Para los anishinaabe, cazar nunca ha sido un pasatiempo, y una vida jamás se cobra a la ligera.
Por eso, cuando el gran macho de alce se acercó a él, Tom Morriseau Borg sintió una mezcla de gratitud, reverencia y humildad: el alce se le ofrecía, un regalo de vida y carne del bosque que compartiría con parientes y amigos. Borg, trampero tradicional anishinaabe, se crio cerca del lago Nipigon, en el oeste de Ontario, en una casa que no tenía luz ni agua corriente. Los anishinaabe pescan y cazan en este lugar desde hace siglos y, tal como le había enseñado su abuelo, Borg, después de abatir al alce, espolvoreó tabaco sobre el cuerpo del animal y murmuró una oración de agradecimiento.
Foto: Keith Ladzinski
Pero al abrirlo en canal para llevárselo a casa, la gratitud se tornó en repugnancia. Cuando intentó extraer el hígado, que debería haber sido firme y carnoso, se le escurrió entre los dedos convertido en una masa viscosa y sanguinolenta. Desde aquella batida, Borg ha encontrado otros hígados anormales en varios animales: «Lo he visto en conejos, castores y perdices. La pieza del conejo que más me gustaba era el costillar, con el corazón y el hígado, pero ahora ya no me lo como».
Borg sospecha que los herbicidas pulverizados por las compañías madereras están enfermando a la fauna de la cuenca del lago Nipigon. «Los brotes tiernos son la comida favorita del alce –dice–. Esa vegetación nueva es lo que les da vigor». O daba, hasta que la envenenaron. «La cosa funciona así: los herbicidas llegan a los arroyos y entran en las presas de los castores; por eso tienen las entrañas destrozadas». Aquella fresca velada de verano en su casa de Nipigon, Borg concluyó así su relato: «Cuando veo estos estragos, me duele el corazón. Y los cambios que he observado en el campo en estos últimos 15 años… No creía que las cosas pudiesen cambiar a tanta velocidad».
Foto: Keith Ladzinski
Borg tiene el pelo negro, algo canoso, y un físico fibroso que da fe de toda una vida de trabajo duro en el mantenimiento de gasoductos y la caza con trampas. De vez en cuando se oía a lo lejos el rugido de un camión que pasaba por la carretera Transcanadiense. Desde algún punto de la noche llegó el canto hipnóticamente salvaje de un colimbo.
Su casa, que levantó entre altas coníferas hace 33 años con su esposa y sus dos hijos, domina el río Nipigon, que parte del lago homónimo. Este tiene una superficie de unos 4.850 kilómetros cuadrados, pero sobre el mapa parece una charca en comparación con la masa de agua con la que conecta: el lago Superior, el mayor de los cinco Grandes Lagos o, como lo llaman los anishinaabe, Anishinaabewi-
gichigami: el Gran Lago de los anishinaabe. (En El canto de Hiawatha de Longfellow aparece como Gitche Gumee, «la refulgente Agua Grande»).
Mientras la mujer de Borg, Donna, nos servía gruesas tajadas de un pan ácimo y plano llamado bannock con mermelada de escaramujo, él lamentaba la alteración de una tierra que ama. Hasta las estaciones han cambiado. A veces hay zonas de la superficie de los lagos que siguen sin congelarse en diciembre; los vientos son más recios; los animales que trampea –castores, martas, armiños, comadrejas– desarrollan el pelaje invernal más tarde que cuando él era niño. «Ya nada es lo mismo».
Foto: Keith Ladzinski
Los cambios de los que Borg es testigo, y muchos más que todavía no ha observado en su territorio relativamente prístino, están transformando las demás cuencas de los Grandes Lagos. Los cinco que componen el grupo –Superior, Hurón, Michigan, Erie y Ontario– son, desde muchos puntos de vista, el recurso más precioso del continente, con un valor mucho mayor que el del petróleo, el gas o el carbón. En conjunto contienen más del 20 % de toda el agua dulce de la superficie del planeta –22.700 billones de litros– y el 84 % de la de América del Norte.
En la cuenca de los Grandes Lagos vivimos casi 40 millones de estadounidenses y canadienses. Bebemos de los lagos, pescamos en ellos, transportamos mercancías en sus aguas, cultivamos sus orillas y trabajamos en ciudades que a ellos deben su existencia. Y, huelga decirlo, los contaminamos. Hemos introducido especies invasoras que los han alterado de forma permanente. Los abonos que usamos para cultivar el maíz con el que cebamos los animales que nos comemos y con el que producimos los biocombustibles con los que circulan nuestros vehículos han contribuido a la reaparición de proliferaciones de algas tan ingentes que pueden verse desde el espacio. Y con nuestra constante emisión de gases de efecto invernadero, incluso hemos llegado a modificar la meteorología de amplias zonas de la cuenca de los Grandes Lagos, aumentando la frecuencia de las tormentas severas.
"Es mucho lo que está pasando aquí. Te percatas de que hay algo raro".
«Es mucho lo que está pasando aquí –dijo Borg entre sorbo y sorbo de té–. Si pasas algún tiempo en el campo, te percatas de que hay algo raro. Las cosas están cambiando. Y no sé si podemos frenarlo».
En la lista de accidentes geográficos colosales del continente, los Grandes Lagos se cuentan entre los más jóvenes. Son un legado de la última glaciación en América del Norte, cuando glaciares de varios kilómetros de grosor se extendían desde el sur de Kansas hasta el Ártico. Cuando aquellas masas de hielo retrocedieron hace 11.000 años, excavaron las cuencas que se convirtieron en los Grandes Lagos. Sin embargo, los contornos y sistemas de drenaje actuales no surgieron hasta hace unos 3.000 años, lo que quiere decir que son significativamente más recientes que las pirámides de Egipto más antiguas. Los lagos no tienen parangón en la Tierra: son el sistema de agua dulce más vasto del planeta, el legado de una época al borde de un cambio radical hacia otra. Y están conectados; cada uno de ellos desagua en el siguiente.
Los Grandes Lagos de Estados Unidos son el sistema de agua dulce más vasto del planeta
Todos ellos –desde los fríos y profundos con orillas boscosas, como el lago Superior, hasta los cálidos y someros rodeados de ciudades industriales, como el lago Erie– comparten una vida secreta. Albergan un mundo oculto que la mayoría de nosotros no vislumbraremos jamás. Con un poco de suerte, podremos entrever un lobo en la isla Royale del lago Superior, o sorprender a un alce al atardecer cerca de la margen del lago Hurón; o quizá pesquemos un esturión de 95 kilos en el lago Erie. Pero estas especies estelares hacen sombra a un elenco secundario mucho más modesto sin el que los lagos estarían condenados a morir.
Foto: Keith Ladzinski
«Respira hondo, espera un momento y respira hondo otra vez. Una de esas dos bocanadas de aire tienes que agradecérsela a las diatomeas», me dijo Andrew Bramburger, un ecólogo lacustre que actualmente trabaja en el Ministerio de Medio Ambiente y Cambio Climático de Canadá. El año pasado todavía estaba en la Universidad de Minnesota en Duluth, y una lluviosa tarde de septiembre, en un aula vacía, se dedicó a ensalzarme el papel vital de las diatomeas, un alga unicelular con un caparazón de sílice.
«Todo el mundo dice que la selva amazónica es el pulmón del mundo, pero en realidad quienes generan más o menos la mitad del oxígeno de la atmósfera son las diatomeas de los océanos, ríos y lagos del planeta», apuntó. Las diatomeas también bombean oxígeno a los lagos, que, sin ellas, se asfixiarían. Y son su fuente primaria de alimento. La salud de las diatomeas redunda en beneficio de la salud de todos los demás seres lacustres.
Bramburger lleva 20 años estudiando las algas de esta región de América del Norte y de otros grandes lagos del mundo. Se crio cerca de las cataratas del Niágara y él mismo podría categorizarse como mamífero acuático. «Me encanta el agua –me dijo–. Aprendí a hacer surf en el Erie. Cuando explicas que haces surf en un lago, la gente te mira raro». Su entusiasmo por los lagos era tan exagerado que no podía evitar compartirlo, y no solo con palabras. Me invitó a un acontecimiento especial que tiene lugar todos los meses: una jornada de natación en el lago Superior con unos amigos. En invierno saltan desde témpanos de hielo a las zonas de aguas abiertas, me contó con alegría. Y qué suerte la mía: el siguiente bautismo glacial iba a celebrarse cuatro días después de nuestro encuentro, de madrugada. En un cobarde intento de librarme, mascullé que no había metido el bañador en la maleta. Él me interrumpió: «Ningún problema, te presto yo uno».
Foto: Keith Ladzinski
Mientras me entraban los siete males pensando en dónde me había metido, Bramburger abrió el portátil para enseñarme imágenes de los habitantes más diminutos del lago Superior. Los investigadores han identificado unas 3.000 especies de diatomeas en los Grandes Lagos, y probablemente haya muchas más aún por descubrir. Vistas al microscopio, figuran entre los seres vivos de belleza más singular, con un caleidoscopio de morfologías: esferas rococós, rombos estriados, abanicos desplegados, discos que se asemejan a un rosetón gótico… Al igual que las plantas, las diatomeas y otras algas utilizan la luz para convertir el agua y el dióxido de carbono en carbohidratos simples. Son alimento de calidad para el zooplancton, «jugosas y ricas en grasas», según la descripción de Bramburger.
Foto: Keith Ladzinski
El ecólogo y otros investigadores han reconstruido una tendencia alarmante que se remonta 115 años: las diatomeas de los Grandes Lagos son cada vez más pequeñas. Esta reducción del tamaño parece estar asociada al cambio climático. A medida que se calientan los lagos, las diatomeas tienen dificultades para mantenerse en suspensión en unas aguas superficiales menos densas y se hunden, con lo cual disminuye su capacidad de absorber luz. «Las más grandes no logran flotar –me explicó Bramburger–. La tendencia es que las diatomeas son más pequeñas y que cada vez hay menos, y están siendo sustituidas por otros tipos de algas que en el mejor de los casos son alimento de mala calidad, o directamente tóxico en el peor. No sabemos qué consecuencias tendrá esto sobre la red trófica en su conjunto».
Las especies invasoras de mejillón, introducidas por embarcaciones oceánicas, son una amenaza aún más grave para las diatomeas: en los últimos 35 años han causado una reducción del 90 % de la población de las del Erie. Si se perdiese una proporción semejante de otra planta clave, pero más conocida –por ejemplo, las gramíneas de la sabana africana–, la noticia coparía los titulares de la prensa internacional. Pero las diatomeas no salen en los medios.
Con lo abundantes e irreemplazables que son, es sorprendente que sepamos tan poco sobre lo que ocurre con ellas en invierno. «Cinco meses al año el lago está cubierto de hielo, y no tenemos ni idea de lo que pasa ahí abajo», dijo Bramburger.
Foto: Keith Ladzinski
Durante los inviernos de 2017 y 2018, este ecólogo y un pequeño grupo de colegas de la Universidad de Minnesota se propusieron remediar esa falta de conocimientos aventurándose sobre la superficie helada de varios lagos que desaguan al Superior para perforarla en varios puntos. «Nos quedamos boquiabiertos», asegura Bramburger. En vez de encontrarse la escena fangosa que esperaban, por debajo del hielo el agua era un hervidero de vida. «Las tasas fotosintéticas que se registraban eran un 60 % de las estivales. Y eso teniendo encima 60 centímetros de hielo y otros tantos de nieve. Te imaginas que allí abajo habrá un mundo frío, oscuro y aburrido, pero en realidad es pura vida». Abundaba el zooplancton –unas 1.500 unidades por litro–, que nadaba por doquier engullendo algas.
Sin una población sana de diatomeas capaz de sustentar el frenesí alimentario invernal del zooplancton, la productividad del lago durante el resto del año se vería resentida. Dado que los peces menudos de los lagos comen zooplancton, un descenso brusco de los volúmenes de diatomeas provocaría el desplome de las poblaciones de peces. «Es el arranque de la red trófica primaveral», dijo Bramburger. La energía solar captada por las diatomeas proporciona las calorías que se transforman en la carne de criaturas más y más grandes en una cadena de luz hecha materia. «Si en verano pescas una perca grande –apuntó–, es porque las diatomeas cumplieron con su misión en el invierno».
Uno de los hallazgos más ilógicos fue que las diatomeas eran más eficientes bajo el hielo cubierto de nieve que bajo el hielo despejado. Estas algas necesitan el equilibrio perfecto de profundidad y luz solar. Si se hunden demasiado, no reciben suficiente luz. Si ascienden más de la cuenta en la columna de agua, pueden quemarse. Es posible que la nieve las proteja de un exceso de sol, y que bajo el hielo sin nieve la radiación solar dañe sus pigmentos fotosintéticos. Una explicación: «Sin el escudo protector de la nieve, el sol estaba fulminando sus fotosistemas, decolorando sus pigmentos», dijo Bramburger.
Era un descubrimiento preocupante. «Esto va a ser un problema para los Grandes Lagos según vayamos perdiendo la capa de hielo y nieve y tengamos unos inviernos más cálidos, pero también más secos y ventosos –argumentó Bramburger–. Más sequedad y más viento significa que vamos a empezar a perder la nieve que se acumula sobre el hielo; más calor significa que vamos a perder el hielo en sí. En los Grandes Lagos vemos enormes proliferaciones de un alga llamada Aulacoseira. Es una diatomea grande cuyo lugar favorito es la parte inferior de una gruesa capa de hielo cubierta de nieve. Si empezamos a perder eso, seguramente tendremos que despedirnos de uno de los componentes verdaderamente importantes de la red trófica.
»Lo que me llama la atención es que aún no hemos llegado a comprender cómo funciona el invierno… y ya nos estamos quedando sin él. Trabajamos contra reloj para descubrir lo que ocurre en invierno antes de que no haya invierno que investigar».
La previsión meteorológica anunciaba fuertes aguaceros para nuestra jornada de natación en el lago, reavivando mi esperanza de poder zafarme de aquel tormento. Pero no hubo suerte. A las 5:30 de la madrugada de la fecha fijada, 13 masoquistas estábamos tomando café en torno a una fogata en una playa de guijarros, oscura y cubierta de niebla, no lejos del centro urbano de Duluth. Aquel chapuzón colectivo marcaría el 47º mes consecutivo de inmersiones matutinas. Uno de los amigos de Bramburger midió la temperatura del agua. «¡10,6 °C!», exclamó. Hora de saltar. Sin escarpines, me quedé regazado del grupo y fui caminando como buenamente pude por encima de unos pedruscos, obsequio de glaciares antediluvianos. Hasta que la necesidad de aliviarme el dolor de los pies fue superior a la resistencia visceral a sumergirme. A mi alrededor, 12 cabezas desaparecían y volvían a aparecer al momento sobre la superficie cual manada de nutrias perplejas, con los ojos como platos por la impresión y la alegría.
Foto: Morgan Hem
Al final resultó que un chapuzón no era suficiente. Nos calentamos y volvimos a meternos en el agua por segunda vez. Y por tercera. Mientras la fogata se extinguía y el cielo adquiría un tono gris plateado, los nadadores empezaron a irse, pero Bramburger se quedó. En unos días iba a mudarse a Canadá para incorporarse a un nuevo puesto de trabajo, y quedaba claro que echaría en falta aquellos madrugones. «He vivido en muchos sitios de los Grandes Lagos, pero el Superior parece tener una especie de magia que atrae a la gente –me había dicho en otra ocasión–. El sentimiento de identidad y de vínculo que tiene Duluth con el lago… Eso no lo he visto nunca en ninguna otra ciudad de la región».
Que sea bello no obsta para que el lago Superior sea también traicionero. Duluth, con 86.000 habitantes, es la segunda ciudad más grande a orillas del Superior, por detrás de Thunder Bay, en Ontario, y sigue recuperándose del daño infligido por una serie de feroces temporales –entre ellos la llamada tormenta del medio milenio– que han golpeado la ciudad en los últimos ocho años. Días después de conocer a Bramburger, Michael LeBeau, el supervisor de obras de construcción de Duluth, un hombre que no se anda con tonterías, me llevó a ver la orilla urbana del lago, devastada el año anterior por unas enormes inundaciones asociadas a crecidas del nivel del lago y tres potentes vendavales.
En 2016 una tormenta dejó sin suministro eléctrico el sistema de abastecimiento de agua de Duluth. Una ciudad a orillas de una de las masas de agua dulce más grandes del planeta estuvo a horas de quedarse sin agua. Mientras contemplaba una zona de ribera urbana que pronto quedará protegida por 69.000 toneladas de piedras extraídas de una cantera cercana, LeBeau expresó su preocupación por el futuro. «Me dicen que prácticamente hemos agotado la cantera –dijo–. Vamos a tener que gastar cerca de 30 millones de dólares por culpa de tres grandes tormentas. Para una ciudad pequeña y no demasiado rica, es un palo tremendo. Lo que estamos construyendo ahora es lo mejor que nos podemos permitir. No es descabellado pensar que si seguimos sufriendo temporales como estos o todavía peores, llegará un momento en que no podamos recuperarnos del todo. Y eso nadie lo entiende».
Este tipo de borrascas devastadoras se convertirán con toda probabilidad en una onerosa nueva normalidad. El calentamiento global está desestabilizando la corriente en chorro, el flujo de aire a gran altitud que circunda el planeta de oeste a este. Las diferencias de temperatura entre las latitudes medias y altas que impulsan la corriente en chorro se han atenuado, con la consiguiente deceleración de esa ingente corriente de aire. Y esto ha afectado a los patrones meteorológicos estacionales: las tormentas son cada vez más esporádicas y, al mismo tiempo, más intensas. Algunos modelos climáticos predicen una duplicación del número de tormentas extremas registradas en el mundo por cada grado centígrado de calentamiento global, una tendencia que posiblemente ya esté en marcha. Las copiosas lluvias primaverales de 2019 hicieron que el nivel del lago alcanzase cotas inauditas, con las consiguientes inundaciones en la región de los Grandes Lagos.

A 900 kilómetros de distancia en dirección sudeste, en otra jornada estival que amenazaba lluvia, un reducido grupo de mujeres se concentraba alrededor de un cartel en una playa del Parque Estatal de la Bahía del Maumee, a orillas del lago Erie, a un breve trayecto en coche desde Toledo, Ohio. Estaban preocupadas por el texto del cartel: «PELIGRO. Evitar todo contacto con el agua. Toxinas alga-les a niveles INSALUBRES».
Las mujeres, alumnas de la universidad de Bowling Green, habían estado nadando en las aguas verdosas y, sorprendentemente, hasta aquel momento no se habían fijado en el cartel. Cuando me acerqué a ellas, formularon preguntas para las que yo no tenía respuesta: ¿les pasaría algo? ¿Eran peligrosas las toxinas? «Es la última vez que venimos», dijo Marharita-Sophia Tavpash, visiblemente asustada.
Desde principios de la década de 2000 casi no ha habido un verano en el que el lago Erie no se haya visto afectado por una proliferación de algas nocivas. Los Grandes Lagos albergan una gran diversidad de algas y organismos parecidos, y la mayoría de ellos, como las diatomeas, son esenciales para la salud lacustre. Sin embargo, algunas pueden llegar a asfixiar la fauniflora de sus aguas. Las más problemáticas son las cianobacterias, un organismo primitivo que está presente en casi todas las masas de agua. Si se dan las condiciones adecuadas –aguas cálidas y contaminadas–, crecen sin control y forman una espuma verde y viscosa. Al descomponerse, absorben oxígeno del agua, creando así grandes zonas muertas y liberando a veces toxinas que pueden llegar a ser letales para las especies del lugar. En los humanos pueden causar ampollas en la piel y daños hepáticos.
"Las cosas están cambiando. No sé si podremos frenarlo".
Hace tan solo 25 años creíamos que las proliferaciones de algas eran cosa del pasado. Hasta la aprobación de la Ley de Aguas Limpias en 1972, las mareas rojas azotaban el lago un año tras otro. Pero aquella ley impuso estrictas regulaciones sobre las plantas de tratamiento de aguas residuales y condujo a la eliminación de los fosfatos de los detergentes para la ropa. Las algas se multiplican a gran velocidad cuando hay fósforo; sin grandes aportes de este elemento, no proliferan.
Así pues, ¿por qué han vuelto las proliferaciones? Para conocer a quienes resolvieron el misterio, cogí el coche y me planté en la Universidad Heidelberg de Tiffin, Ohio, cuyo campus de 50 hectáreas en pleno cinturón maicero del estado alberga lo que algunos científicos consideran un tesoro nacional: un concienzudo registro de las sustancias químicas que en los últimos 45 años han aportado al lago Erie dos grandes afluentes, los ríos Maumee y Sandusky. Las personas encargadas de compilar y conservar este tesoro de datos son dos mujeres que han dedicado más de 40 años de su vida a diagnosticar los males del lago Erie.
«Somos anteriores a la Agencia para la Protección del Medio Ambiente –me dijo Ellen Ewing mientras almorzábamos en uno de los comedores de la universidad–. ¡Ya estábamos ahí cuando se instauró el Día de la Tierra!».
Ewing, quien exhibe el enérgico aplomo de quien conoce su trabajo como la palma de su mano, se refería al Centro Nacional de Investigación de la Calidad de las Aguas, fundado en 1969 en la Universidad Heidelberg. Lleva trabajando en él desde 1976, inmediatamente después de graduarse en la universidad. Dos años después se incorporaba la que ha sido su colega durante cuatro décadas, Barbara Merryfield, otra graduada de Heidelberg, que estaba sentada a su lado mientras comíamos. Sus puestos oficiales son directora de laboratorio e investigadora asociada, respectivamente –ninguna de las dos es doctora–, pero los datos que han acopiado en estas décadas han permitido a otros investigadores comprender la sorprendente reaparición de las proliferaciones de algas en el lago Erie.
Todas las semanas desde hace más de 40 años, Ewing, Merryfield y su reducido equipo toman muestras de agua del Maumee, el Sandusky y otras cuencas. «Antes conducía 800 kilómetros por semana –dijo Merryfield–. Tres días a la semana estaba fuera, muchas veces con barro hasta media rueda».
«Una vez que Barb cumplía años en el puesto, se me ocurrió calcular cuántas muestras llevaba procesadas –me contó Laura Johnson, la experta en ciencias ambientales que dirige el centro desde 2016 y cuya labor ha sido crucial para descifrar el enigma de las proliferaciones de algas–. Me salieron más de dos millones, y eso tirando por lo bajo».
Cada año recogen unas 10.000 muestras, en las que analizan 11 parámetros, apuntó Ewing entre bocado y bocado de ensalada. «Somos unas hachas».
El exhaustivo muestreo reveló cómo una práctica conservacionista que en teoría debía mejorar la calidad del agua del lago estaba ejerciendo el efecto contrario. En la década de 1990, muchos agricultores de la cuenca lacustre adoptaron la técnica de la «siembra directa». En vez de arar y abonar los campos cada primavera, empezaron a dispersar fertilizantes granulados sobre la superficie. Al arar menos se redujo la erosión, pero el efecto inesperado fue que las algas del lago empezaron a recibir un mayor aporte de nutrientes. Al abonar y arar, el fósforo quedaba sellado en el suelo, a unos 20 centímetros de profundidad. Pero el fósforo en gránulos se queda en los cinco primeros centímetros, de modo que cuando las lluvias saturan el suelo, los gránulos se disuelven y el fósforo es arrastrado al lago. En la actualidad los investigadores se basan en los datos de precipitaciones primaverales para prever la gravedad de las proliferaciones de algas.
En las últimas dos décadas se ha duplicado de largo el número de jornadas con 50 milímetros o más de precipitación. «Ese es el gran problema», asegura Johnson, aunque añade que tiene solución. Su mentora, Jennifer Tank, ecóloga de la Universidad de Notre Dame, en Indiana, lleva un tiempo trabajando con los agricultores para que reduzcan las escorrentías de sus campos… y se adapten a los rigores de una nueva era climática.
Las mismas lluvias copiosas que en primavera arrastraban fósforo al lago Erie obligaron a los agricultores de la región a posponer las siembras en 2019. Los campos estaban tan húmedos y embarrados que se acumularon retrasos de varias semanas.
«Este año [2019] hemos dejado de plantar un número récord de acres», me contó Kaleb Kolberg, un agricultor de 26 años de Hartford, ciudad del estado de Michigan situada a unos 20 kilómetros del lago Michigan. La mayoría de los productores no pudieron sembrar en una cuarta parte de sus propiedades. Señalando hacia uno de sus cultivos, en la parte trasera de su casa, Kolberg añadió: «Ese maíz tendría que estar el doble de alto. Hemos sembrado en condiciones nunca vistas. Normalmente lo cosechamos a mediados de septiembre. Este año tendrá que ser a mediados de octubre».
Ese año había añadido nuevos dolores de cabeza a los problemas habituales del mundo agrario. «Cultivar un acre [0,4 hectáreas] de maíz cuesta 600 dólares», dijo Kolberg. Solo un tractor ya vale 300.000 dólares (unos 250.000 euros). «Tienes que asumir todos los riesgos por adelantado y cruzar los dedos para que en otoño te salga a cuenta». A él le fue mejor que a la mayoría. Trabajando con gente del distrito de conservación del condado y con Jennifer Tank, Kolberg llevaba varios años plantando ballico y trébol encarnado como cultivos de cobertura en las temporadas de barbecho. Cuando una calurosa tarde de agosto Kolberg me llevó en su camioneta por el sudoeste de Michigan, un paisaje aplanado por los glaciares, hasta un urbanita de pura cepa como yo supo distinguir qué explotaciones habían recurrido a cultivos de cobertura. Allí donde se había prescindido de ellos, el maíz era visiblemente más bajo, con diferencias de varios centímetros; en algunos campos directamente no se había sembrado: estaban tan mojados que los tractores no podían trabajar. En varios de ellos todavía se veían charcos.
Kolberg dijo que si él podía sembrar en su explotación más que sus vecinos, era gracias a los cultivos de cobertura, que absorbían humedad del suelo. «Con el cultivo de cobertura nos protegemos de los dos extremos –añadió–, tanto del exceso como de la falta de agua».
Además de evitar la ruina económica de productores como Kolberg, el uso generalizado de los cultivos de cobertura reduciría el flujo de nutrientes que causan las proliferaciones de algas. «Tenemos que proteger hasta el último centímetro cuadrado de suelo –insistió Tank–. Si lo hiciésemos, sería un cambio radical. Necesitamos cultivos de cobertura en toda la cuenca».
Pese a tantas ventajas, muchos agricultores se resisten. «Los cultivos de cobertura exigen el mismo cuidado que un cultivo normal», me explicó Tank. Y no generan ingresos directos.
Por el momento, las escorrentías agrícolas de muchas explotaciones siguen fuera del paraguas de la Ley de Aguas Limpias, y eso que una proliferación algal causada por el exceso de fósforo obligó a cerrar el suministro de agua de una gran ciudad en Ohio.
El viernes 1 de agosto de 2014, a eso de las siete de la tarde, el director de suministros públicos de Toledo recibió la llamada del químico jefe del departamento. Los análisis rutinarios del agua municipal detectaban una contaminación por microcistina, una toxina generada por algas. Recomendar a la ciudadanía hervir el agua no haría más que concentrar el veneno. De modo que, a las dos de la madrugada, el Ayuntamiento emitió una alerta de no potabilidad. Durante más de dos días, hasta que se trató el agua, cerca de medio millón de vecinos de Toledo no pudieron beber agua del grifo.
Seis años después, aquella catástrofe sigue estremeciendo a Wade Kapszukiewicz, el actual alcalde de la ciudad. «Hubo negocios que tuvieron que cerrar –me dijo–. Los hospitales tuvieron que suspender cirugías: si no hay agua, no hay quirófano. Fue un suceso traumático para la región».
Desde su despacho en el centro de Toledo se ve el río Maumee. Hace tres años, cuando una proliferación de algas del lago Erie se propagó río arriba, el Maumee parecía teñido de verde. El Ayuntamiento ha invertido más de mil millones de dólares en el sistema de aguas pluviales y la planta de tratamiento de aguas, con mejoras como métodos de filtrado y eliminación de microcistinas y una boya con sensores especiales que monitorizan el alcance de las proliferaciones de algas en la zona del Erie donde se sitúa la captación de aguas de la ciudad. Todo ello hace poco probable que se repita la crisis.
Pero a Toledo, asegura su alcalde, sigue saliéndole caro el vertido indiscriminado de fósforo y otros fertilizantes al lago. El problema es que no todos los agricultores son tan aplicados como Kolberg. «No tengo que visitar la enésima explotación agrícola para saber que las escorrentías agrícolas están contaminando el lago Erie –dijo Kapszukiewicz–. Eso ya lo sabemos todos. La única pregunta que hay que hacerse es cómo vamos a solucionarlo. Yo no estoy en contra de la agricultura. Estoy en contra de la contaminación. Me consta que hay muchos agricultores haciendo intentos tecnológicos muy audaces para reducir las escorrentías agrícolas. El mayor problema lo causan las macroexplotaciones, sobre todo las CAFO. No estamos hablando de la granja del abuelo».
Las CAFO (acrónimo en inglés de «concentrated animal feeding operations») son grandes explotaciones ganaderas de estabulación intensiva, complejos industriales que producen carne de cerdo, ave y res. Cuando el número de animales supera el límite marcado por la Agencia para la Protección del Medio Ambiente, las CAFO están obligadas a respetar la legislación de aguas limpias, pero muchas operan justo por debajo del límite para esquivar esas regulaciones. Un reciente estudio descubrió que el número de animales de granja de la cuenca del Maumee –que con 21.500 kilómetros cuadrados es la mayor de los Grandes Lagos– se duplicó con creces entre 2005 y 2018: pasó de nueve millones a 20. El volumen de estiércol aplicado a los cultivos –una rica fuente de fósforo– aumentó en torno a un 40 % en la misma horquilla temporal.
Si no se imponen restricciones más drásticas a los vertidos de fósforo, las proliferaciones de algas serán habituales en el lago Erie. Un científico me explicó que si se consolidan las tendencias actuales, en 2040 asistiremos al doble de proliferaciones. «No es un problema de dinero –opina Kapszukiewicz–. Es un problema de impunidad. Ni con todo el dinero del mundo se resolverá el problema mientras las explotaciones sigan haciendo y deshaciendo a su antojo sin rendir cuentas a nadie».
La inmensidad de los lagos no permite ver su fragilidad. A lo largo de varios meses los visité todos, a excepción del lago Hurón. Por su juventud en términos geológicos, no tienen la diversidad ecológica de los océanos; son inmaduros, más vulnerables.
Cada lago tiene su propia historia. El Michigan y el Hurón, que en sentido estricto son dos lóbulos de un único lago, tienen el problema opuesto al Erie: están demasiado limpios. Cientos de billones de mejillones invasores han dejado sus aguas prácticamente desprovistas de plancton; estos moluscos pueden filtrar toda el agua del lago Michigan en menos de una semana. En la cuenca del Ontario, los niveles de mercurio y policlorobifenilos son tan altos que muchos de sus peces son incomestibles. Me entrevisté con decenas de investigadores que han dedicado su carrera a comprender y proteger los lagos. Patrones de barcos recreativos de alquiler me contaron cómo las proliferaciones de algas han acabado con su modo de vida en muchos lugares. Y me enteré de que han empezado a aparecer proliferaciones de algas nocivas en el lago Superior, el menos deteriorado de todos.
¿En qué situación nos deja esto? El destino de los lagos, y de los millones de personas que dependen de ellos, quizás haya de describirse con un término anishinaabe para el que no hay traducción directa: zaasigaakwii. «Se refiere a cuando llegan los pájaros en primavera y de repente se los lleva por delante una tormenta –me explica Michael Wassegijig Price, especialista en el conocimiento ecológico tradicional de la Comisión India de Pesca y Vida Salvaje de los Grandes Lagos–. Es lo que pasa cuando chocas con lo inesperado en la naturaleza».
Hace 18 años Tom Borg vivió su propia experiencia de zaasigaakwii. Un día de febrero entró con su motonieve en el lago congelado próximo a su casa, como había hecho tantos otros días de invierno. De pronto, el hielo cedió. Por suerte, en aquella zona el agua tenía menos de un metro de profundidad, «aunque estaba igual de helada que si tuviese diez –recordaba Borg–. El dolor era como si me clavasen puñales en las piernas». Todavía no se explica cómo pudo sacar la motonieve del lago y volver en ella a su cabaña, donde encendió un fuego que lo salvó de una hipotermia segura. «Si no llega a ser por lo que me enseñó mi abuelo, mantener la calma y no dejarme llevar por el pánico, a lo peor no lo cuento».
Una fresca mañana de septiembre, la bahía de Kama, una ensenada del borde norte del lago Superior, ofrece una estampa serena, inmaculada, a salvo de cualquier peligro. Pronto desaparece de la vista cuando Borg y yo ascendemos por un empinado sendero flanqueado de arces que nos aleja de la orilla de la bahía. Algunos árboles parecen estar encendidos: la alquimia otoñal pinta su follaje de un intenso rojo fuego. Dejamos atrás un arroyo y una pequeña cascada, cuyas aguas pronto llegarán al Gran Lago de los anishinaabe y terminarán por precipitarse en las cataratas del Niágara. A cada paso camino arriba, las amenazas que acucian a los cinco mares de agua dulce del continente se desvanecen provisionalmente, convertidas en problemas de otro mundo, de otra época.
Borg se detiene y me propone llevarme una hoja de arce como regalo de la cuenca, un talismán tan frágil y hermoso como el lago que hay abajo. Más tarde, reflexionando sobre el día en que estuvo a punto de morir congelado, me confiesa que quizá pecó de imprudente, que debería haber observado el hielo con mayor detenimiento, que tal vez habría podido prever el peligro. «La naturaleza no tiene mala intención –dice–. Pero tampoco piedad».
Mapas:
Los grandes lagos, en peligro
La mano escultora del hielo
El impacto de la agricultura
La tercera costa
Este artículo pertenece al número de Diciembre de 2020 de la revista National Geographic