que tiene que saber ese niño a esa edad», sigue Vicenta, mientras despliega más cuadernos y explica cómo estos trabajos también le servían para detectar el nivel ortográfico de cada uno. «Me daba cuenta de quién era la niña, por su letra, o el más pequeño».
Vicenta recibía el material de vuelta como si de una correspondencia se tratara, gracias a un tejido humano que era vasto como la red de caminos de los valles.
Ricardo Veteri
Nélida Mamaní observa la Quebrada de Humahuaca desde su hogar de San Francisco, barrio periférico de la población de Tilcara, una de las entradas a los Valles de Altura.
«El nexo eran el pueblo de Tilcara y la casa de Nélida Mamaní, una docente que en ese momento trabajaba en Molulo, otra de las comunidades de los valles», recuerda Vicenta, que cuando recibía los trabajos terminados un mes más tarde, estos habían pasado por al menos diez manos, cuatro hogares, un pueblo, una ciudad y un paraje.
Hasta el hogar de Nélida se acercaban algunos maestros para dejar las tareas, protegidas con bolsas de plástico para soportar el viento y la lluvia. Ella las entregaba al agente sanitario de Yaquispampa cuando este bajaba de los valles para proveerse de medicamentos. Después él las trasladaba hasta la comunidad, donde eran distribuidas a cada padre. Una vez completados, los materiales viajaban a la inversa en un recorrido que era igual de heroico al que realizaban docentes, mulas y arrieros en épocas lectivas —y en el que cada paso contaba, pues un tropiezo en la fila de un sendero angosto podía hacer caer al equipo entero. Con todo, la tierra —y la perseverancia que sus habitantes aquí adquieren al transitarla— le ganó a la pandemia.
«Abrí las puertas de mi hogar como parte de esta cadena por agradecimiento a las familias que están detrás de los cerros», recuerda Nélida desde el portal de su casa. «Es gracias a ellas y a esos niños que nosotros tenemos trabajo y podemos brindar lo mejor de nosotras a cada uno de los que serán nuestros hombres y mujeres del futuro», sigue, mientras asegura que trabajar en los Valles de Altura le ha hecho vivir una segunda maternidad.
Ricardo Veteri
Cuando las medidas sanitarias del confinamiento causado por el COVID-19 empezaron a ser más flexibles y los padres de los Valles de Altura podían acercarse a la población de Tilcara, Nélida Mamaní les abrió las puertas de su hogar para guiarlos en el desarrollo de las tareas escolares.
Una huella mutua
Después de dedicar una mañana entera a la preparación de su equipaje, Vicenta cierra la cremallera de su mochila. Por delante le espera el periplo de regresar a Yaquispampa, un trayecto que, aprovechando que no es temporada de lluvias, transita por una ruta alternativa. Esta acorta un poco las horas de caminata, aunque sortea otros desafíos. Entre ellos, atravesar en todoterreno una pista de cuatro horas, abocada a un precipicio y repleta de pedruscos; o cruzar un río a pie siete veces, en el cual confiesa haber resbalado más de una vez, siendo arrastrada por la corriente y teniendo que ser auxiliada.
Juntas nos acercamos a Abra del Queñual, el puerto de montaña donde inicia la travesía. En el horizonte se entrevé la llanura de Yaquispampa entallada entre dos barrancos y escondida bajo la neblina. Aunque Vicenta cree que como adultos estamos fallando, allí en la lejanía dice haber encontrado la paz que buscaba. Desde aquí, el paisaje revela una evidencia: la adversidad de los contextos de altura se soporta con la generación de un vínculo recíproco, en el que no solo los niños necesitan a las maestras, sino también las maestras les necesitan a ellos. Esta huella mutua es la que mantiene viva la educación en el territorio.
«La niñez es algo que vuelve», asegura Vicenta. «Y la escuela es la que nos da los valores para mirar a nuestro interior. Nos está faltando mirar hacia dentro para tener un buen futuro, porque al quererme yo, voy a querer a todo lo demás. También a la tierra», concluye.
Ricardo Veteri
Vicenta González parte de su casa, en el barrio de Malvinas de San Salvador de Jujuy, para iniciar el periplo de regresar a Yaquispampa, en los Valles de Altura, donde permanece veinte días por mes.
NOTA
Este reportaje cubre la labor docente de los Valles de Altura de Jujuy, Argentina, desde diciembre de 2018 hasta la actualidad. Es fruto de la investigación que la autora realizó para escribir, dirigir y producir el documental 'La pantalla andina', el cual retrata cómo Silvina Velázquez acompañó por primera vez a un equipo de cine móvil a la escuela de Yaquispampa. El reportaje saca a la luz documentación y testimonios que no fueron incluidos en el documental.
En el momento de la publicación, se registran las siguientes novedades: la conexión wifi ha llegado a la comunidad de Yaquispampa, aunque no la señal telefónica. Nélida Mamaní ha sido trasladada a una escuela fuera de los Valles de Altura. Walter Carrizo y Vicenta González se han jubilado. Silvina Velázquez y Elizabeth Salinas siguen siendo directoras de las escuelas de Yaquispampa y Yala de Monte Carmelo, respectivamente.