Dunas de arena, pedregales, algún oasis, y quizá un paisaje salpicado ocasionalmente de algún animal como un órice, un camello o un indómito tuareg. La idea de un desierto que guardamos en el imaginario colectivo responde en mayor o menor medida a la imagen de un lugar cálido y seco, azotado por un ardiente sol durante el día, y dominado por un desapacible viento y la caída de las temperaturas durante la noche. 

Con esta imagen en la mente, no erraríamos al pensar que el desierto por antonomasia, el del Sáhara, es el más grande del mundo. Sin embargo, más allá de estos enigmáticos a la vez que hostiles lugares, la definición que establecen geólogos y biólogos de un desierto atiende a la media de las precipitaciones caídas en un lugar a lo largo del año. Así, una zona es considerado un desierto cuando en el territorio que abarca las precipitaciones no superan los 250 mm anuales, algo que tiene lugar en diversas partes del planeta, y no todas cálidas. 

De hecho si nos ceñimos a la definición, el Sáhara, un desierto subtropical con una extensión de 9.065.253 kilómetros cuadrados ocuparía en tercer lugar entre los desiertos más grandes de la Tierra. Y es que cuando se trata de desiertos los grandes ganadores se establecen en sendas zonas polares de la Tierra. Por esta razón se considera que el desierto más grande de la Tierra, con aproximadamente 14.000.000 millones de kilómetros cuadrados, se encuentra en la Antártida, abarcando todo el continente. Tanto es así que en el hemisferio Sur existen lugares como los llamados Valles Secos de MacMurdo, donde, como su nombre indica, los científicos creen que no ha caído ninguna precipitación en los últimos 14 millones de años. 

Por su parte, el segundo desierto más grande del mundo estaría ubicado en el hemisferio Norte. Con aproximadamente unos 13.700.000 kilómetros cuadrados de extensión nos referimos al desierto Polar Ártico, el cual se extiende por diversas regiones que abarcan los territorios de Rusia, Groenlandia, Canadá y Alaska.