En septiembre de 2007, a un arqueólogo francés le tocó el premio gordo. Buceaba en las turbias aguas del Ródano a su paso por Arles, en el sur de Francia, en busca de restos antiguos ocultos en el lecho del río. Cuando salió a la superficie, llevaba en las manos un busto de mármol, de refinada factura y tamaño natural. Al sacarlo del agua, el director del equipo exclamó: «Putain, mais c'est César!».

Se trataba de un retrato del que posiblemente sea el romano más famoso de la historia: Julio César, conquistador de la Galia, dictador carismático, autócrata populista y víctima de un magnicidio en los idus de marzo del año 44 a. C., un acontecimiento inmortalizado por William Shakespeare, entre otros muchos escritores y pintores. Es uno de los personajes de la antigüedad que –quizá, junto con Cleopatra– las generaciones posteriores han tenido más ganas de conocer cara a cara. Buscar la verdadera imagen de César se ha convertido en un deporte irresistible.

En los 15 años transcurridos desde entonces, el busto del Ródano (1) (ver abajo) se ha hecho archifamoso. Ha protagonizado exposiciones y programas de televisión, y apareció en un sello de correos francés.

Hoy es la estrella de un museo de Arles, que posa orgullosa para incontables selfis con sus obnubilados visitantes. Una posible explicación de su origen sería que los leales ciudadanos de Arles erigieron la estatua para honrar a César en vida y la arrojaron al río tras su asesinato, cuando en el nuevo clima político se convirtió en una posesión comprometida. Desde el momento en que dieron pasaporte a César, nadie quiso tener en su casa una estatua suya. Y tuvieron que pasar alrededor de dos milenios para que la rescatasen a bombo y platillo de su tumba acuática.

Hasta aquí todo parece lógico. Pero esta es la gran pregunta: ¿cómo sabemos que es Julio César? En el busto no aparece ningún nombre. ¿Por qué damos por hecho que es él? Existen cerca de 80 bustos antiguos hallados a lo largo y ancho de Europa y en Estados Unidos que se han querido presentar como el verdadero rostro de César. ¿Cómo decidimos cuáles son y cuáles no? Los escritores antiguos señalan que, como una exhibición de su poder, César inundó el mundo romano con su imagen. ¿Pero podemos reconocer sus facciones entre los cientos de miles de retratos romanos que han llegado hasta nosotros y que llenan los anaqueles de nuestros museos?

Los arqueólogos llevan siglos ocupados en este tema, que se ha complicado todavía más por la ausencia de un nombre identificativo en los posibles candidatos. (Si un busto de mármol lleva inscrito el nombre de Julio César, casi con toda seguridad es falso). La única prueba sólida que nos ha llegado del aspecto de César es una serie de monedas de plata (2) acuñadas poco antes de su asesinato. Muestran un rostro delgado y adusto, de marcado carácter, con arrugas en el cuello, nuez prominente y una corona de laurel. Según su biógrafo, que escribió un siglo y medio después de su muerte, César se colocaba los laureles estratégicamente para ocultar la calva de la que se avergonzaba. El rompecabezas arqueológico siempre ha sido casar los bustos tridimensionales con las minúsculas efigies numismáticas.

Los posibles retratos de César que forman la lista de candidatos razonables difieren mucho más de lo esperado. Uno de ellos es un «César verde» (3) de singular belleza, originario de Egipto y que hoy, tras pasar por las manos de la familia real prusiana, se expone en Berlín.Está labrado en piedra verde pulida y es tan impresionante que más de un historiador y arqueólogo imagina que pudo ser un encargo personal de Cleopatra, quien tuvo un breve idilio con César.

Otro candidato es una estatua de cuerpo entero, la favorita de Benito Mussolini, quien veía en Julio César su ascendiente ideológico. Tan fascinado estaba con la escultura que mandó hacer réplicas a escala real y erigirlas en lugares destacados de toda Italia. Trasladó la original al ayuntamiento de Roma, donde sigue hoy en día, presidiendo plenos sobre temas como la planificación urbanística. Pero ningún historiador serio sostiene a estas alturas que sea una estatua de César, y mucho menos esculpida al natural.

Incluso hay otra pieza recuperada del lecho de otro río, en este caso del Hudson de Nueva York, en 1925. Se ignora cómo llegó hasta ahí; se supone que «se cayó por la borda» cuando viajaba en barco (en vez de considerarse la prueba irrebatible de que los romanos llegaron a América). Pero durante un tiempo fue cacareada como el Julio César estadounidense. No durante mucho tiempo. Acabó en un museo sueco, degradada a «romano desconocido».

Pero dos piezas en particular han sido las estrellas indiscutibles del espectáculo cesariano, encumbradas durante buena parte de los siglos XIX y XX como el verdadero rostro de Julio César. La primera (4), adquirida en 1818 a un coleccionista británico que se había hecho con ella en Italia, se custodia en el Museo Británico. Entró en él como un «romano desconocido», pero en la década de 1840 se identificó con toda seguridad como Julio César y en consecuencia se le asignó un lugar de honor en el museo. Y eso fue porque tenía un cuello arrugado, una nuez prominente y unas mejillas hundidas que parecían coincidir con las efigies de las monedas de plata.

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¿ERA ESTE EL ROSTRO DE CÉSAR?

1- César del Ródano
Foto: Boris Horvat, Afp / Getty Images

Rescatado del río Ródano, este busto (que incluso ha aparecido en un sello de correos francés) se custodia hoy en un museo de Arles.

2- César numismático
Foto: Museo Ashmolean /  Heritage Images / Getty Images

Antes de la muerte de César en el año 44 a.C., se acuñó una serie de monedas de plata con su efigie, la única prueba sólida de su aspecto.

3- «César verde»
Foto: Deagostini, Getty Images

Algunos arqueólogos creen que este busto de piedra verde, originario de Egipto, fue un encargo de Cleopatra, amante de César.

4- César del Museo Británico
Foto: The Trustees of the British Museum

Esta imagen, que en su día ocupó un lugar de honor en el museo, se declaró falsa en los años sesenta. Hoy va en una exposición itinerante.

Durante décadas, raro era el libro sobre César en cuya portada no figurase aquella escultura, de la que los fans modernos de César hacían arrebatados elogios en prosa. «Retrata –escribía uno de ellos– la personalidad más fuerte que ha habido en el mundo […]. Imposible advertir en su perfil el menor defecto».

Este busto fue una de las primeras celebridades modernas, pero acabó dictaminándose que era falso. Tras décadas de dudas crecientes, a principios de los años sesenta se declaró oficialmente que era una falsificación; había rastros de abrasiones y manchas artificiales ideadas para que pareciese varios siglos más antiguo. Se trataba de Julio César, copiado de la efigie de aquellas monedas (y no un romano desconocido), pero databa de finales del siglo XVIII. El busto ha quedado relegado a una exposición itinerante sobre la antigua Roma y a veces puede verse en exposiciones de falsificaciones famosas.

Pero había otro busto de César esperando entre bastidores para ocupar su lugar en el candelero. Había sido exhumado cerca de Roma por el hermano menor de Napoleón, Lucien Bonaparte, que era un gran aficionado a la arqueología, pero lo vendió al verse en apuros. El busto recaló así en la finca de su nuevo propietario, en las afueras de Turín, donde permaneció en el anonimato (como un «anciano desconocido») durante cien años. En la década de 1930 un arqueólogo italiano, quizá mediatizado por el entusiasmo que despertaba el dictador en Mussolini, lo identificó sin la menor duda como un retrato de Julio César esculpido al natural. Tan exacto era, alegaba, que la extraña forma de la cabeza, fácilmente atribuible a la incompetencia del artista, plasmaba en realidad las deformaciones craneales congénitas de César (clinocefalia y plagiocefalia). Dejando al margen la circularidad del razonamiento (más allá de la escultura en cuestión no hay indicios de que César sufriese malformaciones craneales), el retrato de Bonaparte no solo ha inspirado los mismos arrebatos rapsódicos que el busto del Museo Británico, sino que además ha creado la ilusión de que hacemos algo más que simplemente mirar al hombre a los ojos: estamos compilando su historial médico.

Sin embargo, también su brillo se está empañando. No porque se crea que es una falsificación, o porque se descarte que sea César, sino porque lo cierto es que se trata de una pieza bastante tosca. La hipótesis más probable es que sea una copia romana posterior de algún busto contemporáneo de César, pero no el producto de una observación cuidadosa. (Y la extraña forma del cráneo probablemente sea solo eso, una forma extraña).

Y en el momento perfecto entra en escena el busto del Ródano. Arles tenía conexiones políticas con César (el general instaló allí parte de sus tropas veteranas). El cuello presenta las arrugas de rigor y la nuez es prominente, aunque no se aprecia el aspecto enjuto que reflejan las monedas. Durante unas cuantas décadas será el rostro de César y aparecerá en incontables portadas de libros. De hecho, es posible que sea él. Pero me atrevo a aventurar que tarde o temprano aumentarán las dudas y se redescubrirá un busto muy diferente que ocupará su lugar.

La verdadera faz de Julio César está siempre fuera de nuestro alcance. Cada generación encuentra un nuevo César.

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Rechace imitaciones

En el canon clásico solo existe una descripción física de Julio César, la aportada por su biógrafo original, Suetonio, que escribió 163 años después de su muerte. «Era especialmente minucioso en el cuidado de su aspecto físico», escribe, y añade que se depilaba el cuerpo. Y veía en su calvicie un defecto tremendo que daba pie a las burlas de sus enemigos, por lo que trataba de disimularla echándose el pelo hacia delante, un ejemplo tan antiguo como intrigante del famoso peinado de cortinilla.

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Mary Beard es profesora de Clásicas en la Universidad de Cambridge. Ha escrito numerosos libros sobre la antigua Roma, entre ellos el éxito de ventas SPQR. Su libro más reciente es Doce césares.

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Este artículo pertenece al número de Febrero de 2022 de la revista National Geographic.

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