Compartían las mismas ambiciones de todas las adolescentes del mundo: independizarse de sus padres, encontrar el amor, hacer realidad sus sueños. Ambas sabían muy poco del mundo y, en su ingenuidad, jamás habrían podido imaginar las crueldades que les tenía reservadas.
Sayeda, criada en una diminuta casa de dos habitaciones en un barrio depauperado, pasó buena parte de su infancia sola. Su madre madrugaba mucho y se pasaba todo el día limpiando tiendas en New Market, uno de los distritos comerciales de Khulna. Su padre conducía un bicitaxi transportando pasajeros por una miseria. No era buena estudiante y dejó el colegio antes de los trece años, aunque su madre no dejaba de advertirle que le iría mal en la vida.
Extravertida y alegre, siempre tenía una sonrisa en los labios y hacía amigos con facilidad. Lo que más le gustaba era bailar. Cuando sus padres no estaban en casa, veía en la tele escenas de baile de películas en hindi y en bengalí para copiar las coreografías. A veces su madre la reñía. «A los vecinos no les gustaba que mi hija se pasase el día cantando y bailando», me contó.
Foto: Smita Sharma
El hombre la convenció de que se escapase de casa, en el estado indio de Bengala Occidental. En realidad él y un cómplice la vendieron a un burdel de Mahishadal, cerca de la ciudad industrial de Haldia. Durante su cautiverio fue obligada a mantener relaciones sexuales hasta 20 veces al día. Por espacio de más de un año convivió en Sneha con otras chicas que, en sus propias palabras, entendían su pena. Ahora es adulta y vive de nuevo con su madre, a quien le gustaría verla casada, pero Anjali jura que jamás volverá a enamorarse.
Antes de ser vendidas al mismo burdel, Sayeda y Anjali eran dos adolescentes que llevaban una vida normal, con circunstancias parecidas, separadas por apenas unos cientos de kilómetros: Sayeda en la ciudad de Khulna, en Bangladesh, y Anjali en Siliguri, en el estado indio de Bengala Occidental.
Sayeda era guapa, con un rostro de facciones delicadas y ojos almendrados, y le gustaba maquillarse. Empezó a echar una mano en salones de peluquería y estética, donde aprendía sobre peinados, tratamientos dermatológicos y productos cosméticos. Preocupados por la atención que le prestaban los chicos, sus padres la casaron a los 13 años. El matrimonio infantil es común, además de ilegal, en buena parte del sur de Asia. El marido elegido por los padres de Sayeda resultó ser un maltratador, y ella volvió a casa con los suyos.
Foto: Smita Sharma
Cuando regresó al hogar familiar, imploró a su madre que le permitiese matricularse en una academia de danza. «Así podré actuar y ganaré algo de dinero», le dijo. Su madre cedió y Sayeda empezó a bailar en bodas y otros eventos. Entonces fue cuando inició una relación sentimental con un chico que solía visitar la academia. Le prometió que la llevaría consigo a la India, donde podría ganar mucho dinero trabajando como bailarina. Sayeda, imaginando un futuro prometedor, decidió fugarse con él.
Anjali, una niña atractiva de ojos brillantes y pómulos marcados, tenía motivos similares para querer irse de casa. Su familia vivía en un barrio de chabolas. Criada básicamente por su madre, que trabajaba de empleada doméstica, su hermana y ella eran tan pobres que se peleaban por el escaso material escolar que podían permitirse. A los 13 años había abandonado los estudios, algo muy habitual en las familias pobres de la India.Encontró trabajo en una fábrica, donde envasaba tentempiés. De carácter reservado, Anjali no tenía muchas amigas. En casa, su confidente era una cabritilla que había adoptado; la seguía a todas partes, picoteaba de su comida y dormía con ella.
Una estimación sugería que cada año las redes de trata de personas pasan unas 50.000 niñas de Bangladesh a la India.
En la fábrica conoció a un joven que la encandiló. Sabía que su madre le estaba buscando marido, pero decidió que quería estar con el hombre que a ella le gustaba. Y así, una noche de octubre de 2016, durante la celebración hindú del Durga Puja, Anjali estrenó un vistoso salwar kameez, salió a hurtadillas de casa y tomó un autobús con destino a una estación ferroviaria para encontrarse con su novio. Para su sorpresa, descubrió que él la estaba esperando con otro joven, pero así y todo se subió con ellos a un tren que se dirigía a Kolkata (antes Calcuta).
Foto: Smita Sharma
Aquella noche, mientras buscaba desesperadamente a Anjali, su madre descubrió que llevaba un tiempo planeando huir para casarse. En los días previos a su desaparición, los vecinos habían oído a la niña decir a su cabritilla: «¿Quién te cuidará cuando yo no esté?».
De todas las depravaciones que lacran a la humanidad, una de las más espantosas es la esclavización de niños para satisfacción sexual de adultos. Sayeda y Anjali, las niñas que me contaron sus respectivas historias, son solo dos de sus incontables víctimas. Como ocurre con la mayoría de las actividades delictivas, determinar la magnitud de esta atrocidad es imposible, pero no cabe duda de que el tráfico sexual de menores constituye un negocio que mueve miles de millones de euros y está presente en el mundo entero.
Según un estudio de la Organización Internacional del Trabajo, más de un millón de niños fueron víctimas de la explotación sexual en 2016. Dada la dificultad que entraña detectar la prostitución infantil, el informe reconocía que la cifra real probablemente fuese muy superior. La última edición del Informe Mundial sobre la Trata de Personas, publicado por la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, revelaba que las cifras de víctimas de la trata comunicadas por los países pasó de menos de 15.000 en 2010 a cerca de 25.000 en 2016. Las estadísticas representan una mínima parte de las víctimas reales; la mayoría de los casos pasan inadvertidos. Este aumento quizá refleje una mejora en la aplicación de las leyes, pero los investigadores creen que tiene más visos de reflejar una realidad más descorazonadora: que el tráfico de personas, incluida la trata de niños para la prostitución, va en aumento.
«Hablamos de un sector en crecimiento», dice Louise Shelley, profesora de políticas públicas de la Universidad George Mason y autora de Human Trafficking: A Global Perspective.
Los tentáculos de la trata infantil con fines sexuales han alcanzado prácticamente a todos los países, pero hay algunas regiones del mundo que se han convertido en nodos de este tráfico ilegal. Una de ellas es en la que se criaron Sayeda y Anjali, el estado indio de Bengala Occidental y su vecina Bangladesh, que antaño constituían la provincia de Bengala. Divididas por una frontera internacional de 2.250 kilómetros de longitud, pero unidas por un patrimonio cultural y lingüístico común, ambas zonas comparten la desgracia de ver a miles de niñas vendidas cada año para convertirse en esclavas sexuales.
Las niñas tomaban analgésicos para soportar la tortura física, pero el sufrimiento emocional no tenía alivio.
El problema no está cuantificado, pero las cifras comunicadas o estimadas apuntan a un elevado volumen de tráfico. Según la Oficina Nacional de Registro de Delitos de la India, casi el 25 % de los 34.908 casos de trata de personas comunicados en el país entre 2010 y 2016 corresponden a Bengala Occidental, un porcentaje abrumador habida cuenta de que la población del estado apenas supone el 7 % del total del país. Solo en 2017 se denunció la desaparición de 8.178 menores de Bengala Occidental, casi una octava parte del total de la India ese año. Un número im--portante de niñas incluidas en esa cifra fueron con toda probabilidad vendidas a burdeles. El panorama puede ser todavía más tremendo en el caso de Bangladesh: una estimación gubernamental sugería que cada año unas 50.000 menores son sacadas del país con destino a la India, o a través de la India; la cifra no incluye a las niñas vendidas a proxenetas dentro de las fronteras de Bangladesh.
Foto: Smita Sharma
Bengala Occidental es tanto destino como origen de niñas obligadas a prostituirse tras caer en manos de traficantes de menores. En la larga frontera con Bangladesh y los 96 kilómetros contiguos a Nepal hay muchos tramos no vigilados, de los que se aprovechan los traficantes para pasarlas al estado bengalí. Algunas terminan en los distritos rojos de Kolkata, una metrópoli de más de 14 millones de habitantes. Otras son vendidas a prostíbulos de otros lugares de la India –Delhi, Mumbai, Pune– o de Oriente Próximo. (El trabajo sexual es legal en la India, pero muchas actividades asociadas a él, como el proxenetismo o la gerencia de prostíbulos, son ilegales, así como prostituir a menores).
No es de extrañar que la principal causa de esta tragedia sea la pobreza que asola la región, que incluye uno de los distritos más grandes de la India, 24 Parganas Sur. Hay bandas al acecho de las niñas de familias pobres, dispuestas a aprovecharse de su indigencia y vulnerabilidad.
«Si fuese traficante de personas […] tendría que descubrir si la niña está muerta de hambre y desesperada por trabajar o si tiene intereses románticos», dice Tapoti Bhowmick desde Sanlaap, una ONG con sede en Kolkata que ayuda a víctimas de la trata. Las niñas que han crecido en la pobreza pueden quedar hipnotizadas por lujos tan simples como un teléfono móvil o un maquillaje. «Quieren la vida que han visto en las telenovelas».
Foto: Smita Sharma
Bhowmick explica que los adolescentes y los jóvenes que trabajan para las redes de traficantes de personas llegan incluso a concertar matrimonios falsos y a convivir un tiempo con las niñas. «Si el chico se ha gastado aunque sea 20.000 rupias para atrapar a la chica, podrá venderla por 70.000». Es un margen goloso: unos 570 euros, lo que ganan en cinco meses muchos operarios fabriles.
En los últimos años, equipos policiales antitrata de Bengala Occidental y otros lugares han redoblado sus esfuerzos de localización y rescate de niñas vendidas a burdeles, pero están sobrepasados. «Cuando desaparece una menor, tenemos que garantizar que la policía emprende una investigación inmediata», dice Rishi Kant, cofundador de Shakti Vahini, una ONG que ha ayudado a liberar a cientos de víctimas.
Sanlaap y otras entidades sin ánimo de lucro gestionan programas para rehabilitar a las niñas con la esperanza de que puedan reunirse con los suyos, superar la estigmatización social y procurarse una vida digna. Pero Kant reclama que los Gobiernos estatales hagan más para ayudar a las víctimas rescatadas: «Tienen derecho a vivir como usted o como yo. Deberían ser empoderadas».
Las actuales medidas equivalen a intentar demoler una fortaleza con un martillo: la trata se produce a una escala tan colosal que la solución pasa por hacer cumplir la ley con mucha más contundencia y continuidad, quizá desde un organismo público nacional dedicado en exclusiva a investigar los casos de tráfico de menores.
Foto: Smita Sharma
El día que Sayeda se fue de casa, el chico con el que se escapó la llevó en autobús desde Khulna hasta una ciudad próxima a la frontera con la India. Llegaron de noche y caminaron por un bosque hasta la orilla de un río. Él sobornó a un policía, y los dos se montaron en un bote que los llevó hasta el otro lado. Habían pasado a la India.
Durmieron en una casa en la ribera. Allí Sayeda conoció a otra niña a la que también habían sacado de Bangladesh, y empezó a sospechar. Pidió explicaciones a su novio, quien le anunció que iba a trabajar en un prostíbulo. Cuando ella se negó, él le dijo: «Pues te mato y te tiro al río».
Aunque hubiese podido escapar, Sayeda no habría sabido a quién pedir ayuda. Estaba en la India ilegalmente y no se veía acudiendo a la policía. «Tenía tanto miedo que acepté –me contó–. Dije, muy bien, trabajaré de bailarina, pero no pienso hacer ninguna otra cosa».
Los dueños de prostíbulos y los traficantes que explotan a menores suelen quedar impunes.
El chico vendió a Sayeda a un burdel de Mahishadal, un suburbio de Haldia, una importante ciudad portuaria e industrial de Bengala Occidental, a unos 60 kilómetros al sudoeste de Kolkata. Una decena de niñas cautivas en aquel prostíbulo, entre ellas Sayeda y Anjali, hablaron conmigo. Este relato se basa en aquellas entrevistas. Todas ellas narraban historias semejantes acerca de su cautiverio.
El burdel, uno de los muchos prostíbulos que jalonan una autopista, era un hotel de dos pisos llamado Sankalpa, con 24 habitaciones pequeñas y un bar con música en la parte trasera de un restaurante. Según las niñas, lo regentaba un hombre llamado Prasanta Bhakta. No estaba localizable y su abogado declinó hacer declaraciones.
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Sayeda, que entonces tenía 14 años, estaba convencida de que le permitirían limitarse a bailar para los clientes. Me contó que Bhakta la sacó de su error violándola en cuanto llegó. Las otras niñas le dijeron que era la manera de Bhakta de evaluar cuánto podría cobrar a los clientes por acostarse con ellas. Las recién llegadas como Sayeda –consideradas más próximas a la virginidad– eran las más caras: 500 rupias, unos seis euros.
Según las chicas, Bhakta las obligaba a beber alcohol para que se mostrasen más dóciles. Sayeda se resistía, pero descubrió que la ebriedad la ayudaba a amortecer el trauma de ser una esclava sexual. Se dio a la bebida. «Así pasaba el tiempo, bebiendo a todas horas», me confesó.
Ella llevaba dos años allí cuando Anjali, que entonces tenía 16 años, fue vendida al burdel. El hombre con el que Anjali esperaba casarse y el otro joven se la habían llevado a Kolkata y de allí, a Mahishadal. El amigo del novio le compró jabón, champú, un peine y maquillaje. Le dijo que se lavase y se pusiese guapa, porque esa noche iba a llevarla a conocer a alguien.
Anjali no hizo preguntas. Cuando entraron en una habitación mal iluminada, empezó a ponerse nerviosa. «¿Qué sitio es este?», preguntó. Le dijeron que era un hotel y que iba a trabajar allí. «¿Trabajar de qué?», preguntó ella, al borde del pánico. Cuando se lo explicaron, se le saltaron las lágrimas.
Desde el primer día comprendió que resistirse era inútil. Las chicas me contaron que Bhakta las tenía aterrorizadas; relataron que les daba unas palizas brutales o las quemaba con cigarrillos si no obedecían.
Foto: Smita Sharma
El prostíbulo era una cárcel. La cancela de la valla que rodeaba el edificio y la puerta principal estaban permanentemente cerradas o vigiladas. El único momento en el que se les permitía salir era a medianoche, para comer en el restaurante de enfrente, vigiladas por un guarda anciano. Este bromeaba con ellas, aportando una brizna de amabilidad en la espantosa realidad de sus vidas.
Entraban clientes a todas las horas del día y de la noche, y las niñas sufrían hasta 20 violaciones por jornada. Tomaban analgésicos para soportar la tortura física, pero el sufrimiento emocional no tenía alivio. «Nos daba muchísima vergüenza cuando teníamos clientes viejos, más viejos que nuestros padres», me dijo Anjali.
Unidas por el trauma de ser víctimas de la trata y el horror cotidiano de su brutal existencia, las muchachas se apoyaban las unas a las otras. Anjali, callada y tímida, no podía ser más distinta de Sayeda, que cuando se emborrachaba se rebelaba hasta el punto de patear a los clientes. Pese al contraste de sus personalidades, o quizá por eso, se hicieron amigas.
De vez en cuando había una redada, pero según el relato de las niñas, Bhakta y sus empleados siempre parecían estar sobre aviso y las sacaban por la puerta trasera antes de que llegase la policía. Una tarde de abril de 2017, sin embargo, un equipo policial registró el prostíbulo y otro contiguo sin que Bhakta hubiese recibido soplo alguno. La policía detuvo a Bhakta y a otras 12 personas en virtud de las leyes que prohíben el tráfico y la explotación sexual de menores. Anjali, Sayeda y otras 18 niñas y mujeres fueron rescatadas. Eran libres, pero todavía no podían volver a casa.
Sayeda y Anjali tenían 17 años cuando las conocí en Sneha, una casa de acogida gestionada por Sanlaap en Narendrapur, un suburbio de Kolkata. Habían llegado unos días antes junto con otras
10 chicas rescatadas de Mahishadal. Todas se prestaron a hablar conmigo.
Una supervisora las condujo a la gran sala vacía donde esperábamos una representante de Sanlaap y yo. Se descalzaron y entraron en fila, interrumpiendo su charla para observarme con prevención. La incomodidad se atenuó cuando las ayudé a desenrollar una gran alfombra. Nos sentamos en corro. Cuando empezamos a conversar en bengalí –la lengua que se hablaba en mi casa cuando era pequeño–, las niñas cogieron más confianza.
Foto: Smita Sharma
Sayeda, sentada a mi derecha, era la más locuaz. Tenía una confianza natural que la distinguía de las demás. Cuando le pregunté cómo había terminado en el prostíbulo, me respondió sin paños calientes que la había engañado el joven del que estaba enamorada. Describió la férrea vigilancia que los empleados del burdel ejercían sobre ellas y cómo el propietario, Bhakta, les propinaba constantes palizas a ella y a sus compañeras.
«Uno solo se deja engañar una vez –repuso Anjali–. No cae en la trampa constantemente. Yo ya no quiero a nadie».
«Y no paraba hasta que te hacía sangre», intervino Anjali, sentada junto a Sayeda.
«Nos decía: "Como no te acuestes con 10 clientes al día como mínimo, te doy una paliza"», añadió Sayeda.
Me volví hacia Anjali, quien me explicó cómo su novio había traficado con ella. «Me decía que se casaría conmigo», dijo, con una sonrisa avergonzada. Las demás se rieron. Primero me pareció que estaba muy mal por su parte, pero a lo largo de la conversación comprendí que no se habían reído de ella, sino con ella. Todas tenían historias parecidas. Cuanto más hablaba con ellas, más me convencía de lo imposible que era pretender entender la desesperación que habían sentido.
Cuando a la mañana siguiente volví al refugio, pregunté si Sayeda o Anjali querrían hablar conmigo de nuevo, ya que habían sido las más dispuestas a comunicarse. Sayeda se presentó con una sonrisa de oreja a oreja, la frente y las mejillas cubiertas de polvos de colores: rojo, azul, verde. Un par de días antes había sido el Holi. Anjali solo llevaba unos puntitos de color.
Las dos me relataron los horrores que habían vivido con una asepsia que me dio escalofríos. Sin saber muy bien cómo hacer para que expresase los sentimientos que le inspiraba aquel maltrato, pregunté a Sayeda cuánto había llorado en aquellos tres años de esclavitud, pero apenas había acabado de pronunciar esas palabras comprendí lo frívolas que sonaban. «Uy, he llorado y llorado. ¿Cuánto más podía llorar?», me respondió en un tono de resignación que nunca había oído de alguien tan joven. La suma de sus lágrimas jamás alcanzaría a expresar la magnitud de su pena.
Les pregunté qué harían cuando volviesen a casa. Anjali no estaba segura.
«¿Enamorarte otra vez?», preguntó Sayeda entre risas.
«¡No, de eso nada!», contestó Anjali.
Sayeda dijo que intentaría colocarse en el centro de peluquería y estética donde había trabajado. «A lo del baile no voy a volver. Intentaré estudiar».
«Pues yo a lo mejor me apunto a clases de baile», anunció Anjali.
«No, no te metas en el baile –le advirtió Sayeda–. Podría traerte problemas».
Cuando salimos a la calle, Sayeda me pidió que buscara en el móvil una imagen de satélite de su ciudad; quería enseñarme el barrio donde vivían sus padres, junto a una famosa mezquita. Mi móvil no tenía esa función, pero le prometí que la visitaría en Khulna cuando estuviese con su familia.
Sonriendo, corrió hacia los columpios de delante del edificio. La vi subirse al tobogán y deslizarse por él. De camino al coche, oía sus risas.
Una tarde de hace dos años Giriraj Panda, un abogado de Haldia que ha ayudado a llevar ante los tribunales casos de tráfico sexual, estaba almorzando en un puesto cerca del juzgado cuando un alboroto repentino interrumpió el bullicio habitual de la zona. Al levantar la vista vio a un hombre que huía corriendo, perseguido por dos policías. El hombre se libró de ellos y se subió a una moto que conducía un cómplice. Huyeron a toda velocidad.
Panda, contratado por Sanlaap para representar a las niñas en el caso contra Bhakta y los demás, reconoció al fugitivo. Era Bhakta. Tenía que declarar en el juzgado cuando logró desembarazarse de los agentes que lo introducían en el edificio. Bhakta ya había pisado los tribunales otras veces acusado de delitos parecidos, dijo Panda, pero sus abogados se las habían ingeniado para que lo pusiesen en libertad bajo fianza. Por lo visto en esa ocasión Bhakta se había arriesgado a huir porque no había logrado librarse de los cargos. Llevaba en la cárcel más de año y medio.
Los dueños de prostíbulos y los traficantes que explotan a menores suelen quedar impunes no solo porque la policía no siempre hace cumplir la ley, sino también porque el sistema judicial indio deja demasiadas vías de escape. Los tribunales están desbordados y los retrasos son tan enormes que las imputaciones pueden dilatarse durante años. A veces no tienen más remedio que poner en libertad bajo fianza a los acusados porque las acusaciones no presentan los cargos a tiempo, ya sea por incompetencia o por corrupción.
Pese a lo descorazonador del panorama, los esfuerzos para llevar a los traficantes de menores ante la justicia no han aflojado. Panda me explicó que en los últimos seis años su equipo y él han logrado condenas en más de una docena de casos de trata en la zona de Haldia. Aseguró que lucharía por probar los cargos imputados a Bhakta, que, según me contó, fue localizado y detenido semanas después de su huida.
El caso sigue en marcha y podría durar años. Hace unos meses Bhakta salió en libertad bajo fianza, pero Panda me dijo que la acusación piensa recurrir: «Como los traficantes y proxenetas pueden permitirse gastar grandes sumas en abogados, se libran fácilmente de pagar por sus crímenes. Pero nosotros no pensamos rendirnos».
Foto: Smita Sharma
Unos pocos meses después de mi visita a Sneha, Sayeda empezó a sufrir fuertes dolores abdominales. Apenas unos días antes había estado bailando en un espectáculo de danza organizado en la casa de acogida. El personal de Sneha la llevó al hospital, donde murió a las pocas horas. Los médicos atribuyeron su muerte a un fallo hepático, probablemente secundario a su importante consumo de alcohol.
En noviembre de 2018 viajé a Khulna con la fotógrafa Smita Sharma para visitar a la familia de Sayeda, un viaje que la niña y yo habíamos imaginado sería un motivo de alegría. Pasamos por delante de la mezquita que ella había querido enseñarme y aparcamos junto a una tetería. La madre de Sayeda –una mujer bajita y corpulenta envuelta en un salwar kameez– nos condujo por un sendero de tierra hasta la casa en la que Sayeda había pasado su infancia. El padre, un hombre menudo, nos saludó lánguidamente. Como la habitación de entrada no estaba amueblada, nos hicieron pasar a su dormitorio. Smita y yo nos sentamos sobre la cama con las piernas cruzadas. La luz vespertina entraba a raudales por la ventana.
Cuando la madre de Sayeda describió lo mucho que le gustaba a su hija cantar y bailar, le mostré una foto en la que aparecía con Anjali y las otras niñas, tomada tras su actuación en el refugio. Vestida con un sari magenta y una corona amarilla, aparece con una sonrisa radiante.
La madre miró la foto un instante y se echó a llorar. «Tenía un corazón sencillo e inocente. Por eso se me fue», dijo.
Los padres eran conocedores de que su hija había estado esclavizada en un burdel tras caer en una red de trata, pero querían saber por lo que había pasado, así que reproduje una grabación de mi entrevista con ella. Su madre se inclinó para oír mejor. Su padre la escuchó desde la habitación contigua, sentado en el suelo con la mirada fija en la pared. Cuando Sayeda empezó a hablar sobre lo que había soportado en el prostíbulo, su madre se revolvió y su padre giró la cara.
«Oír esto puede causarles mucho dolor», dije.
«Ya sentimos mucho dolor –respondió la madre con los ojos empapados en lágrimas–. Un dolor infinito».
El padre no pronunció una sola palabra esa tarde. Cuando al día siguiente volví para despedirme de la familia, por fin habló. Desde la muerte de Sayeda, contó, había perdido el norte, a menudo se saltaba comidas y baños, pasaba horas sentado a orillas de la carretera, paralizado por la pena, en vez de llevar pasajeros en su bicitaxi.
«Mi hija era mi vida –dijo, revelando con estas palabras todo su dolor–. Estaba siempre contenta y alegraba a los demás, y ahora se ha ido».
Tras vivir un año y medio en el refugio, Anjali regresó por fin con su madre a Siliguri y se puso a trabajar en una fábrica. Cuando la visité en diciembre de 2019, estaba ayudando a su madre con las tareas domésticas. Tenía 19 años. Me contó que se siente sola. Que extraña a sus amigas del refugio; ellas comprendían su pena como nadie podrá comprenderla nunca. A su madre no le había contado demasiado. Me dijo que había oído a unos vecinos hablando de que había ejercido una profesión inmunda.
«Yo no les respondo», añadió.
Era evidente que el desprecio de los vecinos había agravado su sensación de aislamiento. Podía fingir que no existían, pero más complicado era hacer que no oía las palabras de su madre, que se había vuelto extremadamente protectora, haciendo que la joven se sintiera asfixiada.
«¡No me deja ir a ningún sitio!», se quejaba.
«Yo le digo que se quede en casa tranquilita, con el teléfono, mirando vídeos de TikTok si quiere –apostilló su madre–. Que no vuelva a poner siquiera un pie en el mal camino».
Pregunté a qué se refería. ¿Acaso Anjali no era la víctima? ¿Estaba mal enamorarse?
«Sí, ya sé que se enamoró. ¿Pero quién habría imaginado que el chico tenía tan malas intenciones? –observó su madre–. Lo que quiero decir es que es vulnerable. Es joven. Fácilmente podría llegar otro chico prometiéndole matrimonio, engañarla y venderla a otro sitio, como le pasó la otra vez».
«Uno solo se deja engañar una vez –repuso Anjali–. No cae en la trampa constantemente».
Su madre intentó dorarle la píldora: «Yo le digo que no se fugue con ningún chico. Que si encuentra alguno que le gusta, me lo cuente, para que yo investigue si es de fiar y la case».
Anjali cortó por lo sano. «Yo ya no quiero a nadie», confesó, tajante.
Lo que verdaderamente deseaba, me contó, era tener la libertad de ir adonde quisiese cuando quisiese. Anjali quería un escúter. No le hacía gracia que su madre estuviese ahorrando para comprarle una motocicleta a su hermano mayor.
«A ti te compraré cosas cuando te cases», dijo su madre con cariño.
Anjali le sonrió con exasperación. Pese a su enojo, sabía que su suerte no era comparable a la de las muchas víctimas de la trata de personas cuyas familias no querían saber nada de ellas por miedo al qué dirán. La lucha de Anjali por rehacer su vida distaba mucho de tocar a su fin, pero al ver el apoyo que le daban los suyos y su discreta determinación, me fui con la esperanza de que algún día hallaría la libertad que buscaba.
Yudhijit Bhattacharjee es colaborador habitual de la revista. Inició su carrera periodística escribiendo crónica negra en Kolkata. Smita Sharma, afincada en Delhi, lleva años documentando la violencia sexual en la India. Este es su primer trabajo para la revista.
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Un delito oculto
Se desconoce la verdadera magnitud del tráfico de seres humanos en la India –y en el mundo–, pero en 2016 la Oficina Nacional de Registro de Delitos de la India contabilizaba 4.911 niñas víctimas de la trata de personas. Más de la mitad de esas menores eran de Bengala Occidental, lo que supone el 7 % de la población de la India. Muchos casos nunca se denuncian.
Mapa: Christine Fellenz Y Irene Berman-Vaporis, Ngm. Fuente: Oficina Nacional De Registro De Delitos, Gobierno De La India.
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CÓMO AYUDAR
He aquí tres colectivos que trabajan en la India a favor de las víctimas del tráfico de personas con fines de explotación sexual.
Shakti Vahini trabaja para rescatar a menores de los prostíbulos: shaktivahini.org
Sanlaap ayuda a niñas que han sido rescatadas o que están en riesgo de explotación: sanlaap.org
New Light ayuda a los hijos de las trabajadoras sexuales: newlightindia.org
Este artículo pertenece al número de Enero de 2021 de la revista National Geographic.