Tras la tragedia del paso del Noroeste

En 1845, sir Franklin y 128 tripulantes exploraron el paso del Noroeste, entre el Atlántico y el Pacífico. Ninguno sobrevivió. En 2022, National Geographic reproduce la expedición.

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Renan Ozturk

Renan Ozturk captó esta imagen con un dron en el estrecho de Peel, en Canadá, mientras estaba tumbado sobre el hielo marino desgajado de la banquisa. Durante su viaje al Ártico desde Maine hasta Alaska a bordo del Polar Sun, el hielo amenazó con dejar atrapados a los expedicionarios de National Geographic.

Jacob Keanik recorrió con los prismáticos el campo de hielo que rodeaba nuestro velero. Buscaba al oso polar que llevaba 24 horas acechándonos, pero no veía más que una ondulada alfombra flotante de hielo marino a la deriva cuyos tonos aturquesados se perdían en el horizonte. «Se acerca el invierno», murmuró. Jacob no había visto Juego de Tronos e ignoraba que la frase aludía a las peligrosas hordas de zombis de hielo de la serie, pero aquella horda helada era igualmente funesta para nosotros. Allí, en la remota bahía de Pasley, en lo más profundo del Ártico canadiense, el invierno traería consigo una marea implacable de hielo capaz de hacer añicos cualquier embarcación. Como no encontrásemos una salida, y pronto, podría atraparnos y aniquilar nuestra nave… y quizás a nosotros con ella. 

Bahía de Pasley
Renan Ozturk

El fotógrafo Renan Ozturk observa la bahía de Pasley, en Canadá, desde el palo mayor del Polar Sun. El escritor Mark Synnott y él intentaban navegar por el paso del Noroeste cuando su embarcación quedó atrapada en un laberinto de hielos flotantes. Con la llegada inminente del invierno, y como le sucedió a la frustrada expedición de Franklin, corrían el riesgo de quedarse varados en el Ártico.

Estábamos a finales de agosto y nos habíamos resguardado en la bahía para capear un durísimo temporal. Por espacio de una semana larga, el viento había soplado con una violencia feroz, empujando desde el casquete polar bloques de agua marina congelada que alcanzaban casi dos metros de grosor. Algunos tenían el tamaño de una mesa de pícnic; otros eran tan grandes como barcazas fluviales.

Aquí y allá, pequeños icebergs despuntaban hacia el cielo cual diminutos Alpes flotantes. Las teselas de aquel mosaico a la deriva subían y bajaban alrededor del barco, rechinando al chocar entre sí y silbando al liberar las burbujas de aire del interior en su lento proceso de fusión.

Nave Erebus
Pictorial Press Ltd / Alamy Stock Photo

H.M.S. Erebus en el hielo. Esta pintura del siglo XIX imagina el destino de una de las dos naves de Franklin. 

Cualquiera de aquellos témpanos podía convertirse en el torpedo que perforase nuestro casco de fibra de vidrio, de modo que organizamos guardias las 24 horas, relevándonos para alejarlos del barco con las largas pértigas de madera que los inuit llaman tuks. Conforme pasaba un día, y otro, y otro más, el hielo se iba cerrando en torno a nosotros como un garrote vil. Al noveno día, Jacob y yo descubrimos al despertar que el agua entre los bandejones (trozos de agua marina congelada) también se había congelado: todo apuntaba a que pasaríamos el invierno allí, atrapados. Se me formó un gélido nudo en la garganta al preguntarme si aquello era lo que había sentido Franklin.

Bloque de hielo glaciar
Renan Ozturk

Siguiendo la ruta de Franklin, el Polar Sun navegó por la costa oeste de Groenlandia, donde los bloques de hielo glaciar llegan al mar y forman inmensos icebergs. «A veces se desprendían trozos enormes de aquellas islas de hielo –dice Synnott–, que generaban unas olas enormes y hacían que el iceberg se elevase muchos metros en el aire y rotase al asentarse en su nuevo centro de gravedad».

De no haber sido tan apurada, la ironía de nuestra situación resultaría casi cómica. Los cinco integrantes de la tripulación habíamos salido de Maine más de dos meses antes a bordo de mi velero, el Polar Sun, para reproducir la ruta del legendario explorador sir John Franklin, que zarpó de Inglaterra en 1845 en busca del esquivo paso del Noroeste, una ruta marítima por el gélido norte de Norteamérica que abriría una nueva vía comercial a las riquezas del Lejano Oriente. Pero los dos barcos de Franklin, el Erebus y el Terror, habían desaparecido con sus 128 tripulantes. Lo que se ignoraba por entonces era que ambas naves se habían visto atrapadas en el hielo, dejando a Franklin y sus hombres varados en pleno Ártico. No hubo supervivientes que relatasen lo sucedido, y no se ha hallado ninguna crónica detallada de su espantosa experiencia. Este vacío en el registro histórico –el llamado «misterio de Franklin»– lleva 170 años suscitando especulaciones. También ha engendrado generaciones de devotos «franklinistas» obsesionados con recomponer la historia de cómo más de un centenar de marinos británicos intentaron salir a pie de uno de los parajes más inhóspitos de la Tierra.

Navegando en el Polar Sun
Renan Ozturk

Ben Zartman (a la derecha) –el segundo de a bordo– junto con el marinero Rudy Lehfeldt-Ehlinger izan la vela mayor del Polar Sun en un mar embravecido. Durante su viaje de Maine a Alaska la tripulación se enfrentó a múltiples retos, como sortear plataformas de perforación sumergidas, afrontar la colisión con una beluga o soportar los últimos coletazos del tifón Merbok en el mar de Bering.

Con el paso de los años, también yo había caído en ese embrujo. Leía con fascinación cuantos libros encontraba sobre el tema, imaginándome lo que habría sido pertenecer a aquella aciaga tripulación y formulándome mil y una preguntas sin respuesta: ¿dónde estaba enterrado Franklin? ¿Dónde se hallaban sus cuadernos de bitácora? ¿Intentaron los inuit ayudar a la tripulación? ¿Era posible que unos pocos tripulantes hubiesen estado cerca de salvarse? Al final no pude resistir un minuto más el impulso de salir yo mismo en busca de respuestas y me propuse equipar el Polar Sun para poder surcar las mismas aguas que el Erebus y el Terror, fondear en los mismos puertos y ver lo mismo que ellos vieron. También tenía la esperanza de completar el viaje que Franklin dejó a medias: internarme desde el Atlántico en la laberíntica red de estrechos y ensenadas que conforma el paso del Noroeste y salir al otro lado del continente, en aguas de Alaska.

Y aquella mañana, con casi 3.000 millas náuticas a mis espaldas –aproximadamente la mitad del viaje–, mi plan de sumergirme en el misterio de Franklin empezaba a parecerse demasiado al original. Si el Polar Sun acababa encerrado en el hielo, ya podía despedirme de él. Y aunque lográsemos –sabe Dios cómo– alcanzar tierra firme sanos y salvos, en aquellas latitudes no sería fácil que nos rescatasen. Y, por supuesto, a todo lo anterior había que sumar el oso polar que nos acechaba.

Isla dehabitada de Devon
Renan Ozturk

La escorrentía de agua dulce cargada de limo crea un halo estival en torno a la isla canadiense de Devon, la mayor isla deshabitada del mundo. Desde 1997 la NASA la utiliza para simular Marte con fines de investigación. En el bienio 1845-1846, la expedición de Franklin pasó su primer invierno acampada en la pequeña isla vecina de Beechey (al fondo) antes de internarse en el paso del Noroeste.

Para cuando Franklin se hizo a la mar, los británicos llevaban tres siglos buscando el paso del Noroeste. Cada expedición llegaba un poco más al norte, tanto que las brújulas de los marinos giraban enloquecidas conforme se acercaban al polo norte magnético. Sus naves solían quedar atrapadas en el hielo durante la eterna noche del invierno polar. Muchas expediciones acabaron en tragedia, pero ninguna de manera tan espectacular como la de Franklin. Según la versión británica de la historia, el Erebus y el Terror fueron vistos por última vez por unos balleneros en la costa de Groenlandia en julio de 1845, y nunca más se supo de ellos. Una pista clave afloró 14 años más tarde. Una expedición privada financiada por la viuda de Franklin halló una nota dentro de un cilindro metálico en un lugar llamado punta Victoria, en el norte de la isla del Rey Guillermo, en Canadá.

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Un misterio congelado

En 1845 el explorador británico sir John Franklin y 128 tripulantes partieron en busca del paso del Noroeste, la legendaria ruta marítima del Atlántico al Pacífico que aceleraría el comercio entre Europa y Asia. No sobrevivió ninguno. El primero que logró atraversarlo fue el barco noruego Gjøa en 1903-1906. En 2022 un equipo de National Geographic intentó reproducir la expedición de Franklin en busca de nuevas pruebas sobre su historia.

Un misterio congelado

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El registro de punta Victoria, como se conoce, es la crónica escrita más significativa de la expedición de Franklin que ha llegado hasta nosotros. Contiene dos anotaciones independientes. La primera, fechada en mayo de 1847, recoge que el Erebus y el Terror se vieron encerrados por el hielo ocho meses antes, a 15 millas náuticas al noroeste de la isla del Rey Guillermo. Concluye así: «Sir John Franklin al mando de la Expedición. Todo bien». La segunda anotación se añadió menos de un año después y cuenta que las naves fueron abandonadas en abril de 1848 y que la tripulación había perdido 15 marineros y nueve oficiales, entre ellos Franklin, muerto a las dos semanas de escribir la primera nota. Termina diciendo que la tripulación superviviente, comandada por Francis Rawdon Crozier, se proponía llegar a pie hasta el asentamiento comercial más cercano de la Compañía de la Bahía de Hudson, a casi 1.000 kilómetros al sur. Si aquella nota desesperada escondía un mínimo atisbo de esperanza, era que Crozier tenía en su haber múltiples exploraciones árticas. Ya había salido con bien de otra expedición bloqueada por el hielo y convivido con los inuit, que lo llamaban Aglooka (Pasos Largos).

Hampton Synnott
Renan Ozturk

La esposa de Synott, Hampton Synnott (a la izquierda), dispone de licencia de patrón de la Guardia Costera de Estados Unidos y ayudó a gobernar el Polar Sun durante parte del viaje. «Navegar en el Ártico es increíblemente estresante –dice–. Estás todo el tiempo abriéndote paso entre bloques de hielo y rodeando icebergs que pueden soltar trozos o voltearse en cualquier momento».

Pero Londres tenía una visión bien distinta del panorama. En 1854, cinco años antes de aparecer la nota, había cristalizado otro relato. John Rae, peletero y explorador escocés, afirmaba haberse encontrado con un inuk llamado In-nook-poo-zhe-jook según el cual un grupo de 35 o 40 koblunas (hombres blancos) habían muerto de hambre unos años antes, cerca de la desembocadura de un gran río. Los inuit mostraron a Rae decenas de objetos que habían recogido del lugar, entre ellos una medalla impuesta a Franklin en 1836. Pero In-nook-poo-zhe-jook también describía un campamento con indicios de que los hombres de Franklin se habían visto empujados a lo que Rae denominó «la última y temible alternativa»: cadáveres mutilados, pedazos de los cuales seguían en los calderos en los que se habían cocinado.

Cuando Rae compartió aquel espeluznante relato, la opinión pública inglesa, inflamada nada menos que por el propio Charles Dickens, se negó a creer que la tripulación hubiese recurrido al canibalismo. «El noble comportamiento y ejemplo de estos hombres, y del propio gran hombre que los comanda […], valen más que […] la cháchara de una caterva de incivilizados», escribió Dickens en su revista, Household Words. La influencia del famoso literato fue tal que la mayoría de los británicos dieron por hecho que Franklin y sus hombres habían sucumbido a las agresiones homicidas de los inuit, no a los inexorables elementos, la mala preparación de la tripulación o la simple y llana mala suerte. En consecuencia, la mayor parte de las reconstrucciones posteriores de los últimos días de la expedición omitieron los extensos relatos orales de los inuit, que habrían dibujado una historia completamente diferente.

Cuando en 2014 y 2016 se hallaron respectivamente los pecios del Erebus y el Terror, la mayoría de los franklinistas trasladaron su interés a lo que de ellos recuperarían los arqueólogos. Pero yo había oído hablar de un hombre que vivía en los confines de los Territorios del Noroeste de Canadá y seguía buscando lo que consideraba el santo grial del misterio: la tumba de sir John Franklin.

Tumbas de la tripulación de Franklin
Renan Ozturk

Armado con una escopeta para ahuyentar a los osos polares, Mark Synnott visita las tumbas de tres hombres de la expedición de Franklin que fallecieron en la isla de Beechey durante el invierno de 1845-1846. Unos exploradores que buscaban a Franklin encontraron las tumbas y un gran apilamiento de piedras, pero ninguna nota que explicase hacia dónde se dirigían los barcos. En los años ochenta, un equipo de forenses exhumó los tres cadáveres y determinó que murieron por una combinación de tuberculosis y neumonía.

Tom Gross se fue a la cama una noche de 1990 y soñó que hallaba la última morada de sir John Franklin. «En el sueño lo encontraba en Toronto –dice–. Recuerdo pensar: “Esto no cuadra”».

Conseguí el teléfono de Tom y lo llamé a su casa del norte de Canadá. Me contó que su fascinación por Franklin nació al ver un documental sobre los arqueólogos que exhumaron a tres tripulantes de sus tumbas en la isla de Beechey, donde la expedición había pasado su primer invierno ártico. Los rostros de aquellos hombres emergieron del permafrost en un estado de conservación perturbador. Aquella experiencia lo lanzó a un maratón de lecturas. Y entonces llegó el sueño. Al despertarse, Tom decidió planear su primera búsqueda.

Isla del Rey Guillermo
Renan Ozturk

Se acerca la medianoche, y el sol estival continúa sobre el horizonte en la isla del Rey Guillermo. Muchos historiadores creen que en algún lugar de este inmenso paisaje de lagos, ciénagas y extensiones de grava está enterrado el capitán John Franklin, quizá con un tesoro de cuadernos de bitácora, cartas y demás datos sobre la expedición.

Por teléfono me describió cómo en los 27 años siguientes había organizado 40 expediciones para buscar a Franklin. Había recorrido la friolera de 19.000 kilómetros a pie y en quad a lo largo y ancho de la isla del Rey Guillermo y pasado decenas de horas sobrevolando la zona en zigzag en su propia avioneta. A diferencia de muchos otros franklinistas, Tom sí vivía en el Ártico. Se había instalado en Nunavut hacía 39 años. Mientras cazaba y trampeaba con sus amigos inuit, no perdía palabra de sus anécdotas sobre los encuentros de sus antepasados con los hombres blancos, y eso lo convenció de que los relatos de los inuit eran la clave para dar con Franklin. En la última década se le unió en sus búsquedas Jacob, guía inuit y exagente de conservación natural de Canadá.

Tom subrayaba que el objetivo no era solo hallar a Franklin, sino también todo lo que habría sido enterrado con él. Me explicó que cuando moría el jefe de una expedición británica, su tumba servía de repositorio de información para futuros exploradores. La tumba de Franklin podría contener el cuaderno de bitácora, que proporcionaría una crónica cotidiana del viaje, así como diarios y cartas. A bordo había también un naturalista, cuyas observaciones científicas podrían estar allí, y llevaban un equipo fotográfico primitivo; no es descabellado pensar que pudiesen existir imágenes. 

La pista más prometedora le llegó en 2004, cuando un cazador inuk llamado Ben Putuguq le habló de una «casa de piedra» rectangular, con cuatro cámaras en su interior, que había encontrado en el norte de Rey Guillermo. La estructura tenía grandes rocas negras en torno a la puerta y estaba excavada en la ladera de una cresta. Putuguq juró y perjuró que aquella construcción no se parecía ni remotamente a las inuit.

Reparando un vehículo en plena expedición
Renan Ozturk

Tom Gross (de naranja) y Matthew Irving reparan un vehículo durante la búsqueda de la tumba de Franklin en la isla del Rey Guillermo.

Durante un tiempo, Tom estuvo convencido de que el relato de Putuguq casaba con otros testimonios inuit más antiguos, recogidos por Charles Francis Hall, un excéntrico explorador estadounidense que entre 1860 y 1869 convivió con los inuit y recopiló cientos de páginas de asertos sobre la expedición de Franklin. Un inuk llamado Supunger le contó que, viajando hasta el extremo norte de la isla del Rey Guillermo, se topó con una tienda de campaña hecha jirones, el esqueleto de un kobluna semidesnudo y un raro poste de madera con una bola decorativa tallada en la base. El poste –fuera de lugar, ya que en la isla no hay árboles– marcaba una zona donde se habían dispuesto varias piedras grandes. Supunger las separó y debajo halló una cámara de piedra en cuyo interior descubrió un cuchillo, un fémur y una calavera.

Objetos en el camino
Renan Ozturk

Tras 10 días y 800 kilómetros, el equipo localizó algunos objetos, como esta pieza que pudo ser de la máquina de vapor de un barco. «Cuando encontramos esas pistas, pensé que estábamos a punto de dar con ella», dice Synnott.

Incluso contando con aquellas descripciones, localizar una estructura de piedra en la inmensidad rocosa de la isla del Rey Guillermo sería como hallar una aguja en un pajar. Con todo, en 2015 Tom creyó que le había tocado aquella lotería. Sobrevolando en avioneta con Jacob y otros dos amigos el sur de punta Victoria, donde apareció la famosa última nota, de pronto reparó en dos piedras negras en una cresta. «Aquello no era natural –me contó–. Y al volar más cerca distinguí una estructura perfectamente rectangular que se internaba en la ladera de la cresta». Calculó que medía unos 3,5 por 5 metros. Pero con la emoción del momento, no registró las coordenadas en el GPS de la avioneta. Su copiloto y él supusieron que sería fácil volver al mismo sitio, pero en vuelos posteriores no vieron la estructura de piedra, perdida en un laberinto de indistinguibles crestas de gravas, envueltas en niebla y veladas por una meteorología cambiante. Tras varias temporadas de búsqueda descartaron sistemáticamente todas las zonas salvo una cuadrícula de 80 kilómetros cuadrados: el área que proyectaba peinar en su próxima salida. «Si quieres, vente –me dijo–. Siempre viene bien otro par de ojos».

En el hielo a la deriva
Renan Ozturk

Después de recalar en la bahía de Pasley para resguardarse de un temporal, la tripulación del Polar Sun amaneció un día en medio de hielo a la deriva que había empujado el viento desde el casquete polar. «Me preocupaba que un bandejón abriese una vía en el casco o nos varase en tierra –recuerda Synnott–, pero también temía que se congelase toda la bahía y nos quedásemos atrapados, igual que Franklin».

A finales de julio me reuní con Tom, Jacob y los demás miembros del equipo de búsqueda en Gjoa Haven. Es el único asentamiento de la isla del Rey Guillermo y debe su nombre al barco de Roald Amundsen, el Gjøa, que el explorador noruego tuvo dos años fondeado en el puerto durante la primera navegación documentada del paso del Noroeste, completada en 1906. Muchos de los 1.100 inuit del asentamiento, que viven básicamente de la caza y la pesca, usan el topónimo original, Uqsuqtuuq, que significa «mucha grasa», en alusión a la abundancia de mamíferos marinos.

Tanto Jacob como Tom tienen 62 años y ambos se desenvuelven como pez en el agua en la dura orografía del Ártico y su clima extremo, pero sus semejanzas externas acaban ahí. Tom es fornido, un conversador nato y fan de las gorras de béisbol; Jacob es enjuto, prefiere observar en silencio y no se saca jamás su gorro de aviador con orejeras. Los dos me cayeron bien al momento y el entusiasmo de Tom me resultó contagioso. «Estoy segurísimo de que vamos a encontrar la tumba –me dijo–. Prácticamente es cosa hecha».

Cargamos el equipo en los quads y partimos en convoy, con Jacob guiándonos por el interior de la isla en dirección al cabo Félix, a unos 160 kilómetros al norte. La topografía alternaba extensiones de grava caliza y ciénagas neblinosas, solo interrumpidas por algún que otro apilamiento de piedras planas que marcaban antiguas rutas de caza inuit. Como era verano y el sol no se ponía, la temperatura se mantenía estable, aunque el aire húmedo retenía un frescor permanente que nos obligaba a ir con forro polar y ropa impermeable.

Baño refrescante
Renan Ozturk

Rudy Lehfeldt-Ehlinger, miembro del equipo de expedición, se da un gélido chapuzón frente a la costa de la isla de Beechey, el punto más septentrional de la expedición: 74º N.

Era época de muda, y las plumas blancas de los ánsares nivales flotaban en el aire como vilanos. Sin plumaje, no podían volar, y mientras corrían de aquí para allá vimos que los perseguían varios zorros árticos. Me pregunté cuántas aves como aquellas habrían cazado los hombres de Franklin durante los veranos que pasaron en la isla.

Al final de la segunda jornada nos detuvimos en lo alto de una colina marcada con un prominente montón de piedras. Jacob dijo que probablemente lo habían levantado los thules, antepasados de los inuit que vivieron en esta isla hace entre 800 y 1.000 años. Los cazadores lo usaban desde entonces. «Los campamentos siempre están en sitios elevados, porque desde ellos se avista la caza», dijo. En torno al montículo artificial había un anillo de piedras cubierto de musgo. Jacob explicó que las piedras servían para sujetar las esquinas de las tiendas de piel de foca de los cazadores, y que el musgo se debía a la descomposición de los despojos de los animales allí sacrificados.

Durante el día Jacob hablaba poco, pero de noche, mientras tomábamos un té y observábamos el sol en sus 24 horas de paseo por el horizonte, compartía retazos de su pasado. Nació en el Canadá continental, a unos 200 kilómetros al sudoeste de Gjoa Haven. Era el menor de nueve hermanos. Sus padres seguían un calendario estacional: cazaban caribúes, bueyes almizcleros y osos polares en verano; arponeaban truchas árticas en otoño; abatían focas en primavera. En invierno vivían en iglúes, que iluminaban y caldeaban con lámparas de aceite de foca.

Jacob Keanik
Renan Ozturk

Jacob Keanik se aposta en la proa para vigilar la presencia de hielo mientras el Polar Sun se dirige hacia el oeste. Guía en Gjoa Haven y presidente de un museo inuit local, Keanik ha colaborado con Tom Gross durante la última década en la búsqueda de la tumba de Franklin.

Cuando Jacob tenía cinco años, las autoridades canadienses obligaron a la familia a instalarse en Gjoa Haven para escolarizar a los niños. Les asignaron una vivienda y una prestación, pero no les llegaba para comprar los alimentos importados de la tienda de la Compañía de la Bahía de Hudson, y la caza era escasa. En el colegio, Jacob no acabó de encajar. «Llevaba pantalones de caribú, manoplas de caribú… Los niños se burlaban de mí porque ellos vestían ropa nueva del sur», recuerda.

Sus padres se iban de Gjoa Haven en verano para cazar, pero él se quedaba en el asentamiento y con el tiempo se formó para ser agente de conservación. Sus tareas incluían disparar dardos tranquilizantes a los osos polares para luego medirlos y extraerles muestras de sangre y de piel. En el momento de la expedición, Jacob trabajaba de guía de caza y dirigía un museo inuit local.

Aquella noche acampamos en la desembocadura de un río que desaguaba un rosario de grandes lagos en la ensenada de Collinson. Era una noche templada y en el cielo se enroscaban cirros deshilachados. Tom se sentó sobre una nevera portátil con su «biblia de Franklin», un diario con tapas de cuero que había llenado de notas manuscritas, fotos y bocetos a lo largo de casi tres décadas.

Abrió el libro con decisión para mostrarme los dibujos de la casa de piedra: cuatro paredes y una puerta. Faltaba el tejado, y en el interior se veían las cuatro cámaras rectangulares. «Esto es lo que vi desde el aire en 2015 –dijo–. Y coincide al pie de la letra con el testimonio de Ben Putuguq».

La descripción de Tom también guarda sorprendentes semejanzas con el relato de un ballenero llamado Peter Bayne, que conoció a varios inuit en el invierno de 1867-1868. Le contaron que dos barcos grandes se habían quedado atrapados en el hielo frente a la costa oeste de la isla del Rey Guillermo. Los marinos habían acampado en la orilla con tiendas llenas de enfermos y moribundos. La mayoría de los muertos se enterraban en una colina cercana, pero un hombre que murió a bordo «fue bajado a tierra y […] no lo sepultaron en el suelo como a los demás, sino en una abertura de la roca […] y dispararon muchas veces». Los inuit hablaban de «varias cámaras encementadas» en el interior de la tumba, una grande y otras más pequeñas; ellos creían que solo contenían papeles. El relato de los inuit era tan detallado que Bayne llegó a dibujar un mapa; parecía situar la ubicación en algún lugar de la zona de punta Victoria.

"Biblia de Franklin"
Renan Ozturk

Tom Gross sostiene su «biblia de Franklin», un cuaderno lleno de notas que ha tomado durante sus décadas de búsqueda de la tumba del capitán John Franklin en la isla del Rey Guillermo. Entre sus anotaciones está el diagrama de una prometedora estructura de piedra que vio desde un avioneta en 2015.

Hacia la medianochedel día siguiente, Tom nos condujo al norte, hasta una península estrecha y con forma de gancho que se adentraba en un mar azul cobalto. El agua estaba calma y apenas había hielo, salvo algún témpano que flotaba cerca de la orilla. Mientras recorríamos aquella franja de tierra me llamó la atención un anillo de piedras calizas: otro círculo para sujetar tiendas. Encontré desperdigados diversos objetos de acampada, como un viejo cucharón, una herrumbrosa trampa para zorros y unos cuantos casquillos de bala. 

Pero había uno que no encajaba en la imagen de un antiguo campamento inuit: un pedazo de metal que parecía un racor de latón. Tenía cuatro aberturas, tres de ellas de cabeza hexagonal, y una de estas llevaba enroscado un tramo de tubería.

«¿Qué crees que es?», pregunté a Tom.

«Yo diría que parece una pieza del motor de vapor del Erebus o del Terror», respondió.

Jacob y yo también encontramos una bola de pirita, que en la Inglaterra del siglo XIX se usaba como chisquero. Otro miembro del equipo recogió una piqueta de tienda de campaña. Era de madera y medía exactamente 16 pulgadas inglesas. Jacob apuntó que los inuit no usaban piquetas, y que cuando cortaban madera, lo hacían a ojo.

Dimos por hecho que se traba de objetos de Franklin y que debíamos de estar cerca de la casa de piedra que Tom había visto desde el aire. Pero la isla del Rey Guillermo no revela sus secretos tan fácilmente. Durante los cuatro días siguientes peinamos las crestas de grava que se extienden como dedos huesudos desde la ensenada de Collinson hacia el interior, pero el terreno presentaba una uniformidad desquiciante. Al cabo de un rato tenías la sensación de estar moviéndote en círculos… como de hecho me confirmó el GPS.

Frustrados al constatar que la «cosa hecha» se estaba convirtiendo en una pérdida de tiempo, Tom desvió nuestros esfuerzos hacia el oeste, a un lugar llamado bahía del Erebus.

Buscando la tumba con un dron
Renan Ozturk

Lehfeldt-Ehlinger, el especialista en tecnología de la expedición, lanza un dron para buscar indicios de la tumba de Franklin en la isla del Rey Guillermo.

Dos días después, Jacob, Tom y yo estábamos en la orilla de la bahía, sentados alrededor de una fogata de madera de deriva. Mientras crepitaban las llamas, Tom abrió su biblia de Franklin y compartió otro relato inuk.

En 1866 Charles Francis Hall refirió haber conocido a un inuk llamado Kok-lee-arng-nun, quien contaba que lo habían invitado a subir a bordo de un barco frente a la isla del Rey Guillermo. El inuk describía al comandante del barco como «un viejo de hombros anchos, grueso […] de pelo canoso, cara redonda y cabeza calva», y se refería a él como Too-loo-ark (Cuervo). Tom nos mostró una copia de un daguerrotipo de Franklin. Con su puntiagudo bicornio negro y su largo gabán oscuro, la comparación con un cuervo estaba plenamente justificada. El barco estaba anclado en una gran bahía, donde «muchos, muchísimos hombres andaban por el hielo con armas, y muchos tenían cuchillos de mango largo», y formaban una fila de lado a lado de la bahía, para empujar a los caribúes hacia el hielo y «matarlos en cantidad».

John Franklin
Richard Beard, Expedición Naval Británica del paso del Noroeste, 1845-1848, Instituto Scott de Investigación Polar, Universidad de Cambridge

En 1859 se encontró en la isla canadiense del Rey Guillermo una nota que consignaba la muerte del capitán John Franklin (en la imagen) y la intención de la tripulación de recorrer a pie casi 1.000 kilómetros hasta una avanzada comercial.

Al acabar la lectura, Tom preguntó: «¿Qué harían los inuit si viniesen a cazar a la isla del Rey Guillermo y se encontrasen unos blancos acabando con toda la caza?». Miraba a Jacob, pero su amigo dio la callada por respuesta. Al haber vivido entre inuit la mayor parte de su vida, Tom estaba habituado a aquellos silencios, conque se contestó él mismo. «Los chamanes habrían echado una maldición contra los hombres de Franklin –dijo–. Estoy seguro de que los inuit llegaron a conocer el paradero de la tumba de Franklin, pero no querían que se encontrase porque estaba maldita».

Cuando Tom volvió a su tienda, Jacob me miró. «De pequeño mi madre me dijo que jamás hablase sobre los chamanes –dijo–. Trae mala suerte».

Las gélidas temperaturas dieron paso a un abrasador sol de mediodía; era como si acabase de encenderse un radiador sobre la masa de hielo que rodeaba el barco. Cada pocos minutos reverberaba en la bahía el ruido de los trozos de hielo que se derretían y se precipitaban al mar.

Un mes más tarde, rodeado por el hielo en el corazón del paso del Noroeste, yo tenía problemas más graves que dar con Franklin. Tras abandonar la isla del Rey Guillermo, Jacob se embarcó en el Polar Sun para ayudar a guiarnos en coyunturas como aquella. Pero con semejante cantidad de hielo, poco se podía hacer, como no fuese cruzar los dedos para que se desatase un vendaval del sudeste que sacase todo el hielo de la bahía. Solo que el viento soplaba del noroeste. Con fuerza.
Y cada día que pasaba se agolpaba más hielo en la bahía, amenazando con aplastar al Polar Sun. O algo peor, con empujarlo a la orilla y vararlo en tierra, donde quedaría por siempre jamás, convertido en mácula de aquel paisaje majestuoso… y monumento a mi propia arrogancia.

Alejándose del hielo
Renan Ozturk

Ben Zartman, segundo de a bordo del Polar Sun, utiliza una pértiga de madera que los inuit llaman tuk para alejar el barco de un bloque de hielo en la bahía de Pasley.

Y de repente, cuando estábamos a punto de perder la esperanza, nos llegó el respiro que Franklin no pudo disfrutar: las gélidas temperaturas dieron paso a un abrasador sol de mediodía; era como si acabase de encenderse un radiador sobre la masa de hielo que rodeaba el barco. Cada pocos minutos reverberaba en la bahía el ruido de los trozos de hielo que se derretían y se precipitaban al mar. Dos días antes habíamos atado un cabo alrededor de un gran témpano que nos protegía de aquel remolino de fragmentos. Ahora, sin previo aviso, se desprendió de él un gajo enorme. La ola que generó sacudió el barco como si nos hubiese embestido una ballena.

«Hora de irnos», dijo Jacob con serenidad mientras empezaba a recoger cabos y el segundo de a bordo, Ben Zartman, arrancaba el motor. Con Jacob y yo apostados en la proa, tuks en mano, Ben nos condujo a una ensenada de aguas abiertas del tamaño de una piscina. Pero seguíamos bloqueados. Entonces Ben aceleró el motor. «¡Hey, afloja!», grité. Pero no me oyó, o quizá se hizo el sueco. El velero golpeó el hielo con un crujido horripilante, sacó la proa del agua y se escoró. Acto seguido se deslizó hacia atrás y sus 17 toneladas de peso volvieron al mar, dejando una mancha negra de pintura en el hielo. Pero la agresiva embestida surtió efecto. Se había soltado un pedazo del tamaño de un tráiler: habíamos abierto un angosto canal.

Durante dos horas recorrimos una sucesión de pequeños canales, adentrándonos rumbo sur en el estrecho de James Ross. Cuando el Polar Sun alcanzó por fin aguas abiertas, mi alivio se vio atenuado al saber que aún nos quedaban 2.100 millas náuticas por delante –el equivalente a cruzar el Atlántico– y que en cualquier momento podía llegar más hielo desde el mar de Beaufort y cortarnos el paso en el estrecho de Bering.

Hielo, niebla y oscuridad
Renan Ozturk

Bajo cubierta, Ozturk se prepara para hacer guardia. La tripulación del Polar Sun rotaba las guardias cada dos horas, relevándose para navegar entre el hielo y la niebla. «La falta de sueño se convirtió en una forma de vida –dice Ozturk–. Y la presión era intensa». A mitad del viaje, el sol empezó a ocultarse bajo el horizonte, añadiendo la oscuridad a la lista de dificultades a las que se enfrentaban.

Navegamos a toda velocidad en nuestra huida hacia el oeste por el Ártico central mientras el verano llegaba a su fin. Regresó la noche, pero una cortina gris de nubes pendía del cielo y nos impedía ver las estrellas. Yo quería embeberme de la inmensa belleza natural de aquel lugar, de las vistas en que Franklin habría reparado. Vimos manadas de belugas desplazándose bajo la superficie y enormes grupos de morsas cabeceando en el mar glacial. Las gaviotas rodeaban constantemente el barco y se lanzaban en picado sobre la proa. También vimos otras embarcaciones, entre ellas el rompehielos de la guardia costera canadiense Henry Larsen y un gigantesco buque rojo que navegaba siguiendo una cuadrícula, seguramente en busca de yacimientos petrolíferos.

Por fin doblamos la punta de Barrow, ya en Alaska, y viramos hacia el sur, rumbo al estrecho de Bering, la oficiosa línea de meta del paso del Noroeste. Mientras cruzábamos el mar de los Chukchi, recibí un mensaje de texto de mi mujer: «¿Sabes lo del tifón Merbok?», me preguntaba. El Servicio Meteorológico Nacional lo anunciaba como «la borrasca más violenta en más de una década». Un tifón en el Ártico, pensé, es broma. 

Cráneo humano
Renan Ozturk

El equipo encontró un cráneo humano mientras exploraba la isla Rey Guillermo, pero se determinó que no pertenecía a ningún miembro de la tripulación de Franklin.

Anclamos a unas millas de Point Hope, Alaska, para capear los vientos huracanados y unas olas de 3,5 metros. Mientras el viento ululaba en las jarcias del Polar Sun, yo me dediqué a leer sobre Franklin y a formularme por enésima vez la eterna pregunta: ¿qué fue de él y de sus hombres?

De los 105 hombres que abandonaron el barco en abril de 1848, hasta ahora solo se han localizado los restos de una treintena. ¿Qué pasó con el resto? En la década de 1870 unos inuit contaron a un ballenero estadounidense que años antes se habían topado con un grupo de blancos en la península de Melville, a unos 650 kilómetros al este de la isla del Rey Guillermo. Iban bajo el mando de un jefe cuyo uniforme llevaba tres rayas en la manga. Los inuit declararon que aquellos forasteros habían escondido papeles dentro de un mojón de piedras y, como prueba del encuentro, exhibieron una cuchara de plata con el escudo de Franklin.

Tripulación de Franklin
Richard Beard, Museo Marítimo Nacional, Greenwich, Londres (Crozier); Richard Beard, Expedición Naval Británica del Paso del Noroeste, 1845-1848, Instituto Scott de Investigación Polar, Universidad de

Algunos hombres de Franklin se hicieron daguerrotipos antes de zarpar de Inglaterra en 1845. Muchos de ellos eran curtidos veteranos de expediciones audaces. Francis Rawdon Crozier (fila superior, a la izquierda), el segundo de a bordo, se había quedado atrapado en el Ártico en un viaje anterior
y vivió para contarlo. A la muerte de Franklin asumió el mando, pero siguen sin conocerse los detalles de lo ocurrido a partir de ahí.

De izquierda a derecha: Francis Rawdon Crozier, James Reid, James Fairholme, Edward Couch (fila superior); James Fitzjames, Charles Hamilton Osmer, Henry Thomas Dundas Le Vesconte, Charles Des Voeux (fila central); Graham Gore, Henry Foster Collins, Harry D. S. Goodsir, Stephen Stanley (fila inferior).

Por la misma época, otro inuit ofreció una espada a un comerciante de un puesto de la Compañía de la Bahía de Hudson y le contó que un «oficial importante» de la expedición de Franklin se la había regalado en 1857 en agradecimiento por cuidar de sus hombres durante el invierno.

¿Era Crozier el «oficial importante» que pudo haber resistido hasta mediados de la década de 1850? En cierto modo, aquello me parecía lo más triste de la historia de Franklin: que Crozier, o cualquier otro, soportase una década de inviernos árticos, y todo para quedarse a las puertas de un puesto comercial y de la oportunidad de volver a casa. En aquel momento, creí comprender lo que debió de ser para ellos la añoranza del hogar.

Una gran aventura
Renan Ozturk

Synnott otea la costa de la Tierra de Baffin mientras disfruta de una fresca brisa en la popa del Polar Sun. A lo largo de 110 días, su tripulación recorrió 5.877 millas náuticas y soportó casi todos los desafíos que el mar puede plantear a un velero. «Incluso con la tecnología actual y un Ártico cada vez más cálido, el paso del Noroeste sigue siendo una aventura en toda regla –dice–. Tuvimos mucha suerte».

El Polar Sun arribó al puerto interior de Nome a las 19.30 horas del 20 de septiembre. Después de 110 días y 5.877 millas náuticas, tenía sentimientos encontrados sobre el final de la expedición.

En parte se debía a que Jacob no estaba allí para ayudarme a amarrar en el muelle público. Se había ido en cuanto escapamos del hielo. Seguro que ya estaba cazando caribúes en las mismas tierras en las que habíamos buscado la tumba de Franklin. Pero antes de dejar el barco, había soltado una bomba: «Sé dónde está enterrado Franklin. Tom cree que ya hemos mirado allí, pero no».

Jacob señaló en el mapa un punto a varios kilómetros de la zona que habíamos peinado. Allí era.

Dijo que su ubicación se había transmitido de generación en generación como tradición familiar, empezando por los antepasados que viajaban al norte de la isla del Rey Guillermo para hacer acopio de madera de deriva con la que fabricar lanzas, mangos de cuchillos y trineos de perros. Tiempo atrás su bisabuela había encontrado una tumba en una cresta de grava. No podía asegurar que fuese la «casa de piedra». Pero en las inmediaciones había balas de mosquete y huesos de ciruela, objetos que ni ella ni su pueblo habían visto nunca.

Temperaturas del verano
Rudy Lehfeldt-Ehlinger

Vestido con un traje seco, Renan Ozturk se acerca a un gran témpano de hielo en la bahía de Pasley con la esperanza de encontrar un lugar en el que fijar un tornillo de hielo y amarrar el Polar Sun. Pero las temperaturas del verano habían ablandado el hielo, dejándolo pastoso, «como un helado», dice Ozturk.

Por el motivo que fuese, Jacob había esperado a contármelo hasta que yo ya no podía hacer nada con aquella información. Cuando le insistí para que me explicase el porqué, sonrió y dijo algo así como que tal vez yo volvería a Gjoa Haven algún día y podríamos reanudar la búsqueda… con Tom, por supuesto. Pero me pregunté si no sería también que en realidad no desea encontrar la tumba. Una noche, sentado en la cabina del Polar Sun, Jacob se volvió hacia mí y me dijo: «Trae mala suerte revolver en las cosas de los muertos».

Más tarde llamé a Tom y le conté lo que me había dicho Jacob. «¿Y dónde es?», preguntó. Se lo dije. Se hizo un silencio largo. «Pero ahí ya hemos buscado», dijo. Otra pausa. «Bueno, a lo mejor miramos otra vez el año que viene».

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Adaptado de Into the Ice, de Mark Synnott, que en otoño de 2024 publicará Dutton, un sello de Penguin Publishing Group. Copyright ©2024 Mark Synnott. Renan Ozturk fotografió la búsqueda de nuevas especies de ranas y sapos en la guyanesa sierra de Pacaraima para el número de abril de 2022.

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Este artículo pertenece al número de Septiembre de 2023 de la revista National Geographic.