Hace poco me embarqué en un viaje al Serengeti. No al Serengeti que uno se imagina, el de las emblemáticas vistas de ondulantes sabanas de hierba amarilla salpicadas de acacias parasol. Y no me alojé en un campamento de lujo ni me sumé a los ejércitos de camionetas turísticas que se arremolinan en torno a los despojos abandonados por los leones.
En lugar de eso, viajé a Loita, una zona del gran ecosistema del Serengeti que no figura en el itinerario estándar, un Serengeti oculto, si se quiere llamar así, que incluye una exuberante selva de montaña a más de 2.000 metros sobre el nivel del mar. Está al sudoeste de Nairobi, a unos 250 kilómetros por carretera, y domina la famosa Reserva Nacional Masai Mara. Pero la mayoría de quienes visitan Kenia ignoran su existencia. Mi plan era adentrarme en el corazón de esa fortaleza verde hasta alcanzar un lugar que en la lengua masai se llama Entim e Naimina Enkiyio, el Bosque de la Niña Perdida. Son 300 kilómetros cuadrados de selva tropical intacta. Tenía la esperanza de que, una vez allí, se me concediese audiencia con el hombre que vela por esos dominios.
Debo explicar en primer lugar que vivo a un mundo de distancia de Loita, en Nairobi. Es una metrópolis de unos cinco millones de habitantes, un bullicioso hervidero de actividad por tratarse de uno de los centros de innovación tecnológica de África, el núcleo de lo que se ha dado en llamar Silicon Savanna. Es uno de los nodos de comunicaciones más dinámicos de África, conectado por vía aérea con cuatro continentes. Una ciudad de refulgentes rascacielos ocupados por empresas de todo el mundo. La ONU tiene allí su sede africana, como también una larga lista de medios de comunicación internacionales que difunden sin interrupción las noticias del continente. Soportamos atascos desesperantes y nos preguntamos cómo repercutirá en la ciudad el cambio climático. Y, por supuesto, desde 2020 sufrimos el azote de la COVID-19.
Empezaba a sentir cierta claustrofobia en Nairobi, y la idea de viajar a Loita se me hacía de lo más apetecible. Pero en realidad no solo buscaba descansar de la ciudad: me atraía la oportunidad de experimentar el mundo desde una perspectiva diferente, tan antigua como atemporal.
El hombre a quien esperaba entrevistar era un líder masai de nombre Mokompo ole Simel, también conocido como el Oloiboni Kitok. En los siglos transcurridos desde que emigraron con su ganado desde el valle del Nilo hacia el sur y se asentaron en el África oriental –incluida la zona que llamaban el Siringet («el lugar donde la tierra no termina nunca»)–, los masai han seguido a unos líderes distinguidos con el título de oloiboni, todos ellos procedentes de un clan dotado de excepcionales capacidades mundanas y espirituales e instruidos en prácticas curativas naturales y sobrenaturales.
Ser el Oloiboni Kitok, el oloiboni de rango más alto, implica situarse entre dos mundos en calidad de mediador, profeta y vidente; de intercesor y sanador; de liturgista cultural y estratega político; de guardián de la buena vecindad entre la humanidad y la naturaleza. Hace más de 30 años, Mokompo ole Simel heredó de su padre el cargo vitalicio de Oloiboni Supremo, convirtiéndose así en el duodécimo Oloiboni Kitok del linaje de su clan.
Cuesta describir hasta dónde alcanza su influencia. Es líder espiritual de más de un millón de masai residentes en Kenia y Tanzania. Imparte bendiciones y consejos sobre cuestiones nimias y trascendentales, desde el ganado que ha perdido una familia hasta cruciales proyectos de conservación de Loita. Personas masai de lugares tan lejanos como Samburu, en el norte de Kenia, recorren los 300 kilómetros que los separan de Loita para hablar con él. Y no solo los masai buscan sus consejos. Políticos de otros países han solicitado su bendición, asesoramiento y ayuda para ganarse el favor del electorado.
Sin embargo, no es fácil hablar con él. Necesitas que alguien te presente, y así fue como conocí al amigo de un amigo, Mores Loolpapit, médico y profesional de la sanidad pública, oloiboni por herencia pero no practicante, y sobrino del Oloiboni Kitok.
Y gracias a eso un mediodía del mes de mayo me encontraba sentada sobre una alfombra de hierba verde y suave, festoneada con diminutas flores moradas y amarillas, a la sombra de una inmensa higuera oreteti. El cielo era azul y, aunque hacía sol, el viento de levante rociaba gotitas de lluvia helada. Un burro rebuznaba en las inmediaciones.
Mores me había guiado hasta allí, un trayecto de ocho horas por carreteras agrestes que poco a poco ascendían hasta la sabana de montaña que da entrada a Loita. Era allí, en aquella heredad, un conjunto de construcciones de adobe y paja y de corrales de animales, donde el Oloiboni concedía sus audiencias y donde yo esperaba tener ocasión de pedir permiso para visitar Loita y hacerle una entrevista.
Éramos veintitantos visitantes, entre ellos una delegación de cinco hombres procedentes de Tanzania. Nos recibieron a todos como peregrinos. A nadie trataron como forastero.
Como la tradición dicta que un invitado jamás se presenta con las manos vacías, llevábamos diversos artículos domésticos –harina, especias, libros para colorear y rotuladores– que ofreceríamos a las esposas e hijos del Oloiboni. Yo portaba cuatro preciosas plántulas de cafeto, mi particular tributo.
Esperamos unas dos horas hasta que por fin apareció. Tras sus pasos, una estela de actividad frenética. Lo saludó un coro de voces humanas y los emisarios se le acercaron. Corrió hacia él un ternero, las cabras empezaron a balar y, a lo lejos, vimos pasar cinco jirafas. Tenía ochenta y muchos años y caminaba ligeramente encorvado, gesticulando cual director de orquesta, indicando a un pastor a qué pastos debía llevar ovejas, cabras y vacas, mandando a otro joven al mercado y encargando a su hijo y heredero, Lemaron, que dispensase servicios de sanación para serenar a tres visitantes nerviosos.
El Oloiboni afianzaba sus pasos inestables con un grueso bastón tallado. Iba tocado con un gorro de lana azul oscuro. Vestía una capa masai roja y azul llamada olkarasha. Al acercarse, estableció contacto visual con quienes lo esperábamos.
Tenía el rostro surcado por arrugas profundas y los ojos, de color castaño dorado, velados por las cataratas. Me puse de pie para saludarlo. Con una mirada prolongada pareció leerme, completando una rápida evaluación de mis virtudes y defectos más íntimos. Me sentí azorada.
El Oloiboni habló con voz grave y ronca: «Aquí estás», dijo en masai.
«Aquí estoy», respondí. Siguiendo la costumbre masai, incliné la cabeza para que me la tocase a modo de saludo.
Entonces alineé las cuatro plántulas de cafeto sobre la hierba que nos separaba tras haber tomado asiento. Como yo no hablo masai y el Oloiboni no habla swahili, Mores había hecho las presentaciones e indicado que haría de intérprete.
«Habla», dijo el Oloiboni.
Y entonces le conté una historia sobre un espíritu errante del bosque que se convirtió en el cafeto de los bosques del antiguo reino de Kaffa, para poder vivir entre los humanos a los que tanto adoraba. Relaté cómo asumió un papel terapéutico, estimulando conversaciones que reparasen relaciones rotas. Cómo se esforzó en convertir a los extraños en familiares. Cómo fue un compañero y una presencia litúrgica que consumían los monjes ortodoxos de lo que entonces era Abisinia (hoy Etiopía) mientras comulgaban con Dios y los santos.
Mientras Mores traducía, el Oloiboni escuchaba con interés. Concluí: «Por eso les hemos traído estos cafetos a usted y a este bosque, para que, si le parece bien, los ponga bajo su protección de modo que también el espíritu halle cobijo aquí».
Silencio. Gorjeos de aves. Murmullos de hombres. Espera.
Por fin, el Oloiboni asintió levemente. Con un atisbo de sonrisa, de repente giró la cabeza: «¡Lemaron!», llamó, a lo que siguió un diálogo en masai. Mores me lo tradujo: «El Oloiboni Kitok te da la bienvenida. Bendice esta visita. Puedes ir a donde quieras. Puedes entrar en el bosque. En cuanto a la entrevista, espera a que te llame él».
Me levanté.
«¿A qué zona del bosque de Mokompo irás?», preguntó Mores.
Yo no había pensado en sitios concretos. «A la cascada».
«Hay muchas –dijo–. Elige una».
La región de Loita es menos conocida, pero una parte esencial del gran ecosistema Serengeti-Mara. Incluye un exuberante bosque situado a 2.000 metros de altitud que domina el Gran Rift Valley. Este bosque aislado es escenario de ceremonias tradicionales masai y da refugio a elefantes y otros animales, lejos de las manadas de ñúes que recorren las llanuras herbáceas situadas más abajo.
A la mañana siguiente, fortalecidos por la bendición del Oloiboni, partimos hacia la cascada elegida. Mientras conducíamos a través de la niebla, recordé la leyenda que da nombre al Bosque de la Niña Perdida. Hace mucho tiempo, una niña masai se adentró en el bosque en busca de unos terneros extraviados. Los terneros volvieron a casa sin ella. Los hombres del pueblo salieron a buscarla, pero no la encontraron. El bosque había decidido quedársela.
Cuando llegamos a la cumbre en la que empezaría nuestra caminata, tres ancianos de menor rango nos estaban esperando. Eran nuestros guías, de porte majestuoso y complexión enjuta, vigilantes y taciturnos, con excepción del sociable Langutut ole Kuya. Nos explicaron que la cascada quedaba a unas cinco horas de camino sobre un rosario de pantanos.
Cuando empezamos a saltar de una isla de juncos a otra, me divertí pensando en que aquel terreno me recordaba a la Ciénaga de los Muertos de El Señor de los Anillos. Pero después de atravesar el tercer pantano, el imaginarme viajando por la Tierra Media perdió atractivo y la travesía degeneró en un ímprobo esfuerzo resignado. Teníamos el calzado lleno de barro y los pantalones calados. Había agua por todas partes. De pronto brotaba del suelo un arroyo como por arte de magia, mientras que otros vacilaban y se evaporaban a mitad de camino. El agua se filtraba de entre las rocas o caía en largos chorros aislados desde elevados afloramientos.
Todo aquello vertía en lo que parecía un pantano, pero en realidad era un río serpenteante, el Olasur. Avanzamos con él a medida que ganaba anchura y profundidad. Los guías nos dijeron que albergaba peces, hipopótamos y, dato inquietante donde los haya, cocodrilos. Y luego desapareció en el bosque, internándose en un túnel de vegetación. Mientras avanzábamos a duras penas entre la densa espesura no veíamos el río, pero los sonidos de su fluir pasaron a ser nuestro faro y guía.
Al rato llegamos exhaustos a un punto que los masai llaman «el lugar de las aguas hirvientes»: charcas calientes que burbujean lentamente, alimentadas por fuentes termales. Congelada como estaba, me apetecía quedarme un rato, pero teníamos que continuar. Subimos y bajamos, deslizándonos por terraplenes pedregosos, agarrándonos de lianas para trepar por laderas escarpadas, cayendo por senderos de barro para llegar al fondo y volver a subir a cuatro patas la enésima colina.
Nos colamos entre colosales peñascos tapizados de musgo, quebramos telarañas gigantescas, conocimos mejor de lo que nos hubiera gustado las ortigas y las hormigas rojas, y aprendimos a evitar en silencio aquellas zonas en las que los guías intuían la presencia de elefantes y búfalos. Lo que conseguí, sin embargo, fue pisar sus heces.
Langutut no se inmutaba. Todo lo percibía: señalaba las formas de los árboles, las texturas de las hojas, los dibujos de los líquenes en las rocas, la posición de un árbol caído, las roturas de las ramas, los arañazos de las cortezas. Se detuvo ante excrementos de todo tipo e identificó uno por uno a qué criaturas correspondían. Habló de las trayectorias de vuelo de insectos y aves, de la intensidad y la temperatura del viento, de la textura de la luz que atraviesa el dosel arbóreo, del olor de las cosas, de la respiración de las plantas, del significado de los silencios.
A medida que caminaba, mi concentración empezó a reducirse a lo que tenía delante. Cómo pasaba el suelo de marrón oscuro a rojo intenso y a casi negro, y después a arena y ocre y naranja, y de nuevo a marrones oscuros y claros. Empecé a ver dibujos en las hojas y las sombras.
Nos topamos con varios enjambres de abejas. «A esto también se le llama el bosque de la miel», dijo Langutut, resaltando la abundancia de arbustos en flor. Señaló una arboleda que identificó como un vivero. «Los árboles crecen en familia –dijo–. Los viejos nutren y guían a los jóvenes. Son amigos entre ellos y de la gente».
Describió el poder práctico, medicinal y espiritual de algunas especies: la higuera oreteti, los mañíos, el olivo silvestre y la palmera datilera.
Mientras caminábamos, mencionó otros espacios secretos del bosque: cavernas que contenían arroyos cristalinos y arte rupestre. Habló de una catedral de árboles gigantes donde el Oloiboni celebra las ceremonias más privadas. Yo aprendí dos palabras elementales en masai: ewang'an (luz) y oloip (sombra). Mis oídos se llenaron de los cantos de los pájaros, los susurros del viento, los silbidos y chasquidos de los insectos y otras criaturas, el ritmo de las gotas de lluvia al caer sobre las hojas. Mi nariz se llenó de intensos aromas térreos: óxido, podredumbre, cítricos y menta.
Por fin llegamos a lo alto de un valle de altura vertiginosa, cerrado por riscos de roca marrón jaspeada de blanco. Mariposas azules, blancas, verdes y pajizas revoloteaban a nuestro alrededor, señalando el final de la estación de las lluvias. Una gran ave rapaz sobrevolaba la zona. Allí abajo, al fin, estaba la cascada, el Olasur precipitándose desde un túnel de roca, cayendo unos 180 metros hacia un abismo oculto por el follaje. Más adelante, dijo Langutut, entroncaría con el Oloibortoto y, siguiendo su curso natural, desembocaría en el lago Natrón.
Pero no podíamos quedarnos. Teníamos que volver a cruzar el bosque antes de que cayese la noche, antes de que la niebla ocultase los pantanos. Y en el trayecto de salida del bosque aprendí otra palabra masai cuando vislumbramos la luna más llena, más grande y más brillante del mundo. Olapa.
Al llegar a nuestro alojamiento, supe que el Oloiboni me había hecho llamar: hablaría conmigo por la mañana.
Si perdemos la tierra, perdemos la cultura. Si perdemos la cultura, perdemos la paz. Si perdemos la paz, perdemos la comunidad. Si perdemos la comunidad, perdemos nuestra forma de vida. Para siempre. —El Oloiboni Kitok
Un gallo de plumas marrones se paseaba por el corral del Oloiboni con una langosta en el pico. Las vacas y las cabras se alejaban con un joven guardián que las conducía a los pastos. Todavía rebosante de las experiencias del bosque, me senté a esperar bajo la enorme higuera oreteti.
Al Oloiboni se le iluminó la mirada al verme. No puedo negar que sentí su aura. Llamémosle carisma, o quizá fuese el efecto de las leyendas que había oído sumado a la impresión del viaje de la víspera. O tal vez fuese la alegría de encontrar un líder con una lealtad férrea para con el mundo natural. Vi simetría entre el Oloiboni y su oreteti: ambos arraigados, ancianos y misteriosos, ofreciendo sombra y cobijo a quienes los buscan.
Nuestras conversaciones divagaron, como los meandros que describe el Olasur. El Oloiboni describió lo que significaba ser el Oloiboni Kitok: no se elegía. Él había nacido para ocupar aquel puesto.Habló de «su» bosque: santuario y catedral, refugio y fuente de energía. Es el jardín de Dios, la «casa de huéspedes de la lluvia». Es escuela, supermercado, hospital, farmacia y residencia de ancianos. La perfidia humana lo amenaza: la gula, el orgullo, la lujuria y la envidia, en particular.
El Oloiboni habló de oleada tras oleada de incursiones foráneas: turbios funcionarios, falsos predicadores y promotores avariciosos. Todos ellos hablaban en términos tan sutiles como letales: vallas, demarcaciones, escrituras de propiedad, préstamos bancarios, carreteras forestales. Aludió a incesantes maquinaciones, sobre todo por parte de acaudalados grupos conservacionistas internacionales que pretendían decir al pueblo –los iloitai– lo que había que hacer en Loita.
Conversamos acerca de la importancia de la tierra. «Si perdemos la tierra, perdemos la cultura –dijo el Oloiboni–. Si perdemos la cultura, perdemos la paz. Si perdemos la paz, perdemos la comunidad. Si perdemos la comunidad, perdemos nuestra forma de vida. Para siempre».
Nos quedamos en silencio. Un tejedor trinaba insistente. El Oloiboni miró hacia el ave. Todo su ser se serenó de pronto. Desvié la conversación hacia el clima y sus cambios.
«He oído hablar de eso», dijo él.
¿Y ha visto que aquí hayan cambiado las estaciones?
«El frío es más intenso y más frecuente, eso es cierto».
¿Y la sequía?
«Solo hubo una, hace cinco años. Pero fue consecuencia de nuestros desaciertos. Habíamos levantado vallas. Ya corregimos ese error».
El tejedor volvió a trinar.
¿Tiene algún mensaje para una humanidad que se halla confundida por este clima cambiante?
Una larga pausa. «¿Qué puedo decir? –respondió al cabo, sonriendo con indulgencia–. Como huéspedes temporales de este hogar llamado vida, en esta casa que es la Tierra, ¿no deberíamos saber ya cómo comportarnos de forma honorable?».
Para los masai, explicó, eso pasaba por observar el olmanyara. Es un término de difícil traducción. Una de aquellas noches, en torno a la hoguera, Mores lo había descrito como una ética que tiene más de custodia que de conservación. Se trata de ser receptivo a la naturaleza, de ser consciente y hospitalario con la existencia en todas sus formas.
A lo lejos retumbó un trueno. Llovía en Mara, preludio de la reanudación de las migraciones primordiales.
«¿Alguna vez teme el futuro?», pregunté.
«¿Debería?», bromeó. De pronto el anciano cambió el tono y yo volví a ser la alumna. «Ya has estado en nuestro bosque. ¿Qué has visto?».
«Mi ignorancia –dije–. Antes creía que el bosque solo eran árboles».
El Oloiboni se echó a reír. Era un sonido cargado de alegría. Una risa contagiosa. «¿Y qué más viste?».
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Yvonne Adhiambo Owuor, afincada en Nairobi, es autora de las novelas Dust y The Dragonfly Sea.
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Este reportaje pertenece al dossier general sobre MIGRACIONES publicado en diciembre 2021. Si quieres leer el resto de reportajes entra aquí.
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Este artículo pertenece al número de Diciembre de 2021 de la revista National Geographic.