Betty Webb, inteligencia británica
En ese despacho firmé la Ley de Secretos Oficiales», puntualiza Betty Webb, de 97 años, señalando con el bastón hacia una sala de la planta baja de la mansión señorial de Bletchley Park, el legendario centro británico secreto de descifrado de códigos durante la Segunda Guerra Mundial. A través de la ventana se vislumbra un enorme escritorio. «A ese escritorio se sentaba un alto cargo de la inteligencia –dice–. Recuerdo que tenía como si tal cosa una pistola al alcance de la mano, justo donde ahora está esa taza de café. Me dijeron que firmase y me explicaron sin rodeos que jamás podría comentar nada relativo a mi trabajo con nadie en absoluto. Firmé. Fue un momento trascendente. Entonces tenía 18 años».
Foto: Robert Clark
Webb, de 97 años, tenía 18 cuando empezó a trabajar en Bletchley Park, el centro de alto secreto donde se descifraban los códigos del enemigo. Los dirigentes alemanes creían que los mensajes cifrados por sus máquinas Enigma –este modelo podía generar 103.000 trillones de combinaciones– eran totalmente indescifrables. El personal de Bletchley demostró que se equivocaban.
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Era 1941. Gran Bretaña estaba en guerra. Las fuerzas alemanas ya se habían hecho con buena parte de Europa.
Webb estaba haciendo un curso de gestión doméstica, pero se incorporó al Servicio Territorial Auxiliar –la rama femenina del Ejército femenino durante la Segunda Guerra Mundial– porque, en sus propias palabras, «Quería contribuir al esfuerzo de guerra haciendo algo más que hornear rollitos de salchicha». Era bilingüe, porque de pequeña había tenido una au pair alemana y había estado de intercambio en Alemania, de modo que le ordenaron que se presentase en Bletchley, a una hora al norte de Londres. «Era tan secreto que no tenía ni idea de lo que habría allí (¡ni nadie!), ya no digamos de dónde me estaba metiendo».
«Quería contribuir al esfuerzo de guerra haciendo algo más que hornear rollitos de salchicha».
Al principio le encargaron la catalogación de los miles de radiomensajes alemanes cifrados que los puestos de escucha británicos interceptaban cada día. Pero a medida que avanzaba la guerra le asignaron una misión más creativa: parafrasear fragmentos de inteligencia obtenidos por los descifradores para que nadie sospechase que eran el resultado de haber descifrado los códigos.
«La idea era que los mensajes sonasen como si fuese información que habíamos obtenido de nuestros espías, de documentos robados o de misiones de reconocimiento –explica Webb–. Había que guardar en el secreto más riguroso que habíamos descifrado los códigos militares alemanes y japoneses; lo sabía muy poca gente».
Durante décadas, quienes habían trabajado en Bletchley Park tuvieron que mantener en absoluto secreto su actividad en tiempos de guerra.
Webb disfrutaba con su trabajo. «Me gustaba toda esa farsa», dice con una sonrisa. Trabajaba con mensajes interceptados a los japoneses y parafraseaba tan bien su contenido que en junio de 1945, cuando terminó la guerra en Europa, la enviaron a Washington para que se sumase al esfuerzo de guerra estadounidense en el Pacífico. «Me llevaron en hidroavión –recuerda–. Era la primera vez que volaba. Mandé a mis padres una postal desde Washington. Seguro que se preguntaron qué andaría haciendo, pero por supuesto nunca me lo preguntaron, y menos mal, porque tampoco habría podido contárselo».
Foto: Enigma fotografiada en la Fundación Bletchley Park
Durante décadas, quienes habían trabajado en Bletchley Park tuvieron que mantener en absoluto secreto su actividad en tiempos de guerra. «Cuando nos dejaron contarlo, mis padres ya habían muerto, así que nunca lo supieron –dice–. Con tanto secretismo nos resultó muy complicado encontrar un empleo en la posguerra, sobre todo a los hombres, porque en las entrevistas no podíamos explicar nada de aquellos años, solo que habíamos trabajado en un sitio llamado Bletchley Park».
Finalmente Webb se colocó en un colegio cuyo director había estado en Bletchley. «No nos conocíamos –cuenta–, pero cuando leyó en mi solicitud de empleo que había pasado por Bletchley no hizo falta decir nada ni plantear preguntas incómodas. Me contrataron». —Roff Smith
Yevsei Rudinsky, Navegante aéreo soviético
Foto: Robert Clark
La guerra empezó para este estudiante y gimnasta cuando lo citaron en un centro de reclutamiento y le dijeron que su país necesitaba 100.000 pilotos. «A mí la aviación me daba igual, pero estudiar sí que me interesaba», dice Rudinsky, de 98 años. Atraído por los mapas y la astronomía, estudió navegación aérea en el extremo norte de Rusia, donde los pilotos polares enseñaban a sus inexpertos pupilos a orientarse sin mapas fiables en medio de una meteorología traicionera. Su bautismo de fuego tuvo lugar en los cielos de Kursk, escenario de la batalla de tanques más importante de la guerra. «Yo llevaba un bombardero en picado, el Petliakov PE-2. Cariñosamente lo llamábamos Peshka», que es el nombre ruso del peón del ajedrez. Recuerda no sentir miedo hasta después de aterrizar. «Cuando ves que tu avión está como un colador o compruebas la estopa que te han dado los Messerschmitt, empiezas a notar algo». Añade: «Si no sientes nada, no eres humano. Y a la hora de la verdad somos todos humanos». —Eve Conant
María Rojlina, Sanitaria soviética
Foto: Robert Clark
El fuego cesó hace 75 años, pero María Rojlina, que hoy tiene 95, todavía siente la guerra en las manos, en todos y cada uno de los dedos. Nacida en Ucrania, soñaba con pilotar aviones. Pero en 1941, cuando tenía 16 años, los nazis avanzaban hacia el corazón de su patria. «Pasé del pupitre de la escuela a la guerra», dice. Se hizo sanitaria de combate y sirvió durante cuatro años en las fuerzas soviéticas.
Un día, cuando ayudaba a transportar a un soldado herido hasta la otra orilla del revuelto río Dniéper, se le rompió el remo y tuvo que palear las aguas gélidas con las manos desnudas. El dolor que todavía hoy le castiga los dedos es tan intenso que solo se alivia con inyecciones en cada articulación.
«En el invierno de Stalingrado no enterrábamos a los muertos. Los cadáveres se amontonaban. No había dónde sepultarlos».
En 1942 se vio atrapada en el sitio de Stalingrado. La batalla se prolongó más de seis meses; la ciudad quedó reducida a escombros; la población, diezmada. Ese invierno la temperatura se desplomaba constantemente por debajo de los -20 °C. Rojlina se refugió con soldados soviéticos en una fábrica de tractores, pero no tenían ni un trozo de papel ni una astilla de madera que quemar. «Nos dábamos calor unos a otros –dice–. Hicimos un juramento: jamás olvidaríamos Stalingrado, jamás olvidaríamos a quienes estaban allí con nosotros, abrazados» en lo que ella llama «círculos de calor».
Hay ciertos episodios que Rojlina tampoco ha olvidado, a su pesar: el calor de los intestinos de un soldado agonizante cuando intentó devolverlos a la cavidad abdominal. O a una compañera, violada y asesinada por los alemanes, que le cortaron los pechos. «No puedo perdonarles lo que hicieron y lo que vi».
Pero igual que los círculos de calor, aquellos horrores forjaron vínculos. Un soldado soviético le prometió la primera vez que la vio que le propondría matrimonio si ambos sobrevivían a la guerra. Estuvieron casados 48 años. —Eve Conant
Victor Gregg, Fusilero británico
Foto: Robert Clark
Un bollo y una taza de té fueron una tentación demasiado irresistible para Victor Gregg aquel crudo día londinense de octubre de 1937, hasta el punto de que acompañó al reclutador a su oficina y se alistó en el Ejército británico. «Aquel día cumplía 18 años –recuerda Gregg, hoy centenario–. ¿Y sabe qué? Aquella taza de té no apareció por ninguna parte».
Lo que sí recibió fue un espeluznante asiento en primera fila para asistir a la Segunda Guerra Mundial, desde la primera hasta la última escena. Tras formarse como tirador, Gregg estuvo brevemente destacado en la India; cuando estalló la guerra, en septiembre de 1939, estaba sirviendo en Palestina. Pasó los siguientes tres años en el desierto norteafricano, llevando a cabo misiones encubiertas tras las líneas enemigas. Más adelante se hizo paracaidista y participó en la invasión de Italia. En septiembre de 1944 saltó sobre la batalla de Arnhem, un intento frustrado de los Aliados por hacerse con el control de un puente sobre el Rin.
«Nos dijeron que sería un paseo –recuerda–. Pero a la hora de la verdad nos dimos de bruces con unas divisiones Panzer con las que por lo visto nadie había contado». Los combates fueron brutales, cuerpo a cuerpo, y los paracaidistas británicos resultaron barridos. Gregg fue capturado y enviado a un campo de trabajo próximo a la ciudad alemana de Dresde.
Aquel invierno protagonizó dos infructuosas tentativas de huida y como castigo lo enviaron a trabajar en una fábrica de jabón, que saboteó con la ayuda de otro prisionero de guerra. Provocó que ardiese hasta los cimientos, una acción por la que fue condenado a muerte. «Nos trasladaron a una cárcel de Dresde y nos anunciaron que a la mañana siguiente nos iban a fusilar», cuenta Gregg.
Pero el destino intervino. Esa noche, aviones estadounidenses y británicos empezaron a soltar bombas incendiarias sobre Dresde. Una de ellas cayó de lleno en la cárcel y Gregg huyó por un muro destruido. Asegura que los horrores que presenció en los días siguientes lo han perseguido el resto de su vida y lo llenan de culpa y vergüenza. «Hasta entonces mi guerra había sido soldados luchando contra otros soldados, pero aquellas personas eran mujeres y niños, eran civiles –dice–. No podía creerlo. Se suponía que nosotros éramos los buenos».
Gregg huyó de Dresde tras los bombardeos y se dirigió al este para sumarse al avance de las fuerzas soviéticas. Con ellas estaba en Leipzig el día que se rindió Alemania.
Tras seis años viviendo al límite, le resultó imposible adaptarse a la vida civil de posguerra. Buscaba constantemente el riesgo y el peligro, ya fuese montando en moto, llevando a cabo labores secretas para el MI6 –el Servicio de Inteligencia Secreto británico– o involucrándose en movimientos prodemocracia clandestinos tras el Telón de Acero.
Los recuerdos de Dresde le pesaban como una losa. Pero hace poco lo invitaron a viajar a esa ciudad alemana para dar una charla sobre sus experiencias. Entre el público había una mujer de ochenta y pocos años que sobrevivió de niña a los bombardeos, aunque perdió una pierna. Al hablar con ella después de la conferencia, explica Gregg, por fin halló la paz interior que llevaba décadas buscando. «De algún modo, por fin me sentí perdonado». —Roff Smith
R. R. «Russell» Clark, marinero estadounidense
Foto: Robert Clark
Tras una lesión deportiva que le produjo una hernia, Russell Clark supo que nunca lo aceptarían en las Fuerzas Armadas. Pero, con 18 años, nacido y criado en una granja de Kansas, estaba decidido a seguir los pasos de sus hermanos e ir a la guerra. De modo que se pagó de su bolsillo la operación quirúrgica de la hernia y se alistó.
A principios de 1945 se hallaba en algún lugar del Atlántico Norte, trabajando en la sala de máquinas del destructor de escolta USS Farquhar. «Allí abajo hacía un calor bochornoso; estábamos a 38 grados», recuerda hoy a sus 95 años.
Pese a las largas y asfixiantes horas que pasó bajo cubierta, Clark se daba por afortunado. «Los pobres compañeros que tenían que estar en la cubierta en pleno Atlántico Norte pasaban un frío mortal», dice. Vivió su único encuentro con el enemigo la mañana siguiente a la rendición alemana. Un submarino nazi que por lo visto no estaba al tanto de la noticia iba directo hacia el Farquhar.
«No tuvimos más remedio –admite–. Los torpedeamos».
Todo lo que quedó de ellos fue una mancha de combustible.—Bill Newcott
Wilhelm Simonsohn, piloto alemán
Foto: Robert Clark
Poniendo tanques y artillería sobre la pista de sus objetivos desde un avión de reconocimiento, Wilhelm Simonsohn presenció en 1939 la invasión alemana de Polonia a vista de pájaro. Desde su posición privilegiada, los primeros días de la guerra se antojaban una gran aventura. Todo cambió cuando entró en Varsovia. La capital polaca estaba en ruinas, arrasada por las bombas alemanas. Miles de personas, casi todas civiles, habían muerto en el ataque. Simonsohn, que hoy tiene 100 años, recuerda el hedor de los cadáveres que se descomponían bajo los escombros. «Me impresionó tanto que me dije: "Jamás lanzaré una bomba sobre un ser humano"».
Para evitarlo, se formó como piloto de combate y participó en decenas de misiones nocturnas interceptando bombarderos británicos. «Volaba convencido de que así impedía que los ingleses incendiasen nuestras ciudades –dice–. Tenía 22 años y era un ingenuo». En la primavera de 1944, con las ciudades alemanas pasto de las llamas, comprendió que la guerra estaba perdida. «Me di cuenta de que la única meta era sobrevivir», afirma. La rendición de Alemania le causó un profundo alivio. «El 8 de mayo de 1945 volví a nacer. Ese día acabaron aquellas masacres y miedos –dice–. Ver ciudad tras ciudad devorada por el fuego hizo de mí un pacifista. Y cada día lo soy más». —Andrew Curry
Shizuyo Takeuchi, superviviente japonesa
Foto: Robert Clark
Los recuerdos del 25 de febrero de 1945, el día que los B-29 estadounidenses lanzaron sus bombas incendiarias sobre Tokio, han perseguido a Shizuyo Takeuchi. Tenía entonces 13 años y regresaba a una casa que había quedado reducida a cenizas. Solo resistió una olla arrocera de hierro. Del diccionario de inglés, un libro prohibido que le regaló su padre, solo quedaba polvo. Recuperó una sola página, que el viento le arrancó de entre los dedos. Un segundo bombardeo el 10 de marzo le grabó en la memoria una carrera desesperada a través de un torbellino de humo y escombros, y los cadáveres calcinados que vio al pasar, entre ellos el de una madre que había intentado proteger a su bebé con su propio cuerpo.
«Me asusté, porque por un tiempo dejé de sentir cualquier emoción», recuerda. Hoy tiene 89 años, está casada, es madre de un hijo y de una hija y trabaja como narradora en un centro dedicado a dar testimonio de los horrores de la guerra. —Ted Gup
Boris Smirnov, sanitario soviético
Foto: Robert Clark
«Rezumábamos patriotismo soviético», declara Boris Smirnov, de 93 años, quien vio morir a muchos camaradas en la conflagración que los soviéticos denominaron la Gran Guerra Patriótica. En una ocasión el pelotón de Smirnov estaba construyendo un puente sobre el río Niemen y su comandante fue alcanzado por una bala, disparada quizá por un francotirador enemigo.
«Cuando acudí a socorrerlo, me acompañó otro soldado –recuerda Smirnov–. Me dijo: "Tú cúralo que yo te cubro"». Mientras el médico vendaba al oficial caído, un disparo llegó desde la otra orilla y mató en el acto al soldado que protegía la escena. «Cayó en silencio», recuerda Smirnov, que todavía llora la muerte de su protector.
Más traumático fue el nefasto día de octubre de 1944 en que su pelotón se vio rodeado y ametrallado sin piedad. «Distinguí a los soldados alemanes, que se reían mientras nos disparaban, sentados a 50 o 60 metros de nosotros –cuenta Smirnov–. Nosotros corríamos hacia ellos gritando; los alemanes se carcajeaban y agitaban la gorra. Mis amigos caían a mi alrededor».
En los archivos rusos hay un documento que Smirnov lleva en el corazón. Es la lista de sus camaradas caídos.—Eve Conant
Harry T. Stewart, Jr., aviador estadounidense
Foto: Robert Clark
Cerca de mil pilotos afroamericanos que sirvieron en la Segunda Guerra Mundial se formaron en Tuskegee, Alabama, la única base aérea militar del país que formaba a cadetes negros. Hoy solo viven 10 de los legendarios Aviadores de Tuskegee, y el teniente coronel retirado Harry T. Stewart, Jr., que el pasado 4 de julio cumplió 95 años, es uno de ellos.
Criado en Queens, Nueva York, Stewart solía acercarse a un aeródromo vecino para admirar los mastodónticos pájaros de aluminio e imaginarse volando en ellos. Haría por fin su sueño realidad en 1944, cuando comenzó a escoltar bombarderos estadounidenses hasta destinos repartidos por toda Europa.
En 1945 más de 1,2 millones de afroamericanos servían a su país como militares en Europa, el Pacífico y el territorio nacional.
En el transcurso de una de esas misiones, el Domingo de Pascua de 1945, él y seis compañeros de escuadrón volaban a 1.500 metros de altitud sobre la Austria ocupada cuando de pronto se vieron en inferioridad numérica frente a los aviones de la Luftwaffe. Enzarzados en combates letales, Stewart no dejaba de disparar las ametralladoras de su Mustang P-51. Al tomar tierra en su base de Italia, fue recibido con una ovación y felicitado por abatir tres naves enemigas, una hazaña por la que le fue impuesta la Cruz de Aviación por Servicio Distinguido.
Pero el joven piloto de combate pensaba en los tres compañeros caídos en la batalla. Uno murió en el acto; otro acabó estrellándose en Yugoslavia; el tercero saltó en paracaídas y por lo visto fue hallado muerto en Austria tras la liberación del país, dos semanas después.
Después de la guerra Stewart siguió en la Fuerza Aérea –la presidencia de Harry Truman ordenó la integración racial de las Fuerzas Armadas en 1948– y ganó la primera edición de la competición «top gun» junto con otros dos pilotos de Tuskegee en 1949. Un año más tarde, los recortes presupuestarios de la posguerra expulsaron a miles de oficiales, entre ellos a Stewart, de la Fuerza Aérea. Gracias al programa de becas de estudios para veteranos de guerra se sacó la licencia de piloto comercial y solicitó empleo en Pan American y Trans World Airlines. Se lo negaron. Por entonces no contrataban a pilotos negros.
La pérdida de las alas y de la dignidad fue un mazazo para él. Pero tenía experiencia en la superación de obstáculos. Solicitó la admisión en la Universidad de Nueva York y se tituló en ingeniería mecánica. Encontró empleo y se forjó una carrera cuajada de éxitos en el campo de la ingeniería que lo llevó a viajar por América del Norte, Oriente y Europa. Su último empleo lo llevó a Michigan, donde ascendió en el organigrama de una de las compañías de gasoductos más importantes del país, de la que se jubiló como vicepresidente.
«Solo pido que se les recuerde como buenos ciudadanos» que ayudaron a defender su país «aun cuando sufrían discriminación».
En 2018 Stewart viajó a Austria por primera vez desde la guerra, en esa ocasión invitado por el Gobierno austríaco. Un equipo de investigadores que indagaba en el destino de los pilotos aliados abatidos había concluido que Walter Manning, el compañero de escuadrón de Stewart que había saltado en paracaídas durante la sangrienta misión de aquel Domingo de Pascua, había sido capturado con vida. Mientras aguardaba el traslado a un campo de prisioneros de guerra, el piloto de 24 años había sido linchado por una turbamulta exaltada por la propaganda racista nazi. Exactamente 73 años después, Stewart y su hija asistieron a un acto en el que dignatarios austríacos pedían disculpas por la atrocidad perpetrada y le erigían un monumento.
Stewart nunca imaginó que algún día vería a los Aviadores de Tuskegee reconocidos en museos y monumentos, recordados en libros de historia y en películas de Hollywood. ¿Cuál le gustaría que fuese su legado? «Solo pido que se les recuerde como buenos ciudadanos, buenos estadounidenses que sintieron el deber de participar en la defensa de su país cuando tan necesario era, aun cuando sufrían discriminación». —Katie Sanders
Igor Morshtein y Valentina Lukianova, veteranos de guerra soviéticos
Foto: Robert Clark
Sus vidas se cruzaron por obra de la guerra, el sitio de Leningrado y 40 años de amistad y trabajo en la misma fábrica. Pero el amor no surgió hasta que ambos enviudaron. Valentina se crió en orfanatos; la madre de Igor falleció en el intento de evacuación de su ciudad, asolada por el hambre. Un día Igor y otros chiquillos oyeron el llanto de un bebé. «Fuimos a mirar –recuerda–. Nos encontramos a un bebé de un año que intentaba mamar de su madre muerta». Aquello, dice, «fue el inicio de nuestras misiones. Íbamos de puerta en puerta buscando niños huérfanos».
Se organizó un punto de entrega de bebés, a los que ponían el apellido del niño que los había encontrado. «No se nos ocurrió buscar la documentación. Éramos críos de entre 12 y 14 años, pero reconocimos una necesidad que era real», dice Igor, de 92 años. Cuando llegaron a la edad de combatir, «estábamos desnutridos, no teníamos fuerza ni para coger el arma». El Ejército le dio de comer y al final acabó participando en la liberación de Leningrado. Hace cuatro años recibió una llamada de un comité de veteranos de guerra. Una mujer lo estaba buscando. «Resultó ser uno de los bebés que encontré durante el sitio y que dejé en el lugar convenido». Llevaba su apellido. —Eve Conant
Arthur Maddocks, criptógrafo británico
Foto: Robert Clark
«Supongo que pensaron que si era capaz de entender la teoría económica, también sabría descifrar códigos», dice Arthur Maddocks, de 98 años, que era uno de los mejores alumnos de la Universidad de Oxford cuando lo reclutó la inteligencia británica. Al igual que Betty Webb, Maddocks fue destinado en Bletchley Park. Le encomendaron descifrar el código Lorenz, el sistema de comunicaciones cifradas exclusivo de Hitler y su plana mayor. El Lorenz era un código muy complejo con millones de posibilidades. Pero hacia el final de la guerra, Maddocks y sus colegas –ayudados por Colossus, el primer ordenador digital a gran escala del mundo– estaban leyendo las comunicaciones de las altas esferas nazis con tanta antelación que la rendición alemana de mayo de 1945 fue una especie de anticlímax, recuerda Maddocks. «Nosotros ya sabíamos que era el fin». —Roff Smith
Valentin Shorin, superviviente de Leningrado
Foto: Robert Clark
Solo tenía cinco años cuando los nazis emprendieron la campaña que durante casi 900 jornadas pretendió someter la ciudad de Leningrado a fuerza de hambre y mortero. Al principio la madre de Valentin Shorin siguió trabajando; lo llevaba a la guardería en trolebús todos los días. Luego empezaron los bombardeos. La megafonía pública emitía las sirenas de ataque aéreo y pronto empezaban a oírse el silbido de las bombas y el estruendo de los derrumbes. Madre e hijo estaban constantemente hambrientos, «pero más adelante me di cuenta de que ella me daba mis raciones y también las suyas», dice Shorin, que hoy tiene 83 años. Al final su madre se debilitó tanto que no se tenía en pie. Recuerda a su tía tirando de ella –metida dentro de un trineo para la nieve relleno de trapos para darle calor– con una mano y de él con la otra. Llegaron a la guardería. «Yo miré a mi madre; todavía hoy me duele el corazón. Por las mejillas le caían ríos de lágrimas y a mí me dio el alma que no volvería a verla más». Mordió a su tía para soltarse, pero su madre le dijo: «Valya, entra, entra. Verás como me pongo buena y vengo a recogerte». Pero no, dice Shorin: «La guardería fue mi primer orfanato».—Eve Conant
Hans-Erdmann SchÖnbEck, oficial alemán
Foto: Robert Clark
Superviviente de una de las batallas más cruentas de la historia, Hans-Erdmann Schönberg miró a Adolf Hitler a los ojos, durmió a pocos metros de la bomba que a punto estuvo de terminar con la vida del Führer… y se libró de la purga que siguió al atentado.
A sus 98 años, hoy lo ve claro: «Toda mi vida me han cuidado escuadrones enteros de ángeles de la guarda. Si no, no se explica».
Destinado a un regimiento de tanques alemanes en el verano de 1940, recuerda sentirse parte del mejor ejército del mundo. Durante un año su unidad se abrió paso a hierro y fuego por la Unión Soviética. En ocho ocasiones, el tanque en el que viajaba quedó destruido; recibió un ascenso tras otro. Cuando en agosto de 1942 contempló Stalingrado desde el pico al que había subido con su tanque, estaba al mando de toda la compañía. Aún no había cumplido los 20 años.
Los siguientes cinco meses fueron un punto de inflexión tanto para Alemania como para él. Cientos de miles de soldados alemanes quedaron aislados de las líneas de suministro. La situación se volvió desesperada en invierno, cuando la temperatura nocturna se desplomaba a mínimos letales.
Él y sus hombres echaron abajo casas rusas para quemar la madera y calentarse, dejando a sus ocupantes al raso, sobre la nieve. Con los tanques sin combustible y sus hombres famélicos, el fornido joven quedó reducido a un espectro de 45 kilos de peso. Lo embargó una emoción hasta entonces desconocida: la duda.
En las noches heladas oía a sus hombres maldecir a Hitler por haberlos abandonado. Unos meses antes tales expresiones se habrían castigado con la ejecución. Pero a esas alturas, para sus adentros les daba la razón.
El 19 de enero de 1943 fue herido por un ataque de artillería que le perforó los pulmones y le destrozó un hombro. Un sargento lo metió en un bombardero alemán, y Schönbeck pasó a ser uno de los contados soldados alemanes que salieron vivos de Stalingrado. La batalla, una de las más dilatadas de la historia, marcó el principio del fin para la Wehrmacht en el Frente Oriental y, por ende, de la Alemania nazi.
A los diez meses de su increíble salvación, el joven oficial vio cómo se le encomendaba guiar al séquito de Hitler por las calles de Breslavia (hoy la ciudad polaca de Wrocław). Schönbeck recuerda apresurarse a abrir la puerta del automóvil del Führer y saludarlo.
Cuando entró tras Hitler en una sala de reuniones, le asaltaron recuerdos sombríos de las vidas perdidas en Stalingrado. Se llevó la mano a la pistola, pero volvió a acordarse de Stalingrado. «Pensé: "La vida te ha dado una segunda oportunidad. Si haces eso, morirás. Y matarán a toda tu familia"».
Schönbeck fue destinado a una unidad de inteligencia con sede en una base secreta en la que Hitler tenía un cuartel general. Un día, cuando presentaba un informe, su comandante le hizo una pregunta extraña. «Dijo: "Si pasa algo gordo, podemos contar con usted, ¿verdad?"». Tiempo después se enteró de que los demás oficiales estaban conjurados para matar a Hitler y de que su compañero de litera escondía explosivos en el cuarto. Pero él calló. «Es lo que tiene vivir en una dictadura –dice–. Nunca sabes en quién puedes confiar».
La conjura fracasó y se puso en marcha una purga despiadada. «Mi compañero de cuarto fue uno de los primeros ahorcados», apunta Schönbeck.
Después de la guerra empezó a trabajar en el próspero sector alemán de la automoción, y en la década de los ochenta fue director de la Asociación Alemana de la Industria Automovilística. «Sobreviví, lo logré –dice–. No estaba dispuesto a malbaratarlo».—Andrew Curry
Mallie Mellon, constructora estadounidense de aviones de guerra
Foto: Robert Clark
Nacida en Kentucky, Mallie Osborne Mellon se subió con su marido y su hijo de corta edad al autobús que los llevaría a Detroit. Era 1943 y respondían a un anuncio radiofónico en el que se ofrecían vacantes para civiles en el esfuerzo de guerra. Por entonces, más de 300.000 mujeres estadounidenses trabajaban en la industria aeronáutica, muchas de ellas roblando remaches de aviones de guerra en fábricas de la Ciudad del Motor. Mellon bruñía las piezas de bombardero que salían de la cadena de montaje de la mastodóntica planta de Willow Run que operaba Henry Ford.
Mellon, hoy centenaria, no había oído hablar de Rosie la Remachadora –el sobrenombre dado a las operarias fabriles del sector de la defensa– hasta que hace cinco años descubrió que ella misma había sido una. Hoy asiste a las reuniones mensuales de la Asociación Estadounidense de Rosies las Remachadoras. No ha perdido su acento sureño, pero Michigan es su hogar y las Rosies, su familia. —Katie Sanders
Fred Terna, superviviente del Holocausto, Checoslovaquia
Foto: Robert Clark
Recién llegado al campo de concentración nazi de Terezín en 1943, Fred Terna se puso a dibujar. Bosquejó las literas triples, las colas para recibir las raquíticas raciones de alimento y las vías férreas por las que se transportaba a los prisioneros a Auschwitz. Algunos dibujos los firmaba con símbolos, para que no supiesen que los había hecho él. Descubrió que dibujar le recordaba que era humano.
Tenía 16 años cuando en 1939 las tropas alemanas entraron en Praga, donde vivía. Seis años después, relata, cuando lo liberaron los soldados estadounidenses, se había convertido en «uno de esos esqueletos andantes». Había estado en cuatro campos de concentración, había pasado hambre, se había escapado, lo habían capturado, había estado a punto de morir congelado. Al volver a Praga descubrió que ninguno de sus parientes cercanos había sobrevivido a la guerra.
«Vestíamos pijamas a rayas, estábamos infestados de piojos. Pero éramos educados y debatíamos cómo debería ser el mundo».
Terna se casó con otra superviviente de los campos de concentración nazis y acabó recalando en Nueva York, donde se dedicó profesionalmente a la pintura. Hoy tiene 96 años y sigue pintando y dando clases. En el estudio que ocupa la planta superior de su casa de Brooklyn crea sus propios tonos mezclando acrílicos. «Es mi intento de trascender», dice de su obra. Los lienzos de Terna, de textura densa y escenas poderosas, se suceden en los pasillos. «Hemos dejado un documento. Y el mío es visual».
Transcurridos casi 40 años desde la guerra, Terna descubrió que alguien había guardado y llevado a Israel sus dibujos de Terezín. «En aquel momento no sabíamos que estaba creando auténticos documentos históricos». Como el número tatuado en su antebrazo –114974–, eran la prueba de lo que le había ocurrido a él y a los seis millones de judíos que perecieron en el Holocausto. «Sí, nuestros familiares murieron, pero mantenemos vivo su recuerdo –dice–. Yo estoy obligado (y en cierto modo ustedes lo estarán a partir de ahora) a recordárselo al mundo». —Nina Strochlic
Jeannine Burk, superviviente del Holocausto
Foto: Robert Clark
Cuando Jeannine Burk tenía tres años, su padre la llevó en tranvía a la otra punta de Bruselas. Llamó a la puerta de una desconocida, se despidió de su hija con un beso y la dejó a cargo de la señora que abrió la puerta. La Gestapo lo detendría en una redada de ciudadanos judíos y acabaría muriendo en una cámara de gas en Auschwitz.
Entre 1942 y 1944 Burk vivió escondida en la casa de aquella señora cristiana. Tenía comida y techo, pero poco más. Cuando los nazis desfilaban por la zona, su salvadora le mandaba esconderse en el retrete exterior. Burk miraba por una rendija de las tablas y se ocultaba enseguida en el rincón más oscuro.
En 1944 llegaron los soldados británicos. Poco después su madre, que se había ocultado en el campo, fue a buscarla. Burk no volvió a ver jamás a su salvadora. «Tengo 80 años y sigo llorando –confiesa–. No tuve ocasión de agradecérselo».—Katie Sanders
Waltraud Pless, niña superviviente Alemania
Foto: Robert Clark
Incluso de niña, Waltraud Pless se daba perfecta cuenta de que muchos alemanes sacaban tajada del régimen nazi. No tenía que buscar muy lejos: en 1933, cuando Hitler llegó al poder, sus padres estaban en la ruina; seis años más tarde su padre era oficial de las Waffen-SS, la división militar de élite del Partido Nazi. Para cuando partió hacia la invasión de Francia, la familia tenía dos automóviles, una casa preciosa y un trastero repleto de un valioso mobiliario «de segunda mano».
«¿De dónde salía todo aquel dinero? –pregunta Pless–. Hoy lo veo claro: tenía que proceder de familias judías. Que no me digan que él desconocía la persecución de los judíos».
Un día su padre la metió en el coche y se la llevó a hacer un recado en el campo de concentración de Sachsenhausen, a las afueras de Berlín. «Vi a la gente que estaba allí, cómo vivían», dice. ¿Se sorprendió? Impecablemente vestida a sus 84 años, niega con la cabeza y se encoge de hombros: «Cosas así las veíamos todos los días».
Pero de pronto empezaron a ver cosas nuevas. En otoño de 1944, Pless vio cómo las carreteras que pasaban junto a la casa familiar, a unos 200 kilómetros al este de Berlín, se llenaban de familias que huían del Ejército soviético. Durante semanas durmió con la ropa puesta, lista para unirse en cualquier momento al río de refugiados. Por fin, una gélida noche de febrero de 1945, llegó la orden de evacuación.
«Pensé que sería algo temporal –recuerda–. En cuanto derrotásemos a los rusos, volveríamos a casa. Así de potente era la propaganda [nazi] de aquella época».
Tras semanas moviéndose de un lugar a otro, durmiendo en apartamentos de desconocidos y en estaciones ferroviarias, Pless y su madre, su hermano y su hermana fueron trasladados a una península de la costa báltica alemana, donde había un alojamiento turístico con camas de sobra. Pero llegó abril y el rápido avance soviético cortó la comunicación de la península con el continente: no tenían nada que comer.
«Nos discriminaban, nos maldecían, y todo por ser refugiados… Yo tenía nueve años, la guerra no era culpa mía».
Sin electricidad ni radio, su familia no supo que Alemania se había rendido hasta que oyeron las salvas celebratorias de las unidades soviéticas acuarteladas en las casas vecinas. Muerta de hambre, Pless pasó esa primavera buscando algo que llevarse a la boca. Cuenta que un día fue caminando por la carretera adoquinada detrás del carro de un granjero, recogiendo en la falda las patatas que iba perdiendo el remolque. Cuando se quiso dar cuenta, estaba sola en un campo, muy lejos del pueblo. «Y entonces un soldado ruso me agarró y me violó», rememora. Tenía nueve años. Pless dice que volvió corriendo a casa para contárselo a su madre, pero la respuesta a sus gritos fue el silencio.
Aquel otoño la familia recibió noticia de que el padre de Pless había sobrevivido a la caída de Berlín y se hallaba retenido por los británicos en el norte de Alemania. Pero no había casa a la que regresar: su pueblo había pasado a ser territorio polaco.
En la escasez de la posguerra, millones de refugiados desplazados por el conflicto se topaban con un muro de rechazo: eran bocas extra que alimentar.
La siguiente década fue dura para la familia, por fin reunida. Primero vivieron en establos de cerdos y graneros, luego se hacinaron en apartamentos minúsculos compartidos con otras familias. En la escasez de la posguerra, Pless y los millones de desplazados por el conflicto se toparon con el rechazo de sus compatriotas: eran bocas extra que alimentar. «Nos discriminaban, nos maldecían –recuerda–, y todo por ser refugiados».
Setenta y cinco años después, no siente ira ni culpa. «Hay historias que son verdaderas tragedias. En comparación, la mía es casi una anécdota –reconoce–. Tenía nueve años, la guerra no era culpa mía. Pero tampoco soy una víctima».
Hoy da charlas sobre lo que vivió en la guerra a los alumnos de los colegios de la zona de Hamburgo, motivada, dice, por la preocupación.
«Mire cómo está el mundo: la gente no ha escarmentado. Es horripilante que hayan vuelto los neonazis, y no solo en Alemania: en Estados Unidos, en Escandinavia. La gente sigue siendo tremendamente manipulable». —Andrew Curry
Ver infografías y mapas "El saldo de la guerra. Parte 1"
Ver infografías y mapas "El saldo de la guerra. Parte 2"
Este artículo pertenece al número de Junio de 2020 de la revista National Geographic.
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Cómo se gestó este artículo
Nuestro agradecimiento especial a Robert Clark y su padre, el veterano de la Marina estadounidense R. R. «Russell» Clark, quien inspiró este trabajo, y a las muchas personas que abrieron las puertas de su casa a Robert y a nuestros redactores para compartir sus recuerdos.