Con estas palabras, las tribus maoríes de Whanganui subrayan el vínculo indestructible que los une a su río ancestral. Nace en las nieves de un trío volcánico del centro de la isla del Norte, en Nueva Zelanda. Las tribus cuentan que una lágrima derramada por el Padre Cielo cayó al pie de la más alta de las tres montañas, la solitaria Ruapehu, y así nació el río.
Foto: Mathias Svold
Nutrido por innumerables afluentes, serpentea por terreno montañoso –parte del Parque Nacional Tongariro– a lo largo de 290 kilómetros hasta llegar al mar. Quien recorra la vertiginosa Vía Fluvial distinguirá allá en el fondo las canoas en su descenso por los tramos plácidos, en comunión con la corriente, y a sus tripulantes hundiendo luego los remos para salvar un rápido.
«El gran río fluye desde las montañas hasta el mar. Yo soy el río, el río es yo».
Este es el río que durante más de siete siglos controlaron y cuidaron las tribus que viven a lo largo del Whanganui, y del que dependían para su subsistencia. Es su awa tupua, su río de poder sagrado. Pero cuando a mediados del siglo XIX llegaron los colonos europeos, la autoridad tradicional de las tribus quedó socavada. Y no tardó en verse definitivamente extinguida por decreto. Desde entonces han asistido a la degradación y humillación de su río, por más que se celebrase como una maravilla paisajística. Se dinamitaron sus rápidos para abrir paso a los barcos de vapor turísticos y dejar el interior expedito a la adquisición de terrenos. Se extrajo su grava para construir vías férreas y carreteras, con el consiguiente deterioro del lecho fluvial y de las pesquerías. La desembocadura se convirtió en desa-güe de aguas residuales urbanas.
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Y lo más doloroso de todo: su cabecera se desvió hacia otra cuenca en el marco de un vasto proyecto hidroeléctrico, lo que privó al curso alto del río de su caudal natural, una afrenta cultural en toda regla. En la cosmovisión maorí, la cabeza es la parte más sagrada de cualquier persona, y para ellos este río es una persona: un tupuna, o antepasado.
Pero el 20 de marzo de 2017 ocurrió algo extraordinario. Nueva Zelanda reconoció en su legislación lo que los maoríes llevaban siglos repitiendo: que el río es un ser vivo. El Parlamento aprobó una ley en virtud de la cual el Te Awa Tupua –el río y todos sus elementos físicos y metafísicos– quedaba definido como un todo indivisible y vivo, y por ende era titular de «cualesquiera derechos, poderes, deberes y responsabilidades de una persona jurídica».
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No es el único caso. En razón del precedente de Whanganui, el que fuera el parque nacional de Te Urewera –2.127 kilómetros cuadrados de bosques, lagos y ríos– adquirió también personalidad jurídica. Pronto ocurrirá lo mismo con el monte Taranaki.
En el resto del mundo ha habido intentos de dotar de derechos legales a la naturaleza, como fue el caso de dos ríos sagrados de la India, el Ganges y el Yamuna. En febrero de 2019, los votantes de Toledo (Ohio) solicitaron que se reconociese identidad legal al lago Erie. A la vista de estas iniciativas, muchos se preguntan si este tipo de mecanismos legislativos serán efectivos en los juzgados. Por ejemplo, ¿podrá demandar la naturaleza a los humanos y pedirles daños y perjuicios?
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Nadie lo sabe. Aún no se han incoado pleitos en este sentido. Resulta difícil especular a qué conducirían llegado el caso.
Para los líderes maoríes, centrarse en los derechos legales no es la solución. Lo importante es que los humanos reorientemos nuestra actitud para con el mundo natural, no en virtud de derechos, sino de responsabilidades. Es una idea que entronca con las famosas palabras de John F. Kennedy: no te preguntes qué puede hacer la naturaleza por ti, sino qué puedes hacer tú por la naturaleza.
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El objetivo último de las leyes neozelandesas era corregir una injusticia secular. Se inscriben en el camino hacia la verdad y la reconciliación que mi país lleva recorriendo los últimos 40 años, buscando enmendar una historia de promesas incumplidas en detrimento de los maoríes. Sucesivos Gobiernos («la Corona», en el discurso constitucional) han infringido el Tratado de Waitangi, el documento fundacional de la nación, prácticamente desde el año de su firma, en 1840.
Desde 1975 una comisión de investigación, el Tribunal de Waitangi, examina, informa y recomienda con regularidad medidas que permitirían a la Corona corregir los agravios denunciados por las más de cien tribus de Aotearoa, como los maoríes denominan a Nueva Zelanda.
Mapa: NGM-Maps
El tratado blindaba la autoridad que los maoríes llevaban ejerciendo desde tiempos inmemoriales sobre sus tierras, hábitats y todo lo que consideran más preciado. No cabe duda de que los jefes de Whanganui que firmaron el tratado en 1840 consideraban el río un tesoro, un tesoro de valor incalculable. Era su despensa, su botiquín, su autopista y su foso defensivo. Era su sanador, su sacerdote, su padre. Era la fuente de su prestigio y el núcleo de su ser. Era, como explicaba el Tribunal de Waitangi en su dictamen acerca de la reclamación sobre el tratado del río Whanganui, la arteria central de su único corazón.
Su conocimiento del río era profundo. Los maoríes sabían cómo, cuándo y dónde extraer 18 especies de peces de agua dulce, así como mejillones, cangrejos y gambas. Estaban especializados en construir ingentes presas de madera entramada en las que capturaban su alimento básico, las anguilas. Conocían y daban nombre a todos los rápidos del río. Conocían a los espíritus guardianes, llamados taniwha, que moraban en cada meandro.
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Sus asentamientos –143 en el siglo XIX– se enclavaban en una franja de tierra entre el río y el bosque. Algunas comunidades se valían de escalas de liana para descender al río, que retiraban para frustrar cualquier intento de saqueo.
Repelían a sus enemigos tribales, pero no tenían nada que hacer contra un Gobierno colonizador empeñado en arrancarles el dominio del río. En 1903 se introdujo subrepticiamente en una ley menor sobre minería de carbón una cláusula en virtud de la cual todos los lechos de los ríos navegables pasaban a ser propiedad del Estado. Esa cláusula contravenía el tratado, y selló el destino del río. Los maoríes de Whanganui se opusieron a la enajenación del lecho del río en uno de los pleitos más dilatados de la historia del país, pero salieron de él con las manos vacías.
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Hasta hoy. Con la nueva legislación, la Corona pide perdón por haber obrado mal, reconoce que violó el tratado, que socavó la capacidad de las tribus de Whanganui para ejercer sus derechos y cumplir sus deberes consuetudinarios en lo referente al río y que menoscabó su bienestar físico, cultural y espiritual.
La Corona manifiesta su «voluntad de reparar los errores del pasado e iniciar el proceso de cicatrización de las heridas causadas». La ley de Te Awa Tupua, dice, representa «el principio de una relación renovada y duradera», con el río en primer plano.
Los maoríes conciben el mundo viviente como una extensa red de relaciones, en la que los humanos no son superiores ni inferiores a ninguna otra forma de vida.
Es un acto de contrición que honra al Estado. Pero no devuelve la propiedad del río a las tribus de Whanganui. Por el momento, esa devolución ni está ni se la espera. ¿Qué consigue pues esta ley?
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«Reconocimiento», dice Gerrard Albert, presidente del colectivo tribal responsable de materializar el nuevo estatus del río. El reconocimiento de que el río es el «todo indivisible y vivo» de la cosmovisión maorí, y no la suma de componentes fragmentarios e inanimados –agua, cauce, riberas, afluentes, cuenca– que percibe la mirada europea. El reconocimiento de la conexión inalienable entre las tribus y el río.
Que la naturaleza es parte de la familia constituye un elemento nuclear de la cosmología maorí. Conciben el mundo viviente como una extensa red de relaciones, en la que los humanos no son superiores ni inferiores a ninguna otra forma de vida. Todas ellas están vinculadas por un origen compartido: todas han nacido de la Tierra y del cielo.
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Los reconocimientos maoríes son «la punta de la waka [canoa] en la que dobla el agua», me dijo Albert cuando me reuní con él en la ciudad de Whanganui. En la concesión de personalidad jurídica al río él ve «la oportunidad de que maoríes y pakeha nos orientemos en torno al río, echemos abajo las barreras a la cooperación y nos centremos en el bienestar de todos, incluido el awa [río]». (Pakeha es el nombre maorí para los neozelandeses no maoríes).
Muchos pakeha –como yo– celebramos las leyes que reconocen la personalidad jurídica del Whanganui y el Te Urewera y el examen de conciencia histórico del que surgen. Queremos afrontar las incómodas verdades del pasado de nuestra nación, porque ansiamos la reconciliación en la que culmina el proceso de reconocer las injusticias y ponerles remedio.
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Pero además de mirar hacia atrás, hay que mirar hacia delante. Los valores maoríes de conexión con la naturaleza, su cosmovisión, su ética de la reciprocidad, su profundo respeto por la creación en toda su extensión: son principios que se antojan intrínsecamente buenos, ya no digamos absolutamente imprescindibles para resolver las crisis medioambientales de la humanidad, y somos muchos los que deseamos avanzar hacia esa manera de vivir.
¿Puede ayudarnos el Te Awa Tupua? Se lo pregunté a Albert. ¿Existe una vía para que los pakeha participen de la declaración identitaria del Whanganui, para que afirmen «Yo soy el río, el río es yo»?
Foto: Mathias Svold
Me contó una historia. Cuando uno de los líderes que interpusieron la reclamación a propósito del río Whanganui murió en 2010, su cadáver fue llevado río abajo en una lancha a motor hasta su lugar de enterramiento. «Yo iba detrás en otra lancha –me contó Albert–. En las orillas había una cadena de agricultores pakeha con helechos en la mano. Al pasar la lancha, lanzaban los helechos al río –la manera tradicional maorí de honrar la fuerza vital del agua–. Estaban reconociendo lo que aquel hombre simbolizaba, aquello por lo que había luchado.
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»El Te Awa Tupua es una proposición inclusiva. Si tenemos en cuenta la situación medioambiental en la que nos hallamos, si un hijo mío está a punto de precipitarse por el borde de un precipicio, ¿qué más da si quien lo sujeta para salvarlo soy yo o es otra persona? Nosotros tenemos un dicho: los arroyos pequeños y los ríos grandes fluyen juntos. Es una metáfora de las comunidades. Todos somos responsables del bienestar del río».
El Gobierno de Nueva Zelanda declara su «voluntad de reparar los errores del pasado e iniciar el proceso de cicatrización de las heridas causadas».
Nuestra comunión con la naturaleza fue percibida y expresada con convicción por el estadounidense Christopher Stone, filósofo del derecho, en su ensayo de 1972 «¿Deberían los árboles poseer estatus jurídico? Hacia unos derechos legales para los objetos naturales». Reclamaba una «nueva teoría radical» de la relación de los humanos con la naturaleza.
Foto: Mathias Svold
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Stone subrayaba con clarividencia que los problemas a los que nos enfrentamos hoy los seres humanos constituyen «las crisis planetarias de un organismo global: no la contaminación de un curso de agua, sino la contaminación de la atmósfera y del océano. Cada vez más, la muerte que ocupa la imaginación de cada humano no es la suya propia, sino la del ciclo vital integral del planeta Tierra, para el que cada uno de nosotros somos lo que una célula a un cuerpo».
Más de 40 años después, unas cuantas leyes empiezan a sustanciar la «nueva teoría radical» de Stone. Un río de Nueva Zelanda ha abierto camino.
Ver el reportaje especial multimedia sobre el patrimonio natural de Nueva Zelanda.
Kennedy Warne cofundó New Zealand Geographic en 1988 y escribe para National Geographic desde el año 2000. Su libro Tuhoe: Portrait of a Nation explora otra persona jurídica neozelandesa: la zona forestal conocida como Te Urewera.
Este artículo pertenece al número de Enero de 2021 de la revista National Geographic.